Con la monumental población a sus pies, sentado en un viejo banco de madera en la cúspide de un montículo, disfrutaba de una panorámica tan extraordinaria que consideró imposible haberla imaginado en toda su grandiosidad a pesar de los numerosos grabados de aquel lugar que había visto con anterioridad. El lejano murmullo que emanaba de sus calles le envolvía. Llegó a sentir la necesidad de escribir, de expresar con palabras sus sentimientos, aunque lo dejó para otra ocasión.

Abrió el cuaderno, también quería dibujar. Degustó los instantes de pasmosa tranquilidad antes de posar el lápiz sobre el papel.

Comenzó a garabatear sobre la hoja proyectando tres figuras femeninas que danzaban inmersas en una especie de vergel. Era lo que le había dictado su mente al dejarla actuar sin freno. Las imágenes destapaban sus sentimientos acaso mejor que las palabras. Intentaba expresar lo que llevaba dentro con la ayuda de cualquier medio que se lo permitiese y, algunas veces, las menos, tenía necesidad de hacerlo mediante la escritura.

¿Sería verdad que era un poeta que se había malogrado? Algo de ese tenor le había comentado algún amigo. Lo cierto era que necesitaba explorar, seguir trabajando con todo lo que tuviera a su alcance para satisfacer sus búsquedas en la experiencia del tiempo que le había tocado vivir. Aquella tarde de finales de abril, en las colinas de Florencia, disfrutaba de una quietud que extrañamente conseguía en su ajetreada vida como artista.

Había dudado si resultaba conveniente desplazarse él solo hasta la capital toscana. Serge Diaghilev y su troupe planeaban viajar directamente a Francia desde Roma, como mucho se detendría parte de la compañía en Milán en el supuesto de que cerrasen el acuerdo para alguna representación. Apenas quedaba tiempo para preparar el estreno en París con el nuevo programa de Parade, en el que él intervenía como escenógrafo y diseñador del vestuario.

Estaba satisfecho por haber adoptado la decisión de adelantar el viaje; precisaba distanciarse unos días de todos ellos, del ambiente teatral que tanto influía en sus gentes a la hora de contemplar el mundo, algo que facilitaba escamotearse de la realidad tras la protección de las bambalinas durante un corto período de tiempo, pero que resultaba excesivo si impregnaba la mayor parte de tu vida como les solía suceder a los de la farándula. También quiso alejarse de su querido Cocteau, que ya estaría viajando a París, y de su adulación con frecuencia incontrolada y desbordante. A nadie podía molestar ser idolatrado en algunos momentos, pero llegaba a resultar estomagante si era a todas horas y sin respiro cuando te convertías en el héroe ensalzado con exceso por otra persona, a pesar de que esa persona fuera brillante en la conversación, inteligente y con una capacidad de seducción asombrosa. Jean era así y resultaba imposible encasillarle por mucho que hubiera gente empeñada en clasificarle como un dandi frívolo, ciñéndole con una corona insultante. Cocteau era un poeta auténtico, una persona elocuente, ingeniosa y con un espíritu libre que se desplegaba en todos sus actos, aunque llamara más la atención por maquillarse con colorete, por perfilar algunas veces sus labios con ligeros toques de carmín o por los adornos y pulseras que cercenaban incluso sus tobillos. Lo primero que le sorprendió nada más conocerle fue la raya de sus pantalones, como el borde de un cuchillo perfectamente afilado; iba siempre impecable, muy atildado y cuidadoso en su apariencia.

Debido a la influencia de Cocteau, él adornaba y ceñía últimamente su cuello con corbatas y, desde luego, lo hizo con mayor frecuencia durante las últimas semanas. El poeta se había convertido en su sombra y juntos habían iniciado, a mediados de febrero, el viaje a Italia. Cocteau le embarcó en aquella aventura que, por diferentes razones, le estaba afectando mucho más de lo que hubiera supuesto al principio.

Fue una suerte que se optase por Roma para ensayar y preparar los decorados, el vestuario y los bocetos de los complejísimos maquillajes y caracterizaciones de lo que estaba siendo su primer proyecto escénico. Se instaló en un amplio estudio de la Via Margutta, desde donde tuvo a su alcance la Villa Médici. El compromiso que mantenía con Diaghilev no le imposibilitó visitar todos los museos de la ciudad. La obra de los maestros antiguos había sido un descubrimiento para él. Con anterioridad había considerado los clásicos como una maquinaria hueca utilizada a menudo por los que rechazaban las nuevas propuestas del arte. El lenguaje y las composiciones de los antiguos, que él había destrozado o, simplemente, retorcido a placer, volvieron a adquirir sentido y a ser contemplados como inspiración para posteriores ensayos pictóricos. Hasta entonces el único artista italiano del pasado por el que había sentido admiración era Leonardo, pues coincidía con él en que el arte era mental y, ciertamente, debía ser así para que la plasticidad no dominara por completo la expresión, ni se concentrara el artista en la conquista de lo bello con el malabarismo de la técnica y las armonías ilusionistas.

