Jaime pensó que siendo jueves se levantaría tarde. Normalmente, ese día de la semana representaba algo sagrado para el pintor; nunca recibía visitas. Salvo circunstancias excepcionales, rechazaba encuentros con amigos o conocidos en los cafés en los que era cliente habitual, y apenas trabajaba. En contadas ocasiones, visitaba a Marie-Thérèse y a Maya.

Para Picasso, el jueves era incluso más festivo que los domingos. En una ocasión explicó a Sabartés que cuando era niño en su colegio no había clase los jueves por la tarde y aquello suponía un motivo de gran satisfacción. Anhelaba su llegada como el mayor deseo, era el día de la libertad, ya que se le permitía hacer lo que más le apeteciera. Por el contrario, los festivos estaban repletos de obligaciones, como acudir a las ceremonias religiosas y a compromisos familiares que le fastidiaban.

Le sorprendió que pidiera el desayuno y la prensa tan pronto aquel jueves 29 de abril. La calma en el piso se vio turbada de inmediato. Inés preparó con esmero la bandeja con la correspondencia, los periódicos, el café con leche, no muy cargado, apenas una nubecilla negra, la mantequilla y la caja de gressins, los colines que él llamaba flautas y que eran imprescindibles en su primer menú.

El secretario organizó los papeles y documentos que precisaba revisar con él antes de entrar en la habitación a darle los buenos días. No lo había hecho antes al ser jueves, así que tuvo que darse bastante prisa. Seleccionó las invitaciones que pudieran serle de interés, así como las revistas y los libros que tenía reservados para entregárselos por la tarde. Cuando, por fin, llegó al cuarto cargado con tantas cosas, hizo ademán de regresar al salón al escuchar las palabras de recibimiento:

Bonjour, mon vieux, déjalo todo, menos los diarios, en aquel montón de allí…

Se refería a uno de los numerosos montones desperdigados por el dormitorio que impedían desplazarse sin tropezar con alguno de ellos. Picasso iba añadiendo cada día más papeles y objetos encima de las pilas con un extraño orden, inescrutable para el resto de los mortales. Además de cartas, libros, periódicos, revistas o invitaciones, conservaba apiladas cajas de bombones, paquetes de cigarrillos vacíos que formaban vacilantes torres sobre la chimenea, calendarios y elementos diversos que se echaban a perder o eran imposibles de encontrar cuando se precisaba de ellos, pues una vez hacinados en los túmulos estaba prohibido tocarlos por otra persona, ya que adquirían un valor casi religioso y atávico. Al parecer, era algo aprendido de su madre, mujer que guardaba cualquier cosa para sacarle algún tipo de provecho.

—¿Qué hora es? Siéntate aquí, a mi lado.

Eran las palabras más repetidas cuando el secretario llegaba a la habitación. Inmediatamente, retiró los periódicos que había desperdigados por la colcha después de haberlos leído la noche anterior con la precipitación habitual. Sabartés situó cerca de la almohada los ejemplares de la mañana que le había traído.

—Estaba pensando en mi madre y en las personas indefensas que están sufriendo en nuestra tierra debido a la brutalidad y al odio que esparcieron los reaccionarios y algunos otros —manifestó, de repente, con gravedad en el tono de la voz.

Jaime ajustó sus lentes sobre el puente de la nariz apretando con los dedos la montura de pasta negra. Iba trajeado con un ligero terno gris, de excelente factura, y un chaleco de lana fina y color azul. Bien vestido y abrigado, como decía su amigo, para destacar el buen gusto de Jaime a la hora de elegir la ropa y lo friolero que era.

Antes de añadir algo al comentario de Picasso sobre la guerra, el secretario hizo una mueca de desagrado con los labios.

—Nosotros, tú y yo, teníamos a España algo perdida y ahora nos es devuelta, como un volcán, de la manera que menos hubiéramos deseado.

—Lo has expresado a la perfección y estamos obligados a hacer lo que esté en nuestras manos para que ese desastre no se nos lleve a todos por delante. —Mientras hablaba iba revisando los titulares de los diarios matutinos.

La conversación fue interrumpida por Inés, que apareció con un ramo de violetas. Lo puso en el interior de un búcaro con agua encima del aparador, en el minúsculo espacio que dejaban al descubierto montañas de papeles. Apenas hacía un año que la asistenta había entrado al servicio de Pablo y la confianza que existía entre los dos resultaba asombrosa. Él estaba tan satisfecho con ella que le permitía ciertas licencias vedadas a los demás, como el hecho de acceder al dormitorio sin pedir permiso cuando tenía que hacer alguna cosa; por supuesto, Inés siempre comprobaba antes que él no hubiera comenzado su aseo personal. Apenas cruzaban palabras entre ellos y se entendían a la perfección. Desde luego suponía una bendición contar con la ayuda de un mujer joven, hermosa y eficaz en su trabajo, por la que Pablo tenía la máxima consideración hasta el punto de regalarle, por cualquier motivo, pequeños dibujos cuando no le hacía otro tipo de regalos, incluso incrementando por sorpresa su paga. Y como nunca trabajaba con modelos profesionales, le hizo prometer a Inés que posaría en algún cuadro que probablemente le regalaría, como solía hacer con todas las personas que habían sido retratadas por el artista.

