Asumió finalmente que Florencia merecía el pequeño sacrificio de viajar solo hasta Milán sin la compañía de Olga y los integrantes del grupo de baile. En París, iban a tener todo el tiempo para ellos sin que nadie les molestase. Allí reafirmaría la relación con Olga Koklova y le pediría que fuera su esposa. Después del estreno de Parade tenía pensado viajar a Barcelona y presentársela a la familia.
El Palazzo Pitti, un edificio que por su exterior se asemejaba a una fortaleza, iba a ser su última visita. El edificio era diferente al resto de residencias palaciegas que había visto en Florencia.
—Imagínese, el palazzo estaba diseñado para ser la descomunal vivienda de un banquero —resaltó Roberto—. Tanto era así, tan exagerada era la construcción, que los Pitti se arruinaron y Leonor de Toledo, la española casada con el gran duque Cosimo I, lo eligió como residencia de los Médici y lo transformó en este imponente edificio con amplios patios y un jardín de más de 45 000 metros cuadrados en la zona posterior.
—Vi el retrato que le hizo Bronzino, no era muy hermosa.
—Pero su simpatía cautivó a los florentinos, también la fortuna inmensa de ella que provenía de su padre Pedro de Toledo, el virrey de Nápoles. Además, Leonor afianzó la alianza con España permitiendo que Florencia extendiera sus límites y fue la consejera fiel e inteligente de Cosimo. Pocas veces ocurre algo así en la historia, la unión Leonor-Cosimo fue casi perfecta y muy beneficiosa para esta ciudad-estado.
Pablo renunció a visitar los diferentes museos enclavados en el Pitti y eligió centrarse en la llamada Galería Palatina, que reunía las piezas maestras del arte pictórico, una colección extraordinaria y pinacoteca particular de los Médici que abarcaba del siglo XVI al XVII.
Dio la razón a su guía. Hubiera sido imperdonable perderse aquel conjunto de pinturas, entre las que destacaban las Vírgenes de Rafael y el delicioso retrato de La Fornarina. Pablo tomaba notas o garabateaba algunas líneas en un cuaderno que, a primera vista, no representaban nada para su acompañante, que permanecía en esta ocasión a su lado, sin apenas hablar para no molestarle.
En un espacioso pasillo, situado entre dos salas de grandes dimensiones, encontraron un cuadro que pasaba desapercibido, a pesar de su gran tamaño, para el numeroso público que transitaba por el palacio aquel primero de mayo.
—Es una vieja costumbre acudir este día a pasear por los jardines y dar una vuelta por las diferente galerías —explicó Roberto.
Pablo examinaba con inusitada concentración el cuadro de tres metros y medio de ancho y más de dos de alto, retirándose de la pared donde estaba colgado y acercándose a la tela para observar algún detalle, en un vaivén que repetía sin cesar.
—¿Le interesa mucho?
—Así es; el tema, la composición… —susurró el español, casi ignorando al guía. Ni siquiera se percató de que le dejaba solo y desaparecía hacia las salas que habían visitado con anterioridad.
Poco tiempo después, apenas habían transcurrido dos minutos, Roberto regresó acompañado por una joven.
—Es María, la persona que mejor conoce los fondos del Palazzo Pitti. Está terminando los estudios de arte y algunos días trabaja aquí. Pregúntele a ella.
Era una mujer de figura estilizada que tendría poco más de veinte años, discreta en su apariencia física, aunque poseía unos grandes ojos llamativos de color verdoso e irisaciones violetas, unos labios bien dibujados, carnosos, y el pelo rizado, muy negro, cayendo sobre sus hombros. Le agradó que Roberto la hubiera traído y la propuesta que le hacía.
—¿Qué sabes de este cuadro? ¿Cómo llegó aquí? ¿Qué representa? —preguntó Pablo de golpe, sin presentarse siquiera.
Ella sonrió complacida, seguramente por el hecho de que alguien se interesara tanto por el lienzo y que le diera la oportunidad de mostrar sus conocimientos sobre el mismo.
—Es una alegoría sobre los horrores de la guerra y la barbarie de los hombres —respondió ella con voz pausada—, sobre la destrucción y el dolor provocado por el odio y la naturaleza animal de los seres humanos. Se lo conoce como Los desastres de la guerra. Lo pintó Pedro Pablo Rubens en 1637 a partir de su propia experiencia, durante una época en la que él fue testigo de la imposible reconciliación en Europa.
Los desastres de la guerra, Pedro Pablo Rubens, 1637.
