Al descender del Hispano-Suiza, junto al Pont d’Iéna, se percataron de que se hallaban en el mismo corazón de lo que iba a ser la exposición. Aquello era una ciudad dentro de la ciudad, con sus propios jardines, fuentes, avenidas y medio centenar de audaces pabellones por sus propuestas arquitectónicas. El terreno se extendía por el Champ-de-Mars hasta la Escuela Militar, y el otro extremo del principal eje llegaba hasta el palacio de Chaillot. Un enclave privilegiado de París.
Nada más cruzar el puente sobre el Sena, se alzaba la maravilla de Eiffel, construida para una anterior muestra y, muy cerca de donde se encontraban ellos, los edificios que representaban a la Unión Soviética y a Alemania. Como si fueran los pórticos de la explanada del Trocadero, eran dos pabellones de arquitectura peculiar enfrentados el uno al otro pugnando por llamar la atención del público. A tanto había llegado la competición de esas dos naciones, más allá de lo que representaban ideológicamente, que los alemanes, enterados del proyecto ruso y del lugar reservado para el país del Este, amenazaron con retirarse. Finalmente, alemanes y soviéticos habían logrado erigir mausoleos de características similares.
—Son como gigantescos silos y, si no fuera por la torre Eiffel, se habrían convertido en los máximos protagonistas de este lugar —expuso Sabartés observando con mucha atención los dos edificios—. Eiffel levantó un prodigio técnico hace años, y compruebo que hay poco de alarde científico o novedoso en estas construcciones.
La muestra de 1937 iba a constituir un reconocimiento a la energía eléctrica y la exaltación de los últimos descubrimientos bajo el nombre de Exposición Internacional de las Artes y Técnicas para la Vida Moderna. La participación española había surgido de la Generalitat de Cataluña; el gobierno de la República, acuciado por la guerra, rechazó inicialmente concurrir al evento.
Entraron en los jardines del Trocadero y se situaron en medio de los llamativos pabellones que flanqueaban el paso. El ruso era una torre de piedra rojiza coronada por unas imponentes esculturas de hierro que representaban a dos obreros: un hombre y una mujer sujetando la hoz y el martillo. La torre alemana casi duplicaba en altura al pabellón soviético y estaba forrada de piedra blanca. En lo más alto aparecía un bronce con un águila y una esvástica. A los pies de la mole que realzaba al régimen nazi se hallaba el pequeño y sencillo edificio de la República española, con una estructura de acero visto pintado en varios colores, muros de cristal y paneles ligeros, que había sido construido con escasos recursos y en un tiempo récord. El terreno aquí era irregular con una ligera pendiente y se había respetado la arboleda que existía en la zona. En la fachada principal se apreciaba un mural fotográfico con la imagen de varios soldados en formación y textos alusivos a los principios republicanos que defendían. Junto a las escaleras de entrada destacaba una escultura de más de doce metros que llegaba a superar en altura al propio edificio y, por lo tanto, sobresalía especialmente en el conjunto. El autor de la obra, ayudado por unos operarios, ultimaba su instalación y sus acabados encaramado a un andamio. Nada más ver a Pablo, el escultor, un hombre alto y recio, fibroso, cubierto con una boina, con unos brazos como si fueran raíces de olivo, de rostro reseco y facciones que parecían talladas a buril, corrió a darle un abrazo arrojando los instrumentos de trabajo por el suelo.
—¡Coño, Pablo! ¡Dichosos los ojos! No he podido ir a visitarte porque estaba terminando de instalar la escultura y de afinar la pátina, algo que me ocupará varios días. Me tenías inquieto porque de tu mural no sabemos nada. ¿Qué estás haciendo?
Pablo separó el corpachón de su amigo y acarició su rostro enjuto. Vestía pantalón de pana marrón y camisa negra, tenía el aspecto de un aldeano de su tierra, Castilla, aunque las gafas que llevaba le daban otro aire.
—Eres un fenómeno, Alberto. ¡Imponente y fantástica obra! —exclamó Picasso con la mirada puesta en la alargada figura filiforme que ascendía al cielo hasta acariciar una estrella con un movimiento en espiral logrado mediante volutas y líneas suaves que modulaban el conjunto—. Y ¿cómo logras esas texturas tan delicadas en la superficie de las maderas, casi metálicas?
