Los cuadernos de apuntes los tenía guardados dentro del aparador de su dormitorio y los más antiguos en unas cajas apiladas a lo largo del pasillo, aunque no siempre la clasificación seguía una regla específica ni era tan ordenado con las libretas. Cuando terminaba uno de ellos, algo que ocurría con cierta frecuencia porque anotaba a diario sus impresiones y realizaba dibujos a cualquier hora, se preocupaba de que no se le perdieran entre las montañas de papeles y objetos arrinconados en cualquier esquina de la casa. Normalmente, los colocaba junto a los anteriores en el mismo lugar.
En las cajas del pasillo localizó, por suerte, los primeros que había utilizado en Roma. Dos de los cuadernos fueron completados, casi en exclusiva, con los estudios que realizó para el vestuario de Parade: el de los Managers, el de la niña americana, la acróbata femenina, el prestidigitador chino o la cabeza del caballo. También contenía un retrato, de ligerísimo trazo a tinta, de Jean Cocteau que, evidentemente, no se lo había regalado como otros que hizo a su amigo. El poeta aparecía en el dibujo con el rostro afilado, nariz aguileña y penetrante mirada y, al mismo tiempo, con expresión melancólica, la que más le caracterizaba.
En otro de los cuadernos encontró adheridas a las hojas varias postales que había comprado en la Piazza di Spagna y que representaban jóvenes ataviadas con vestidos típicos. En alguna de las postales había trozos de tela pegados para imitar la vestimenta; fue aquello lo que le hizo adquirirlas. Asimismo, localizó un programa de los ballets rusos y varios proyectos para el telón de Parade y del propio decorado. En este bloc tenía un dibujo a lápiz de la Villa Médici, una hoja de notas recogida en el Gran Hotel Victoria, de Nápoles, junto a la factura de su estancia en ese establecimiento y varios retratos de Olga sentada, con las piernas cruzadas y ataviada con lujosas prendas.
Lo que no hallaba por ninguna parte era el cuaderno que utilizó en su viaje a Florencia.
Fue hasta el dormitorio intentando no despertar a Jaime ni a Inés. ¡Cuánto les extrañaría encontrarle danzando por la casa a una hora tan temprana! Llevaba despierto desde poco después del amanecer. Había decidido que aquel lunes, 10 de mayo, fuera un día especial, porque adoptó la decisión irrevocable de comenzar a trabajar en el mural del pabellón y para cumplir con ese deseo precisaba hacer algunas comprobaciones.
A primera hora y antes de ponerse a buscar el cuaderno de Florencia, estuvo retocando, sin levantarse de la cama, las figuras centrales de la obra que iba a emprender en breve. La postura del caballo aún no le convencía; el animal poseía un retorcimiento demasiado acusado y tampoco estaba seguro de la posición que tenía en el conjunto. Trabajó en ello, al igual que en la cabeza del toro para contrastar si humanizando su testuz serviría más adecuadamente a la intención que deseaba concederle como espectador de la tragedia, cual tótem pasivo ante el drama. La utilización inequívoca del Minotauro, hasta aquel momento, seguía pesando en su ánimo sin decidirse por la concreción estética que le daría; no en vano deducía la sucesión de interpretaciones erróneas cuando el cuadro fuera expuesto y un excesivo protagonismo a su figura con ese planteamiento.
Al margen de estas exploraciones y nuevos estudios sobre las imágenes del cuadro, precisaba recuperar las notas y dibujos que se encontraban en el cuaderno que llevaba durante el viaje que realizó a la capital toscana.
Dedujo que tal vez se encontrara en la cajonera del aparador. En el compartimento más bajo del mueble guardaba un estuche de madera chino, de color negro y repleto de incrustaciones de nácar, donde depositaba lo más diamantino de sus recuerdos: una carpeta con esbozos que había hecho en Barcelona durante su juventud, una libreta de Montmartre, dibujos eróticos de algunas de sus amantes… y, posiblemente, estaría allí el cuaderno de Florencia que había utilizado durante los maravillosos tres días que permaneció en la ciudad italiana y que supusieron para él una experiencia y un aprendizaje inolvidable…
Abrió despacio el estuche de madera negro, como si temiera que las hojas que había en su interior fueran a diluirse con el aire y el contacto de sus manos. Lo primero que apareció fue el retrato del comandante Mola con los ojos agujereados para convertirlo en una careta. Apenas lo recordaba. Torció sus labios haciendo una mueca, era una especie de sonrisa burlona. Tuvo intención de colocar la máscara delante de su cara, pero se detuvo ante la grima que sintió solo de pensar que iba a cubrir su rostro con la imagen del sublevado, por mucho que fuera una creación propia y le atrajera aquel juego en múltiples ocasiones. De hecho, lo hacía como un divertimento y con frecuencia con retratos de gatos y perros.
