Las trazas de la construcción y las amplias escaleras indicaban el recio abolengo del inmueble. Desde la última planta del edificio central de Grands-Augustins, levantado con piedra labrada, se tenía al alcance una extraordinaria vista de las edificaciones que se extendían por la Rive Gauche. Por sus ventanales entraba la suficiente luz como para tener la sensación de que se estaba trabajando casi en el exterior.

En la amplia sala apenas quedaba una brizna de polvo después del trajín de Inés y de las mujeres que la ayudaron para dejarla preparada como nuevo estudio del afamado artista español; las limpiadoras habían ido tan lejos en la tarea que Pablo se encontraba incómodo en aquel desangelado lugar en el que, inevitablemente, debería pintar el cuadro para el pabellón. Era el único espacio donde resultaba factible afrontar una obra de aquellas dimensiones. Sin embargo, Jaime Vidal, el oficial del establecimiento Castelucho-Diana, meneaba la cabeza para indicar sus dudas sobre las posibilidades que ofrecía el ático. Seguidamente, lo expresó con palabras:

—He tomado otra vez las medidas, señor Picasso, y resultará imposible dejarlo derecho, perfectamente apoyado. Las vigas de la techumbre nos lo impiden. El lienzo quedará un poco inclinado, ni siquiera completamente frontal porque choca en los laterales. Además, la jácena maestra, que como puede comprobar es gigantesca, nos va a complicar bastante la instalación. Y ahí resulta imposible hacer ajustes porque habría que cortar la madera con el riesgo que ello supone. Espero que estas limitaciones no le compliquen mucho el trabajo.

—No te preocupes; Jaime, en peores situaciones me he visto y ya sé que tendré que moverme como un gato para atacar el lienzo.

Confiaba mucho en aquel joven, empleado de su principal suministrador de material. Era un español, catalán, que siempre daba con el pigmento más extraño y difícil de encontrar en el mercado, proveniente en su mayoría de Couleurs Linel, sus favoritos, o con los pinceles de marta que él prefería, o con los pliegos de papel de textura especial que importaban de Italia y de un país nórdico. Jaime repetía a sus íntimos que su jefe le llamaba la atención para recriminarle su forma de actuar con Picasso porque, en ocasiones, apenas les compensaba el precio de venta de lo que le servían, ya que para conseguirlo debían dedicarle mucho esfuerzo y tiempo. A pesar de las dificultades y de la rentabilidad reducida, la firma Castelucho-Diana se enorgullecía de ser el proveedor principal del artista más reconocido en aquel tiempo, y había designado a Jaime Vidal para que se ocupara, casi en exclusiva, de tan renombrado cliente. Por otra parte, Vidal era un devoto de Picasso y uno de sus sueños consistía en tener la posibilidad de adquirir una obra del artista por muy pequeña que fuera; él nunca se atrevería a solicitarle un regalo.

—Si optara por un díptico, alcanzaría el tamaño que le piden en el pabellón y le resultaría, no sé cómo decirlo, más manejable. Incluso podríamos prepararle con rapidez los lienzos. Espacio para ello hay aquí.

Vidal razonó mirando con sus grandes ojos de color oliva en derredor suyo. Su rostro estaba cubierto por una piel de color cetrino y tenía un pelo negro ensortijado, muy espeso. Aún no había cumplido la treintena, pero demostraba una dilatada experiencia en el oficio.

—Me parece una excelente idea —dijo Sabartés.

—No, no resultaría —replicó Picasso—. Debo hacerlo con un único lienzo. Además, con el marco alcanzaríamos los cuatro metros de ancho, ¿verdad?

—En efecto —asintió el empleado de Castelucho-Diana—. Por lo alto encajará a la perfección con las medidas que me ha dicho que hay en el lugar donde será instalado. Por ahí no hay problema. Pero a cada lado le faltará aún más de metro y medio.

—Yo creo que quedará bien así. Mañana me acercaré al pabellón para ver el sitio otra vez y hacerme una idea más precisa. Lo fundamental ahora es que me asegures cuándo lo tendremos aquí, Jaime. El tiempo apremia.

—Vamos a ver. —El joven se rascó la coronilla mientras apretaba los párpados para afinar la respuesta—. Pasado mañana podría estar preparado de no ser por la complejidad del bastidor que hemos pensado ponerle. Esto nos va a llevar algún tiempo, no es algo sencillo de construir. Ya que para montarlo, luego desmontarlo, trasladarlo a la exposición, otra vez montarlo, y lo que siga, hemos pensado en poner unas veinte crucetas con cuatro tornillos en cada una, capaces de soportar la tensión del estirado de una tela con esas dimensiones y facilitar su manipulación sin que se dañe en exceso.