Sonó el timbre. Inés y Pablo cruzaron las miradas indicándole a ella que permaneciera quieta.

—Irá Marcel —dijo Sabartés.

—No, está fuera haciendo unas compras —puntualizó la joven.

—Ve tú —ordenó al secretario—, pero hoy es jueves, no lo olvides.

Inés fue recogiendo algunas ropas tiradas por el suelo y los zapatos para llevárselos a limpiar.

Segundos después, oyeron crujir las maderas del pasillo con bastante estrépito, lo que les indicaba la presencia de alguien más en la casa. Sin mediar palabra, Pablo se sentó con las piernas cruzadas, como si fuera un buda, encima de la colcha y se abrochó la chaqueta del pijama a rayas. A continuación, Sabartés, atendiendo a una señal del artista, le pasó el paquete de Gauloise y una caja de cerillas. El secretario salió del dormitorio y regresó, poco después, con gesto preocupado acompañado por Inés.

—Lo siento, Picasso. Es Juan Larrea, me ha insistido mucho, y como tú le recibes siempre…

—Siendo él, que pase.

—Voy a buscarle al salón.

Al salir Inés del cuarto se cruzó con los dos hombres. El visitante era conocido de ella, ya que solía aparecer por la casa con relativa frecuencia. Iba muy arreglado con un traje y pajarita al cuello; en las manos sujetaba un sombrero blanco de tela.

—Pablo, buenos días, me disgusta molestarte a estas horas. Creo que es importante que hablemos.

Era un tipo alto y espigado, de rostro reseco como el de un jornalero del campo y nariz afilada. Pablo decía que se asemejaba a un aguilucho, a pesar de su timidez y discreción; prefería pasar desapercibido, aunque la guerra lo había trastocado todo y Juan parecía otra persona, más activa en los asuntos políticos. Como escritor agradaba a Picasso por sus trazas surrealistas y la simbología hermética que manejaba en sus textos escritos en francés a causa, decía, de las limitaciones del idioma español para la creación literaria. Una «soberana estupidez», resaltaba Picasso, y era casi lo único que le irritaba de aquel bilbaíno que apareció aquel jueves con la cara congestionada y algo nervioso en La Boétie.

—Estaría bien que pintases para el pabellón algo relacionado con el bombardeo de Guernica… —soltó casi a bocajarro, sin llegar a recuperar el resuello y acomodarse en el dormitorio en cualquier asiento.

Pablo no le dejó terminar, interrumpiéndole para preguntar al secretario:

—¿Qué hora es?

—Las once.

Como si el conocimiento de la hora le hubiera servido para concentrar su atención, se dirigió al poeta y ensayista:

—¿Y por qué tengo que hacer un cuadro como el que tú dices? ¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Lo he comentado con José María Ucelay, ya sabes, el comisario vasco del pabellón. —Pablo asintió con la cabeza mientras arrugaba el entrecejo—. Él dice que el bombardeo ha sido una masacre, calculan los del PNV que ha habido casi dos mil muertos, y que en la exposición debe existir una obra que se lo recuerde a todos los visitantes, que sea un homenaje a las víctimas. La gente está consternada, los británicos han pedido que intervenga la Sociedad de Naciones…

Pablo fumaba sin sacarse el cigarrillo de los labios, echando humo por la boca y la nariz mientras atendía con expresión seria a las explicaciones de Larrea.

—Pero hoy mismo, aquí en Le Figaro, aparece bastante información y afirma que los milicianos en su huida hacia el frente de Bilbao pudieron ser los causantes de la matanza; las agencias alemanas han negado que aviones de ese país hayan intervenido en el ataque —añadió el artista sin moverse de su posición y blandiendo el periódico con sus manos.

—¡Eso es propaganda de los fascistas! ¿Iban a dejar los milicianos sin destruir las fábricas de municiones como la de Astra, dos cuarteles o el puente de Rentería? No, ¿verdad? Las fábricas de material bélico se encontraban junto a la zona bombardeada y los fascistas las necesitan. Tampoco han atacado ninguno de los conventos…

—Ni la Casa de Juntas, o el Árbol de Guernica, símbolos del nacionalismo —indicó Sabartés.

