Por la tarde, al llegar a Grands-Augustins y después de cruzar el pórtico del majestuoso edificio que en su día fue una residencia aristocrática, se entretuvo en el patio adoquinado antes de subir a trabajar. Tenía por costumbre hacerlo cuando veía palomas revolotear por los tejados y estas, como si le reconocieran, descendían hasta el empedrado para evolucionar a su alrededor. Había llegado a considerar que estaba imbuido de un poder misterioso para relacionarse con los animales. Su presencia le resultaba casi imprescindible, alentadora y, al mismo tiempo, conseguían armonizar sus sentidos para relajarle.
Aquel día de mayo permaneció un rato admirando a las palomas y disfrutando con sus gorjeos, un sonido gutural que le resultaba seductor. Había desarrollado una inclinación especial hacia estas aves y era sorprendente cómo, sin pretenderlo, su padre había influido en ello y en la manera de explorar sus posibilidades estéticas. Don José, el inglés, pintaba muchos cuadros con palomas, era una de sus especialidades, pero antes de utilizar la paleta y traspasar al lienzo la composición elegida, las dibujaba a lápiz sobre papel para a continuación recortarlas. Pablo jugaba, después, lanzando al aire los recortables de las aves buscando emular sus vuelos, imaginando pulsión a unas livianas hojas. Eran momentos maravillosos, el premio concedido por su «maestro» cuando había cumplido con su tarea de ayudante trazando las patas de los animales sobre la tela que don José había dejado sin ultimar para que el niño practicara con los pinceles y aprendiera a afinar el pulso.
Las palomas habían poblado a menudo su mente, habían sido extraordinarias compañeras de juego compartiendo con él instantes de felicidad. Por ello, al verlas reales, era incapaz de sustraerse a su influjo, de apagar los recuerdos que afloraban llegando a desbordarse incontrolados. En más de una ocasión, en el colegio de Málaga, reclamaban tanto su atención que se levantaba del pupitre para observarlas desde la ventana, ajeno a lo que ocurriera dentro de la clase y a las palabras del maestro, que terminaba castigándole por su indisciplina.
Le supuso un esfuerzo apartarse de ellas para subir al estudio. Mientras abría la puerta, reconocía que los recuerdos de su infancia, de Málaga, que tan intensamente se habían revelado en las últimas horas, le reforzaban para la tarea que pretendía iniciar.
El frescor del interior le reanimó, al igual que la luz intensa que entraba a raudales por el ventanal, abierto de par en par. Se despojó de la camisa y fue hasta el cuarto de baño, abrió el grifo del lavabo y puso la cabeza debajo. Estuvo unos segundos disfrutando del agua que se esparcía por el cuero cabelludo. Mantenía los párpados bien apretados y fluían por su mente formas e imágenes con la mudanza del propio líquido al empaparle. De la oscuridad que se cernía en su visión emergió una especie de fogonazo.
Aún con la toalla rodeando su cuello, buscó ansiosamente un tipo de papel que sirviera a su propósito. Revolvió por todos los cajones que había en el estudio sin hallarlo. Por fin, recordó que bajo la Virgen nimbada con rayos de sol metálicos, una figura de barro policromado de lo más chocante que guardaba en el estudio y que generaba comentarios de toda índole entre las visitas, se ocultaba una cartera de cuero repujado que contenía un paquete de hojas de color azul. Era lo que precisaba para comenzar los esbozos y las primeras tentativas del gran cuadro que pintaría en el granero cuando estuviera preparado el lienzo. Antes debía aprovechar el tiempo, ir palpando las posibilidades que le sugería el suceso con el que iba a abordar el asunto del cuadro.
Acomodado en un desvencijado sillón, agujereado por el fuego de las colillas que se desprendían de sus labios cuando se volcaba en el dibujo, colocó una cartulina de unos veinte por treinta centímetros encima de un soporte de madera. Tenía prisa, una especie de ansiedad febril por delinear lo que previamente, mientras se encontraba en el cuarto de baño, brotó como un rayo fugaz atravesando su cabeza de un lado a otro de la sien hasta aflorar luminosamente en sus retinas.
Primero, garabateó un brazo desplazándose por el éter, sujetando una luminaria que abriría los ojos al espectador instándole a presenciar la escena del drama. Era lo que había emergido con anterioridad en su mente. Y, desde luego, no era una imagen desconocida para él, completamente nueva; la atesoraba en su interior, en el conjunto de las improntas que guardaba para ser recompuestas y manejadas a su albedrío con la habilidad de un sacerdote de las formas. A continuación, raudo, casi sin levantar la mina del papel, sin darse un respiro, trazó sutilmente, con muy pocas líneas, el contorno de un toro bravo y un caballo revuelto en su dolor animal, transfigurado por la tragedia.
Observó el conjunto unos instantes y, urgido por un impulso que apenas quiso controlar, situó en el lomo del toro a un Pegaso, muestra inequívoca de la inspiración que debía actuar para mover los hilos de la creación. El caballo alado, de origen asirio, era uno de sus motivos más íntimos y personales, de los que le aportaban sensaciones excelentes y fuerza para crear imágenes, un arcano que muchos desearían que fuera desvelado por él, pero que pertenecía a su mundo más exclusivo y mistérico.
