Le avisaron desde recepción del mensaje de Olga donde indicaba que adelantaba su llegada. Ya estaba metido en la cama y a partir de ese instante le resultó imposible conciliar el sueño. Se lo impedía el imprevisto cambio de planes y los numerosos interrogantes que le planteaba.
Muy pronto, al filo del alba, caminaba inquieto de un lado a otro por los andenes fumando sin parar. Pocas personas permanecían en la estación a esas horas: dos parejas que aguardaban, como él, el expreso nocturno que procedía de Roma y una decena de pasajeros pertrechados con su equipaje para subirse al convoy cuyo destino final era Milán.
Al ver aparecer la imponente locomotora en la curva que conducía hacia la marquesina que protegía los apeaderos ennegrecidos de hollín, sintió una extraña inquietud. En ese instante se percató de que los edificios adyacentes estaban siendo adornados con macizos de flores y que surgían por doquier carromatos cargados con tiestos y ramos de rosas que, seguramente, iban a ser colocados por la estación. Cuando quiso prestar de nuevo atención a las vías, el tren se detenía a su lado.
La encontró enseguida; era muy visible con su pelo rojizo suelto y ondulado, buscándole con sus ojos luminosos al igual que hacía él. Iba acompañada por las hermanas Goncharova, Natalia y Marina. Eran sus mejores amigas; él creyó que estarían en Milán o, incluso, camino de París. De inmediato, aparecieron más integrantes de la compañía bajando de los vagones. Entonces, supuso lo que había ocurrido para tanto despliegue.
—Pica…
—¡Sorpresa, Pica!
Las rubias y blanquísimas de piel Goncharova se abalanzaron a abrazarle con bastante entusiasmo. Le llamaban con idéntico sobrenombre utilizado por Serge Diaghilev: Pica, diminutivo de su apellido materno. El influyente Serge lo había extendido entre sus bailarines. Olga no lo utilizaba.
—Hola, Pablo.
Ella le dio los tres besos de rigor en las mejillas y él la retuvo unos segundos tomándola con sus fuertes brazos por la airosa cintura. Percibió su ligereza y el aroma dulzón de su piel que tanto le agradaba. Se retiró para observarla y acarició levemente su cutis pecoso. Él estaba radiante con el encuentro. Olga sonrió, a pesar del cansancio que había supuesto el viaje nocturno.
—Actuamos hoy y representaremos Las señoras afables, la pieza en la que soy una de las cuatro protagonistas. Así que es una excelente oportunidad para mí. Se retiró una agrupación de baile que tenía previsto inaugurar aquí el Festival de Mayo y lo haremos nosotros en el Politeama Florentino, creo que se llama así el teatro. ¡Adiós a mis vacaciones en Florencia! Pero es una gran oportunidad, ¿verdad, Pablo?
—Tenéis que ensayar, claro —dijo él con voz ronca.
—Sí, esta tarde; tenemos cita a las tres y media. El resto de la troupe está ya en Milán, y Serge y Jean partían hoy mismo hacia París, donde nos esperan a todos para preparar el estreno de Parade. Y mañana, de nuevo, a esta hora tan temprana, nos vamos nosotros a Milán para actuar otra noche más, la última en Italia. Allí se encuentra Grigorieff, el regidor general, preparándolo todo. ¿Vendrás…?
Él respondió con un murmullo de difícil interpretación, muestra evidente de su malestar por la alteración que suponía la representación en Florencia para lo que tenía planeado como unas vacaciones placenteras para ellos solos y, como mucho, en compañía de una amiga de la bailarina. Olga no insistió, sabía que era mejor dejarle tranquilo cuando las arrugas de su entrecejo se hundían agrandándole el seno central de la frente, signo de que podía estallar su malhumor en cualquier instante.
Pablo acompañó al grupo hasta la cercana Piazza de Santa María Novella, donde tenían el hotel concertado. Olga se hospedó con los compañeros. Quedaron en verse más tarde, a las doce y media, para dar un paseo por el centro de la ciudad y comer juntos antes del ensayo.