—Durante la guerra de los Treinta Años… —subrayó Pablo.
—Eso es, de aquel enfrentamiento de las potencias europeas que se inició como una lucha entre católicos y protestantes y que, después, supuso el choque entre dos concepciones diferentes de la vida y del mundo —señaló la joven—. El cuadro es una alegoría de las fuerzas oscuras y destructivas, y de la angustia y el sufrimiento de las víctimas inocentes. Llegó aquí, a Florencia, porque había sido adquirido por un compatriota de Rubens, Justus Sustermann, retratista de los Médici y, probablemente, mediador en la operación para entregárselo a ellos. En la carta que acompañaba al envío, Rubens explicaba su significado. Y eso es algo especial, una suerte, nada mejor que la propia descripción del artista, ¿verdad?
Pablo asintió con un gesto, bajando los párpados y con una leve sonrisa, sin decir ni una palabra, prendado de la chica y complacido con su presencia y el entusiasmo que ponía en las explicaciones. Ella, prosiguió:
—Rubens decía en el escrito, más o menos por lo que recuerdo: «Marte aparece con un escudo y la espada ensangrentada sin prestar atención a Venus, que trata de apaciguarle con caricias y abrazos. En el lado opuesto le arrastra la furia Alecto con una antorcha en la mano, y cerca hay dos monstruos que personifican la Peste y el Hambre. En el suelo, con la cabeza vuelta, yace una mujer con un laúd roto que representa a la Armonía perdida; hay también una madre doliente con un niño en brazos porque la guerra todo lo corrompe y frustra la procreación; un hombre moribundo en el suelo con el torso desnudo es un arquitecto porque la fuerza de las armas destruye las ciudades y las reduce a ruinas».
Sin moverse del sitio, los tres siguieron el relato buscando con la mirada el lugar descrito y cada uno de los personajes a los que aludía la joven en la recreación del texto de Rubens. Tras un largo silencio, Pablo recalcó:
—Hay más figuras.
Ella sonrió enseñando una dentadura nívea. Ninguno de los visitantes que pasaban junto a ellos se detenía; a nadie parecía atraer aquella pintura del maestro flamenco, acaso por sus dimensiones o por la dificultad de interpretar su significado y, probablemente también, por su colocación casi al final del recorrido de la Galería Palatina, cuando ya se había disfrutado de obras extraordinarias y más asequibles al entendimiento de los curiosos y de los bisoños aficionados al arte, saturados por la abundancia de cuadros colgados en los lujosos salones del Pitti.
Pablo permanecía con la espalda recostada en la pared entelada de seda roja, enfrente del cuadro, sin desviar la atención a las figuras retratadas por Rubens, seducido por aquel trabajo extraordinario. La joven experta y Roberto estaban junto a él, a ambos lados. Ella continuó con las descripciones en voz baja, pretendiendo, de esa manera, no alterar en demasía la concentración del visitante extranjero:
—A la izquierda vemos a la infeliz Europa, vestida de negro, con el velo rasgado, despojada de adornos o joyas, afligida, con las manos levantadas como si pidiera auxilio, huyendo despavorida del templo de Jano, presa del terror…
—¿Del templo de Jano? —preguntó extrañado Pablo con la frente arrugada.
—María es una estudiosa… —comentó Roberto.
—Bueno, entre otras cosas me gusta estudiar la mitología —dijo ella—. El templo es el edificio del que sale la mujer que simboliza a Europa, el que se encuentra en el extremo izquierdo del lienzo. Jano era uno de los dioses antiguos de Roma; su reinado coincidió con la edad de oro, una época caracterizada por la paz y la abundancia de bienes. A su muerte, fue divinizado y se construyó un templo en su honor en el Foro. Gracias a una intervención suya, el Capitolio se salvó de la invasión de los sabinos; por lo tanto, se dejó siempre abierta la puerta de su templo en tiempos de guerra para que pudiera salir y auxiliar a los romanos. Así aparece en el cuadro, con la puerta de par en par, pues solo se cierra en los momentos de paz. En el centro de la composición, destaca Venus desnuda, símbolo de la verdad, con el brazo alargado intentando detener a Marte, que lleva la espada ensangrentada. No lo logra, entre otras razones, porque la furia Alecto, diosa de la venganza, tira con fuerza de él y le señala el camino siniestro con una antorcha hacia la zona oscura del espacio pintado por Rubens, donde están caídas y amontonadas algunas de las víctimas de la guerra: la Maternidad, la Armonía y la Belleza.
—La furia Alecto es otro personaje mitológico —apuntó Pablo.
