Pablo calculó, antes de entrar en el Café de Flore, que escucharía algo similar a lo que le había propuesto Louis Aragón, teniendo en cuenta quienes les acompañarían en la mesa.

—Creo que vienen hoy Juan Larrea, José Bergamín y Max Aub —señaló Sabartés nada más bajar del Hispano-Suiza en la esquina de la Place Saint-Germain.

Los encontraron reunidos junto a la mesa de Picasso que el dueño reservaba siempre que era avisado con antelación, situada a la derecha de la entrada al establecimiento y delante de una franja de pared decorada con estuco al gusto neoclásico.

Juan se levantó al verles aparecer por el local, luego se acomodó en una silla frente a Pablo. José Bergamín y Max Aub permanecieron en sus asientos de terciopelo rojo y con respaldo trasero bajo un ventanal.

El camarero sirvió de inmediato una botella de Évian al pintor y tomó nota de la demanda: ensalada para el secretario y un sándwich de queso para él.

—Mira, Pablo, para despejar cualquier confusión, aquí tienes el bando del alcalde —dijo Larrea cuando se alejó el camarero, depositando sobre el mármol blanco de la mesa un folio con el membrete de la embajada española.

Nerón también incendió Roma y acusó del crimen a los cristianos de las catacumbas. El mundo pondrá la verdad en claro. Para probarla, estamos millares de hijos de Guernica que viviremos con el recuerdo trágico de esa maldición. Hay hasta aviadores nazis prisioneros nuestros que han declarado la verdad; y están los proyectiles alemanes arrojados sobre Guernica, las hojas de Mola anunciando la destrucción del País Vasco si les ofrecíamos resistencia…

Para probarlo, Dios ha querido incluso que no hubiese un solo avión en el País Vasco que pudiese realizar ese horrible asesinato, que todos los trimotores que volaron sobre Guernica fuesen alemanes, que en Guernica se encontrasen católicos vascos y no las tropas que ellos llaman «rojas», las cuales —podemos certificarlo— son mucho más nobles y más humanas que todos los fascistas del mundo. Para probarlo, yo acudo, por último, a la conciencia católica de los cientos de habitantes de Guernica que han quedado en poder de los facciosos y que han sido, como yo, testigos del monstruoso crimen.

Os presento, en nombre de todos los guerniqueses, para que enviéis a nuestra querida Bélgica, a Francia, al mundo entero, el saludo fervoroso de un hijo de la tierra sacrificada, cuyo nombre (Guernica) es el depositario de la tradición más antigua que la historia registra, de la muy noble y muy leal villa martirizada por la furia fascista.

Nada más finalizar la lectura del bando, Pablo bebió largamente del vaso. A continuación, observó a todos los presentes con tanto ardor que les hizo enmudecer. Carraspeó, antes de murmurar con voz apenas audible en medio de la barahúnda que existía en el local, que surgía de los numerosos escritores y artistas jóvenes que poblaban aquella noche el café y eran escasamente proclives a una conversación amortiguada:

—Mal están las cosas con Hitler metido allí…

—Dentro de lo malo, y que me perdone Dios por lo que voy a decir —se apresuró a señalar José Bergamín, alarmando con su expresión piadosa a los amigos ateos, a pesar de que conocían sus inclinaciones místicas que compatibilizaba con la militancia comunista—, la matanza de Guernica tal vez pueda animar, por fin, a las potencias para que intervengan en nuestro favor. En esta ocasión no ha habido tibieza y las reacciones aquí, en Francia, en Inglaterra o en Estados Unidos han sido contundentes e inequívocas.

—La respuesta que va a dar París, mañana sábado, será un clamor que llegará a todos los rincones del mundo. En pocas horas recorrerán las calles se calcula que casi dos millones de personas, para condenar el bombardeo y exigir ayuda, sin reservas, para el bando republicano —ratificó Juan—. Es el momento, Pablo, de que todos aportemos nuestro esfuerzo por la causa. Los rebeldes deben fracasar en el Norte, de la misma manera que fracasaron en su intento por ocupar Madrid. Si cayera Bilbao, todo se complicaría y se pondrían mal las cosas, como tú dices. No quiero ni pensarlo.