A Italia le había llevado Cocteau para trabajar en Parade, cuyo libreto de temática circense había escrito el poeta con la pretensión de constituir una pieza importante en la renovación teatral que buscaba el empresario Serge Diaghilev: una conjunción entre música, danza y pintura. Para él había supuesto, entre otras cosas, la oportunidad de experimentar con objetos tridimensionales utilizando construcciones de destacado volumen en la vestimenta de sus gigantescos Managers, de trazas cubistas, y en el diseño de un monumental telón con motivos inspirados en el mundo del circo que tanto le atraía. Las maquetas y figurines habían gustado mucho a Diaghilev y a Massine, el coreógrafo. Hubo algunos en la compañía que quedaron desconcertados al verlos, pero el director de los Ballets Rusos buscaba algo moderno, muy avanzado, y él, como artista, lejos de comportarse como un pasivo decorador, se había integrado en el proyecto para explorar todas las posibilidades que le ofrecía aquel montaje.

Además del cambio de actividad incorporándose de lleno al mundo de la escena, precisaba por entonces volcarse en algo diferente, alejarse de París, de la guerra, de la vida mortecina que le rodeaba en los últimos años, con muchos de sus amigos lejos, en el frente, y con los pocos que habían regresado heridos gravemente. Estaba necesitado de alicientes nuevos y, por fortuna, Parade e Italia le habían colmado. Se lo contaba a su amiga Gertrude Stein en una extensa carta que le envió antes de salir hacia Florencia:

Tenía que cambiar algunas cosas en esta vida tan agobiada que llevaba, librarme de lo que me pesaba, respirar otro aire, casi empezar de nuevo y echarme como quien dice en los brazos del destino. Ni siquiera la inmensidad del mar es suficiente cuando las penas tienen mucha hondura, no sirve refugiarse entre las arenas de las playas como tú me sugeriste. Este viaje me está ayudando a ahogar las amarguras e inquietudes que me tenían confundido. Para empezar, estoy rodeado de muchas mujeres hermosas que me hacen feliz en estos días de intenso sabor italiano; no en vano las bailarinas tienen el don de iluminar a los que les rodean y son más de cincuenta las que están a mi alcance concediéndome el privilegio del que solo disfrutan los dioses. Además tengo la compañía de Cocteau, Massine, Stravinsky, personas excelentes y peculiares donde las haya, y la del celoso y exigente Serge Diaghilev, siempre con un bastón en la mano. Serge es muy estricto, tal vez en exceso, y, cuando alguien no sigue sus instrucciones, le atiza. Digamos en su beneficio y salvación que manejar a un numeroso, inquieto y díscolo grupo de artistas y todo lo que supone este negocio del ballet, obliga a ser disciplinado y muy riguroso.

Y especialmente aquí he encontrado a Olga, la exquisita dama del ballet ruso de la que ya te hablé en la anterior carta. Con ella todo será distinto, mis vaivenes y desmanes con las mujeres quedarán atrás después de conocerla, aspiro a hacerla mía y me afano por conquistarla cuanto antes. Y debo decirte que me estimulan las dificultades, pues recela de mis virtudes la bailarina, resiste a mis requiebros y pone tierra por medio siempre que puede. Espero vencer.

Lejano queda ahora el tormento que soporté con Irène en París y que tú bien conoces; es algo que hoy veo difuso y, por suerte, completamente superado.

He estado con la compañía varios días en Nápoles. Las representaciones de Las Sílfides, de Chopin; El pájaro de fuego, de Stravinsky, con coreografía de Massine y la maravillosa dirección orquestal del compositor; Las Meninas, de Gabriel Fauré, y Sol de noche, de Rimsky-Korsakov, en el teatro San Carlo, han sido brillantemente recibidas; bastante mejor que las actuaciones en Roma que tuvieron lugar en el Costanzi. Por lo tanto, oficiábamos todas las noches alguna fiesta para celebrarlo; la verdad es que la gente del escenario no se cansa nunca de lo lúdico; aunque te extrañe, casi me superan en esos avatares.

Aquí, en Roma, desde donde te escribo, el ballet se despedirá el 27 de abril con las danzas polovtsianas del El príncipe Igor de Borodin, con sets diseñados por Nicholas Roerich.

A pesar de tanto baile y música, y de permanecer mucho tiempo entre bambalinas y camerinos admirando las evoluciones de todos los artistas, de ellos y de ellas, no pienses que me he distraído en exceso y olvidé la pintura. Nunca dejo el trabajo, ya me conoces, en cualquier circunstancia o ambiente. En lo que concierne a la actividad artística, por la que vine a Italia, lo primero es decirte que te sorprenderá ver el telón que he diseñado para Parade, repleto de personajes de mi época rosa que a ti tanto te entusiasma, con Pierrot, Arlequín, Colombina…

Y no puedo relegar algo importante: en este viaje creo haber asumido, de alguna manera, la deuda que todos tenemos contraída con la tradición pictórica después de analizar las obras de los maestros antiguos, ya que hasta el cubismo que apenas es comprendido ha bebido de lo clásico, como también lo hicieron las d’Avignon, algo que con el tiempo se verá con claridad. Sé que esto que te digo te agradará bastante y tendremos ocasión de comentarlo en persona.

He charlado también mucho con los futuristas Balla, Depero, Prampolini, Cangiullo y Armando Spadini, que se reúnen en el Caffè Greco, en la Vía Condotti, obsesionados con el movimiento y la máquina, ya sabes. A menudo visité los estudios de Depero y Prampolini. Estos futuristas, como dice Cocteau, son impresionantes de ideas y están impresionados con sus ideas.

Antes de regresar a París, obligado por el estreno de Parade, que tendrá lugar allí en el Châtelet, el 18 de mayo, visitaré Florencia.

Olga es otra razón, la más importante, para que pronto volvamos a vernos, pues estoy dispuesto a seguirla adonde vaya y su próximo destino es París.