—Sí, la vemos con los cabellos erizados y una antorcha, pues vive en el mundo tenebroso. Alecto pertenece a la mitología griega, de la familia de las Euménides, nacida de las gotas de sangre cuando Urano fue castrado; en la Antigüedad estuvo relacionada con los castigos infernales. Alecto nos arrastra hacia un crepúsculo de horror, tal y como lo pintó Rubens en esta obra. Y bajo los pies de Marte hay un libro y dibujos para simbolizar que está pisoteando las artes.
—Rubens era un artista barroco que se inspiró en la Antigüedad clásica para expresarnos lo que supone la guerra, la violencia ciega —subrayó Roberto, que hasta ese momento no había rechistado.
—Un virtuoso —matizó Pablo—. La inspiración en la cultura y los mitos del pasado representan una fuente inagotable para la creación de los artistas barrocos, sin duda. Pero más allá de lo episódico, en esta pintura es admirable la sensación de movimiento, de vitalidad, de impulso casi frenético, del que está dotado el conjunto de la composición que nos empuja y arrastra hacia el lado tenebroso…
—Y se acentúa ese sentido con el color —añadió María—. El contraste entre la luz de Venus, con un fondo de cielo azul brillante, que surge de su cuerpo, y la oscuridad tétrica hacia la que nos lleva Marte, donde se encuentra un cielo tormentoso. Y para atraernos al eje, al punto central donde se concitan las tensiones y se dirime la batalla sangrienta que tiene lugar en la profundidad lejana, está el rojo de la capa del guerrero. Igual que en El Expolio, de El Greco, aunque en esa pintura se utiliza para llevarnos y concentrar las miradas en el Cristo.
El expolio, El Greco, 1577-1579.
—¿Conoces esa pintura? —inquirió con asombro Pablo, tanto por la relación que establecía como por la sensibilidad que había mostrado la joven al analizar la obra de Rubens—. Es fantástica y ese artista, El Greco, es uno de mis favoritos.
—Sí, estuve en Toledo en diciembre y la vi en la sacristía de la catedral gótica.
—Yo también, he estado allí varias veces, en Toledo y en su catedral.
Pablo acarició con delicadeza el brazo de María, como si con el gesto quisiera manifestar su agradecimiento por el tiempo que le había dedicado para comentar la obra del artista flamenco que tanto le había atraído. Roberto hizo un guiño de complicidad a la joven.
El pintor español se aproximó al lienzo de Rubens, tan cerca que parecía examinar el grosor y el sentido de las pinceladas. María y el guía le observaban desde la distancia. Pablo deseaba dilucidar cómo había logrado Rubens la aplicación del color, a veces pastoso y con un aspecto finísimo, evitando que con el paso del tiempo amarilleara y oscureciera. Dedujo que el artista había trabajado con colores muy amasados con aceite de nueces o linaza espesados al sol y con adición de trementina veneciana. Al utilizar aglutinantes tan fuertes, resultó innecesario el posterior barnizado, lo que explicaba la asombrosa estabilidad de la pintura y un efecto cromático que mantenía toda su frescura.
Pablo recordó a su padre, las enseñanzas que había recibido de él y que aún permanecían en su mente, los conocimientos sobre el arte y la técnica que afloraban cuando eran precisos. Y a pesar de que rechazara las definiciones prescritas y los conceptos artísticos que se habían convertido en inmutables con el paso de los años por considerar que la misión de un artista era renovar y abrir nuevas vías a la expresión, no por ello cerraba los ojos ante los avances y las soluciones prodigiosas de los grandes maestros como Rubens.
Al dejar el Palazzo Pitti en dirección al hotel para recoger el equipaje, comentó al guía:
—Ha sido una suerte quedarme hoy y conocer a María, desde luego. Ella me ha regalado esta reproducción fantástica del cuadro de Rubens que conservaré como oro en paño.
—Ella es la mejor, sin duda. Para mí, desde luego; es mi hija.
—¡Hombre, eso se avisa antes!
Quedaban menos de dos horas para tomar el tren. Pablo observaba todo lo que iba encontrando a su alrededor, cada detalle de los edificios y de las construcciones, y entre tanto revisaba algunas de las imágenes que había ido atrapando durante los tres días que permaneció en Florencia. Aquella ciudad le había aportado muchas cosas y ahora se encaminaba con ilusión hacia Milán, escala intermedia para regresar a París. Allí, junto a Olga, deseaba iniciar una nueva etapa de su vida, en el lugar donde ya había triunfado como artista.