La sobremesa de aquel domingo de mayo se fue haciendo interminable, la conversación se alargaba en exceso en opinión de Dora. Los Éluard deseaban conocer lo que preocupaba a Picasso en relación con los sucesos de España y, sobre todo, de qué manera estaba afrontando la obra para el pabellón de la Exposición Internacional. Poco obtuvieron, no porque él evitara contarlo como acostumbraba hacer; la razón era que el proyecto debía madurar suficientemente. Insistió en su postura:

—Ya sabéis que no me gusta hablar de los cuadros, es la propia pintura la que debe hacerlo. Cuando está finalizado, el público, cada persona, escoge lo que más le atrae, y lo siente y lo interpreta a su manera. Y así debe ser.

—Nosotros somos un público especial, ¿verdad? —asintió Nusch con gesto aniñado.

Pablo sonrió maliciosamente y tensó los párpados transmitiendo cierta incomodidad; le había resultado poco agradable que Nusch se dirigiera a él con aquel ardid para conseguir alguna información. Dora intervino:

—Trabaja estos días con la figura de un caballo y con el toro.

—¡Tocado, Pablo! —exclamó el poeta—. No me digas más: vas a intentar representar el combate entre los animales, un acto de sacrificio.

—Es mejor que lo veáis con vuestros ojos, y no a través de lo que yo os comente; ni siquiera sé todavía cómo quedarán finalmente las figuras que estoy esbozando y si serán imágenes en el cuadro —explicó con vehemencia—. Venid, no sé, dentro de algo más de una semana al estudio, y sacaréis vuestras conclusiones sobre lo que tenga hecho. —En ese instante cruzó su mirada con la de Nusch, y Dora comprobó que había ardor y complicidad entre ellos—. Ahora tengo que dejaros, necesito regresar al estudio. Me cuesta marcharme…

—Iremos a verle —afirmó Nusch tratándole de usted como era norma en ella.

—Eso espero, ya tendré el cuadro avanzado —dijo él con una sugerente sonrisa—. Dora, ven luego a Grands-Augustins. Coge un taxi.

Salió raudo como si, repentinamente, hubiera sido urgido por algo que los que estaban allí eran incapaces de adivinar. Dora intentó moverse del asiento y él se lo impidió.

En la misma puerta del restaurante aguardaba Marcel sentado frente al volante del Hispano-Suiza. Encendió un pequeño puro en la acera antes de subir al vehículo. Había mucha animación en el Boulevard de la Chapelle, pero él no quería participar ni entretenerse en aquel ambiente festivo que se respiraba por las calles.