—Ya sabes…, herrero, escayolista, panadero… De todos esos oficios algo se aprende. No como tú, que siempre fuiste artista, desde la cuna —dijo Alberto en tono jocoso, sabedor de que le seguiría la chanza.
—Y nunca tan esmirriado como tú, querido Alberto. Para colmo sin darte una juerga, un descanso que te vendría bien…
—Me parece extraordinaria la escultura. —Cortó Sabartés la diatriba entre los dos artistas y fue, entonces, cuando Alberto pareció percatarse de su presencia y ambos estrecharon la mano—. ¿Cómo la vas a llamar? —preguntó el secretario con la mirada fija en lo más alto de la figura.
—El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella —pronunció Alberto pausadamente.
Una vez dentro del edificio, Alberto señaló el espacio destinado al mural de Picasso, a la derecha del pórtico de entrada, mientras bromeaba:
—Ya lo ves, estaremos casi pegados el uno al otro, yo haciéndote guardia detrás de la pared, en el exterior. Siempre han existido clases, también en nuestro gremio.
—¿Ah, sí…? Lo que ocurrirá es que viendo tu escultura estará de sobra el cuadro. En la comparación, saldré perdiendo; lo tuyo nunca pasará desapercibido y mantendrá al público pensativo y anonadado el tiempo suficiente como para que les parezca una nimiedad lo que yo haga —añadió.
—Y bien, ¿cómo lo llevas? ¿Cuándo lo traerás?
—No he empezado todavía. —Ante el gesto de asombro que había provocado su negativa, se apresuró—: Llegará a tiempo y, si te acercas por el estudio en el plazo de una semana, lo verás avanzado.
—Te conozco, Pablo. Hará tiempo que comenzaste a gestar en tu cabeza la pintura y luego lo ejecutarás rápido. Me dijeron que no querías trabajar aquí, en el pabellón.
—¿Has visto a Sert? Quedamos con él —interrumpió Sabartés.
—Sí, está por aquí. Y tenéis que subir para que veáis a Miró. Está pintando arriba, entre las plantas primera y segunda, en el rellano de la escalera. Es un cuadro monumental que tiene más de cinco metros de altura, con su estilo delicioso. Os dirá que representa a un payés revolucionario. Yo os dejo un rato. —Alberto retiró su boina negra y se frotó la cabeza con los dedos—. Estamos fijando la talla al suelo y la gente que me ayuda estará mano sobre mano sin saber qué hacer. Luego, os veo.
Pablo y Jaime decidieron caminar por la planta donde se colocaría la pintura. Varios operarios trabajaban en la techumbre. El espacio era muy diáfano, luminoso, con muros acristalados. La zona de la entrada estaba bastante avanzada, de tal forma que podían hacerse una idea de cómo quedaría emplazado el lienzo.
—Todo el mundo hace la misma pregunta: ¿y el cuadro de Pablo Ruiz Picasso, cómo es, cuándo lo tendremos?
Estaban tan distraídos que no se dieron cuenta de que Josep Lluís Sert, el joven arquitecto alumno de Le Corbusier, se había acercado hasta ellos. Sert había diseñado el pabellón español para la Exposición Internacional junto a Luis Lacasa, otro racionalista defensor de la nueva arquitectura de la Bauhaus, que había desarrollado varios proyectos urbanísticos en Alemania.
—Hola, José Luis, necesitaba comprobar, una vez más, cómo encajará el lienzo en este lugar después de conocer las limitaciones que tengo en el estudio —dijo Pablo a modo de saludo.
—Bon dia, Josep —pronunció Sabartés mientras acariciaba la espalda del arquitecto catalán.
—¿Y qué os parece el lugar reservado para el mural? —planteó Sert. Era un joven de aspecto delicado, no muy alto, y de gesto amable. Tenía una forma de mirar directa con sus pequeños ojos, cercana y franca—. Las limitaciones del estudio no serán muy grandes, espero. Ya sabes que nos encantaría tenerte aquí y poder asistir al proceso de su elaboración día a día. Sería una gran noticia que ayudaría a la promoción de nuestra propuesta en esta exposición.
—Esa es la cuestión que quería estudiar, ver el lugar donde se emplazará el cuadro. —Pablo se fue hasta el panel y lo recorrió con pasos iguales, luego utilizó una cinta métrica con la ayuda de Sabartés. Cuando terminó de hacer sus cálculos, se volvió hacia el arquitecto y dijo—: La tela no lo ocupará al completo, quedará a cada lado un espacio libre de más de un metro.
