ERAN las once menos cuarto cuando llegué al piso de Ernestina Hamilton.
Debía haber estado esperando muy cerca de la puerta porque, en cuanto apreté el botón, aquélla se abrió de golpe y poco faltó para que Ernestina me cogiera en sus brazos.
—¡Donald! —exclamó—. ¡Qué alegría tengo…! Tenía miedo de que no se presentara.
—Me he retrasado, bien puedo decirlo, contra mi voluntad —le expliqué.
Había señales de lágrimas en sus ojos.
—Me lo figuro —dijo—. Me lo estuve diciendo esta última hora. Pero… pero le confieso que llegué a pensar que se había burlado de mí… ¡Debí parecerle tan boba anoche!
—¡Basta! —le dije, imperioso.
—¿Por qué?
—No quiero que se rebaje así. Tire a la basura su complejo de inferioridad. A partir de este momento, piense que es usted enteramente otra persona. ¿Le preguntó a Bernice algo acerca de…?
—Le pregunté acerca de todo —dijo—. Le pedí que me contara todo lo que ocurría en el hotel, hasta el detalle más insignificante. Y, créame, Donald, la volví del revés. No podrá jamás imaginarse las cosas raras que pasan en un hotel como ése.
»Naturalmente, los detectives de la casa saben mucho de lo que allí sucede, pero jamás lo que llega a saber una buena e inteligente telefonista y, además, claro está, los detectives del hotel sólo se interesan en lo que ocurre cuando se figuran que eso puede perjudicar el buen nombre de la casa.
—¿Sabe usted, Donald? No nos acostamos hasta las tres de la madrugada y Bernice no puede tenerse en pie de cansada que está. Créame, salieron a relucir todos los trapitos sucios del hotel. La mujer casada del cuarto 917, cuyo marido se encuentra de viaje. La chica que había ido a otro cuarto y se dejó en él el bolso con la llave, todo su dinero y el permiso de conducir.
—¿Nada que se relacionara con el crimen? —pregunté.
—Ni un solo indicio. Y, sin embargo, necesitaría una hora para contarle todo lo que le saqué a Bernie. Tomé algunas notas y…
—Vayamos al hotel —le dije—. ¿Hay alguna posibilidad de hablar con Bernice?
Hizo con la cabeza un movimiento de denegación.
—Bernice está ahora en la centralita. Habrá terminado de almorzar. Donald, hay algo que tal vez pueda interesarle, y es una cartera que no ha sido reclamada.
—¿Y eso? —pregunté.
—Sucede que cuando llega Un viajero en un taxi o coche particular, el portero se hace cargo del equipaje y lo deposita junto a la puerta. Ésa es su función, hasta que llegan los «botones», toman maletas y maletines y los disponen en hilera dentro ya del vestíbulo mientras el viajero se inscribe en el registro y le dan el cuarto correspondiente.
—Una vez hecho esto el recepcionista exclama: ¡Uno! Entonces un botones se destaca de la fila, toma la llave y el empleado le dice: «Lleve al señor al cuarto número tantos».
Entonces el viajero señala aquellas maletas o maletines que le pertenecen y el botones se hace cargo de ellos y los sube al cuarto, junto con el viajero.
—Continúe —le dije—. Hábleme de la cartera no reclamada.
—Pues bien, en las horas punta, que son las de las llegadas de los trenes o aviones, el equipaje se amontona en el vestíbulo. Luego, pasados esos momentos, el vestíbulo queda despejado. Y otra vez, al atardecer, vuelve a llenarse de maletas y artículos de viaje. Por una razón que desconozco, al mediodía la actividad es siempre menor. En fin el caso fue que ayer quedó sin reclamar, en medio del vestíbulo, una cartera de cuero. Algún viajero que se olvidó que llevaba una cartera y la dejó allí, en el suelo.
—Así que —interrumpí su discurso—, hay una cartera que dejó olvidada un viajero distraído. Y dice usted que no ha sido reclamada.
—No. La tienen en la sección de objetos perdidos. Hasta ahora nadie ha ido a recogerla.
—Vamos a echarle un vistazo.
—¿Cree usted, Donald, que eso puede ser importante?
—Todo lo que se sale de lo ordinario puede tener importancia.
—¡Cielo santo! —exclamó—. Jamás me imaginé que fueran tantas las cosas que se salen de lo ordinario en un gran hotel como ése. ¿Por qué se retrasó, Donald?
—Fui interrogado por la policía —le respondí.
—¡Usted!
—Sí, yo mismo.
—¿Por qué?
—Creyeron que sabía algo sobre el crimen.
