¿Simplicidad o realismo llevado hasta la máxima perfección? Había logrado, de nuevo, volcarse en la búsqueda de un diseño adecuado para el caballo.

Simplicidad. Trabajó en primer lugar la figura del equino reducido a un esquema evocador de ingenuidad y que difícilmente serviría para proyectar el conflicto que deseaba representar. Dibujó seguidamente en otra cartulina azulada el animal en plena agonía con la boca abierta, derrumbándose, con una delicadeza extraordinaria en el detalle, reflejando el movimiento de su caída. Aquello se aproximaba a lo que buscaba.

El tablero sobre el que se apoyaba el papel estaba tratado con yeso. Se levantó y engarzó la madera en un pequeño caballete. Buscó un grafito blando y en la superficie completó un boceto que interpretaba las cuatro imágenes con las que había trabajado previamente en el papel: la mujer asomándose por una ventana con la cabeza dejando una estela y sujetando una especie de quinqué para iluminar la escena, el toro imperturbable con ojos casi humanos, el caballo herido de muerte con las fauces abiertas lanzando un relincho hiriente, con la lengua con forma de punta de lanza y un Pegaso surgiendo de sus entrañas.

Añadió una figura más al conjunto, la de un soldado de la Antigüedad yacente en el suelo, a los pies del caballo.

—¿Qué tal, Picasso?

Era Dora, que venía del granero y había entrado en el estudio sin llamar; antes había tenido la precaución de dejar la puerta abierta para no distraer al pintor. Al descubrir el dibujo sobre la madera permaneció un buen rato en silencio, contemplándolo.

—Queda mucho, ¿verdad? —susurró, al fin.

—Bastante —respondió él—, pero algo se ve para ser el primer día de bocetos.

—¿Y ese caballito alado que nace del que está agonizando representaría que algo nuevo y mejor surge después de una muerte inútil?

No dijo nada, ni siquiera estaba pendiente de ella. Permanecía junto al ventanal fumando un cigarrillo. La noche caía a toda velocidad. Pensaba que la inteligencia de Dora se sumaba a sus atractivos físicos, a pesar de que tenía un punto de locura en algunas de sus acciones, como de la que él fue testigo al conocerla por primera vez en Les Deux Magots jugando con una navaja, y había ocasiones en las que se quedaba en blanco, con la mente perdida entre las brumas de su confusión, ajena a lo que sucedía a su alrededor, como si no fuera de este mundo.

—Esta mañana estuve en la manifestación —susurró ella.

—¿Y cómo ha sido?

—Algo impresionante. Me temblaba el cuerpo al presenciarlo, toda aquella marea de gente, con tanta energía y entusiasmo. Se me cayeron las lágrimas. Y España estaba en boca de todos, continuamente gritaban consignas contra los fascistas. Tu mural será algo fundamental en esta lucha…

Salieron juntos del estudio para perderse en medio de una noche estrellada y bastante cálida. Picasso no dejaba de pensar en el cuadro. Entre tanto, Dora era feliz, muy feliz, porque era consciente de que tendría por delante varias horas para disfrutar con el hombre al que amaba, eso sí, con verdadera locura.