Aquel día no sería igual a los demás; por suerte o desgracia cada jornada era diferente y, si la providencia no lo favorecía, él se encargaba de hacer realidad ese sino. Tampoco aquel tiempo se asemejaría a los peores que había vivido o podían venir porque los desastres que se vislumbraban por doquier los superarían. Era lo que pensaba y sentía durante los últimos meses, especialmente amargos y críticos. Aquel día de abril iba a ser fundamental en su vida; aún no lo sabía y pasarían algunas hojas del calendario para tener los elementos suficientes y percatarse de su relevancia y la influencia que tendría en su legado.

Por la noche, al llegar del café, se acercó de puntillas hasta el dormitorio de Jaime Sabartés y, al ver que no tenía la luz encendida, deslizó bajo la puerta, sigilosamente, una nota:

Ahora son las dos de la madrugada del 26 de abril del año MCMXXXVII.

Camarada Sabartés. París. Al recibo de esta y darte cuenta de mi existencia en este desolado y triste solar en el que nos ha tocado sobrevivir a las tristezas de nuestra tierra, ¿quieres llamarme a eso de las ocho y media, si puedes? Pues tengo que salir de estampida para soportar a los malditos leguleyos.

Su leal Picasso.

Salud y amistad

El secretario, cuando vio la nota, comprobó que no se había olvidado de la cita que tenía con los abogados a una hora temprana. El artista pretendía hacer entrega de algunos bienes a Olga y Pablo, el hijo de ambos. Aún no había aceptado el divorcio con ella a pesar de que habían transcurrido dos años desde la ruptura definitiva. Entre tanto, les ayudaba económicamente, lo mismo hacía con su última amante, la joven Marie-Thérèse. A Olga y su hijo Pablo les cedió el château de Boisgeloup, a Marie-Thérèse el taller en Tremblay-sur-Mauldre, una villa rural situada a unos quince kilómetros al oeste de Versalles. Allí acudía a visitarla muchos fines de semana.

—Con esa forma de actuar siempre te considerarán deudor de ellas —le objetó Sabartés recientemente.

—Y no se desprenderán nunca de mí, lo sé —respondió expresando sin ambages sus verdaderas intenciones—, y ver tanto el mundo a través de ellas puede llegar a ser una limitación, ¿verdad? Lo he pensado muchas veces, no creas.

—Si solo fuera eso, ver el mundo…

—Tú y tus medias palabras —replicó Picasso con sorna.

Con Olga disfrutó de un período de cierto orden y equilibrio. Ella le había proporcionado al principio la serenidad que precisaba después del drama que había vivido junto a Eva, ma jolie, y del rechazo de Irène. Pero su permanente metamorfosis a la hora de establecer vínculos, sus persistentes escarceos con el sexo opuesto y sus transformaciones estéticas en imparable cambio y evolución le llevaron a explorar nuevas relaciones después de permanecer ligado con fidelidad más de siete años a la bailarina.

Olga le había exigido en demasía, bien estaban sus fiestas y su vida burguesa con aires de grandeza; sin embargo, lo que no pudo soportar fue su falta de comprensión sobre la atmósfera y el ambiente que le convenía para crear con la intensidad y dedicación necesaria. Los valores burgueses que Olga representaba y defendía con su forma de comportarse se le hicieron inaceptables y fueron sus amigos surrealistas quienes le ayudaron a dinamitarlos.

Pablo Picasso y Olga Koklova

¿Fue una coincidencia la presencia de Olga con la realización de obras de formas clásicas? Ella influyó bastante en su estética, como lo haría después la jovencísima Marie-Thérèse. Durante el tiempo que convivió con su mujer, los lienzos se poblaron de escenas mitológicas y pastorales, de figuras envueltas en túnicas y hasta de retratos impecables que evocaban el mundo grecorromano. Y también, como no podía ser de otra manera, pintó escenas delicadas de maternidad, relacionadas con el nacimiento de su hijo Pablo.