—¡Donald! ¡Es usted un hombre tan misterioso y extraordinario…! ¡Cualquiera diría, al verlo tan indiferente, que el peligro le atrae! Donald… yo… yo en cambio estoy temblando como una hoja.
—Tendrá que sobreponerse, Ernestina, y hacer como hago yo.
—Eso quisiera —dijo ella, lírica—, ser digna de la confianza que ha depositado en mí. Pero la idea de estar asociada a un detective particular me sobrecoge, me electriza… No he podido probar un solo bocado… Ni siquiera tomé café esta mañana. En cuanto a la pobre Bernice, está rendida. ¡Qué mirada me lanzó cuando salió de aquí…! La tuve despierta casi toda la noche.
—Bien —dije yo—, vámonos al hotel.
Fuimos al hotel y Ernestina, que conocía a todo el personal del mismo, se pavoneó remolcándome por sus dependencias, saludando a todos y llamándoles por sus nombres, desde el portero al último de los botones. Finalmente me condujo al despacho del portero y me dijo:
—Él se ocupa de los objetos perdidos.
El portero me examinó de hito en hito y luego miró a Ernestina, como si, hasta este momento, no la hubiera apreciado nunca en su justo valor.
—John —le dijo Ernestina—, mi amigo quiere examinar esa cartera que no ha sido reclamada. Desea…
El portero me trajo la cartera.
—¿Cerrada con llave? —le pregunté.
Asintió con un gesto.
—No creo que eso sea un impedimento.
—¿Por qué lo dice?
—Me gustaría ver lo que hay dentro.
—¿Es suya?
—Podría ser.
—Estoy segura de que John podría abrirla —dijo Ernestina—. Conoce al dedillo todas las cerraduras, y además tiene infinidad de llaves, ¿verdad, John?
El portero abrió un cajón que contenía media docena de llaveros, eligió uno con llaves pequeñas y llavines. Probó con dos, infructuosamente, pero a la tercera tentativa la cerradura de la cartera se abrió.
Eché un vistazo a su interior.
La cartera tenía tres compartimientos. En el del centro vi un cuchillo ensangrentado. Había también un cinturón portamonedas de gamuza, asimismo manchado de sangre. Y eso era todo.
El portero tuvo una rápida visión del cuchillo. Hizo un súbito ademán para apoderarse de la cartera. Yo le retuve, cogiéndole una muñeca.
—No la toque —exclamé—. ¡Demasiadas manos la han tocado ya! No toque nada. Facilitemos el trabajo de los técnicos en huellas dactilares.
—¡Oh, Donald! ¿Qué ocurre? —preguntó, ansiosa, Ernestina.
—Ernestina —le dije—, pongo esto bajo su custodia. No permita que nada ni nadie toque esta cartera. Átele un cordel al asa para que así, al moverla, no dejemos en ella huellas dactilares o borremos las que ya existen. ¿Dónde está el teléfono?
—Use el que tengo aquí y escucharé su conversación —dijo el portero.
Llamé a Jefatura, y pregunté por el inspector Hobart Algunos instantes después comunicaba con él.
—Lam al habla, inspector —dije.
—Hola, Lam ¿qué ocurre?
—Ha encontrado usted el arma utilizada en el crimen —dije.
—¿Que yo he encontrado…?
—Sí, usted.
—¿Dónde?
—En el hotel. En una cartera de cuero.
Hobart titubeó unos segundos, y luego dijo:
—No me gusta eso, Donald.
—¿Por qué no?
—Demasiado rápido. Demasiado fácil. Podrás ser un investigador muy listo, pero estimo que aquí te has pasado de la raya.
—Si usted y Sellers no me hubiesen estropeado el plan esta mañana, habría encontrado esto mucho antes.
—¿Sabías que estaba ahí?
—Estaba averiguándolo.
—¿Dónde estás ahora?
—En el hotel; en la oficina del portero.
—No te muevas —dijo Hobart—. Que nadie toque nada. Ahora voy.
—De acuerdo —dije.
Iba a colgar el receptor cuando se acercó a mí el portero y me apartó del teléfono, dándome un empujón.
—Oiga —dijo—, aquí, el portero del hotel. ¿Con quién estoy hablando?
Oyose, lejana, una voz restallante.
—Está bien —dijo el portero—. Me cuidaré de que nadie toque la menor cosa. ¿Va a venir ahora? Muy bien, gracias.
—El portero colgó y se volvió a Ernestina con tono pesaroso.
—Yo te conozco, Ernestina, pero no tenía el gusto de conocer a este señor, y esto es importante. La policía estará aquí en seguida.
Ernestina me cogió el brazo. Hincó en él sus uñas hasta lastimarme.