Hizo un segundo estudio modificando la colocación de los animales. Situó al toro, al animal bruto y, al mismo tiempo, bravo y noble, en el centro de la composición, en primer término, con un Pegaso más reconocible encima de sus cuartos traseros. A su izquierda, un caballo menos doliente que el anterior con el cuello alargado. Y en la lejanía, saliendo de una especie de templo clásico, el personaje portando la luz en la mano derecha. Sin embargo, dudó sobre el resultado de esta composición; no era lo que buscaba, apenas funcionaba como quería.
Después de analizar los bocetos, hizo un gesto de preocupación. Los arrojó al suelo de barro y se frotó las sienes enérgicamente. Encendió un cigarrillo y aspiró el humo con placer. Cerró los ojos durante varios segundos, se deleitó con el silencio y la calma del barrio.
Aplastó la colilla con el pie sobre una loseta desportillada y sacó más hojas de la carpeta. El azul claro del papel le atraía. Aquel era un espacio que reclamaba una bendita profanación.
Dibujó sin ningún control varias figuras de equinos con trazos sinuosos y de gusto decorativo. El retorcimiento con el que había dotado las líneas no fue de su agrado. Por encima de los animales situó la cabeza de una mujer, de forma ovalada, como si huyera de una persecución dejando una huella de su paso, arrastrada por el impulso del brazo con la lámpara. Sí, sería una mujer. Por fin una certeza, aquel sería un eje decisivo en la composición. Esa imagen la tenía consagrada desde que, en su día, la contempló en una reproducción del cuadro La matanza de los inocentes, obra de Guido Reni. El cuadro de Reni le entusiasmó por el movimiento y la sencillez para transmitir la tragedia, personificada en un grupo de mujeres que protegían a sus hijos o clamaban al cielo pidiendo piedad o justicia. Y había una madre que se salía del conjunto casi rompiendo los límites del espacio en el que se contenía la pintura. Esa figura es la que él utilizaría como modelo e inspiración.
¿Y el caballo? Buscaba la sencillez esquemática para reproducir al animal y pretendió llevarla hasta sus últimos extremos. Dudaba que fuera una elección conveniente para mostrar la tragedia. El caballo tenía que ser una pieza fundamental, debía encontrarse en el eje central, en el punto donde convergería la atención en un primer examen de la obra.
Llamaron a la puerta. Lamentó encontrarse solo, sin Marcel o Jaime para recibir a la visita y, en su caso, alejarla evitando que le interrumpieran. Insistieron. Dudaba si abrir; se disgustaría bastante si aparecía alguien por allí para hacerle perder el tiempo, aunque era muy extraño que ese día vinieran a visitarle. Miró su reloj de bolsillo y entonces calculó que no podía tratarse de otra persona. También se lo confirmó la manera enérgica de golpear la madera con la aldaba de hierro en vez de utilizar el timbre. Solo conocía a una mujer que se atreviera a tanto.
Sintió un placer agradable al recibir su abrazo efusivo con el cuerpo apretado al suyo, sin dejar un resquicio para el aire. Estaba hermosa, con el resplandor marino de sus ojos protegidos con pestañas muy largas, espesas, y unos labios cargados de sensualidad, perfectos, atrayentes para cualquiera que estuviera cerca de ella. Llevaba una cámara colgada al hombro y contagiaba buen ánimo.
—Tardaré un poco más —advirtió a la mujer—. Tengo que terminar unos dibujos. Si lo prefieres, baja a tomar algo y regresas más tarde.
Ella apenas se inmutó en un primer instante; luego apretó sus mandíbulas y endureció un poco el gesto, contrariada por aquel retraso que no se esperaba. Era su manera de expresar desagrado, sin contemplaciones, cuando había algo que la incordiaba. A él le agradaba la forma directa de proyectar sus sentimientos, sin ambages o trucos.
Dora extrajo de su bolso una larga boquilla dorada con el extremo de baquelita negra y colocó un cigarrillo. Ofreció tabaco a Picasso mientras hablaba con aplomo:
—Prefiero quedarme aquí. Observándote y haciéndote algunas fotografías. No te molesta, ¿verdad? Estás trabajando ya en el cuadro del pabellón, supongo.
—En efecto, Dora, y a estas alturas no quiero ni puedo dejarlo a un lado. Hasta tus retratos que tenía bastante avanzados quedarán a la espera.
—Me parece estupendo, es lo que tienes que hacer. ¿Tienes fuego?
Hizo la pregunta mientras depositaba en el suelo el bolso y la cámara. Al girarse hacia Picasso, este comprobó la belleza irresistible de Dora, su capacidad natural para resultar atractiva.
El pintor encendió el cigarrillo de Dora y ella le dio una bocanada profunda para expulsar el humo cerca de él y, enturbiar su vista. Entonces, le besó en los labios cadenciosamente.
—Lo dicho —interrumpió él, dominándose ante la gozosa sensación que le había provocado—. Voy a trabajar un rato…
Después de tomar algunas instantáneas y comprobar que nada alteraba la concentración del artista, Dora salió del estudio. Dijo que iba a visitar el granero para ver si estaba todo listo para la llegada del bastidor y el lienzo.