Decidió bajar hasta el estudio después de permanecer casi una hora en el ático donde Jaime Vidal y sus ayudantes trabajaban sin descanso ajustando la tela al bastidor. Inés les había facilitado unos recipientes con agua para humedecer el lienzo. Era el sistema que utilizaban para lograr destensarlo y dotarlo de la firmeza necesaria cuando se secara después de haber sido clavado a la madera. Impresionaba ver su tamaño por mucho que el granero tuviera unas dimensiones apropiadas para embarcarse en aquella obra tan excepcional. Pudo comprobar lo dificultoso que era el montaje y supuso lo complicado que sería instalarlo en el pabellón, con la ventaja de que allí no tendrían que subirlo a una gran altura como en Grands-Augustins. Era el momento, se dijo, de trabajar en el estudio para perfilar el mural con nuevos bocetos a raíz de lo que rondaba por su mente. Previno a Inés para que le avisara cuando fueran a recostar el lienzo en la pared porque deseaba estar presente en la operación.

Al acceder al taller situado en el edificio adosado al del granero le deslumbró la potente luz que se colaba desde el exterior inundando toda la sala. Había amanecido nublado pero un viento suave, constante, había logrado despejar por completo el cielo. Dio de comer cereales a las tórtolas y abrió la puerta de la jaula. Al ver a los animales desperezarse revoloteando por el estudio se sintió dichoso. La temperatura era excelente y se desprendió de la chaqueta para quedarse en mangas de camisa.

Encendió un cigarrillo y permaneció unos instantes observando las evoluciones de las tórtolas; luego, buscó infructuosamente el papel azulado con el que había trabajado durante los últimos días. Finalmente, decidió dibujar sobre cartulina blanca.

Le obsesionaba la figura del caballo. Perfiló la testuz y el cuello doblado hacia el interior de su cuerpo, hacia abajo, encerrado sobre sí mismo como formando casi un círculo de tan pronunciado que era el giro. A continuación, compuso la boca con los dientes en el exterior de las mandíbulas, tal y como lo había hecho en otras ocasiones. Una vez terminado el boceto, consideró que aquella postura proyectaba excesiva tensión durante la agonía del animal. Quizá no fuera lo más apropiado. Eso sí, consideró que la forma del equino estaba reclamando una asonancia, es decir, una figura opuesta en su concepción estilística.

Detalle del caballo.

En las últimas horas rondaba por su cabeza la idea de añadir al conjunto una madre implorante, una mujer clamando al cielo, lanzando al aire su extremado dolor, incapaz de dominarse mientras sujetaba a su hijo muerto en brazos. Era una imagen que evocaba las pinturas clásicas de Reni, Rubens o Poussin que había visto en diferentes ocasiones. Le concedería otro tratamiento y dimensión a esa imagen aportando más desgarro.

Trazó el movimiento de la mujer con una curva opuesta a la que había perfilado con el caballo. Ella estiraba el cuello hacia lo alto, de tal manera que su cabeza se elevaba impulsada por la desesperación, gritando hacia el cielo, con el cuerpo de su hijo hecho un guiñapo entre los brazos.

Detalle de la mujer con el hijo en brazos.

Las dos figuras, la del animal y la de la maternidad, situadas una frente a la otra, adquirían una fuerza poderosa, emotiva, una elipsis envolvente capaz de atrapar al espectador. Es lo que buscaba.

Composición del cuadro.

Tenía ya a su alcance diversos elementos que había elaborado con sumo cuidado, imágenes que podían funcionar según como fueran combinadas sobre la superficie del lienzo. «Sería maravilloso que encajaran en la tela por sí solas, como saltamontes, hasta alcanzar el máximo reposo y solidez», pensó. Era consciente de que aún le quedaba mucho por hacer para considerar que el conjunto adquiría completo sentido: una composición armónica que retuviera al espectador sin saber exactamente la razón que le lleva a permanecer absorto ante unas figuras irreales, simbólicas, esparcidas, aparentemente, al antojo mediante el impulso creativo de un artista.

Revisó los dibujos que había elaborado en las últimas jornadas. A lápiz, o con alguna pincelada de sombra para modular la luz, con austeridad de líneas y carentes de color, exhibían una fuerza expresiva y un relieve poderoso. Tenía razón Dora al recordarle lo que escribió sobre él Kandinsky: si el color molesta, no se utiliza. En esta ocasión, precisaba actuar de esa manera. La sencillez de las formas que pensaba utilizar concedería grandeza y profundidad a las imágenes al ser tratadas sin manchas de cromatismo exuberante.

Al levantar la cabeza de la carpeta de cuero donde protegía los dibujos, descubrió a Inés que entraba en la sala.

Monsieur, c’est fini.

—¿Y ya está colocado en la pared? —demandó él.

Non, nous allons le mettre maintenant.

—Bien, vamos arriba.