—¡Donald! —chilló—. ¡Oh, Donald! ¡Estoy tan emocionada…! Supongo me tendré que dominar mis nervios, pero… ¡todo esto es tan sensacional…!
El portero la miró, pensativo.
—¿Cómo supo que el cuchillo estaba aquí? —me preguntó.
—No lo sabía.
—Sin embargo, usted vino y pidió la cartera. —Se volvió hacia Ernestina—. ¿Quién es este individuo?
—Donald Lam —dijo—, de la agencia Cool y Lam, de Los Ángeles.
—Bueno, ¿ya qué se dedica esa agencia?
—Investigadores.
—¿«Polillas» particulares?
—Llámenos como mejor le guste.
—¿Cómo supo lo que tenía que pedir y lo que tenía que encontrar?
—No supe nada. Vine, miré y lo encontré.
—Pero bien sabía lo que pedía.
—Es cierto. Muy bien lo sabía.
—Eso es lo que también me gustaría a mí saber.
—Eso es también lo que le gustará saber a la policía —dije yo—. Le invito a que se quede aquí para presenciar la escena.
—No necesitaba su invitación. Pienso quedarme aquí y aguzar mucho los oídos —me prometió—. No se preocupe.
El inspector llegó en un tiempo record. Le acompañaba un hombre del laboratorio. Le mostré el contenido de la cartera. El del laboratorio lo tomó bajo custodia y el inspector quiso saber qué hacía allí Ernestina.
Se lo dije.
Hobart me miró de arriba abajo.
—Está bien —dijo—. Vámonos.
Subimos Ernestina y yo al coche patrullero, y unos minutos después nos hallábamos todos en Jefatura.
Volví a encontrarme en la oficina que había dejado una hora y media atrás.
—Los investigadores particulares —dijo Hobart—, sirven para buscar pruebas en casos de divorcio o atrapar a deudores tramposos, y cosas por el estilo. Pero es la policía la que resuelve los casos de asesinato.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Quería asegurarme de que lo sabías —me dijo.
Eso es todo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Ernestina.
—Quiero decir —dijo el inspector Hobart—, que ese amiguito suyo quiere abarcar demasiado.
Ernestina enrojeció y dijo:
—No es mi amiguito.
Hobart nos miró a los dos.
—Usted siéntese aquí —le dijo a Ernestina. A mí me apuntó con el índice y me dijo—: Lam, tú vendrás conmigo.
Me llevó a otro cuarto y dijo:
—A ver, habla.
—¿Sobre qué?
—Ernestina.
—Ernestina —le dije— es una entusiasta de la televisión. Los detectives particulares la vuelven tarumba.
—Continúa.
—Es compañera de cuarto de Bernice Glenn, que está empleada como telefonista en el hotel. Bernice, según parece, es una chica guapa, con mucho partido entre los hombres. Sale todas las noches. Muy pocas veces come en la casa. Ernestina se encarga de que la casa esté limpia y aseada, y cuando Bernice vuelve al piso a altas horas de la noche, escucha, fascinada, el relato de sus aventuras. Ésa es toda la vida de Ernestina, su única diversión: recrearse en las experiencias de los demás. Escuchando las aventuras románticas de Bernice, se imagina que son las suyas. Y todas las demás emociones se las proporciona la televisión. Cuando supo que yo era un detective particular, me miró con ojos extasiados.
—Y después de conseguido esto, ¿qué te propones hacer con ella? ¿Dejarla tirada con sus ilusiones rotas?
—Me crea o no —le dije—, tengo planes para Ernestina.
—¿Qué planes?
—Creo que podré procurarle un empleo.
—¿Dónde?
—En Los Angeles.
—¿Un empleo de qué?
—De agente femenina.
—¿Tiene alguna experiencia?
—Tiene talento.
—Sigue hablando.
—Fíjese en su cara —le dije—, mal maquillada; no sabe peinarse. Es tal su ansia por conocer la vida de los demás que se olvida de vivir la suya propia. Si sigue así se convertirá en una mujer agriada y fracasada. Si pudiese cambiar de perspectiva y adquirir conciencia de su propio valer, tal vez lograría encontrar un buen marido, honrado y sincero, que haría de ella una magnífica esposa y madre, y más tarde una espléndida abuela.
—¿De modo que es eso lo que intentas hacer con ella?
—Estimularla, hacerle salir de su caparazón, hacerle vivir una vida real, auténtica, no prestada… darle la posibilidad de desarrollar sus aptitudes naturales.
—¡Ya veo! El príncipe azul sacando de los fogones a la Cenicienta. Ese cuento está ya muy gastado, muchacho.
