La guerra de España le estaba afectando bastante; había removido incluso alguna de sus posturas políticas, intensificando recuerdos dolorosos, y hasta la afección que tenía por su patria. Por añadidura, el cúmulo de problemas personales le había llevado a abandonar la pintura durante un año coincidiendo con las críticas a su obra y con las acusaciones de trabajar para la burguesía internacional o apoyar a los exiliados rusos enemigos de la Revolución de Octubre. Los adversarios, que no eran muchos, pero sí los primeros en enseñar los dientes sin reparos contra él, le habían declarado muerto artísticamente en un campo de batalla imaginario. Atormentado bajo aquel clima de desasosiego que fácilmente arrastraba hacia la locura o el frenesí, espoleado por la melancolía, hubo momentos en los que se inclinó por explorar las fuerzas ocultas del inconsciente siguiendo los postulados de los surrealistas con los que tenía muchos lazos en común. A veces, como si estuviera poseído por una violencia dionisíaca con alucinaciones oníricas y una pulsión sexual desaforada, forzaba la destrucción de cualquier rasgo de belleza en la mujer para intentar sublimar sus deseos enloquecidos con retratos o dibujos compuestos con figuras de hembras hinchadas y dilatados elementos fálicos.

El Minotauro fue su salvación, especialmente al desbordarse su furia creativa después de fugaces momentos de paralización y desconcierto. Era entonces cuando se envolvía en el mito y observaba lo que estaba sucediendo a su alrededor con los ojos de la bestia humanizada, volcando las fuerzas sombrías del animal que se agitaban en su interior. En el Minotauro hallaba la calma perdida durante la convivencia con su esposa Olga, que le impulsó a embarcarse en la confusión de amores desvergonzados, llevados hasta el límite de la envoltura sexual. Con el Minotauro recuperaba la emoción, la pasión, los sentimientos encontrados y, sobre todo, la libertad. Tanto llegó a identificarse con la bestia que se pintó a sí mismo como una criatura ciega arrastrando la carga de sus desdichas, huyendo hacia otros espacios. El Minotauro se solazaba, luchaba y combatía; también creaba encerrándose con las modelos a las que curioseaba sin descanso y con placer sumo en la devoción de la mirada, espiando a las mujeres dormidas en su completa desnudez, pronto a lanzarse hacia ellas. La criatura era su máscara.

Para él, todos los domingos o días festivos se celebraba la sacrosanta ceremonia del Minotauro: una corrida de toros en la imaginería profunda que tenía anidada en su interior desde niño, en la añoranza que nunca había desaparecido de su ánimo con el recuerdo de su tierra, a la que ahora no podía tocar con sus manos ni pisar debido al conflicto bélico. Sufría al no estar allí, impedido de asistir a un coso taurino español y disfrutar con sus sonidos, con sus colores y con el vahído de las gentes prestas al entusiasmo por los diversos lances consumados en una tragedia inevitable pero tan liberadora que permitía agostar el dolor. Lo expresó en los lienzos y hasta con la escritura cuando dejó la pintura, influido por la difícil situación que vivía España y por sus problemas más íntimos:

Hay diálogo entre el toro y el caballo a pesar de la evidencia del drama que se desarrolla que se repite de mil maneras diferentes y que voy a extraer de lo más hondo de la mirada de cada uno de los espectadores.

Comienza la misa del encierro y cada grito plantando su clavel en el jarrón y cada boca cantando cortada en cuatro pedazos divididos por dos espejos dobles dispuestos en cruz y unidos con un hilo sostenido en un extremo por los corazones encendidos de treinta mil hombres y mujeres que juntos forman una bandera permanentemente acribillada a balazos que ese preciso instante teje con la mano empuñando el mástil incandescente sostenido por los deseos de amor de la comunidad formada por todo un pueblo que hurga en las entrañas y busca con las manos el corazón que se desangra junto con la vida del toro al que el caballo con sus pezuñas le cierra los ojos llorando.

A pesar de que nunca había explorado con tanta fruición en su alma, con la pretensión de conocerse más a sí mismo y comprender la época procelosa que le había tocado vivir, llegó un momento en el que, acaso por esa misma razón, dibujaba poco, apenas pintaba y estuvo tentado a dejarlo todo: la pintura, la escultura, el grabado, la poesía… Angustia, esperanza y temor habían caracterizado los últimos meses de su existencia. Llegó a comentar, en broma, que deseaba dedicarse al canto, pero se volcó, finalmente, en la escritura. Para ello, llevaba en su bolsillo una libreta donde reflejar, de continuo, sus pensamientos.

Sus primeros escritos los hizo el 18 de abril de 1935 en el taller de escultura que tenía en Boisgeloup, cerca de París, después de la ruptura con Olga:

Hoy es jueves y todo está cerrado hace frío alrededor del mundo hecho trizas y una araña posa sobre el papel donde escribo… un sol parte estallando semillas y repicando a picotazos los besos… en el verde oscuro hay otro verde más claro y otro más oscuro azulado otro más negro y uno más verde aún que el verde oscuro más tostado y otro más claro que el verde negro oscuro y otro más verde aún que el verde oscuro y otro más verde aún que todos peleándose verde verde que tocan las campanas a verde…

Meses más tarde, volcó sobre el papel, con palabras duras, la amargura que había supuesto la convivencia con su mujer:

Hija de puta insaciable nunca harta de lamer y comer cojones del interfecto…