El guía se impacientó por la tardanza de Pablo. Este le había pedido algo más de tiempo y que, mientras finalizaba la visita del convento, fuera a contratar a la Piazza de San Marco un carruaje con el que se trasladarían a buscar a Olga.
Roberto se había explayado, previamente, con la historia de Savonarola, el humilde prior del monasterio dominico que hizo temblar a Roma al censurar los excesos de los prebostes eclesiásticos y del propio Papa. Por ese motivo, fue llevado a la hoguera en la Piazza de la Signoria. Sin embargo, era Fra Angélico en su estado primigenio lo que retenía al español en el interior de San Marco. La gama de color que había utilizado el monje pintor era algo que siempre había intentado atrapar y que estudiaba cuando iba de visita al Louvre. Pero había sido en las celdas decoradas con frescos, para que sus hermanos vivieran plenamente la fe, donde halló la esencia de Guido di Pietro, la paleta más pura e incontaminada del beato Angélico.
Al margen del ritmo compositivo, de la relación entre las figuras, del espacio con una perspectiva muy desarrollada para su época, destacaban los tonos brillantes que ni siquiera podían reproducirse a la perfección con los descubrimientos posteriores. Pablo se rindió ante esa evidencia después de analizar el trabajo de Fra Angélico y se esforzó para retener en su mente la vitalidad cromática, intensa y sutil de los frescos de San Marco.
Antes de partir hacia Santa María Novella quiso ver fugazmente La crucifixión, pintada en un muro frente a la sala capitular. Parecían un milagro los azules, los rosas o los sienas que había plasmado Fra Angélico sobre el yeso. Tan embebido estaba en su contemplación que no advirtió la presencia de Roberto.
—Mire su reloj.
Casi se había olvidado de Olga y de la cita que tenía con ella. Aunque le dolía salir de San Marco, no tuvo más remedio que dejar precipitadamente el convento.
Camino del hotel donde se alojaban los integrantes de la compañía rusa de ballet, fue desgranando en su cuaderno la impresión que le había suscitado la paleta del monje pintor. Precisaba explayarse, dejar impronta sobre el papel, del entusiasmo que le había producido pasear por las celdas del convento y haber tenido la oportunidad de disfrutar con el colorido del monje. Nunca olvidaría la luz reflejada por Fra Angélico en sus retratos, convirtiendo el color en algo casi mágico, cautivador.