Permanecía tan concentrado y abstraído que no se percató de su presencia. El zumbido de las tórtolas fue lo que le alertó:
—¿Cómo has entrado? —preguntó sorprendido y molesto por la interrupción.
—Inés me ha abierto. He estado viendo con ella el ático, el estudio de arriba; ya lo tienes completamente listo —dijo en perfecto español y con una voz sonora, dulce y, al mismo tiempo, incisiva—. Es casi la una, habíamos quedado para comer, ¿recuerdas?
Era Dora Maar, o Theodora Markovitch, su verdadero nombre que ella había simplificado. Llevaba un vestido de una sola pieza con motivos florales y amplio vuelo, y zapatos azules de tacón bajo. El pelo castaño recogido en una coleta permitía apreciar su rostro armonioso, de belleza inquietante, con mentón firme y ojos claros de mirada intensa. Era una mujer atractiva y poseía una delicada sensibilidad para todo lo artístico. Lo último le había atraído cuando se conocieron y conversaron a solas. Ya había transcurrido un año y medio de aquello.
La descubrió por casualidad sentada en una mesa del Café Les Deux Magots, frente a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés. Dora jugaba a una especie de ruleta rusa con una navaja que iba clavando entre sus dedos solamente protegidos con unos guantes; a veces fallaba la puntería y llegaba a herirse. Quedó fascinado. Días después, un amigo común, el poeta Paul Éluard, hizo las presentaciones en el mismo café. Y fue Éluard quien volvió a reunirles en el verano del 36, a finales de agosto del año anterior, durante las vacaciones de ambos en Mougins, a media hora de Cannes. Allí dieron comienzo a su relación íntima. Fue entonces cuando se atrevió a solicitar a su nueva amante que le entregase los guantes negros que llevaba el día que la vio haciéndose daño con una navaja. Pablo los conservaba en un armario de su casa en la Rue La Boétie, donde reunía numerosos recuerdos fetichistas, como aquella brújula que encontró en el vagón del tren que le llevaba a Florencia.
Dora era distinta a la esposa burguesa que había tenido, obsesionada por el reconocimiento social y opuesta a la dulce y luminosa Marie-Thérèse, la dócil amante adolescente, ávida de aprendizaje sexual, que le rescató de las angustias y los conflictos en los que estaba inmerso al convivir con la fría y celosa bailarina.
Dora le insufló nuevas energías. Era inteligente, sensible, atormentada y frágil. Se entregó por completo a él, consciente de que asumía demasiados riesgos junto a un hombre que llevaba la posesión de sus compañeras hasta límites insospechados y que, pasado un tiempo, las arrojaba al vacío con la pretensión, para colmo, de que siguieran siendo algo suyo.
Pablo volvió a pintar al sentirse arropado por Dora, alguien con ideas propias sobre la vida y el arte coincidentes a las suyas y que, además, tenía el tipo de belleza que le atraía más: de formas redondeadas y exhalando mucho erotismo. Dora era también una fotógrafa excelente. Y tenía algo más: hablaba español con un acento delicioso. Era hija de un arquitecto yugoslavo y una francesa, pero su padre estuvo mucho tiempo trabajando en la reforma de la ciudad de Buenos Aires y ella pasó en Argentina toda su juventud; volvió a París al cumplir los veinte años y se integró rápidamente en los ambientes artísticos. Coincidió su regreso con el impulso del movimiento surrealista, doctrina que abrazó entusiasmada con su temperamento nada convencional. Pronto se convirtió en la amante de Georges Bataille, escritor y erotómano enfrentado con el sentimiento trágico de la vida y nieto del marqués de Sade.
—Dije que te llamaría a casa para avisarte, como otras veces —comentó él sin moverse del sillón y retocando el rostro de la mujer con lágrimas, reproducido con un movimiento que transformaba el volumen de la cabeza en algo acuoso, como desplazándose por el éter.
—Es cierto, Picasso —afirmó ella—, pero quería ver cómo iba la limpieza y preparación del desván, lo que llaman «el granero de los frailes»; ya sabes que antes hubo aquí un convento de agustinos que ocupaba toda la manzana.
—Fue una buena idea tuya lo de buscar este edificio. Estoy contento, trabajo cómodamente y en ese altillo podré pintar cuadros de grandes dimensiones. Desde luego, resulta imprescindible para hacer el mural del pabellón; aquí abajo habría sido imposible.
—Han vuelto a insistirte, creo; apenas te queda tiempo.
—No dejan de hacerlo, y tendré que ponerme a ello; no puedo librarme del compromiso porque no se conforman con las dos esculturas que les entregué para que las instalasen en los jardines del pabellón.
—Me gustaría ir. Creo que es un edificio avanzado en su concepción.
—Lo es. Es un buen trabajo de Sert y Lacasa, con la ayuda de Antoni Bonet. Merece la pena verlo; tiene un diseño, una concepción racional, a lo Bauhaus; te llevaré al Trocadero para que lo conozcas antes de su inauguración. Todos los implicados en ese proyecto no dejan de presionarme para que les pinte el cuadro; pretenden colocarlo en la misma entrada. Continuamente hablan con Sabartés recordándoselo y yo evito ir a los lugares donde puedan verme para no escuchar la misma letanía. Dicen que mi pintura supondrá un efecto más importante que el de algunos éxitos en el frente de batalla, lo cual no deja de ser una exageración que hasta me resulta molesta.