—Para confundir. Han buscado esa confusión sobre los objetivos. Es intolerable; son maniobras de los enemigos que jamás asumen su responsabilidad cuando masacran a la población civil, una gran cobardía.

—También se discute sobre el número de muertos; cada bando exagera según sus intereses, algo frecuente por otra parte —comentó el catalán—. Al parecer, querían demostrar su superioridad para desmoralizar a los republicanos y, desde luego, que no exista ningún género de duda sobre lo que son capaces de hacer tanto alemanes como italianos para facilitar el triunfo de los militares golpistas.

—Y sembrar el terror. Yo no tengo ninguna duda sobre lo que pretendían —añadió Larrea—, y nos ha llegado mucha información de lo ocurrido. Los alemanes han ensayado la destrucción de una población civil mediante un bombardeo sistemático de casi tres horas, con seis incursiones aéreas sucesivas, como si se tratase del campo de pruebas para sus aviadores, para sus aparatos y cazas. Y, mientras tanto, por supuesto, ayudaban a los rebeldes, facilitándoles el terreno para que caiga pronto Bilbao y después todo el Norte.

—¿Crees que el «cinturón de hierro» en torno a Bilbao resistirá? —planteó Sabartés.

—Después de esto, del horror que se ha extendido por todos los rincones de España, la moral está por los suelos… —razonó Larrea con pesar.

Se hizo un largo silencio. Los tres hombres intercambiaron miradas. Pablo encendió otro cigarrillo, esta vez lo puso en una boquilla que recogió de un cajón de la mesilla. Tenía el pelo enmarañado y le caía un mechón cubriéndole la frente; apenas había modificado su postura encima de la cama.

—La colaboración de los alemanes resulta evidente, ya no es una amenaza, esto es grave y tendrá sus consecuencias en la evolución de la guerra, terrible… —Pablo miraba por la habitación, como si buscase algo. Hizo una pausa larga que los otros respetaron en silencio. Después de unos segundos, les perforó con sus ojos ávidos de respuestas y, al fin, dijo—: Pintar un cuadro sobre algo que no he visto… —musitó en voz baja.

—Es necesario, otros lo harán si tú no lo haces. Josemari me ha dicho que lo podría pintar una persona de la tierra, por ejemplo Julián de Tellaeche.

—El Cézanne vasco —afirmó Sabartés.

—No, no, un momento, todos esperan tu obra, Pablo, y nadie se atreverá a hacer nada mientras estés tú; Negrín ha insistido en ello… —comentó Juan apretando sus manos por las palmas y moviéndolas para reforzar gestualmente el aserto—. Tu arte, tu persona, tu nombre… son fundamentales en esta lucha, bien lo sabes.

Pablo sonrió y le miró fijamente, con firmeza en la expresión del rostro.

—Debes saber, Juan, que yo también lo había pensado; tendré en cuenta tu sugerencia, que me reafirma en ello. Aunque te aseguro, y no se lo digas a nadie, que aún lo veo complicado y, por supuesto, no está madurado suficientemente.

—No hay tiempo —susurró Larrea.

A Jaime Sabartés le entusiasmó lo que acababa de escuchar y lo manifestó sin reprimir la emoción.

—¡Estupenda noticia! Me lo podías haber comentado antes. Como siempre, soy el último en enterarme. Ya lo ves, Juan, al contrario de lo que piensa mucha gente, yo no soy depositario de los pensamientos del maestro. Y sobre las dificultades para abordar este proyecto, te he escuchado decir muchas veces: «Cuando existe alguna duda, preguntad a Larrea». Pues bien, aquí lo tenemos.

—Menudo envite, Juan. Te toca. Tú, ¿cómo lo abordarías…? ¿Qué te gustaría encontrar en esa pintura?

La cuestión que le planteaba Pablo hizo que el semblante del poeta se tornara sombrío y cerrara los párpados. Luego, frotó con los dedos las sienes desnudas. Respiró profundamente.

—No sé, no puedo… —musitó con timidez, agobiado por el reto que suponía ofrecer una solución.

—Venga, haz un esfuerzo, dinos algo, no te preocupes mucho, lo que te surja.

—Otro día; me voy.

—No hay mucho tiempo, como dijiste antes —apuntó Sabartés.

Nada más alcanzar el pasillo, Larrea regresó sobre sus pasos. Pablo se había levantado y observaba la calle desde la rendija del balcón. El bilbaíno, con los ojos muy abiertos, comenzó a hablar:

—Imagino un toro herido brutalmente que huye despavorido…; entra en un lugar donde hay muchas personas y como resultado de su furia se producen muertes…, caos, un verdadero drama…

—Para empezar, me parece una imagen poderosa —dijo Picasso con pasmosa calma—. Gracias.