—Está en un error, inspector —le dije—. Esa muchacha no vive en un mundo de ilusiones y sueños; vive la realidad. Lo que ocurre es que esa realidad pertenece a los demás. Mi propósito es que viva su propia realidad, que es la de una chica honrada, trabajadora, eficaz, con dotes excepcionales de observación y formalidad.
—Tú eres entonces el que te haces ilusiones —dijo Hobart—, atribuyéndole todas esas virtudes. El detective no se improvisa; requiere vocación y entrenamiento. ¡Dichosos amateurs! ¡Es como para troncharse de risa!
—Hemos encontrado el arma, ¿sí o no? —pregunté, de pronto.
Me miró, sonrió sardónicamente y dijo:
—¡Claro, claro!
Pasados unos instantes, sacó del bolsillo una cajetilla de cigarrillos, me ofreció uno, tomó otro para sí y dijo:
—¿Cómo diablos te arreglaste para encontrarla?
—Me la encontró Ernestina.
—Está bien. ¿Cómo se arregló ella para encontrarla para ti?
—Pues, sencillamente, porque le dije que la buscara.
—¿Por qué motivo?
—Motivo básico: mi curiosidad. Quería enterarme de todo lo que ocurría en el hotel, que se apartase de lo corriente y vulgar. Le insté a que me lo contara todo, por insignificante que fuera, pues el detalle más nimio podía tener una gran importancia.
—Pensabas, sin duda, que el cuerpo del delito estaría en el hotel.
—En efecto —dije yo—. Puede matarse a un hombre con un trinchante. Pero un trinchante no suele llevarlo uno encima.
—¿Por qué no?
—Por sus dimensiones y su forma no es nada fácil llevarlo encima.
—El asesino lo metió en el hotel consigo —dijo Hobart—. Del mismo modo pudo llevárselo.
—Eso es lo que me deja perplejo.
—¿Por qué?
—Un trinchante no es la clase de arma blanca que un hombre usaría para cometer un crimen. Los cuchillos empleados como armas ofensivas suelen ser rígidos, cortantes, afilados, con mangos sólidos. También suelen utilizarse estiletes de doble filo. Pero jamás un trinchante, con un mango de ónice como éste.
—¿Cómo lo sabes?
—Pude darme cuenta de ello cuando le eché un vistazo a la cartera.
Hobart entornó los ojos.
—Está bien. ¿Qué otras cosas sabes, además de esto?
—Me imagino que el asesino no llevaba consigo el cuchillo. Más bien creo que alguien lo sustrajo de algún lugar del hotel. Alguien, tal vez, que tenía acceso a las cocinas o alguna otra dependencia del inmueble. O bien el trinchante fue comprado en una tienda próxima al hotel por alguna persona que decidió, de pronto, tener un arma ofensiva o defensiva al alcance de su mano. Si ustedes no hubiesen interrumpido mi trabajo, hubiese explorado todo el contorno del hotel, visitando todas las ferreterías.
—Menos mal que pudimos hacerlo, mequetrefe —dijo Hobart—. Eso es lo malo de vosotros, los amateurs: menospreciáis la inteligencia de la policía. Ya hace más de un cuarto de hora que mis hombres están indagando en las ferreterías y cuchillerías. Dentro de muy poco tendré un informe. Por si no lo sabías, Lam, te diré que este cuchillo es de unas características bastante peculiares. Este mango de imitación de ónice es de una clase de plástico relativamente nueva. El cuchillo procede de Chicago. Telefoneamos al distribuidor para averiguar cuántos mayoristas lo habían adquirido. Un negociante de la costa hizo no hace mucho un pedido y la expedición llegó precisamente en estos últimos días. Unos cuantos viajantes tienen muestras del cuchillo, pero eso es todo. Todavía no han hecho una sola venta al detall.
—Entonces, este cuchillo ¿vino de las existencias del mayorista?
Hobart meneó la cabeza.
—No lo sé. Tenemos que andar con pies de plomo. Estamos investigando ahora sobre cada uno de los detallistas. El mayorista les ha pedido que devuelvan los cuchillos de muestra. Así podrá comprobar si falta alguno. Aparentemente el resto de la expedición está intacto. El plástico del mango es de un tipo nuevo y la hoja es acero de un temple especial que permite que el filo se conserve indefinidamente. El cuchillo es en extremo delgado. No hace mucho que este acero se halla en el mercado; procede de Suecia.
—Entonces no será difícil seguir la pista a este cuchillo —dije.
Hobart asintió con un ademán y dijo:
—Si uno de los detallistas no tiene la muestra, averiguaremos qué hizo con ella y de ahí partirá nuestra investigación. Es un punto de partida que va quisiéramos tener en muchos de nuestros casos criminales.
