Recordó su viaje a Florencia. El encuentro con el comandante aficionado a la fotografía y la charla que mantuvieron. ¡Qué diferente resultaba ahora aquella conversación! Nunca la había olvidado y últimamente irrumpió con fuerza entre la vorágine de su memoria. Insistió entonces Mola, en el confortable vagón que les trasladaba de Orvieto a Arezzo, en la debilidad de los gobiernos en España, haciéndolos responsables de la violencia callejera que se estaba produciendo en muchas ciudades, especialmente en Barcelona, donde estaba destinado en aquellos momentos; también culpaba a los políticos del malestar existente en el seno del Ejército. Partiendo de aquella postura era factible evolucionar hacia una visión radical de la realidad arrogándose un protagonismo ciego. Evocaba sus palabras como cuando subrayó que las armas debían mantenerse bajo el mandato civil. Seguramente, el tiempo hacía mella en las personas y en su forma de pensar, en unos más que en otros, pero era innegable su efecto cuando se partía de un análisis particular como el que propugnaba el militar.

Curiosamente, el comandante le dejó una buena impresión, a pesar de la brevedad del encuentro; tenía que reconocerlo. Resultó una persona cordial, comunicativa y, aparentemente, un verdadero experto en las técnicas fotográficas; al menos iba muy bien equipado de aparatos.

Al rememorar el encuentro del que habían transcurrido veinte años, pensó en la brújula que conservaba desde entonces y que Mola se dejó sin querer en el asiento del tren. Fue a buscarla.

En una habitación contigua al que había sido su estudio hasta que se trasladó a Grands-Augustins, guardaba y protegía sus fetiches más queridos. Tiró del cordel que sujetaba el manojo de llaves que llevaba en la faltriquera de su pantalón, otro de sus apreciados tesoros. Las fue examinando una por una hasta dar con la correspondiente a la vitrina-museo. En realidad, el mueble era un descomunal armario metálico que ocupaba casi por completo una estancia de la casa.

Con suma precaución y delicadeza, como si fuera un sumo sacerdote despejando la cámara secreta de un santuario, introdujo la llave en la cerradura y abrió las puertas del preciado almacén. Allí conservaba una buena cantidad de pequeñas esculturas realizadas con materiales variopintos, desde papel hasta alambres, piedras de diferentes tamaños, formas y colores, montones de minúsculos cristales desgastados por la erosión, reliquias del pasado compuestas por restos arqueológicos entre los que había numerosas puntas de sílex y la reproducción de dos Venus prehistóricas: la de Laussel y la de Brassempouy; conchas de mar, llaves oxidadas, el esqueleto de un lagarto, de un murciélago y un sinfín de objetos, la mayoría encontrados en cualquier rincón de la ciudad, las playas o los campos por los que él había transitado, y que habían sido arrojados por sus dueños a la basura u olvidados, como había ocurrido con la brújula que perteneció al militar de origen cubano.

Rebuscó entre unos trozos de madera arrinconados en el fondo del armario y sintió, de improviso y con agrado, el gélido metal en la punta de sus dedos. Allí estaba el preciado objeto. Lo cogió con cuidado, lo posó en la palma de la mano izquierda; era tan voluminoso que ocupaba la mayor parte de su pequeña y carnosa extremidad. Desprendió la presilla que sujetaba la tapa superior con la ranura en la que se alojaba un hilo de fino alambre que, supuestamente, se utilizaría para localizar un punto en el horizonte. Levantó esta pieza con su visor y luego separó la pequeña lupa que estaba encima del cristal que protegía el módulo principal de la brújula: era el compartimento donde se encontraba la aguja imantada sujeta a un disco interior con numeraciones en rojo y en negro. El disco osciló con suavidad durante unos segundos hasta quedarse quieto señalando el norte magnético. Pablo aproximó a continuación la lupa a sus ojos y pudo ver con detalle las escalas marcadas en el disco y las diferentes coordenadas.

—¿Qué te tiene tan hipnotizado?

Le sobresaltó la voz de Jaime. No se había percatado de su presencia ni había oído el golpear de la puerta al llegar.

—¡Vaya! ¡Qué brújula tan fantástica! —exclamó seguidamente el secretario al descubrir lo que había mantenido a Picasso tan concentrado como para no darse cuenta de que había entrado en la casa.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó el pintor ajeno al comentario de su amigo, que parecía bastante cansado.

