Signorine…

La reverencia de Roberto y su mirada de asombro revelaron la impresión que produjeron al florentino las dos bailarinas, Olga y Marina. Natalia se había marchado al Politeama con su marido, el solista Mikhail Larionov, para preparar algunos detalles de la sesión nocturna y el ensayo previo que tendría lugar en unas pocas horas.

Tenían escaso tiempo por delante. Roberto propuso ir a la Piazza del Duomo, lugar que debían conocer todos los que llegaban a Florencia, según expresó, cuando solo contaban con unas horas para un paseo fugaz por el corazón de la ciudad; ellos visitarían además Santa María dei Fiore, el Campanile de Giotto y la zona del Ponte Vecchio antes de comer.

Olga no pudo disimular su sorpresa al ver a su pretendiente con una apariencia inusual. Pablo iba ataviado con pantalones de un blanco inmaculado, zapatos azules de cordón con puntera blanca, chaqueta blazer de estilo inglés, chaleco blanco de piqué almidonado, una cadena de oro que sujetaba un reloj del mismo metal dentro de uno de los bolsillos y corbata a rayas roja. Cubría su cabeza con un canotier de paja. A pesar del atuendo tan vistoso y esmerado, a la última moda, sobresalían de los bolsillos de su chaqueta diversos objetos: tarjetas postales a las que era tan aficionado, un cuaderno, lápices, una pequeña rama que había cogido en el jardín del convento de San Marco y folletos turísticos. En las faltriqueras del pantalón resultaba más difícil adivinar su contenido; las tenía tan abultadas que daba la impresión de que iba cargado con piedras y, seguramente, era posible que así fuera.

Pablo era de estatura baja y complexión fuerte, con una espalda ancha y robusta. Las amigas de Olga decían que se asemejaba a un torero, pero ellas hablaban de oídas porque nunca habían conocido en persona a un «matador» español. Cuando la bailarina rusa le vio por primera vez en Roma, tenía la piel cetrina; con el paso de los días había mejorado su aspecto; lo que no había reducido en absoluto era la potencia insolente de sus ojos negros, brillantes y muy juntos; el magnetismo de su mirada, y la boca recia y bien dibujada, con una sonrisa delicada, amable, casi permanente en sus labios. Era un hombre encantador, aunque tenía fugaces arranques malhumorados, especialmente si estaba cansado, tenía mucho apetito o había algo que le irritaba; entonces se resistía al autocontrol y estallaba. En la compañía de baile había algunas personas que le atribuían poderes casi mágicos capaces de penetrar en el alma, decían, y llegaban a afirmar que su mirada era un arma tan poderosa que nadie podía escapar a su observación despiadada. Olga consideraba que, al poseer una fuerte personalidad, algo que era indiscutible y que se detectaba de inmediato en él, y tener tanto éxito como artista, se caía con facilidad en la invención y la fábula. A ella le resultaba un hombre amable y muy seductor. El día que se conocieron, él le dijo que había tratado a tantos rusos expatriados en París que en una ocasión alguien le confundió con uno de ellos, a lo que respondió que se había impregnado de su olor. Seguidamente, piropeó a la bailarina:

—La Madre Rusia me ha enviado ahora una de sus mejores fragancias, y no me importaría que me confundieran más veces con tus compatriotas.