Poco después, en el interior del estudio, arropado por el silencio que precisaba y que le había hecho dejar el restaurante a toda velocidad, llevó a cabo otro ensayo para abocetar el cuadro, partiendo de lo que completó el día anterior sobre madera tratada con yeso. En esta ocasión utilizó idéntico soporte, algo más grande de dimensiones.

Perfiló la figura del toro con una movilidad de la que carecía antes y con rasgos que asemejaban sutilmente a los de un Minotauro. El resto de figuras obtuvo un tratamiento similar: la mujer, aún más definida, asomándose por un ventanuco con un quinqué sujeto en la mano e iluminando la oscuridad; el caballo con la cabeza hacia abajo, moribundo, como una víctima del sacrificio; y el soldado yacente en el suelo junto a otra víctima más. Eliminó el Pegaso, atributo que asumía e incorporaba el toro-minotauro elevándose ligeramente del suelo. Aquel hombre-toro debatiéndose entre sus pulsiones animales y la inteligencia y sensibilidad de una persona no representaban una figura hostil, tampoco en anteriores bocetos en los que aparecía como una especie de espectador pasivo.

Una vez finalizadas las siluetas a lápiz, preparó una aguada de color grisáceo y con un pincel grueso fue subrayando las sombras y la figura del Minotauro.

Minotauro.

Encendió un cigarrillo y trasladó el panel al trípode situado junto al ventanal. Sobre los tejados se abalanzaban las sombras; le entretuvo un instante un chispazo de claridad anaranjada en el horizonte de la ciudad, que constituía el último rastro de una jornada rutilante de sol. Dio al interruptor de la luz para ver el resultado de la pintura. Luego, aspiró lentamente el humo del tabaco. Asumió que la escena que había dibujado necesitaba ser iluminada mejor, acaso incorporando una bombilla cuyo reflejo remarcaría la almendra de la composición y concentraría la atención del espectador. Aquello resultaba sugerente, una opción a meditar mientras culminaba el proyecto y lo desarrollaba en su completa dimensión. Allí delante, en el caballete, tenía imágenes que consideraba ya imprescindibles, que se ajustaban a lo que pretendía, y, sin embargo, era consciente de que faltaba algo más, mucho más tal vez. Había que dotar de mayor intensidad el movimiento interno de la pintura, adecuar las asonancias poéticas en el conjunto de la obra con nuevos elementos y, sobre todo, debía lograr que aquella superficie restallara como un grito, que las voces de las víctimas y los testigos de la tragedia llegaran lo más lejos posible, para conmover a todos, y para ello necesitaba formas contundentes, de interpretación inmediata.

El cuadro apenas tendría color, tal y como había considerado por la mañana, e incorporaría elementos que mostrarían la convulsión producida por el dolor, las voces de un drama que penetraría en los oídos del público hasta atravesar sus cerebros.