El martes 27 de abril de 1937, Jaime Sabartés se levantó temprano como hacía casi todos los días. A continuación, desayunó y trajinó por la casa sin hacer demasiado ruido para no despertarle. A la espera de ser reclamado, aprovechó el tiempo leyendo la prensa que había recogido Marcel, el chófer, en el quiosco. Revisó con interés los periódicos a la búsqueda de la noticia que le fue anticipada la noche anterior a través del teléfono por algunos amigos, entre ellos José Bergamín. La descripción que le hicieron era dramática; hasta le repitieron las palabras que, al parecer, había pronunciado José Antonio Aguirre, el presidente del Gobierno Vasco, en una alocución radiofónica desde Radio Bilbao: «La aviación alemana ha destruido nuestro santuario».
Estaban acostumbrados a escuchar cosas parecidas que, en ocasiones, no se confirmaban en todos sus extremos. De hecho, no halló en los diarios matutinos ninguna referencia al supuesto bombardeo alemán en la población de Guernica. Seguramente, alguien había utilizado un rumor con escaso fundamento para intoxicar en aquella pugna por la propaganda que tan esencial era para cualquiera de los dos bandos, aunque también pudiera ser que los corresponsales no hubieran tenido tiempo de hacer llegar sus crónicas a las redacciones de las agencias y los periódicos.
No, se dijo, hasta que no existiera alguna información relevante evitaría contárselo.
Dedicó la mayor parte de la mañana a preparar la correspondencia, ordenar recibos, atender a las visitas, que nunca faltaban fuera el día que fuese, y a contestar al teléfono. Todo ello intentando no alterar la calma en el piso. Pablo dormía y tenía la impresión de que se levantaría bien pasado el mediodía.
A él le agradaba aquel luminoso estudio-vivienda en el número 23 de la Rue La Boétie, a medio camino entre la Madeleine y los Campos Elíseos, a pesar de que a Picasso le traía malos recuerdos y lo había transformado en una completa leonera, un espacio repleto de cachivaches de lo más variado. Allí, además de libros, había carpetas apiladas por cualquier rincón, cajones con vaciados de esculturas, periódicos amontonados de todas las maneras imaginables, botes de pintura, cientos de paquetes de cigarrillos y cajas de cerillas vacíos colocados encima de las elegantes chimeneas de mármol rematadas por espejos, y decenas y decenas de cuadros en un desorden que a nadie le estaba permitido modificar, ni tampoco retirar el polvo que se iba acumulando en exceso hasta hacer irrespirable el lugar. Desde la salida de Olga, el refinamiento en los cortinajes, mobiliario y filigranas de estuco había quedado en un segundo plano al ocupar Pablo todo el territorio de lo que había sido un hogar donde continuamente se producía un choque de estilos y formas de entender la vida. Ahora hasta faltaban algunas puertas, el suelo entarimado no se enceraba y permanecía cubierto de colillas en los cuartos privados de Pablo y en el que fuera su estudio. Cuando compartía la vivienda con su mujer, trabajaba en la planta superior hasta que decidió trasladarse al número 7 de Grands-Augustins para montar allí su nuevo taller-estudio, en un edificio señorial protegido por una verja grande y situado en un barrio muy tranquilo de París, cerca del Sena y a unos diez minutos de Saint-Germain caminando por callejuelas estrechas repletas de tiendas y bistrots deliciosos, una zona bulliciosa y representativa de la vitalidad parisina.
En la Rue La Boétie se localizaba el comercio artístico de nivel, en sus alrededores relucían las mejores galerías. Muy cerca, en la Rue Vignon, se instaló Kahnweiler, el marchante que había colaborado en construir el mito y la realidad de Picasso, debido a su excelente cultura, inteligencia y olfato para los negocios. También estaban cerca los hermanos Rosenberg. Paul fue quien sacó a Pablo de Montparnasse y Montrouge para llevárselo al elegante distrito octavo. Ocurrió durante la guerra del 14. Por entonces, Daniel-Henry Kahnweiler, judío de origen alemán, se vio obligado a refugiarse en Suiza y Paul Rosenberg se encargó de atender todos sus asuntos. Mientras Pablo se encontraba en Barcelona presentando a su prometida Olga a la familia, se inundó su estudio y pidió a Rosenberg que le buscara un lugar donde alojarse. El galerista le alquiló una vivienda al lado de su establecimiento. De esta manera, por casualidad, logró la bailarina rusa el hogar soñado en una ubicación acorde con sus gustos. La planta baja, decorada lujosamente y con excelente mobiliario, se convirtió en uno de los lugares donde se citaban las personalidades del París del momento. El matrimonio recibía en sus salones a la intelectualidad más refinada: aristócratas y artistas de renombre. No en vano, él se había convertido ya en una leyenda, en un pintor mundano reclamado por los más pudientes desde la exposición retrospectiva que tuvo lugar en los señoriales salones de la Galería Georges Petit en 1932. En aquella ocasión se reunieron 236 cuadros que permitieron admirar el grueso de sus épocas azul y rosa, cubista y clásica. Fue un gran acontecimiento social y artístico que le hizo alcanzar la más alta cotización en los mercados del arte.