Retrato de Olga Koklova 1922

La monumentalidad de Giotto y de Masaccio impregnaron algunas de sus composiciones y, de tarde en tarde, recuperó el cubismo que tanto había supuesto para la renovación del arte moderno. Era capaz, lo había sido a lo largo de su trayectoria, de cultivar simultáneamente diversos estilos, algo consustancial a su audacia y libertad creativa, imposible de ceñir o de ser reducida por una visión acomodaticia. Era su forma de ser, de vivir, y nada lo iba a cambiar.

Sus amigos no entendían cómo había decidido casarse con una mujer que no destacaba especialmente por su belleza, ni por su inteligencia. Algunos como Cocteau, Apollinaire y Max Jacob fueron testigos del enlace que se celebró en la iglesia ortodoxa rusa de París. Durante algún tiempo, se dejó arrastrar por su mujer hacia una vida social bastante ajetreada, alejado del ambiente que él había frecuentado. Atrás quedó la bohemia al acomodarse en la elegante Rue La Boétie, cerca de los Campos Elíseos, y de contratar a varias personas para el servicio, entre ellas a un chófer.

Con el paso de los años, el carácter de Olga se fue complicando al hacerse más arisca y malhumorada; el mentón se le marcaba más; nunca había sido una mujer animosa y sí, por el contrario, bastante insatisfecha y celosa, rasgos que inevitablemente se fueron intensificando con el comportamiento de Picasso. Él se refugió en el estudio, santuario vedado para la exbailarina que deseaba poseer al esposo de forma enfermiza, lo que daba lugar a una relación cada día más complicada. Pablo se libró de aquel círculo envenenado por el desamor y los conflictos subyacentes un día de invierno.

Mientras caminaba por la calle, en la proximidad de las Galerías Lafayette, concentró sus incisivos y poderosos ojos en una adolescente alta, de complexión atlética y pelo rubio. De inmediato, y sin ningún preámbulo, se abalanzó sobre ella y le habló a bocajarro:

—Señorita, soy Picasso; tiene usted un rostro interesante y quisiera, si me lo permite, hacerle un retrato. Tengo además el presentimiento de que podemos compartir juntos grandes cosas.

Llovía con intensidad y se refugiaron bajo un toldo. La muchacha de dieciséis años posó su fría mirada en aquel hombre bajito, cincuentón, de pelo entrecano, con un pañuelo violeta anudado al cuello, cubierto con una pesada gabardina de color crema y que sostenía un puro entre los dedos. A punto estuvo de darle la espalda y correr rauda hacia su casa. Y no se decidió por huir porque le reconoció, tenía frente a ella al pintor más importante de Francia.

Él había quedado prendado, al instante, del dorado de sus cabellos, de la tez luminosa del rostro, de su cuerpo escultural y de la fuerza que imaginaba por la rotundidad de sus formas.

Había seleccionado una presa que estimularía sus deseos sexuales con una intensidad que ya no recordaba.

En la intimidad del estudio donde el artista interpretó las líneas curvas, sinuosas, las ondulaciones del cuerpo de Marie-Thérèse, sus cabellos en volutas o los brazos enroscados, y sus piernas destacando una sensualidad que se mostraba abiertamente, ella resistió a lo largo de seis meses los envites e insinuaciones de aquel Minotauro lujurioso y voyeur. Aquella resistencia seducía aún más al pintor y animaba sus apetitos. Finalmente, aquel mismo verano ella se entregó al arrebato de la mano de su avezado maestro que le haría explorar el sexo entre un hombre y una mujer en toda su amplitud y dimensión cubriéndola de amor sin límites.

Fotografiá de Marie-Thérèse

Como Marie-Thérèse era menor de edad, mantuvo la relación dentro del máximo secreto y sigilo. Mucho tardaron sus amigos en enterarse de su existencia, pues a pesar de que la retrataba compulsivamente creyeron que era un simple arquetipo, no una mujer real, salvo Olga Koklova que descubrió pronto el engaño.

