Minutos más tarde, después de la visita del bilbaíno, continuaba en pijama y sin asearse. Entre tanto, en uno de sus cuadernos escribía y esbozaba algunos dibujos mezclados con versos. Era jueves y como cualquier otro jueves siempre dedicaba un rato para hacer algo que consideraba inaplazable y divertido para él, algo así ocurría con frecuencia. Estaba sentado en el borde de la cama, descalzo e iluminado con los rayos de sol que entraban a raudales por el balcón que había abierto por completo. Al verle tan ensimismado y pensativo, Jaime sospechó que aquel día terminaría siendo una día especial.
—¡Vaya con Juan! Se le ocurre, de pronto, cada cosa —comentó el secretario aludiendo a la visión que el poeta les había desvelado.
Picasso enarcó una ceja y observó fugazmente, de reojo, a Sabartés. Sin levantar el lápiz del papel, susurró:
—No creas que nuestro amigo habla por hablar; en él fluyen con naturalidad ideas que tienen mucha enjundia, te lo aseguro. —Tras un breve silencio, preguntó—: ¿Qué vas a hacer ahora al mediodía? Son ya las doce, ¿verdad?
—Casi es esa hora. Pensaba ir a comer con unos amigos.
—¿Aquí cerca o por Saint-Germain?
—En el restaurante Roland de la Rue d’Artois.
—Aquí al lado, perfecto para dar un paseo antes. Te acompañaré hasta allí.
—Tienes que firmar unos documentos que me pidió Max Pelleger, el financiero, y varias cartas que dejé por aquí.
—Nada, tranquilo, mañana…
—Y tú, Picasso, ¿dónde almorzarás? Habrás quedado con Dora; Inés no sabía si te quedabas en casa.
Sabartés intuía que rondaba algo por la cabeza del artista y que había decidido no esperar para comentárselo. Le ocurría a menudo y, en ocasiones, le sorprendía con el mutismo o con una motivación fútil. También era cierto que le entusiasmaba salir a dar una vuelta por el barrio con cualquier pretexto.
—Hoy comeré en casa solo —respondió—. Dora tiene trabajo y nos veremos por la noche.
Hizo esperar un buen rato a Jaime antes de salir, pues se empeñó en ponerse un traje para dar el paseo y tardó bastante en decidirse sobre la prenda más adecuada. Con el tiempo se había hecho más cuidadoso en la vestimenta que llevaba, aunque a la hora de pintar solía hacerlo casi desnudo, solo con los calzoncillos o, si se preveía alguna visita, en pantalón corto y una camiseta a rayas, como si fuera su uniforme o mono de trabajo. Curiosamente, se esmeraba poco en la ropa y la asistenta tenía prohibido arreglársela sin su permiso; tan solo permitía a Inés que se ocupara continuamente del calzado para que reluciese, era una de sus manías. Por el contrario, era común verle con atuendos de calidad repletos de manchones, con los bolsillos deformados, algunos rotos, y camisas con las puntas de los cuellos enrolladas al carecer de las ballenas que había perdido sin darse cuenta.
Aquel jueves vestía un traje gris de chaqueta cruzada con un paño de excesivo grosor para la temperatura que hacía en la calle. Seguramente, lo eligió porque en los bolsillos muy abombados había objetos que precisaba tocar ese día: una piedra, un trozo de madera, un pedazo de tela o de cinta, una caja de cerillas vacía —conservaba muchas españolas—, o un cristal con una forma que al acariciarla le provocaba algún estímulo o recuerdo especial.
En su corbata mal anudada resaltaban los brillos y varios lamparones. Al menos, no era una prenda de su época adolescente, porque acumulaba en sus armarios las de aquellos lejanos tiempos y se negaba a desprenderse de ellas como si fueran amuletos valiosos.
Sabartés le observaba a hurtadillas mientras Picasso caminaba a su lado, en silencio, con la cabeza alta y escudriñando el cielo, las casas, la arboleda y a las personas que se cruzaban con ellos con avidez, igual que una rapaz oteando a sus presas.
El secretario le recordó su desmedida afición por las prendas de otro tiempo.
