Mientras dormitaba en su asiento, observó la taracea perfectamente labrada que decoraba el interior del compartimento y que reproducía instrumentos musicales de cuerda. Curiosamente, le resultaba afín a algunas de sus propuestas estéticas, recordándole los rudimentos utilizados para armonizar muchas pinturas cubistas. Las líneas perfiladas por la marquetería, elaborada con esmaltes, nácar y maderas de colores, asemejaban a los objetos y eran reales en sí mismas sin pretender imitar la perspectiva tradicional.

Se reanimó con el ruido ensordecedor del tren al rechinar las ruedas frenando sobre los raíles. Habían llegado a Orvieto. Sorprendía la cantidad de personas que se congregaban en los andenes. Eran las diez y media de la mañana y el sol lucía ya con fuerza. Contempló a las gentes, en su mayoría con apariencia campesina, que se agolpaban en torno a las escalerillas esperando que bajasen los pasajeros para poder acceder, con cierta comodidad, a los vagones. En las plataformas, algo más distanciados, había otros aguardando recibir a sus seres queridos.

Los enladrillados muros del edificio de la estación aparecían repletos de llamativos carteles convocando a la movilización. Para ello utilizaban la imagen de soldados que casi ocupaban al completo el afiche, mirando fijamente con los ojos muy abiertos, señalando al observador con el pulgar de frente y sujetando con la otra mano un rifle con la bayoneta calada.

La participación de Italia en la guerra había sido alentada con la justificación de emanciparse de la tutela austriaca y oponerse a la penetración germana. Asimismo, representaba la primera gran empresa nacional del pueblo italiano. A pesar de que el conflicto se desarrollaba en los territorios limítrofes del norte, por todo el país se extendían sus efectos. Lo había detectado en los rostros entristecidos y en las carencias que sufrían los italianos debido al esfuerzo bélico que había paralizado por completo la vida económica. Lo comprobó a lo largo de los desplazamientos que había hecho por la península. Por doquier aparecían mendigos e improvisados comerciantes de toda clase de menudencias con la pretensión de realizar un trueque para obtener alimentos.

Los andenes de Orvieto estaban inundados de vendedores que se desplazaban ansiosa y frenéticamente abriéndose paso entre la concurrencia. Descubrió algunas jóvenes que ofrecían ramilletes de flores y productos de la tierra, lo primero como un obsequio para quien les comprase algo. Tenían rostros enrojecidos de vitalidad y llevaban atuendos de hermoso colorido, especialmente en los corpiños, de los que sobresalían relucientes blusas de mangas abullonadas, y en los faldones, protegidos por mandiles repletos de cenefas con minuciosos bordados. Todas portaban pañuelos a juego anudados al cuello.

No lo dudó ni un instante y cogió de nuevo el cuaderno. Comenzó a dibujar inspirándose en una de las mozas que se cubría con un curioso gorro del que flotaban, con su nervioso movimiento a la búsqueda de un comprador, varias cintas multicolores. La joven llevaba apoyada en la cadera una cesta de mimbre con la mercancía: verduras relucientes de frescura.

Pocos minutos después el tren se puso en marcha, desplazándose penosamente por la estación, como si no pudiera alcanzar la fuerza necesaria para adquirir una buena velocidad. De la locomotora surgía un siseo punzante que se incrustaba en los oídos. Poco a poco el convoy fue acelerando su marcha. La estación quedó atrás y el bullicio de los andenes murió por completo. Había retenido la imagen de su imprevista modelo con exactitud y no tuvo ninguna dificultad para ultimar el dibujo que, por el momento, solo pretendía esbozar. Tan concentrado estaba en la tarea que no se percató de la presencia de otro viajero en su departamento hasta que lo tuvo enfrente, de pie, estudiándole con suma curiosidad.

Buongiorno, buenos días —saludó el recién llegado con un volumen silente de voz para no inquietar. Había accedido con sigilo al vagón como si pretendiera sorprender al compañero de asiento.

—Buenos días —respondió con desgana.

—¡Vaya! ¿Es usted pintor? Y español como yo, o mucho me equivoco.

—Y usted, fotógrafo.

—Me presento: soy Emilio Mola.