—¿Y a lo alto? —preguntó Sert.
—Con el marco, ajustará a la perfección.
—Entonces, yo lo veo bien, sin problemas; no es imprescindible utilizar toda la superficie. Ya tiene unas dimensiones llamativas y por lo que me cuentas quedará compensado. Puedes estar tranquilo.
—Sí, tal vez… —susurró Pablo.
—Y fíjate en una cosa importante. Por aquí mismo pasará todo el mundo que venga a visitarnos porque en esta sala se encontrará la recepción del pabellón, el servicio de información, y aquí se facilitarán a la gente folletos, postales y publicaciones de todo tipo. Y lo primero que verán es tu mural, y en el centro de la sala la fuente de mercurio de Alexander Calder, las dos únicas obras de arte que habrá en esta entrada; el resto estarán en la segunda planta.
—La fuente se situará en aquel hueco —indicó Sabartés.
—Sí, eso es. Falta lo esencial: instalar los tubos que expulsarán el mercurio como si fueran cascadas. Pensamos que llamará mucho la atención del público y, sin duda, tiene un simbolismo excepcional después del fracaso de los golpistas, hace dos meses, al intentar hacerse con las minas de Almadén. ¿Qué representará tu cuadro, qué veremos sobre el lienzo?
—Tendrá un significado en contra de la violencia, de las guerras —intervino Pablo.
—Denunciará, en particular, la masacre de Guernica, ¿no? Eso me han dicho.
No hubo respuesta. Pablo levantó ligeramente los hombros mientras hacía una mueca con los labios, como si el comentario del arquitecto le hubiera desconcertado. Desabrochó un botón de su camisa blanca. Sentía calor en el interior del edificio. Pidió a su secretario, con una señal de la mano, que le entregase la carpeta que habían traído y buscó un lugar para sentarse. Se alejó unos tres pasos para acomodarse sobre un grueso madero que hacía las veces de banco al tener sus extremos apoyados sobre un montón de losetas cerámicas. Sert se sentó a su lado, de inmediato, al intuir que lo más probable era que aquella carpeta escondiera la respuesta a su pregunta y que iba a tener la oportunidad de ser testigo privilegiado de la misma.
Pablo deshizo el lazo de cuero que sujetaba las tapas del cordobán oscuro con hermosos repujados y herrajes en las esquinas. Sert no se perdía detalle, había asistido en anteriores ocasiones a la misma ceremonia y sabía que, por nada del mundo, había que interrumpir al maestro pintor. Era una suerte, pensó, contar con su amistad, y la admiración que se tenían era compartida.
Comenzó a sacar dibujos sobre papel azul y los fue colocando, con sumo cuidado, encima de la carpeta. Los cogía por los bordes y con las dos manos. Sabartés, de pie, frente a ellos, le ayudaba cuando era necesario. Y Sert era consciente de que, cuando le llegara a él la hora de tocarlos, debía actuar con la misma delicadeza y cuidado; en caso contrario Picasso podía ponerse de mal humor.
—Aquí tienes algunos bocetos de lo que pretendo pintar —dijo, al fin, mientras ofrecía a su joven amigo que revisara lo que había proyectado sobre el papel.
El arquitecto dio vueltas a uno de los rizos que le caían sobre la frente y sonrió complacido por la consideración con la que era tratado por el malagueño. Luego, se limpió los dedos con la tela del pantalón y cogió uno de los dibujos con ambas manos y por los bordes. Sabartés observaba la escena con curiosidad y ajustó la montura de sus lentes para enfocar mejor la mirada. Encendió su pipa.
Sert fue analizando uno tras otro los dibujos. Todos ellos mostraban la cabeza del caballo con la lengua de punta de lanza que Pablo había realizado días atrás. A continuación, recogió un boceto que reflejaba la escena de conjunto donde aparecían la cabeza de mujer saliendo por una ventana y sujetando con la mano una lámpara, el caballo moribundo, el soldado desangrándose y el toro alejándose del lugar donde se desarrollaba la masacre. Se mantuvo un buen rato contemplándolo. El largo silencio hizo que el trajín de los obreros que faenaban por los alrededores pareciera más intenso.
