Luis Araquistáin era más joven que Pablo pero parecía lo contrario, el embajador había envejecido muy rápido en los últimos meses. Araquistáin se había dedicado al periodismo en su juventud con bastante éxito hasta que se volcó de lleno en la política para impulsar la nueva izquierda, liderada por Largo Caballero, del que se convirtió en consejero principal. La necesidad imperiosa del primer ministro para obtener el respaldo de las potencias europeas había sacrificado a Araquistáin al frente de la legación francesa. Desde París, el embajador se había sentido desplazado e incómodo, alejado de los círculos de decisión política y sin posibilidad de respaldar a su querido compañero.
—En estos momentos dramáticos no cabe la tibieza, Pablo. Y es preciso que tu mural resalte el horror provocado por los fascistas, su crueldad con la población civil y su desprecio por la vida.
Con estas palabras le recibió el embajador en el Café de Flore, lugar elegido por el propio pintor para el encuentro. Aquella noche no cabía un alma en el local envuelto en la humareda de los cigarrillos, que casi impedía observarse unos a otros. Pablo intentó captar la mirada de Araquistáin sin éxito porque lo hacía más difícil el grosor de sus lentes empañadas por la humedad. Lo encontró sentado en los bancos pegados a la pared, en la mesa reservada casi siempre para el pintor, justo delante de un amplio visillo decorado con grecas modernistas, contrastando con los remates de estuco que había en los muros.
El embajador tenía las facciones hinchadas, seguramente como consecuencia del cansancio, pesado en sus movimientos y con un rictus de gravedad en el semblante. Lo recordaba más animoso cuando llegó a la capital de Francia, sonriente, amante de la diatriba de la que disfrutaba cuando más exigente fuera con él. Hacía varios meses que no se veían porque Pablo había rehusado asistir a las invitaciones promovidas por Araquistáin, después de que fuera transformando la discusión política por verdaderas soflamas. Aquella noche no pudo evitarlo, se lo había pedido personalmente llamándole por teléfono a casa.
«Tu participación es esencial. Contigo podemos avanzar en el terreno de la propaganda».
Aquel mensaje que le transmitió el día anterior a través del auricular fue reiterado por el embajador en persona mientras permanecieron sentados en el Café de Flore. Insistió sobre el particular con diferentes argumentos.
—Pablo, la pintura que tú haces, según mi punto de vista, y yo no soy precisamente un experto en esta materia, no es la que me encuentro en muchas casas decorando los salones. La tuya es diferente, especial y, seguramente, provoca tanta admiración por eso mismo. He comprobado cómo la gente se encandila contigo y tus obras son bastante polémicas, pero indiscutibles en estos tiempos. Pienso que eres capaz de conseguir lo que quieras con los pinceles.
—Incluso convertir la pintura en un arma ofensiva contra los enemigos —señaló Pablo.
—Exactamente, eso es lo que yo quería expresar, lo has dicho a la perfección.
Lo que expresó fue como un bálsamo para el embajador. El motivo del encuentro estaba cumplido para él; había ido hasta el café para escuchar precisamente aquello, que Pablo Ruiz Picasso, la figura española más conocida y admirada del momento, estaba dispuesto a servir a la patria en unas horas en las que peligraba su futuro.
—Todos nos tenemos que sacrificar en estos momentos —insistió el embajador—. Yo mismo estoy en París intentando que las potencias europeas, las democracias occidentales, se impliquen en la defensa de la legalidad republicana y contra el fascismo, que nos ayuden para acabar cuanto antes con la rebelión que tanto daño está haciendo a nuestro país. Y la verdad es que no he conseguido mucho hasta hoy, la tibieza es la respuesta más común de aquellos que no entienden la gravedad de la situación, del peligro que puede suponer para ellos que triunfen en España los golpistas amparados por italianos y alemanes. Europa se juega mucho en nuestro país, y franceses e ingleses aún están en Babia, resulta incomprensible…
Araquistáin apenas probó bocado. Pidió una tortilla francesa con jamón y la dejó a medias. Sudaba por todos sus poros y continuamente se limpiaba la frente y el cuello con un pañuelo. Iba enfundado en un terno azul marino, de tela gruesa, con chaleco y no quiso desprenderse de la chaqueta a pesar del calor reinante.
Al pedir los cafés aparecieron por el local Paul, vestido elegantemente con un traje gris de chaqueta cruzada y tejido suave; Nusch, con pantalones y una blusa blanca, con el rostro blanquecino, como si estuviera enferma, un aspecto habitual en ella; y Dora con un vestido de tirantes azul y un sombrero de plumas multicolores. El embajador no conocía a las mujeres y celebró su presencia con un semblante más relajado.
Sin embargo, el poeta Éluard arrastró al jefe de la legación española a los asuntos bélicos que le tenían agobiado en los últimos tiempos.
—Parece que existe una inmovilidad en los frentes desde hace unos meses, aunque los sublevados están avanzando algo en el norte —comentó Paul.