—Y yo ¿qué haré? —pregunté.
—Espera —me dijo—, no hagas nada. No quiero que te metas en camisa de once varas. Ésta es una labor del departamento de policía, que es toda una organización y no un individuo. De modo que estate quietecito, y abstente de ir por ahí interrogando a la gente, que eso es cuenta nuestra. Ahora pongamos las cartas boca arriba. Tu propósito no era el de aclarar un crimen. Tú viniste aquí con otra idea en la cabeza. ¿Qué era?
Le miré fijamente y exclamé:
—Cincuenta billetes grandes.
—Eso ya me gusta más —dijo—. Es lo que yo imaginaba. ¿Qué querías hacer con ellos?
Se lo dije.
—Sigue. ¿Y qué pasó con ese dinero?
—Me figuro quién pueda tenerlo —respondí.
—¿Quién?
—O bien Takahashi Kisarazu, el japonés que regenta la tienda de artículos de fotografía, o Evelyn Ellis.
—¿En qué fundas tu creencia?
—Compré allí una cámara y una caja de papel para hacer ampliaciones. De esta caja saqué unas hojas, no sé cuántas con exactitud; de quince a veinte. El japonés dice que encontraron en el suelo diecisiete hojas de papel. Demos, pues, por cierto que fueran diecisiete.
—¿Y en su lugar pusiste los billetes con el resto del papel y cerraste después la caja?
Asentí con un ademán.
—¿Cómo sabes que el dinero no llegó a Los Ángeles?
—La sustracción fue hecha por alguien, en la misma tienda —dije.
—¿En qué te fundas?
—En que cuando Sellers se apoderó del paquete en Los Ángeles, la caja del papel para ampliar tenía los precintos como yo los había dejado para que nada sospechara, pero era otra caja. La que llegó a Los Ángeles estaba completa. Si hubiese sido la mía, le habrían faltado las hojas que yo saqué.
—Está bien, Lam —dijo Hobart—. Creo que podré darte una patente de limpieza. De momento, iré a esa tienda de los japoneses para indagar.
Hice un ademán negativo.
—¿No? —me preguntó.
—No.
—¿Por qué no?
—No estoy seguro —dije—. Antes querría cerciorarme.
—¿Cómo?
—No lo sé, pero presiento que el asesinato de Downer está relacionado con la pérdida de los cincuenta billetes.
—El asesinato es cosa mía —dijo Hobart.
—No se lo disputo. A mí lo único que me interesa es el dinero.
—Bueno, ¿qué crees tú que ocurrió?
—Creo que Baxley tenía un cómplice en la cafetería. Creo también que no supo que la policía le seguía los pasos sino hasta después de que entró en la cabina para telefonear y se volvió para mirar. Creo que Baxley entró en la cafetería y pidió los dos bocadillos, uno con cebolla y otro sin ella, como pretexto para meter los billetes en la bolsa de papel. Y si se puso a comer allí con toda tranquilidad los dos bocadillos, fue para que la gente lo viera. Formaba parte de su plan. Tuvo así la ocasión de deslizar, sin prisas con toda calma, en la bolsa de papel los cincuenta billetes que correspondían a su cómplice; hecho lo cual arrojó la bolsa al cesto de la basura y se fue tranquilamente. Aquí fue donde Sellers cometió su primer error. Lo primero que tenía que haber hecho era destapar el recipiente de la basura y recoger la bolsa de papel. Y después, sólo después, podía haberse lanzado en persecución de Baxley.
—Entonces, ¿cómo llegaron a manos de Dovvner los cincuenta billetes?
—Se los robó al cómplice de Baxley —dije—, y como no tenía, al parecer, parte en el negocio, este dinero tuvo que apropiárselo por las malas. Si hubiese aparecido con veinticinco billetes, habría pensado que eran tres los participantes en el negocio; que Baxley tenía la mitad y los otros dos, por su ayuda, se repartían equitativamente la otra mitad. Pero puesto que Downer tenía la mitad exacta, es innegable que la había robado.
El inspector Hobart me miró fijamente y me dijo:
—Tienes que saber una cosa, Lam.
—¿Qué?
—Los acontecimientos no se desarrollaron de ese modo. Te convencerás cuando hayamos resuelto el caso.
—¿Por qué?
—No lo sé —dijo Hobart—, llámalo, si quieres, instinto de polizonte, pero es un instinto que me falla pocas veces. Hay mucha diferencia entre lo vivo y lo pintado. Esa hipótesis será todo lo brillante que quieras, pero no pasa de ser una simple hipótesis. Eso es lo malo de vosotros, los aficionados. Partís de una idea determinada y la seguís hasta el final. Ideáis una solución ingeniosa y todos los hechos los ajustáis a ella. La policía no puede obrar de ese modo. Tiene que caminar con pies de plomo, paso a paso.