Sert depositó el último dibujo sobre la superficie del cordobán, y dijo:
—En una ocasión te comenté que con tus dibujos siempre vas a la raíz —de súbito, enmudeció, balanceó la cabeza—, pero no lo entenderán, no lo entenderán esta vez…
—¿Quiénes no lo entenderán? —objetó Pablo.
—Los vascos, Ucelay por ejemplo, comisario de la muestra vasca, y otros como Tellaeche. Lo sé porque les agradaría mucho más una pintura de estilo realista, incluso académica, sobre la tragedia, como las de Horacio Ferrer o las de Aurelio Arteta. Pero te quieren a ti, eso desde luego. En esto la postura es unánime, sin fisuras de ninguna especie, sea cual sea el resultado. Pero no lo entenderán.
Pablo y su secretario cruzaron miradas de asombro. Sabartés no podía ocultar su disgusto en el rostro.
—Ya —susurró Pablo—, me quieren a mí y les gustaría que pintase de otro modo. Yo no pretendo con este encargo crear o explorar un estilo nuevo, como habrás visto, pero sí aplicar lo que he desarrollado a lo largo del tiempo como artista, precisamente porque me gustaría ofrecer lo mejor de mí mismo. Para mí también este trabajo es importante y quiero darle la suficiente trascendencia. Pero nunca fui un decorador o un pintor de salón, lo lamento.
—Lo sé, Pablo, y creo que te entiendo —afirmó el arquitecto con delicadeza—. Deseas suscitar emoción con el mural, me parece algo evidente, y no para llegar a unos pocos, ni para satisfacer el gusto de un sector de personas con una visión del arte muy particular. Hacer una obra que conmueva y con un sentido lo más amplio posible, porque nadie es ajeno a la brutalidad; las víctimas pueden encontrarse en cualquier parte. Y es evidente que deseas enfocar la atención en el acto de sacrificio que representa en nuestro país una corrida, pero yendo más lejos, a la mitología, tratando el asunto como una alegoría. No hay en estos bocetos que me has traído armas, bombardeos ni aviones. Te interesa representar un grito de dolor que atraviese cualquier frontera. Así es como yo lo interpreto y, desde luego, ardo en deseos por verlo proyectado sobre la tela. Llamará mucho la atención y perdurará; puede que sea lo más apropiado en estos momentos y lo importante, lo fundamental, es que tú te sientas bien pintándolo.
—José Luis, me gusta tu sinceridad, eres tan directo y franco; siempre me ha gustado cómo dices las cosas y es mucho lo que dices hoy —intervino Pablo, abrumado ante la descripción que había hecho su amigo—. Yo…, yo no sé expresarme con tus palabras atinadas. Lo mío es pintar, pero los arquitectos sois extraordinarios para explicar las cosas. Esto merece una comida; invito yo —concluyó extendiendo su brazo por los hombros de Sert.
La sonrisa del arquitecto no dejaba lugar a dudas de la satisfacción con la que acogía las palabras y la invitación que le hacía el pintor. Decidió aprovechar la ocasión.
—¿Por qué no nos dejas más obras para la exposición en la segunda planta? Tenemos espacio libre y siempre serán bienvenidas, te lo aseguro; para ti tenemos huecos, los que tú quieras.
—¿Os parece poco lo que ya os he traído? ¿Dónde están las esculturas de las mujeres? —preguntó Pablo sonriendo, sin molestarse en absoluto por la pretensión de Sert.
—De momento, bien protegidas, ahí enfrente, en el patio, bajo unos toldos. Las instalaremos poco antes de la inauguración. La dama oferente detrás de la pared donde pondremos tu mural, en el exterior. Y La cabeza de mujer casi en la misma entrada, frente a la escultura de Julio González, La Montserrat, al otro lado de la escalera donde se encuentra la escultura de Alberto.
Pablo se levantó, encendió un cigarrillo y caminó unos pasos antes de regresar al madero donde aguardaba sentado el arquitecto.
—Me gusta, sí. —La expresión de su rostro denotaba la aprobación por cómo se situarían las obras en el entorno del edificio—. Voy a traeros dos esculturas más, no tan grandes. Si quieres, José Luis, podemos ir una tarde a Boisgelup y las elegimos juntos. Antes del sábado, por supuesto; ese día me llega el lienzo y ya me será imposible moverme mucho del estudio.
A Sert se le iluminaron los ojos; aquello era una oportunidad que, desde luego, no rechazaría y que haría las delicias de todos los que estaban implicados en la muestra.