El ático que hacía de habitación se alzaba por encima del río. Había escogido aquel hotel, que tenía la entrada principal en la Piazza Ognissanti, porque se hallaba en una zona alejada del centro. Sin embargo, le costaba conciliar el sueño, echaba en falta sus utensilios de trabajo, añoraba su estudio parisino donde con toda seguridad, a esa hora de la noche, estaría pintando con verdadero entusiasmo después de que los amigos o cualquier amante huyeran de su lado como se alejan de la fiera sus presas.
Encendió otro cigarrillo y siguió con la mirada la evolución de las volutas de humo, algo que hacía con frecuencia por sugerirle imágenes sorprendentes que, en ocasiones, reproducía en sus cuadernos de apuntes o servían para plasmar instantáneamente una forma sutil e inesperada sobre el lienzo.
Además de sus pinceles, necesitaba la presencia de una mujer. Era consciente de los problemas que le acarreaban sus múltiples relaciones que se sucedían casi sin respiro y, en ocasiones, simultáneamente, pero eran un estímulo, bastante indispensable, para desarrollar su capacidad creativa. Ellas avivaban su fortaleza e imaginación, y estaba agradecido a todas las que había tratado por lo que le aportaron. Al experimentar una pasión, su mente se alimentaba con sensaciones insospechadas que influían positivamente en la manera de abordar la pintura. Algunos se escandalizaban por el trasiego de amantes y porque constituían relaciones poco habituales o fuera de lo común y establecido, pero eran singularmente abiertas y tenían más autenticidad que las de otros, especialmente los que ocultaban sus relaciones a conocidos, amigos, o a sus parejas legales. De cualquier manera, no había tenido fortuna a la hora de perdurar con una mujer; cierto es que ellas, las que escogía, eran de una personalidad nada convencional.
Quiso, recientemente, casarse con la delicada Eva Gouel, ma jolie, a la que su amigo Juan Gris definió como «una persona que no parecía de este mundo». Se compenetraba bien con ella en todos los aspectos y mantuvo una convivencia enriquecedora y feliz hasta que llegó la desgracia. La vitalidad sexual de Eva le inspiró composiciones para bastantes cuadros, pero pronto enfermó de cáncer y la perdió. Nada pudo hacerse. Fueron muchos meses de sufrimiento y angustia en los que Eva soportó diversas operaciones que no lograron salvarla. Aquel tiempo oscuro y gris, difícil, coincidió con la ausencia de muchos amigos, obligados a abandonar París al ser movilizados para combatir en los frentes de batalla.
Sin embargo, nunca miraba hacia atrás ni reducían sus habilidades las desgracias del pasado; había desarrollado una fuerte capacidad para olvidar, que reconocía como buena práctica para superar muchos obstáculos y situaciones complejas emocionalmente. Al perder a Eva, decidió seguir buscando una compañera como esposa y escogió para ello a una mujer libre, amoral para muchos, y con un pasado oscuro: Irène Lagut.
Evocaba aquella noche en Florencia, con el rumor del río animando sus pensamientos, lo que supuso Irène para él y lo que se atrevió a hacer para intentar retenerla. Ella tenía inclinaciones lésbicas y, para complicar las cosas aún más, vivía con un protector al que no deseaba abandonar, a pesar de que ya habían disfrutado juntos de algunos escarceos amorosos. Pablo recordaba lo que su amigo Apollinaire, recién operado de una trepanación en la cabeza como consecuencia de las heridas que sufrió en la guerra, ideó para secuestrarla. El plan para el rapto consistió en emborrachar a Irène y llevársela al estudio. El secuestro duró poco porque ella se escabulló con facilidad del encierro. Resultó más eficaz para engatusar a la pretendida para ayudarla en su carrera artística. Él intervino ante los galeristas para que aceptasen y expusieran las pinturas de la joven aprendiz junto a las suyas, una maniobra que dio mejores resultados que la locura del osado Apollinaire.
De cualquier manera, y a pesar de tantos esfuerzos para lograr una conquista definitiva de Irène, la relación entre los dos fue tormentosa, de idas y venidas, rupturas y reconciliaciones; ella nunca se entregó por completo ni permaneció mucho tiempo a su lado, en casa, como habían hecho otras amantes. Fue un romance tormentoso en el que hubo de todo: mentiras, chantajes y hasta la impresentable operación del rapto. Ella tardó en decidirse para abandonarle; le costaba romper con cualquiera de sus amantes, tanto mujeres como hombres. Desde diciembre hasta mediados de enero vivió con él. Fue la etapa más larga de convivencia; no veían a nadie y disfrutaban de su intimidad, pero nunca llegó a poseerla como él quería. Ansiaba atarla a su lado en una época en la que muchas cosas se desvanecían. La guerra había dispersado a los amigos y teñido el ambiente, la vida, de desconcierto y dolor. Hasta palidecía el cubismo, el estilo que tanto Braque como él habían desarrollado y que muchos pintores se empeñaban en mantener al margen de su pureza e integridad.
El 17 de febrero, en la Gare de Lyon, Cocteau y él tomaron el expreso que debía llevarles a Roma. En aquel tren también tenía que estar Irène. No apareció. La ruptura definitiva era un hecho.
Después de permanecer varias semanas fuera de París, comprendía al fin lo que estaba significando aquel viaje, lo que le ayudó a modificar su estado de ánimo. Ahora, se sentía mucho mejor que al dejar Francia. Además, Olga tenía mucho que ver en ello.
En unas horas acudiría a la estación. Esta vez encontraría allí a la Koklova. Una mujer diferente a las que había conocido hasta entonces: distante, delicada, con una elegancia que le entusiasmaba, sin un pasado de escándalos, ni amantes perversos que hubieran modelado su voluntad tal y como le había sucedido a Irène. Olga era más convencional, de abolengo tradicional del Este, con una figura bonita, deliciosa piel y hasta con una estatura adecuada para él, más o menos un metro sesenta y cinco centímetros. En los siete años que llevaba trabajando con el ballet ruso no había logrado ser solista, pero sin ser una estrella traslucía su esmerada educación artística, su saber estar ante los demás. La imaginaba apasionada en cuanto decidiera entregarse. Su cuerpo era escultural, formado por el exigente ejercicio y la disciplina de la danza.
Olga tenía que ser su mujer, le convenía, era indispensable para adquirir la serenidad que tanta falta le hacía. Iba a ser complicado hacerla suya porque ella no tenía prisa y tampoco estaba fascinada por un pintor con fama de envolverse en amores fugaces.