—Estancados, es cierto. Pero si los sublevados se apoderan de la zona industrial vizcaína, donde están presionando ahora con fuerza, caería casi toda la costa cantábrica y no tardarían en hacerse con las minas asturianas. La situación se complicaría para nosotros. Y cabe esa posibilidad con el avance de Mola tras el bombardeo de Guernica.
—Y, mientras tanto, enfrentándonos en Barcelona —aseveró Éluard con su habitual moderación en el tono y delicadeza en sus maneras. Nusch y Dora permanecían más atentas a lo que las rodeaba en el local que a la conversación entre los dos hombres.
—¿Qué ha ocurrido exactamente en Barcelona? He leído algunas cosas, ha habido muertos, pero todavía es algo confuso —urgió Pablo preocupado ante cualquier noticia de la capital catalana por lo que pudiera afectar a su familia.
El embajador dio un buen trago a su copa de brandy y miró fijamente a Paul, con bastante dureza en el gesto. Ahora las mujeres aguardaban expectantes la respuesta de Araquistáin. Este carraspeó antes de hablar.
—Allí ha estallado lo que se venía cociendo desde hace meses. Los comunistas, como sabéis, buscan el control del Ejército, tener sus propios oficiales al mando, sus comisarios…, preparar su revolución con su ejército popular. Sí, ganar la guerra, como todos, y luego dar el salto para hacerse con el poder. En Barcelona, el POUM… —Detectó la extrañeza en el gesto de las mujeres y reaccionó, de inmediato, para ofrecer algunos detalles sobre la organización que acababa de mentar—: Son un grupo marxista enfrentado a los comunistas y nacionalistas catalanes que en ese territorio se han extendido bastante. Pues bien, el POUM y los militantes de la CNT-FAI, los anarquistas, se han enfrentado a los comunistas a lo largo de esta semana y han luchado unos contra otros, casa por casa, tejado por tejado, levantando barricadas por toda la ciudad, y han acribillado los edificios de los adversarios. El resultado ha sido más de quinientos muertos, y muy probablemente los comunistas saldrán reforzados con esta operación. Realmente esto es una muestra más de nuestra debilidad para acabar con los rebeldes que están perfectamente unidos. Largo Caballero ha hecho grandes esfuerzos para desarrollar un ejército regular, disciplinado, sin que sea manejado por nadie, y no ha encontrado el respaldo necesario en un objetivo que resulta imprescindible para ganar la guerra.
—La única fuerza organizada, unificadora, es la que tienen los comunistas —argumentó Paul.
—¡Qué vas a decir tú! —exclamó el embajador con el rostro irritado—. Te falta mucha información. Ya os daréis cuenta del error. Lo mismo que con la presión ejercida contra Largo Caballero. Todos contra él, restándole apoyos. Incluso Indalecio Prieto ha desertado de su lado favoreciendo a los comunistas. Y os digo una cosa: si perdemos a Largo Caballero, perderemos la guerra.
El embajador culminó su parlamento en un tono bastante elevado y con gesto airado. Se percató de que era observado desde la mesas de alrededor y vació, sin descanso, la copa de brandy. Daba la impresión de estar apesadumbrado después de narrar la situación del conflicto bélico en España y lo que estaba soportando su jefe de filas, el primer ministro Largo Caballero.
—Tengo que irme rápido a la embajada.
Se levantó del asiento, saludando afectuosamente a las mujeres e incluso a Paul, a pesar de la molestia que le habían producido sus palabras. Luego, abrazó a Pablo y le dijo:
—Queremos que nos ayudes, ya lo sabes; el momento actual lo exige.
Salió con prisa, como si le esperase algo urgente, y a punto estuvo de caerse dentro del café al tropezar con una silla. Con el estrépito todos los ojos dieron con él.
—Hoy no era su día, por lo visto —comentó Dora.
—Debemos tener en cuenta lo que nos ha dicho, su información es de primera mano —subrayó Pablo.
—Lo que ha sucedido en Barcelona es muy grave y lo más probable es que afecte a la continuidad de su camarada y amigo, Largo Caballero —conjeturó Paul Éluard—. ¿Qué os parece si nos trasladamos a Les Deux Magots? Había menos gente, lo vi al venir hacia aquí, y podremos hablar y divertirnos sin tanto jaleo.
Así era el poeta, proclive a intentar aprovechar cada instante a pesar de las dificultades que pudieran presentarse, a transformar la vida en gozo y dispuesto a compartirlo con los amigos.
Pablo dudó si aceptar la propuesta. Lo expresó meneando la cabeza de un lado a otro.
—De acuerdo —afirmó finalmente—, pero debo regresar pronto porque quiero llamar a Barcelona, a mi madre, para saber cómo están allí las cosas y, además, mañana a primera hora tengo que ir al granero de Grands-Augustins porque vamos a montar el lienzo.