No puede ir por el atajo. Hay que cumplir las ordenanzas y seguir el camino que marca la ley.
—De acuerdo. Usted siga su camino; yo seguiré el mío —le dije.
—Sigue hablándome del asunto del baúl.
—Hallé dentro de él libros, tarjetas con anotaciones que no pude descifrar. Todo eso lo tiene ahora Sellers en su poder.
—Háblame de esas tarjetas.
—Había en ellas líneas de números. —Saqué mi librillo de anotaciones—. Como, por ejemplo, esto: 0, 0, 5, 1, 3, 6, 4.
Hobart alargó la mano y me cogió el librillo.
—Examine ahora la siguiente —dije.
Hobart leyó en voz alta los números:
—Cuatro, guión, cinco, guión, cincuenta y nueve, guión, diez, guión, uno, guión.
—Échele ahora un vistazo al que sigue —dije—. Termina con el signo más.
Leyó de nuevo en voz alta los números:
—Ocho, guión, cinco, guión, cincuenta y nueve, guión, cuatro, guión, uno, con el signo más al final. ¿Qué dice a esto tu brillante cerebro? ¿Despejó ya la incógnita?
—He observado que muchos de los números de estas tarjetas terminan en tres, seis, cuatro —le respondí.
—¿Y bien?
—He estado pensando en ello, particularmente en el significado de los signos más y menos.
—Está bien, Lam —dijo—. Voy a dejarte entregado a tus cavilaciones. Te quedarás aquí, sentadito.
—¿Y qué hará con Ernestina? —le pregunté.
—La confiaré a la matrona para que la tenga aquí un rato más.
—¿Detenida?
—No, en modo alguno —dijo Hobart—, pero me he propuesto solucionar este caso y no me seduce la idea de que ande suelta por la ciudad, husmeándolo todo, esa jovencita con complejo de Sherlock Holmes. En cuanto a ese maldito japonés, voy a sacudirle y a averiguar si esta mezclado en el caso.
—Eso es cosa mía —protesté—. Usted ocúpese de lo suyo.
Sonrió entre dientes y dijo:
—Claro que me ocupo de lo mío, y también de lo tuyo. Por ahora, te retiro de la circulación.
Acto seguido salió de la habitación, cerrando tras de sí la puerta.
Permanecí sentado un largo espacio de tiempo. Para entretenerme en algo, me puse a estudiar las copias de las tarjetas que había hallado en el baúl de Downer.
Por fin se abrió la puerta y entró un agente. Me entregó un par de bocadillos envueltos en servilletas de papel, y un vaso de leche.
—De parte del inspector Hobart —me dijo.
—¿Dónde está?
—Trabajando.
—Quiero verle.
—Hay muchos que quieren verle.
—Tal vez pueda decirle algo que le gustaría saber —dije.
—Eso no le gustará.
—¿Por qué no?
—Eso que quiere decirle ahora podría habérselo dicho al principio.
—Dígale que es algo que acaba de ocurrírseme.
El hombre asintió y se fue.
Comí los bocadillos, bebí la leche y tiré el envoltorio y el vaso de cartón en la cesta de los papeles.
Un cuarto de hora después se presentó el inspector. Tenía el rostro encendido y parecía malhumorado.
—Está bien —exclamó—. ¿Qué diablos me has estado ocultando?
—Nada. Se me ha ocurrido otra idea, a propósito de estos números.
Hizo un gesto de irritación e iba a retirarse, pero lo pensó mejor y me dijo:
—Está bien. Veamos qué es. Te escucho.
—Muchos de estos números terminan en tres, seis, cuatro —expliqué—. Supóngase que sean números de teléfonos escritos a la inversa.
—¿Qué quieres decir?
—Tres, seis, cuatro —dije—, serían H, O, tres. En este caso los números de la primera tarjeta serían Hollywood tres, uno, quinientos. Serían números de teléfono. Ahora bien, si averiguara que el hombre de este número había hecho una apuesta de diez a uno el 4 de mayo de 1959, y había perdido, y el día 8 de mayo hubiese hecho una apuesta de cuatro a uno y hubiera ganado, todo quedaría explicado.
Hobart hizo una pausa, volvió a la mesa, acercó a ella una silla y se sentó. Cogió mi librillo de anotaciones y comenzó a estudiar los números. Después de unos instantes exclamó:
—Es una idea. Has de saber que tenemos en nuestro poder esos libros y esas tarjetas originales. Voy a practicar unas indagaciones basándome en esa hipótesis tuya.