—Yo, Pablo Ruiz.

Estrecharon sus manos mientras se analizaban mutuamente con extraordinaria avidez y disimulo.

—¿Qué le trae por aquí? —preguntó, pasados unos segundos, el viajero que había subido en Orvieto.

—Estuve trabajando en Roma en unos decorados y me dirijo a Florencia a pasar unos días de descanso. Y usted, ¿también de trabajo? —dijo señalando las cámaras que portaba su interlocutor colgadas al cuello.

—¡Qué va! Soy simplemente un aficionado. Nada más. Y especialmente me entusiasman las propias cámaras, unos artilugios casi mágicos. ¿Le gustan? —Pablo asintió con la cabeza con un gesto de cortesía, sin entusiasmo—. Esta, la del fuelle rojo, es una Sanderson; y la otra, una Jules Richard; auténticas joyas con las que es fácil hacer bellísimas fotografías —subrayó mientras se desprendía del equipo y lo depositaba encima del asiento—. ¿Aprecia la fotografía? Supongo que habrá tenido la tentación, alguna vez, de captar imágenes con estos endiablados aparatos.

Era un hombre joven, en torno a los treinta años, de mirada inquieta que se traslucía a pesar de las lentes que llevaba alojadas en una montura redonda de pasta negra y que tamizaban algo su expresión. Lucía una sonrisa agradable y llamaba especialmente la atención por sus maneras enérgicas encajadas en una persona de buena estatura y espigada planta. Miraba de frente, con destellos rápidos de sus ojos, sin dejar de atender a lo que estuviera a su alrededor.

—Hay algo mecánico en el proceso de la fotografía que me aleja de ella —expuso el pintor—. Pero me agrada mucho ver buenas instantáneas, soy un coleccionista de imágenes, de toda clase de imágenes. Y con las que se obtienen mediante las cámaras descubro lo que ya no debería convertirse en pintura, aquello que ya no merece la pena ser tratado sobre un lienzo. Hoy los artistas estamos obligados a explorar más que en otras épocas si queremos ofrecer propuestas que conmuevan a la gente.

—La pintura permite una visión diferente de las cosas reales. Yo nunca habría captado de la misma manera, con esa finura, con esa sencillez, y en esa postura tan delicada a la muchacha con una de estas cámaras —expresó el fotógrafo mientras admiraba el retrato insinuado en el cuaderno con trazos sutiles de la vendedora de Orvieto y que permanecía sujeto por las manos de Pablo.

—Bien, pero hay pintores que se empeñan en representar lo mismo que se obtiene con esos objetivos y con un tratamiento semejante —señaló los aparatos colocados en el asiento de enfrente— y el resultado no puede ser mucho mejor. La fotografía nos ha liberado del tema, de la anécdota y hasta de los objetos. Ahora tenemos una capacidad de creación ilimitada, aunque algo más compleja porque la repetición resultaba más elemental, muy apacible para los artistas pictóricos, pero menos necesaria hoy con lo fotográfico.

—Compruebo que tiene un punto de vista particular sobre el arte. ¿Dónde vive? Si viniera por Barcelona, me gustaría mostrarle mis trabajos; tengo una amplia colección de imágenes.

—¿Es de allí? ¿Catalán? No lo parece.

—Soy cubano de nacimiento, y mi madre es isleña. Ahora estoy destinado en Barcelona, en el batallón de cazadores Alba de Tormes; soy comandante del Ejército.

Se hizo un silencio demasiado largo.

—Es joven… —susurró el pintor, al fin.

—Tiene explicación. He sido oficial en las Fuerzas Regulares Indígenas y en Marruecos se asciende rápido por méritos de guerra. Se estará preguntando qué hago aquí. Unos amigos de Orvieto me invitaron a pasar unos días de vacaciones y me dirijo a Arezzo para fotografiar unas excavaciones de la época romana. Regresaré esta misma noche. Lamentablemente tengo que volver pronto a España, me queda poco menos de una semana de asueto. En mi próximo viaje visitaré Florencia, creo que es una ciudad maravillosa y un lugar indispensable que cualquier artista debe conocer.

