Las riberas del Sena repletas de madrugadores adictos a los rayos del sol, los bulliciosos cafés con sus marquesinas saturadas de gentes conversadoras, la animación en los parques y las calles rebosantes de peatones con el rostro bendecido por el entusiasmo que les generaba una primavera tan soleada eran el fiel reflejo de que los parisinos vivían esa estación con verdadera felicidad sacudiéndose los pequeños problemas que se les habían enquistado a lo largo del invierno. La Rue La Boétie, por lo general bastante tranquila, soportaba aquel domingo de mayo un tránsito incesante de gentes y vehículos.

Pablo había permanecido toda la tarde en casa. Se levantó pasado el mediodía y pidió a Inés que abriera de par en par las ventanas para que entrase el aire y el sol. Luego, la sirvienta le preparó algo ligero que comió en el salón. Inés y Marcel tenían la tarde libre y se quedó solo en la vivienda sin que le perturbase el continuo trasiego por las aceras, que él aceptaba como algo estimulante.

Aprovechó el tiempo para retocar a pluma, con la minuciosidad de un monje amanuense en el trazo, el boceto de la maternidad que había diseñado el día anterior en el estudio mientras aguardaba que Vidal ultimase la preparación del lienzo. La utilización de la tinta india concedía mayor relieve a la figura de la madre aterrorizada, y la fue afinando hasta que adquirió un aspecto casi pétreo. Apretó los párpados para analizarla llegando a la conclusión de que aquel enfoque y tratamiento tan modulado resultaba excesivo, puesto que él pretendía alejarse de la complejidad y, como consecuencia de ello, aplicar la máxima sencillez en el concepto de las figuras que situaría en el mural.

Consideró necesario completar ya un esbozo del conjunto porque, más pronto que tarde, debería comenzar a trabajar con los pinceles sobre la tela. Aún no tenía forjada la composición definitiva, pero había llegado el momento de comprobar si los elementos que tenía pensado utilizar funcionaban al situarlos unos junto a los otros.

Encontró dentro de un aparador papel blanco de unos 25 por 45 centímetros de superficie que podía serle útil y se puso a dibujar con un lápiz. Para el fondo emplazó unas construcciones cúbicas de aristas bien definidas y diversos planos en blanco y negro. Delante de los edificios discurría la tragedia, iluminada por la mujer del quinqué que llevaba agitándose sin descanso en su mente desde hacía varios días. La escena era observada por el toro, de volúmenes muy marcados, en tres dimensiones. En el centro situó el caballo junto a una rueda y, a su lado, a la mujer arrastrándose por el suelo y mirando al cielo; en el extremo opuesto dibujó otra matrona. Finalmente, en la parte inferior de la composición, emplazó un montón de cuerpos mutilados.

Lo estuvo mirando un buen rato. La acumulación de cadáveres en primer término tenía una presencia excesiva y, por añadidura, convertiría el cuadro en una propuesta de corte realista. No quería que la tragedia resultara tan evidente, ni que la violencia fuera resaltada hasta ese extremo. Era consciente de que carecía del tiempo necesario para madurar el cuadro como él hubiera deseado.

Se asomó al exterior por la ventana del salón. La luz del sol se iba oscureciendo al ocultarse el astro detrás de los tejados. El bullicio en la calle no se había reducido lo más mínimo con el atardecer. Meditó sobre el contraste entre la vitalidad y la alegría que transmitían las calles parisinas con el dolor, el temor y la amargura que asolaba a las gentes en su querida tierra. Estaba horrorizado ante la tragedia en la que había sumido a España un grupo de militares reaccionarios. Una profunda tristeza se apoderó de él.