Movió la cabeza de un lado a otro sin dejar de observar los trazos que había hecho sobre el papel con el rostro doliente de una mujer. Dora dedujo que el retraso en cumplir con el encargo le tenía inquieto. Un trabajo de esas características era como para sentirse incómodo, especialmente cuando el tiempo que quedaba para abordarlo era breve. A Pablo, un cuadro con esas dimensiones, le gustaba ir haciéndolo despacio, retomando la faena cada cierto tiempo, abandonándolo para dejarlo asentarse, reposar, antes de volver a abordarlo.
—Este es un lugar tranquilo en el que puedes concentrarte, y tienes mi casa a pocos metros —resaltó Dora sonriendo—, así que, cuando me llamas, me presento en pocos minutos. Siempre que no esté trabajando. ¿Sabes que me han encargado las fotografías para un libro sobre Montmartre?
El artista seguía concentrado en su tarea. Ella se le acercó y se arrodilló acurrucada junto al sillón para observar lo que hacía.
—¿Para qué es el dibujo? —preguntó pasados unos minutos en silencio y tratando de que él se interesara por su presencia.
Apartó la carpeta dejándola en el suelo y se levantó. Sin pronunciar una palabra recogió las tórtolas y las introdujo cuidadosamente en la jaula después de besar sus alas. Al fin, incrustó su punzante mirada en la mujer; hizo una mueca de complacencia mostrando que le agradaba tenerla allí.
—Dora, te diré algo: me bullen imágenes en la cabeza con fuerza y creo estar listo para ponerme con el cuadro del pabellón. Necesito comenzarlo de inmediato.
—¡Excelente! —celebró ella—. Es estupendo oírte decir eso. ¿Qué vas a hacer?
—No estoy seguro todavía. Me gustaría crear algo que no dejase indiferente ante el conflicto que hay en España, por supuesto, pero que perdurase. Una muestra de lo que está en juego en estos tiempos, valores que debemos defender con todas nuestras fuerzas. Y no es fácil reflejar estéticamente tales intenciones, jamás lo he hecho ni he pretendido hacerlo nunca.
Dora hizo un gesto de asombro y sonrió, pocas veces asomaba en sus hermosos labios una mueca tan complaciente. Era bastante infrecuente escuchar al artista pronunciarse como lo había hecho ante ella, que aflorasen sus pensamientos más íntimos para comentar cuáles eran sus intenciones antes de afrontar un proyecto artístico. Solía negarse o encogerse de hombros cuando se le preguntaba por el significado de lo que hacía, de cualquier obra.
—Me gustaría ayudarte, ya lo sabes —resaltó ella ofreciéndole un Gauloise.
—Tal vez puedas, quiero explicarte lo que está pasando por mi cabeza, lo haremos durante la comida en el Catalán.
—Bueno, será estupendo, te lo agradezco mucho, y un verdadero placer —expresó ella con una sorpresa que no podía ocultar en su rostro. El comportamiento de su amante era completamente insólito; se sentía feliz por el hecho de que la tuviese en cuenta para ayudarle; era algo reconfortante, ya que nunca la había considerado como alguien que pudiera serle útil, salvo para que le hiciese algunas fotografías, y tampoco volcaba él mucho entusiasmo a la hora de posar delante de las cámaras, aunque le fascinaba el resultado que se obtenía cuando veía la película revelada y las copias en papel.
—¿Será un placer estar conmigo o comer en mi restaurante favorito? —preguntó él echando una bocanada de humo del tabaco que más apreciaba mientras se ponía la camisa.
—Tú, lo sabes bien: todo.
Dora le observó mientras se vestía y calzaba. Era bastante mayor que ella, podía ser su padre, la superaba en casi treinta años; tenía el pelo encanecido y el rostro plagado de arrugas, algunas profundas como las que marcaban las comisuras de sus labios, pero al mismo tiempo no había conocido a nadie con la fortaleza mental y el vigor físico de aquel hombre. Su personalidad era compleja, algo que resulta evidente al tratarle con algo de intimidad. Cuando comenzaron su relación, él pasaba por momentos críticos, su carácter se había endurecido y perturbado, ella lo achacó a su inquietud creativa más que a problemas personales. Luego, comprendió que los vínculos que mantenía con las mujeres influían en exceso en su proyección como artista. A ella le entusiasmó comprobar que, con su compañía, lograba sacarle de aquel pozo de confusión en el que se había hundido y, a medida que transcurrían los meses, tuvo la satisfacción de verle disfrutar y trabajar con el arrebato de antes. De las experiencias difíciles, él sacaba lo mejor de sí mismo, a pesar de los conflictos que le amenazasen. Sin embargo, en una ocasión lo encontró llorando en el estudio, sin motivo aparente; le dijo que la razón que le había llevado al llanto aquel día era comprobar que la vida resultaba demasiado terrible, agobiante, con su devenir inmutable para los seres humanos. Aquellos accesos de angustia habían desaparecido casi por completo y cuando se explayaba resultaba casi imposible sustraerse a su seducción y entusiasmo.
Al llegar a la calle, preguntó con una de las sonrisas que atrapaban a los que estaban junto a él:
—¿Tus padres están bien? Siguen pensando que soy un sátiro maligno, supongo.
—Así es, que eres un auténtico diablo, especialmente mi madre, mujer piadosa donde las haya. Si no fuera por lo mal que me llevo con ella, quizá le haría caso y tendría más cuidado contigo.
Dora respondió en tono de broma mientras le cogía de la cintura, al tiempo que le besaba en la mejilla. Luego, se cubrió con un amplio sombrero de paja del que colgaban llamativas reproducciones frutales.