—Puedes imaginarte. En un primer momento la reacción de Marie-Thérèse no resultó nada agradable. Estuvo llorando un buen rato, me costó un gran esfuerzo y mucha delicadeza conseguir que se calmase, y luego ha permanecido casi todo el tiempo con cara de disgusto. Al final, estuvo algo más calmada. Y Maya te llamaba sin parar, ya habla bastante y la madre le ha enseñado a preguntar por ti. Tú verás lo que haces, no puedes faltar el próximo fin de semana. —Lo expuso con gravedad y rogando con el gesto y con una expresión forzada que aceptase el consejo que le daba. Aguardó una respuesta que no se concretó; el pintor parecía meditarla observando lo que tenía entre sus manos—. Bueno, déjame ver esa brújula que te atrae tanto. ¿Cómo y dónde la conseguiste? —preguntó el secretario dejando a un lado los pormenores de la visita que había hecho a Marie-Thérèse y a Maya y aceptando que Picasso había captado la sugerencia para que no faltase el siguiente fin de semana.

Le entregó la brújula. A Jaime se le iluminó el semblante al recibirla y tocarla con sus manos.

—Compruebo que te gusta también…

—Yo… —Sabartés titubeó antes de expresar lo que sentía—, la verdad es que cuando era tan solo un chiquillo iba por el campo con una parecida a esta, bueno algo más sencilla. —Al secretario se le formaba, sin quererlo, una mueca de satisfacción en los labios, incluso se desprendió de la chaqueta, algo que no hacía con frecuencia; acaso los recuerdos de la niñez le habían llevado a alterar un poco sus hábitos—. Pertenecía a una sociedad excursionista de Barcelona en la que me apuntaron mis padres. Salíamos por los alrededores de la ciudad bastantes domingos y los monitores me enseñaron a desplazarme con seguridad haciendo uso de un plano y a utilizar la brújula para saber cómo ir de un lado a otro sin perderme. ¡Era fantástico!

—¿Y cómo la utilizabais? —preguntó Pablo interesado.

—Salgamos al balcón y lo verás.

La ciudad comenzaba a inundarse de sombras, pero aún era posible distinguir a la perfección sus principales y emblemáticas construcciones. Con la brújula bien sujeta entre sus esqueléticas manos, que no hacían justicia a su oronda figura, Sabartés dejó que se situase el norte magnético.

—Ahí lo tienes, mira. La dirección de la aguja nos señala claramente hacia Courcelles, más o menos por allí se encuentra el norte de la ciudad. Si tuviéramos un mapa y quisiera encontrar las coordenadas precisas para ir hacia la Madeleine, desplazaría la brújula sobre el papel alineándola en esa dirección. Y con estas líneas dibujadas sobre el cristal, desplazando el módulo exterior, hallaría el azimut, el ángulo formado por ellas en la ruta que nos llevaría sin equivocarnos hacia la Madeleine. En este supuesto son ciento sesenta grados sur.

—¿El azimut? Nunca había oído esa palabra —comentó Pablo.

—Sí, es un término acuñado por los astrónomos para estudiar el espacio y emplazar la posición de las estrellas…

—¿Y esto es todo?

—Hay más, este es un objeto con muchas posibilidades, pero tendríamos que movernos por lugares con referencias desconocidas y entonces manejarnos con el visor y buscar, de acuerdo con las coordenadas que se detectan mediante la lupa, el camino a seguir y no perdernos. Al menos, ya sabes cómo alcanzar la Madeleine sin dificultad.

—Muy original, para tal cosa no preciso de nadie, ni de nada. La tenemos aquí al lado; creo que es más interesante la propia brújula que tus explicaciones.

—Es que se utiliza especialmente en espacios abiertos para caminar o desplazarte en una dirección que previamente ha quedado marcada por el azimut y, mirando por el visor, localizar en el horizonte una referencia que te indique el camino a seguir. —Mientras hablaba, Sabartés iba simulando cómo manejar la brújula.

—Hay que practicar, supongo, para entenderlo mejor. De cualquier manera, es un objeto que me parece original y muy práctico.

—Es especial, desde luego, de fabricación alemana, una buena pieza. ¿Cómo la encontraste? No creo que haya sido en la basura, como la mayoría de las cosas que tienes dentro de ese armario; me parece imposible que fuera arrojada entre los desperdicios…

—Es una historia antigua, tal vez te la cuente algún día.