—¿Qué supondría para el desarrollo de la guerra? —preguntó Sabartés mirando por encima de las gafas a la concurrencia.

—El control de Bilbao —adelantó Juan— significaría la inmediata caída de la fachada Norte con el control marítimo de toda esa zona y de las materias primas necesarias para la industria bélica, especialmente con las minas de Vizcaya. Y debemos tener en cuenta, además, que Bilbao tiene una potente industria pesada y astilleros. Hitler y Mussolini están muy interesados en obtener esa ventaja cuanto antes y el bombardeo de Guernica está relacionado, seguramente, con ese objetivo prioritario para ellos porque lograrían mucho las fuerzas enemigas.

Larrea exponía sus razonamientos con gravedad en la voz y en el gesto. Era una persona amigable que nunca perdía los estribos, ni siquiera en los momentos complicados como los que estaban viviendo en su tierra vasca y en todo el territorio español. La obsesión de aquellos tres hombres comprometidos, que acompañaban a Pablo y a su secretario en el Café de Flore, y que, de alguna manera, seguían las indicaciones del embajador español Araquistáin, era concienciar a la mayoría de las personas del mundo de la cultura, y especialmente a los artistas españoles instalados en la capital francesa entre los que destacaban a Picasso, para que participasen en acciones de propaganda a favor de la República. Y, como consecuencia de esas iniciativas, lograr que los gobiernos occidentales se implicaran en la lucha. Su labor era fundamental en aquellas horas debido a que la pasividad se había propagado entre las democracias a la hora de respaldar al gobierno legítimo de Madrid, a pesar de que en España, como lo consideraban muchos analistas, se estaba dirimiendo el futuro del continente europeo. El bombardeo de Guernica era una evidencia del peligro que representaba aquella guerra y de cómo podía afectar a los ciudadanos de todo el mundo.

—Pintarás un cuadro sobre el bombardeo, con ese motivo ¿verdad? —planteó Max Aub, el más joven del grupo; y sin esperar la respuesta, añadió—: El embajador está inquieto, dice que te resultará complicado porque el tiempo se ha echado encima y hasta tiene reservas sobre el resultado final. —Mirando a su alrededor para comprobar la reacción de los demás, prosiguió—: Afirma que Picasso es impredecible, peculiar y por eso es genial.

Las palabras del diplomático tensaron los párpados del pintor y aceraron su mirada.

Max era el agregado cultural de la legación española en París, persona muy querida en los círculos intelectuales de la ciudad, poco inclinado a conspiraciones y a dejarse manejar como un correveidile. Extrañó a Pablo que se hubiera manifestado de forma tan directa y airada.

Nadie se atrevía a hablar.

El joven diplomático aguardaba la reacción del malagueño sin modificar su expresión seria, con una gran cachimba colgada en un extremo de su boca. Sus ojos claros, protegidos por unas lentes, miraban con avidez a Picasso. Este terminó su bocadillo, apartó el plato y sacó una cajetilla de tabaco de su chaqueta. Mientras encendía un cigarrillo, dijo con una sonrisa:

—Por supuesto que pintaré el cuadro y llegará a tiempo al pabellón. Llevo mucho tiempo en este oficio, Max; dile al embajador que esté tranquilo, conozco mis obligaciones y no necesito tanto recordatorio. Y lo haré porque di mi conformidad cuando me lo pidieron. Entonces, nadie me planteó lo que debía representar y me dieron plena libertad para escoger lo que quisiera hacer. Pero sé lo que conviene en este momento tan excepcional.

—Excepcional sí es este momento, Pablo —remarcó Max, separando la pipa de su boca y expulsando el humo mientras asomaba una mueca de complacencia en sus labios por lo que acababa de escuchar.

Sabartés y Picasso cruzaron sus miradas, el secretario fue más lejos en el gesto y terminó haciendo un guiño de complicidad.