Lo encontró al mediodía, en la cocina, charlando con Inés. Él iba a cumplir a rajatabla con las instrucciones que le dejó la noche anterior en una de sus clásicas notas:
Hoy, 7 de mayo de este año saborío MCMXXXVII.
Señor don Jaime Sabartés. París.
Camarada amigo: Al recibo de esta te enterarás de que llegué tarde y que cuando tú te despiertes ni por asomo hagas lo propio con este cansado compañero de batallas. Dile lo propio a mi santa Inés y prepárate para visitar este fin de semana a Marie-Thérèse. Salud y amistad.
Pablo y la doncella reían a carcajadas. El pintor adoraba a su asistenta y se volcaba en atenciones hacia la hermosa joven, querida y mimada por los dos hombres, que consideraban un verdadero lujo contar con su dedicación y ayuda para múltiples tareas. Había llegado incluso a comprarles la ropa. Inés había sido localizada un año antes por Dora y Pablo en Mougins en el Hôtel du Vaste Horizon, donde la muchacha trabajaba como camarera y la convencieron para que se desplazase hasta París para atenderle. Desde entonces, muchas cosas habían cambiado en la casa de La Boétie. Había flores frescas todos los días en algunos rincones de la vivienda, bastante limpieza y un cierto orden respetando las manías de Pablo. Y quizá su aportación más espectacular estaba en la cocina, un verdadero santuario desde su llegada y un lugar donde era factible degustar un buen guiso a cualquier hora del día.
Ella tenía, además, un cierto aire español, andaluz por más señas, debido a su carácter alegre y discreto al mismo tiempo, por su largo pelo ensortijado, negro azabache, ojos oscuros, grandes, de mirada fresca, una sonrisa encantadora y una figura armoniosa en la que destacaba su vigoroso busto.
Pablo pregonó, al ver a su secretario en la puerta de la cocina, las bendiciones de Inés.
—Mon petit, cada día estás más fondón. Deberías comer menos fuera y aprovechar los manjares sanos de esta diosa de los fogones.
Ella agradeció el halago con una sonrisa y rubor en sus mejillas. Salió de inmediato, al ver entrar a Sabartés, hacia el pasillo con un ramo de violetas para colocarlo, les dijo, en un búcaro del recibidor. Llevaba puesto un vestido de tela ligera con motivos florales, de una pieza, con abotonadura hasta el cuello. No era una mojigata, pero buscaba la sobriedad en su apariencia siguiendo los consejos de Marcel. El chófer la había advertido de que una sabia mezcla entre la amabilidad servicial y una cierta distancia sería muy de agradecer y bien valorada por el artista. El paso de los meses lo había confirmado, pues nunca Pablo se había entusiasmado tanto con una mujer encargada de las labores de su casa.
—Es curioso que me digas eso —respondió Sabartés— cuando resulta casi imposible conseguir que tú te quedes a comer. Deberías agradecer a Inés lo que hace degustando sus platos más a menudo.
—Es cierto, los dos deberíamos agradecer los esfuerzos de Inés y apreciar más lo que hace por nosotros.
Sabartés se sentó a su lado mientras dejaba encima de la mesa un montón de periódicos y revistas.
—Querías conocer algo de la vida del general Mola, ¿verdad?
—Sí, eso es —confirmó Pablo.
—No he logrado saber mucho más de lo que te dije preguntando a unos y a otros. —El secretario retiró las gafas que llevaba puestas y limpió los cristales con un pañuelo que asomaba por el bolsillo superior de su chaqueta; solía ir siempre con traje, incluso en pleno verano—. Es algo más joven que tú, nació en Cuba y es hijo de un capitán de la Guardia Civil destinado en la isla que se casó con una nativa. Tras la pérdida de la colonia regresaron todos a España. Él se graduó a los veinte años como teniente en la Academia de Toledo y sirvió en las guerras de Marruecos con bastante éxito. Allí fue ascendido por méritos de guerra hasta alcanzar el grado de general de brigada. Pasó algún tiempo en la Península con diferentes destinos, nada relevantes. Aunque poco después de la proclamación de la República fue expulsado del Ejército por el papel que había desempañado en la Dirección General de Seguridad durante la caída de la Monarquía, en contra del cambio político que se venía reclamando, y también por su posible participación en la sublevación de Sanjurjo. La amnistía del 34 le permitió volver a las armas, pero durante su separación creció en él un odio fuerte contra Azaña y sus reformas.
—¿Y es cierto que fue él quien diseñó y encabezó la rebelión?
—Sin ninguna duda. Lo organizó todo, dio las instrucciones para el levantamiento utilizando el seudónimo de «director», estableció las fechas, el ideario y la estrategia. Y sin embargo, a los pocos meses de iniciado el golpe, en el mes de octubre, un grupo de generales le convencieron para que cediera el mando a Franco. Luego, en marzo de este año, emprendió el ataque a Bilbao como jefe del ejército del Norte.
—Por lo tanto, ¿él conocía y aprobó el bombardeo de Guernica?
—De eso quería hablarte hoy. —Sabartés cogió una revista que estaba entre los periódicos y que había depositado antes sobre la mesa de la cocina—. Aquí hay una entrevista sobre esa operación que no deja ninguna duda de cómo se fraguó, cuál era su objetivo y la responsabilidad de la acción.
—Déjame…
Pablo leyó sin levantar la voz el testimonio del general Mola al periodista Jules Legrand.
El avance sobre Durango se efectuó en dos direcciones: desde el sur por la carretera de Vitoria y desde el este por la carretera de San Sebastián. Nuestros soldados se apoderaron de Durango por asalto, mientras la Legión Extranjera ejecutaba por el norte un movimiento rápido sobre Guernica, con vistas a envolver el flanco izquierdo del enemigo.
El avance de la Legión Extranjera (mejor conocida como Legión Cóndor) nos permitió ocupar Guernica, cuna del separatismo vasco, gracias al empleo combinado de la artillería y la aviación. Los ataques preparatorios de la aviación han demostrado ser particularmente eficaces.
Ninguna posición de los gubernamentales ha resistido hasta ahora el ataque combinado de nuestras armas. Las bombas incendiarias se han utilizado con gran efecto para desalojar a las fuerzas ocultas en los bosques.
Al finalizar la lectura, cruzaron sus miradas. Pablo hizo una mueca de desagrado.
—Desde luego queda despejado cualquier tipo de dudas sobre la autoría de la operación —concluyó el pintor—. ¿Y cuál es la consideración que se tiene sobre él?
—Que era alguien que tuvo una formación liberal, un militar eficaz, de vocación, y que terminó empeñado en conquistar una autonomía de los ejércitos por encima del poder político, especialmente para tener las manos libres cuando no les gusta lo que el poder civil decide. Ha acabado siendo un golpista al que no le tiembla el pulso, si es necesario, para sembrar el terror.
Pablo permaneció un rato pensativo. Llenó un vaso con agua mineral y bebió dando pequeños sorbos.
—Esta noche me encontraré con el embajador Araquistáin en el Café de Flore —dijo, al fin.
—Él podrá contarte más cosas —señaló Sabartés mientras recogía su boina y se la colocaba sobre la cabeza—. Bueno, me marcho a Tremblay como me pediste…
—No olvides llevarte los patés para Marie-Thérèse y los paquetes para la niña que ha preparado Inés. Y explícale la situación a ella: que ya he comenzado el cuadro y que no tendré un respiro hasta que lo termine. Espero que lo entienda.