Era sorprendente ver a Dora manejar los pinceles o las cámaras fotográficas con tanta destreza, a pesar de las uñas que llevaba, exageradamente largas, puntiagudas y bastante llamativas al utilizar colores brillantes, chillones y diferentes en cada uno de los dedos. Ninguna de sus extravagancias, que se explayaban también en su forma de vestir, afectaba a su porte elegante y sus maneras delicadas. Y al contrario de lo que pudiera deducirse, perseveraba en sus postulados artísticos sin dejarse influir por la potencia creativa y la fuerte personalidad de su amante, uno de los hombres más admirados del mundo artístico. Ella custodiaba sus propios lienzos de las miradas de los curiosos como si fueran piezas solo al alcance de los entendidos. «Algún día intentaré exponerlos, cuando yo lo decida», replicaba a Picasso rechazando su ayuda e influencia para que algún galerista se interesara por la colección. Él ya había sido mecenas de anteriores mujeres a las que deseaba conquistar, como fue el caso de Irène Lagut.

Dora practicaba la pintura como una especialista de género, se dedicaba con bastante oficio y originalidad al paisaje y el bodegón. Le resultaba imprescindible proyectar su poderosa e inquietante imaginación en diferentes actividades, bien fuera con los pinceles o diseñando estrambóticos sombreros que solía llevar ella misma para promocionarlos, o de una manera más profesional con la fotografía. Esta última ocupación, con la que participaba en varios proyectos, había hecho arrinconar últimamente al resto de aficiones y, desde luego, en opinión de Picasso, era en la que sobresalía más. Él, que tenía la capacidad para germinar de la nada toda clase de imágenes radicales, ninguna modosa ni convencional, se asombraba con los humildes objetos cotidianos, como una caja de bombones o de puros, o el lazo de un envoltorio, o el remate de una verja, y no digamos con los objetos arrojados por la calle, como una piedra o un trozo de madera; abría sus ojos con devoción ante lo que consideraba la magia de la fotografía igual que si fuera un niño. Su fetichismo era proverbial para cosas de escaso o nulo valor. Dora, por ejemplo, era su suministradora de llaves para la extensa colección que había ido acumulando con el paso de los años. Cuando ella le traía una pieza que él aceptaba para ser incorporada a sus armarios y que a veces permanecía largo tiempo en sus bolsillos dependiendo del tamaño, compensaba a Dora con un recortable fabricado con las servilletas de papel de un restaurante o con una escultura hecha con trozos de madera que recogía durante sus paseos por las riberas del Sena.

Los dos habían logrado compenetrarse bastante bien. Ella tenía una figura bien proporcionada, caderas de matrona mediterránea muy al gusto del pintor, y era inteligente, creativa y de ideas parecidas a las suyas. Él podía permanecer a su lado durante muchas horas sin aburrirse, incluso después de hacer el amor, una medida esencial del atractivo que poseía una mujer más allá de sus potencialidades físicas.

Dora disfrutaba observándole pintar, captando con la cámara sus evoluciones delante de los lienzos o del papel, analizando, casi siempre en silencio, encendiéndole de vez en cuando un cigarrillo, en el proceso de creación de aquel Minotauro. Agradecía el privilegio concedido por aquel hombre de gran fortaleza mental, imaginativo, sensible y capaz de sorprender, con pasión y delicadeza, a una mujer. A su lado, vivía una experiencia absorbente y enriquecedora.

—¿Qué colores utilizarás? El rojo, imagino, en abundancia…

La voz dulce de Dora, melodiosa, de regusto sonoro, perturbó por un instante la quietud en el estudio. Llevaba un buen rato trabajando ajeno a su presencia; se había acostumbrado al pulsador de la cámara como si fuera un sonido integrado en el ambiente del taller y, por lo tanto, no le distraía lo más mínimo. Perseguía con ahínco consumar el diseño del caballo que había esbozado el día anterior en la composición que realizó sobre la madera enyesada. Partió de esa imagen para afianzar y definir la cabeza del animal. Efectuó los dibujos otra vez en pliegos de papel azul y a lápiz. Los trazos transmitían idénticas sensaciones: el animal con las fauces abiertas, falto de aire, herido de muerte, la lengua con la forma de la punta de una lanza y, en esta ocasión, quizá para acentuar el dolor, con los dientes hacia fuera. Este último detalle fue corregido en un segundo esbozo, aunque luego realizó en pocos minutos una pintura al óleo donde reproducía la dentadura en el exterior de la boca. Daba los últimos toques al cuadro, cuando oyó que hablaba Dora. Él le había sugerido que subiese al estudio porque irían a comer con Paul Éluard a la zona de Pigalle, cerca de la casa del poeta.

Había escuchado el comentario sobre el color rojo y dejó, pensativo, los pinceles sobre la mesa que utilizaba como paleta, cubierta con hojas amarillentas de periódicos, donde realizaba las mezclas de los pigmentos y que constituía el soporte para tubos y botes con trementina.

Parecía meditar la respuesta y tardó varios segundos en responder:

—Me interesa especialmente el movimiento en la pintura, el dramático paso de un esfuerzo a otro… Las formas y, desde luego, mis cuadros, tú lo sabes, son como las páginas de un diario, de mi diario…

Dora se acercó hasta él, junto al ventanal, cerca del caballete que sujetaba el óleo con la cabeza del caballo agonizante sobre un fondo negro. Lo hizo casi de puntillas, acariciando las baldosas para no importunarle, ya que daba la impresión de encontrarse en una especie de trance. Los tejados y las chimeneas de las casas cercanas resplandecían con el sol. No se entretuvo en disfrutar con la panorámica porque estaba desconcertada con las palabras pronunciadas por Picasso con voz entrecortada, casi inaudible. Le observó. Él miraba con ojos alucinados a un punto indeterminado de la techumbre.

—No entiendo…, te pregunté por el color —reafirmó ella con suma delicadeza.

—¡Ah, sí! —Dio la impresión de salir del letargo—. El color, el color… ¿Ves este cuadro que terminé hoy? —dijo señalando el lienzo mientras recogía un fino pincel con pelo de marta rusa y comenzaba a perfilar en la parte superior izquierda la fecha del día en español: 2 de mayo de 1937—. Apenas tiene color, como puedes comprobar. Quiero algo así, una descarga de blancos, un relámpago, un estrépito… y negro, mucho negro. Cuando no sabes qué elegir, el negro funciona bien.

—Decía Kandinsky en un libro suyo que leí recientemente en el que habla de ti que si el color te estorba, tú lo tiras, porque tu horizonte es la forma.

—Dora, cada día me sorprendes un poco más; algo cierto hay en todo eso. Bueno, marchémonos a comer —dijo limpiando el pincel con un trapo y depositándolo a continuación en un frasco—, espero que también nos sorprenda nuestro querido Paul como él sabe hacer.

Nada más salir a la calle y antes de dirigirse al automóvil, Dora comentó:

—Ya tienes una imagen central y perfilada para el mural, ¿no es así?

—Si te refieres al caballo, te equivocas; aún queda mucho, no está terminado, le falta algo. Aunque creo haber conseguido una cosa…

—Dime —interrumpió ella ante el silencio de Picasso.

—El ensayo que he hecho con el color me satisface. Tenías razón, hoy había que pensar en el color, nada de rojo, por supuesto. Lo que me gusta es el juego de blancos con el negro y, tal vez, algún toque azulado, un fogonazo de luz. Sí, algo así, ya veremos.