—¿Ha averiguado algo? —le pregunté.
—Mucho —me respondió.
Se levantó y abandonó el cuarto.
Volvió al cabo de hora y media.
—Lam —dijo—, esas corazonadas tuyas dan, a veces, un magnífico resultado. Te lo digo, bien a pesar mío, porque a mis hombres les prohíbo que tengan corazonadas. Les mando que caminen a pasos contados. No quiero que sean brillantes; prefiero que sean metódicos.
Asentí con un movimiento de cabeza.
—Sin embargo —dijo—, para información tuya, el individuo a cuyo nombre está el teléfono «Hollywood, tres, uno, quinientos», estuvo apostando a los caballos, pero no con Downer. Hizo una apuesta sobre un caballo, de diez a uno, el 4 de mayo y perdió. Hizo otra el día 8 de mayo, de cuatro a uno, y ganó. Hemos indagado en otros dos casos, y concuerdan con los datos de la tarjeta. Ahora bien, dime: ¿a qué conduce todo esto?
—No lo sé —dije—. Tengo que atar todavía muchos cabos para descubrir la relación que pueda tener esto con lo demás. Pero si no le disgustan mis corazonadas, voy a darle otra.
—A ver.
—Esa remesa de billetes de mil dólares se me antoja muy peculiar… Cien mil dólares en billetes de mil.
—Sigue.
—Tuvo que mediar una orden especial. Es posible que el Banco que dispuso el envío de esta remesa en billetes de mil tuviese a Standley Downer como cliente, y que hubiera sido éste el que ordenó que la remesa se hiciera de esa forma.
—¿Por qué?
—Porque su propósito era liquidar sus fondos en el Banco y largarse —dije—. Quería llevarse el dinero consigo.
—¿Y luego? —preguntó Hobart.
—Luego —proseguí yo—, alguien que conocía a Downer se enteró de que éste había ordenado el envío de los cien mil dólares y decidió apropiárselos. Pero si esta persona conocía a Downer, también éste la conocía. Eran pájaros del mismo plumaje. Y esta persona sabía asimismo en qué camión blindado se enviaría la remesa.
—Oye, Donald, eso no me lo trago yo —dijo Hobart—. Eso es lo que os pasa a los superdotados. Tenéis una idea brillante, y cien que no lo son. Y eso le despista a uno. Me pesa haberte escuchado antes. Por haberlo hecho me he ido por el atajo. Una manera estúpida de resolver los crímenes. Esos procedimientos se emplean sólo en la televisión, en donde únicamente disponen de media hora para presentar el crimen y resolverlo, todo ello en medio de anuncios de lavadoras eléctricas y de medias de nylon. ¡Vete con mil pares de diablos! ¡Me has estado corrompiendo! No veré ya más la televisión por miedo de que me contamine el desarrollo ingenuo de sus películas. Pero tú eres peor aún que la televisión.
Se levantó y se marchó.
Volvió al cabo de diez minutos.
—No puedo apartarte de mi imaginación, mequetrefe —dijo—. Has destruido mi método de investigación.
Me alargó el ejemplar de El heraldo de la ferretería que yo había cogido en el piso de Evelyn Ellis.
—Me dijo Ernestina que llevabas en la mano esta revista cuando fuiste a verla anoche en su piso. Cuando te fuiste la dejaste olvidada allí.
—Bien, ¿y qué? —le pregunté.
—¿Qué hacías tú con esta revista de los ferreteros? ¿Para qué la querías?
—Para leerla.
—Es un ejemplar atrasado. ¿Cómo llegó a tus manos?
—La encontré en el cuarto de Evelyn Ellis, en el hotel Estaba leyéndola cuando la chica se enfadó y me obligó a salir del cuarto.
—¿Y te fuiste?
—Me fui.
—¿Dócilmente?
—Vertiginosamente. Se estaba rasgando las vestiduras, decidida a mantener que estaba atentando contra su virtud cuando terminara de rasgarlas… y no esperé más.
—Entonces, ¿es de ella la revista?
—Así parece.
—¿Y por qué la tenía en su poder?
—Si la hojea —le respondí—, verá probablemente una fotografía de Evelyn en bañador. Se la hicieron al ser proclamada «miss Ferretería» en la convención de ferreteros.
Hobart chasqueó los dedos y dijo:
—¡Vaya! ¡Otro ejemplo de lo que ocurre cuando uno se aparta del trabajo metódico y rutinario del detective!
—¿Y eso?