Los amantes se encontraban con frecuencia en el château de Boisgeloup, un caserón de estilo normando que estaba cerca de Gisors, a unos treinta kilómetros de la capital. Era una amplia construcción del siglo XIX que Pablo utilizaba para trabajar esculturas y grabados. En una de sus naves había instalado un tórculo y almacenaba planchas, ácidos y resinas. En aquel maravilloso y recoleto escondrijo esculpió la figura de Marie-Thérèse con diversos materiales y formas clásicas, repetía frecuentemente un canon particular en los rostros: las líneas de la frente se unían sin interrupción con las de la nariz; también esculpía cabezas monumentales, todas curvas, con narices prominentes y ojos que sobresalían. Era semejante a una diosa bárbara, angulosa y carnal, de formas atormentadas, desordenadas, en las que sobresalía el deseo.

Marie-Thérèse es el modelo para la obra de Picasso Le Rêve («El sueño»), 1932.

Pero como quería tenerla cada vez más cerca, alquiló una vivienda para ella a pocos metros de la que compartía con Olga, en la misma Rue La Boétie. Y así, por un lado estaba la esposa, mujer de la que brotaban continuamente conflictos que le atormentaban, y por otro la joven que era un manantial de placeres exultantes para el fauno. Marie-Thérèse se convirtió en la esclava sexual que estimulaba la capacidad creadora del Minotauro. Una capacidad que se ampliaba y extendía a medida que perpetraba mayor dominio sobre la modelo a la que fue retratando casi de manera compulsiva, mostrando su desnudez y exuberancia física después de consumar la fantasía de una violación sobre ella, de la avidez llevada al paroxismo ciego. El triángulo perverso se deshizo cuando Marie-Thérèse se quedó embarazada, ya que Picasso decidió poner fin a la anormal convivencia con su mujer, sin llegar a separarse legalmente para no tener que repartir con ella los bienes, lo que truncó las aspiraciones de su amante para ocupar el lugar de la esposa. De hecho, el nacimiento de María de la Concepción, conocida como Maya, el 5 de septiembre de 1935 intensificó la crisis anímica que Pablo sufría desde hacía algunos meses, la peor de su vida, una depresión de la que no parecía posible que pudiera salir, agravada después con la guerra española, hasta el punto de abandonar la pintura y lanzar una llamada de socorro a Sabartés.

Algo antes había esbozado al Minotauro con un bastón en la mano, ciego, perdido y temeroso, con gesto de desesperación y con el rostro levantado hacia las estrellas, llevado de la mano por una niña en medio de la noche por una playa. Unos pescadores contemplaban el caminar confuso del hombre-animal que solamente adquiría dirección y sentido por la paloma, o el ramo de flores en otras versiones que transportaba la pequeña entre sus brazos. Uno de los marineros que observaba la escena vestía una camisa a rayas. Acaso representaba al joven pintor que se veía a sí mismo ya mayor dentro de un mundo de tinieblas. Pablo se contemplaba sumido en una profunda melancolía paralizante, casi muerto, pues la ceguera constituye la mayor amenaza para un artista, caminando hacia un destino incierto.

Después dibujó al Minotauro tirando con dificultad de un carro con una yegua casi agónica que acababa de dar a luz un potrillo.

—Yo era ese Minotauro soportando una imposible carga —explicó a su amigo Jaime Sabartés—, y la yegua y el potrillo eran Marie-Thérèse y Maya.

—No conozco a nadie —comentó el secretario— tan obsesionado por las mujeres, ni mujeres tan dispuestas a la destrucción después de estar a tu lado.

Poco antes de estallar la guerra en España, llegó Dora a su vida. Era una mujer extraña y de personalidad difícil debido a las heridas causadas en anteriores relaciones por sus amantes y de un estado anímico inestable. Sin embargo, durante algún tiempo, el pintor encontró en ella una tabla de salvación a la que sujetarse tras el marasmo sufrido con Olga y Marie-Thérèse.