—Nunca entendí tu deseo de guardar cosas que no tienen ningún valor, como las corbatas de tu niñez y otras cientos que están en desuso, viejas y bastante horribles.
—Les tengo afición a las corbatas, también a los buenos cuadros, ¿eh? Y todo lo que nos llega, mon petit, es importante; forma parte de nuestras vidas. ¿Por qué tendría que desprenderme de lo que vino a mis manos?
—Pero resulta incompresible amontonar paquetes de cigarrillos de cuando nos conocimos en Barcelona, o postales tan deterioradas que no se aprecia nada en ellas, cigarrillos secos, o un trozo de pan…
—No lo entiendes ni lo entenderás porque para mí, solo para mí, tienen sentido esos objetos. Es inútil que te lo explique y no me voy a molestar en hacerlo.
—Bueno, Picasso, tengo que dejarte. —Jaime le señaló el restaurante que se encontraba en la acera de enfrente, decoradas sus ventanas con numerosos macizos de flores.
—No, hombre, ¡cómo te vas a ir tan pronto! Sentémonos aquí un rato…
—Es tarde, estarán pensando que no voy a comer con ellos.
El pintor se acomodó en un banco de la calle y Jaime tuvo que hacer lo propio, forzado. Era consciente de que había llegado el momento de escuchar lo que rumiaba Pablo y no podía decepcionarle.
—Me gustaría irme al mar unos días y descansar, descansar… —musitó en cuanto el secretario estuvo a su lado. Hablaba con la mirada perdida entre las grietas del suelo.
—No puedes, ni debes hacerlo ahora; cuando termines el mural harás bien en marcharte.
—Estoy cansado, con pocas ganas de trabajar; necesito un cambio de aires, sería bueno perderse y escribir, de tarde en tarde, algún poema…
—Cuando comiences a pintar el cuadro del pabellón, se te pasará, recuperarás tu energía y te volcarás en el trabajo con entusiasmo, lo sé. Recuerda lo que te digo: te encontrarás muy bien.
—Pero me exigen…, me observan, me piden tal y cual cosa; me molesta y disgusta tanta intromisión.
—Es normal que lo hagan, aceptaste pintar un cuadro para la sección vasca del pabellón y el bombardeo, la matanza, ha sido allí, en esa población que es un símbolo para ellos, aunque es mucho más…
Apenas atendía a los comentarios de Sabartés. Odiaba los encargos; por esa razón se negaba a realizar retratos a petición del interesado, o cuadros con motivos concretos para el rincón de cualquier palacete o el despacho de un financiero. Solo lo hizo en una ocasión para la biblioteca de Hamilton Easter Field, en Brooklyn, experiencia de la que salió trasquilado por las rígidas disposiciones del cliente que supusieron un desgaste del que tardó en reponerse. La razón del desasosiego que reveló a su amigo, frente al restaurante Roland, era sentir que su obra podía ser utilizada para el servicio de una causa, por mucho que él la considerase también suya. Le molestaba actuar sin completa libertad a la hora de trabajar, forzado con un argumento que todos esperaban que saliera de sus manos en respuesta a una idea previa. La visita de Larrea le había demostrado que un grupo de personas tenía decidido que él debía pintar un asunto determinado y con un tratamiento ya casi definido.
—En ocasiones, no es descabellado hacer algo excepcional, Picasso, cuando además se dan circunstancias también excepcionales. Y no es rechazable actuar de esa manera si te necesitan y te consideran como alguien especial que con su don puede ayudar a cambiar las cosas.
—Mon vieux, ¡vaya manera tan angelical de comportarse! ¡Qué disfrutes de la comida con tus amigos! Adieu…
Se levantó y se puso una gorra en la cabeza mientras aceleraba el paso en dirección a casa. Jaime respiró tranquilo, sabía que precisaba desahogarse y que alguien en quien confiaba despejara sus incertidumbres. Seguramente, pensó, pronto se volcaría en el encargo del que tanto había dudado y dejaría a un lado lo que pudiera perturbarle. Picasso hacía los grandes proyectos abandonándolos un tiempo y recuperándolos con cierta periodicidad; en esta ocasión tendría que modificar sus hábitos para culminar el encargo sin ninguna pausa.