A continuación, se deleitó con la evocación de las pinturas de los Uffizi que él había trazado esquemáticamente sobre el papel, especialmente con los caballos de Ucello, con la obra de Gozzoli y con el rostro de La Virgen de Ognissanti, pintada por Giotto. También con los frescos de la capilla Brancacci: los poderosos retratos que había creado Masaccio y las arquitecturas cúbicas que él admiraba desde entonces como lo que eran: una obra maestra insuperable. Localizó en el mismo cuaderno varios estudios con las manos del David de Miguel Ángel.
Se sentó encima de la cama para contemplar con calma las últimas páginas en las que había desglosado e interpretado varias de las figuras que aparecían en el cuadro de Rubens Los desastres de la guerra, la pintura que le había comentado María, la hija de su guía Roberto en el inmenso museo del Palazzo Pitti.
El templo de Jano con el portón abierto porque llegaba la guerra, la mujer con los brazos levantados que simbolizaba a Europa, Venus con el brazo alargado atravesando el eje central del cuadro, la matrona con el hijo entre sus brazos, el artista yacente con el torso desnudo…
Desprendió de la tapa del cuaderno la reproducción del cuadro que le había regalado María, la joven estudiante que obtenía algunos ingresos como guía especializada del Museo Pitti.
En una de las hojas del cuaderno florentino había realizado diversos estudios de la figura de Venus: de su rostro, de su busto protegido con la mano y del brazo alargado cruzando horizontalmente el espacio y señalando la luz, intentando dar luz al mundo para que conociera las consecuencias de la guerra.
Velázquez y Goya habían reproducido magistralmente, en su momento, conflictos reconocibles; Rubens, por el contrario, mostró en su obra el resultado al que se llega con cualquier guerra, a través de los mitos clásicos. En Rubens triunfa el dios de la guerra, Marte, y Alecto, la diosa de la venganza. El artista flamenco dirigía la mirada desde el pasado al futuro inmediato para que pudiéramos contemplar el resultado dramático que suponía un conflicto bélico con la muerte de víctimas inocentes, las Artes aplastadas sin consideración alguna y un mundo de tinieblas arrasándolo todo. El torbellino de la pintura, del movimiento, era de izquierda a derecha, dando sentido a la observación hacia donde arrastraba el relato pictórico. Él pretendía volcarse hacia la dirección contraria en el mural para el pabellón español, con la intención de resaltar algún tipo de esperanza, de búsqueda de una salida tras el horror y la destrucción. En Rubens la guerra vencía y él, de alguna manera, deseaba que la guerra fuera vencida. Invertiría claramente las posturas. Por ejemplo, situaría el templo-vivienda, con la puerta abierta y en llamas, en el extremo opuesto a Rubens. Allí clamaría al cielo, con los brazos levantados, otra mujer. ¿España? El escudo de Marte en la obra del flamenco ocupaba el centro más elevado de la composición, por encima del brazo de Venus; él pretendía transformarlo en otra imagen, aún no lo tenía decidido y ni siquiera imaginaba el posible resultado.
Permaneció un buen rato contemplando la lámina del cuadro barroco que llevaba veinte años encerrada en su caja china, pero cuyas imágenes siempre había tenido despiertas en su mente. Sus ávidos ojos recorrían una y otra vez, centímetro a centímetro, cada parte de la postal mientras reavivaba la creación rubensiana colgada en un pasillo de la que fuera residencia de los Médici en Florencia.
Encendió un cigarrillo y degustó el sabor ácido de la nicotina atravesando los poros de la lengua, al tiempo que disfrutaba con la evocación del colorido y las armonías logradas por Rubens.
Él no utilizaría color. Después de una tragedia como la que inspiraba su obra, el color ni siquiera permanece en el ambiente, ha desaparecido, y un vahído de ausencias sucede a la matanza. En Rubens se presiente la muerte y la destrucción, pero aún no ha alcanzado toda su virulencia.
Poco a poco, se situaban con precisión los elementos del mural. Atisbaba las asonancias. Resultaban evidentes en las mujeres, situadas a cada extremo del cuadro, en el movimiento general que deseaba lograr, en la luz y en las sombras, en los sonidos, en los gritos, en las ausencias, en el caballo y en el toro… El cuadro tenía que escucharse, además de ser contemplado. Vislumbraba su potencia y era imprescindible que naciera cuanto antes.