—Y precisamos un lienzo especial, esto es importante —planteó el secretario de Picasso.

—Sí, bastante grueso, para que soporte el enrollado y los clavos sobre el bastidor. Señor Picasso, ¿con imprimación blanca ya preparada?

—Por supuesto, y con una buena capa previa de cola animal.

A la respuesta de Pablo sucedió un breve silencio. Jaime Vidal tomaba notas en un pequeño cuaderno de pastas negras. El pintor le observó detenidamente. El dependiente vestía un pantalón azulón, camisa blanca, y calzaba unas alpargatas de tela con tirantes negros anudados en los tobillos, como las de los campesinos de su tierra; quizás incluso se las habían traído desde España. Le ofreció un cigarrillo y el joven se lo agradeció con una generosa sonrisa, mostrando una dentadura perfecta y nívea. Después de dar una calada, afirmó:

—Al final de esta semana lo tendrá listo aquí arriba.

—Me parece adecuado —señaló Picasso—. Ese es el ultimísimo plazo y no puede existir demora, ¿eh?

—Se lo aseguro. Vendré con dos o tres mozos para subir todos los elementos, atornillar el bastidor, ajustar el lienzo y colocarlo en fecha.

La voz bien timbrada de Vidal y la firmeza en la expresión concedió credibilidad al compromiso. Picasso lo recibió con entusiasmo y le sonrió.

—Jaime, quiero además que me traigas ese día diez cajas de blanco de cinc y la misma cantidad de negro marfil y otra más de negro de humo. ¡Ay!, que no se me olvide, dos de azul, una de cobalto y otro de Prusia.

El oficial anotaba el pedido sin levantar la cabeza de su cuaderno, casi con la misma velocidad con la que Picasso iba exponiendo las órdenes. Sabartés se percató de que el ascua del cigarrillo se acercaba a los dedos del joven.

—Picasso, despacio, que se nos quema —advirtió el secretario.

—¿Qué más, señor Picasso? —demandó Vidal mientras daba una ansiosa calada para consumir la colilla.

—Necesito aceite de lino y barniz suave para aglutinar y preparar un medio de secado rápido con el color. Y media docena de pinceles del treinta. Tres cuadrados y tres redondos, con cerda de marta.

—¿Brochas?

—No, tengo abajo algunas.

—¿Algún tiento? Con este tamaño puede que le resulten imprescindibles…

—No, no es necesario, guardo algunos. Tráeme extensores de bambú para los pinceles, será la única manera de no estar arrastrándome continuamente por el suelo, y lo que me resulta además imprescindible son dos escaleras…

La sugerencia desconcertó a Vidal.

—Lo miraré, no sé si tenemos.

El oficial respondió mientras aplastaba el resto del pitillo contra el suelo tras comprobar que no había allí ningún cenicero, ni tampoco un recipiente que pudiera servirle. El recinto estaba impoluto, lo que había generado cierto malestar a Picasso, hasta el punto de pedir a su secretario que lo llenara de muebles cuanto antes.

—La mesita para las mezclas de las pinturas llegará esta tarde —dijo Sabartés—, y te subirán muchos periódicos pasados de fecha. También los ventiladores y las lámparas estarán a tiempo. Y en la pared de enfrente, para observar el cuadro a distancia, pondremos un banco alargado, así podrás descansar de vez en cuando y analizarlo cómodamente.

El empleado de Castelucho-Diana se despidió. Antes de salir, tuvo que volver a pronunciarse sobre la fecha de entrega del lienzo.

—Desde luego, a finales de semana —insistió Vidal—. Hasta entonces.

Una vez que se quedaron solos, Pablo caminó pensativo por el nuevo estudio.

—Me temo que con la colocación de ese banco grande en el otro extremo, será complicado acortar la duración de las visitas —previno el artista.

—Tendrás que acostumbrarte a trabajar en público —dijo Sabartés—, porque me está costando bastante convencerles de que, de momento, no hay nada que puedan ver. Cuando se corra la voz de que ya estás pintando, aquí tendremos procesión, y podré detener a alguna cofradía, no a todas.

—Ya sabes: a hacer guardia, mon petit.

—¡Qué remedio! —exclamó el secretario.