Otra vez estaba solo; hasta el revisor, que durante un rato permaneció observándole detrás de las puertas de cristal, evitó entrar a validar su billete. Y, sin embargo, el tránsito de personas a lo largo del corredor apenas cesaba. Aquel trasiego se le hizo sospechoso, de tal manera que se levantó y abrió las portezuelas. Miró a izquierda y derecha, y pudo comprobar, para su asombro, que en los reservados de los costados había pleno de pasajeros. Por alguna razón, fortuita seguramente, le habían dado el compartimento menos demandado; acaso lo utilizaban para uso exclusivo de la clientela española, pensó en broma.

Se retiró a su asiento y abrió el cuaderno. Meditó un instante sobre lo que iba a dibujar formando la imagen en su mente. Inició, con mucha rapidez, un trazo continuo con la punta afilada del lápiz, delimitando unos finos labios alargados que perfilaban una boca grande. Con líneas firmes había logrado que destacase una sonrisa irónica, gesto característico del militar aficionado a la fotografía y a la charla que se había bajado en Arezzo. Luego apuntó los rasgos del rostro y se entretuvo en las formas redondeadas de la montura que alojaba las lentes. Esbozó sutilmente los ojos. Contempló unos segundos el resultado.

Hizo dos dobleces del mismo tamaño en el lugar correspondiente a las córneas para terminar arrancando el papel de esa zona. A continuación, colocó la hoja delante de su rostro a modo de careta y se acercó al espejo que había en el cabecero de uno de los sillones tapizados con terciopelo verde. Nadie, ni siquiera él mismo, pudo ver su amplia sonrisa, ya que el papel ocultaba su cara, salvo los ojos, que se parecían de algún modo a los del comandante. No miraban con la misma intensidad que los suyos, pero era indudable cierta semejanza. Aquella constatación le resultó extraordinaria. Lamentó no poseer, en ese mismo momento y lugar, arcilla u otros materiales para esculpir o tallar las facciones contundentes que apreció en el militar, similares a unas aristas acristaladas. Quizás algún día pudiera realizarlo si sentía la necesidad de diseccionar, como un cirujano, la imagen de aquel acompañante que había alterado, y entretenido, durante unos minutos su viaje hacia Florencia.

Se acomodó en la butaca y encendió un cigarrillo, le entusiasmó ver las primeras edificaciones de los arrabales. El movimiento en los pasillos se aceleró, anticipando que el tren se detendría pronto. Saboreó una calada más del tabaco negro, intenso, que le arañaba la garganta, y aplastó la colilla humedecida de nicotina en el cenicero.

De repente, descubrió en un rincón del asiento que había ocupado el comandante-fotógrafo un objeto metálico circular de color negro. Parecía un dispositivo para medir la luz o algo similar; también podía tratarse de una caja para guardar pastillas, aunque era demasiado grande para ese uso. Lo cogió; era pesado, sólido, de tacto frío y, tras un somero análisis, se percató de que tenía unas presillas que sobresalían, como una pinza metálica que sujetaba la tapa. Lo abrió temeroso retirando el gancho que lo mantenía inmovilizado como si fuera a encontrar algo que pudiera dañarle; luego, levantó una pieza redonda con una lupa pequeña adosada en el centro que se hallaba casi pegada al cristal de la caja circular. No tardó mucho en identificarlo cuando la aguja imantada alojada en el interior, de color verde brillante, comenzó a desplazarse con movimientos descompensados hasta que, finalmente, permaneció quieta, después de que él controlase su pulso para reducir el movimiento. La aguja parecía flotar dentro del recipiente en el que estaban escritas las letras W, E y S sobre un disco interior móvil. La tapa tenía un hueco en la mitad de su superficie que supuso haría las veces de mirilla, con una guía finísima de metal compuesta por un hilo tensado con remaches. Fue desplazando el aparato hasta mantenerlo firme junto a la ventana intentando descubrir el norte magnético; a continuación, miró por la lupa, que le mostraba una numeración en negro y rojo del disco interior. Se preguntaba cómo funcionaría aquello al no conseguir adivinar, por completo, su mecanismo. Dio vueltas y más vueltas por el departamento, miró y remiró por la lupa, intentó desplazar una rueda dentada que encontró en los bordes de la caja sin conseguirlo. Le intrigaba aquel aparato que, sin duda, era una brújula, una brújula de campaña por su perfección y consistencia. Y dedujo, sin ninguna clase de duda, que debía pertenecer al comandante.

Le parecía un objeto delicioso, como un minúsculo cofre que escondía secretos y ofrecía soluciones para no perderse si uno era capaz de manejarlo. Lo fue cerrando con cuidado, lentamente, acariciando su gélida superficie. Le gustaba que tuviera varias sujeciones para asegurar su funcionamiento y que no pudiera dañarse. Buscó un bolsillo que no estuviera agujereado para guardar el artefacto. No lo encontró en los pantalones; allí, entre otras cosas, se alojaba el billete de tren retorcido como una canica, a punto de perderse entre sus piernas. Exploró en el chaleco y encontró el reloj sujeto con una cadena de oro a uno de los ojales de la americana. Lo examinó de reojo, eran casi las dos de la tarde.

Los bolsillos de la chaqueta contenían múltiples objetos: una piedrecita blanca con forma de feto que encontró en las escaleras del Vaticano y que le resultó un buen amuleto, un trocito de lava recogida entre las ruinas de una calle de Pompeya, llaves (tenía muchas más colgadas en el cinturón), dos cajas de cerillas vacías, una navaja pequeña, un poco de cuerda, un fragmento de vidrio de un azul intensísimo que halló junto al Tíber… Por esa inveterada costumbre, su amigo Cocteau le llamaba «el rey de los traperos»; le bautizó con ese sobrenombre cuando le vio rebuscar una noche, después de cenar por los alrededores de Saint-Germain, entre los desperdicios de un cubo de basura del que extrajo unas cajitas pequeñas de cartón y unos alambres que terminó llevándose a casa. En la basura, arrojados por los rincones de las calles y en los lugares recónditos de los parques, hallaba objetos maravillosos que, a veces, utilizaba como elementos escultóricos.

La brújula, en cambio, era un verdadero talismán y decidió finalmente conservarla en la bolsa de viaje; resultaba excesivamente voluminosa y pesada e iba a abombar aún más sus bolsillos y faltriqueras; además no quería arriesgarse a que desapareciera por algún boquete recóndito sin zurcir entre los forros de su vestimenta.

Aquella era una pieza hermosa, excelentemente manufacturada, resistente a los golpes, puesto que debía ser utilizada en condiciones extremas, calculó. Estaba contento con el fetiche que había encontrado en el asiento del tren. Si era posible, lo añadiría a su extensa colección de piezas evocadoras de encuentros o momentos felices o especiales, y permanecería con él hasta el fin de los días, salvo que tuviera ocasión de devolvérsela a su dueño o le fuera reclamada.

Las ruedas chirriaban a medida que el tren alcanzaba el final del recorrido y se adentraba en la estación de Florencia. Había pocas personas aguardando en los andenes. El trasiego de viajeros era escaso en aquellos tiempos de penuria y de dolor debido al conflicto bélico. Pablo recogió su equipaje y se encaminó hacia el exterior dispuesto a disfrutar de una ciudad donde lo clásico germinó, con renovada intensidad, bajo la égida de la familia Médici en la época renacentista y cuyos rincones quedaron impregnados por completo de arte.