—Ya… —balbuceó Pablo, resaltando el escaso interés que tenía ahora lo que le estaba contando su compañero de asiento.

—¿Conoce Barcelona?

—Sí, bastante. Aunque hace tiempo que no voy por allí. Soy de Málaga. Pero vivo en París desde hace años, aunque en realidad nunca dejamos de pertenecer a nuestra tierra.

—Eso es bien cierto. ¿Un cigarrillo? —ofreció el militar con una amplia sonrisa.

—No, gracias, prefiero los míos. Si quiere…

—¡Oh, no! Ese tabaco francés que fuma es demasiado fuerte para mí.

Una vez que ambos dieron las primeras caladas y el recinto se inundó de un humo espeso y azulado, cruzaron miradas de mutuo análisis y sonrieron al unísono.

—Pues lamento decirle, si lleva tiempo fuera de nuestro país —expuso el comandante, cruzando las piernas y apoyándose cómodamente en el respaldo—, que esta guerra europea nos ha llenado de espías, de personajes turbios y de ansiosos especuladores como un tal March al que todos conocen ya como «el pirata del Mediterráneo», que se está haciendo de oro vendiendo petróleo a los alemanes. Así nos va porque, al mismo tiempo, la gente pobre, humilde, lo está pasando muy mal con la subida de precios; para los pobres hay más carestía ahora. Y para colmo, como nos gusta enfrentarnos por cualquier motivo, estamos divididos entre germanófilos y aliadófilos. Lo más preocupante es que cada día hay más altercados públicos en la calle, protestas, huelgas… Vamos de mal en peor.

—¿Piensa que debimos participar en este conflicto?

—Mire, los militares nos debemos a la patria y debemos emplear las armas que nos han sido confiadas en su defensa. Y pese a que submarinos alemanes han atacado recientemente barcos con nuestra bandera, el Gobierno decidió mantenerse en la neutralidad y eso es lo que tenemos que asumir. Lo más fastidioso es que los políticos no sepan actuar; fíjese, mis compañeros, muchos oficiales, se han visto obligados a constituir un sindicato por culpa de la debilidad gubernamental. En Cataluña, donde ahora estoy destinado, los separatistas respaldan, por propio interés para minar al Gobierno de Madrid, esas posturas completamente rechazables. Entre tanto, la clase obrera está al borde de secundar una protesta generalizada de corte revolucionario debido al coste creciente de la vida. Tal vez nos iría algo mejor si estuviéramos plenamente implicados en la guerra porque en lo único que piensan nuestros compatriotas es en su propio enriquecimiento. Un caldo de cultivo extraordinario para que prospere el anarquismo, y patronos y obreros sean asesinados en plena calle por grupos de acción de tendencia ácrata.

—Vaya…

—Sí, no están bien las cosas. Para colmo, ahora son muchos los que creen que la subversión está a su alcance después de que en Rusia se derribase al zar y comience a prepararse una revuelta…

—Jamás me ocupo de la política —interrumpió el pintor.

—¡Ah! Lo siento. —El comandante mostró una media sonrisa, algo forzada—. Desde luego es preferible dedicarse al arte, ya lo creo. Resulta más seguro y grato —afirmó con una mueca sarcástica.

—No se preocupe. Es cierto: no me atraen los asuntos de la política y el arte es más divertido, aunque también puede resultar arriesgado, no crea. Algunos llegan a las manos para defender sus preferencias o fobias artísticas. De cualquier manera, todo lo relacionado con España me interesa y agradezco sus observaciones —corrigió cumplidamente el pintor.

A partir de ese instante, la conversación entre los dos hombres se hizo fragmentada y preferentemente sobre cuestiones banales.

Poco después, el comandante recogió una de sus cámaras y salió al pasillo, donde permaneció un buen rato fotografiando todo lo que tenía a su alcance. Cuando el convoy se detuvo en Arezzo, se despidió con idéntica amabilidad de la que hizo gala al llegar.

—Insisto en ello, si viene a Barcelona, ya sabe dónde encontrarme y será un placer mostrarle las fotografías de mis álbumes; seguro que le interesa conocer las que he hecho aquí, en Italia. Pregunte por mí.

—Gracias.