—He hojeado una por una todas las páginas de esta podrida revista —dijo—, tratando de encontrar su foto, y no está en ella. Éste es el resultado de las corazonadas. Tú y tu televisión seréis la perdición de muchos buenos policías.
Estaba tan airado que golpeó la mesa violentamente con la revista. Iba a salir de la habitación, y estaba ya a medio metro de la puerta, cuando ésta se abrió para dar paso a un agente de paisano que le alargó un trozo de papel mecanografiado.
—Pensé que le gustaría ver esto, inspector —le dije.
Hobart echó un vistazo al mensaje, frunció el ceño, volvió a examinarlo y preguntó finalmente:
—¿Estáis seguros?
El agente asintió.
—Está bien —dijo Hobart—. Voy a ocuparme del asunto.
Plegó el papel, se lo metió en uno de sus bolsillos y se quedó mirando hacia la puerta hasta que el agente desapareció tras ella.
—Bueno —dijo volviéndose hacia mí—, aquí tengo para ti un enigma. Al parecer te encantan los enigmas. A ver si me descifras éste.
—¿De qué se trata? —le pregunté.
—La empresa que fabrica estos cuchillos no ha vendido uno solo al oeste de Denver, salvo la expedición que hizo a San Francisco. Está explotando el territorio por regiones. Colfax y Bristol, los mayoristas ferreteros que vieron el cuchillo en la convención ferretera, insistieron en ser los primeros de toda la costa en recibir una expedición de estos trinchantes. Para ello hicieron un buen pedido en firme. Recibieron la expedición hace cuatro días. Ahora bien, han podido comprobar que cada uno de sus viajantes tiene su muestra intacta.
—Es natural —dije yo—. ¿Qué haría usted si hubiera cometido un asesinato con un cuchillo, lo hubiera escondido en alguna parte y alguien por teléfono le preguntara si lo tenía o no en su poder? ¿Cuál sería su respuesta?
—Claro, claro —dijo Hobart—, esto es lo que he pensado. Haré que mis hombres interroguen uno por uno a todos esos viajantes. Pero me imagino que por ese procedimiento no obtendremos resultado alguno.
Abandonó el despacho. Como no tenía otra cosa que hacer, cogí la revista ferretera y me dediqué a recorrerla de cabo a rabo.
De pronto di con un párrafo que me pareció lleno de sugerencias. No comprendí cómo pude haberlo soslayado. Me fui a la puerta y la abrí de golpe.
Un agente de uniforme estaba sentado junto a la puerta en una silla con el respaldo apoyado contra la pared. Al abrir yo la puerta avanzó el busto hacia delante, y las dos patas delanteras de la silla, que estaban en el aire, entraron en contacto violento con el suelo. Simultáneamente su cuerpo voluminoso, proyectado fuera de la silla, se alzó y tomó una posición vertical.
—No, amiguito —dijo—. Usted no sale de ahí. Usted se queda dentro.
—Está bien —le dije—. Me quedaré dentro. Pero avise al inspector Hobart. Tengo absoluta necesidad de verle.
—¡Vaya! ¡Vaya! —dijo el agente—. ¡Cualquiera diría que es usted el mandamás de la casa!
—Usted avise al inspector Hobart —insistí—, o les pesará a ambos.
Me volví al despacho y cerré la puerta tras de mí.
Diez minutos después el inspector Hobart penetraba en el despacho.
—Oye, mequetrefe —dijo—, tendrá que ser muy interesante lo que me comuniques. De lo contrario, me veré obligado a encerrarte de verdad.
—Estoy seguro de que le interesará —le dije.
—Así sea. ¿Qué es? ¿Otro hallazgo sensacional de tu brillante cerebro?
—Un artículo de esta revista. ¿Quiere que se lo lea?
—¿A propósito de qué?
—Un párrafo comentando la convención celebrada en Nueva Orleans.
—¿Qué dice?
Cogí la revista y leí:
«La empresa cuchillera de Chicago, Christopher, Crowder y Doyle, ha anunciado la fabricación de un nuevo trinchante, para uso general, que se pondrá en venta, primero en el territorio del Este y luego en el del Oeste. Una característica relevante del cuchillo es la dureza y elasticidad del acero que permite la elaboración de una hoja extremadamente delgada. El presidente Cari Christopher afirma que la hoja es tan delgada como una hoja de papel. Un nuevo producto sintético hace que el mango, de materia plástica, parezca de ónice. Evelyn Ellis, “Miss Ferretería americana”, obsequió con juegos de trinchantes a más de cien compradores que fueron invitados a visitar el stand de la compañía cuchillera Christopher, Crowder y Doyle, entre las cuatro y cinco de la tarde, y recibieron los juegos en estuches forrados de felpa».
Plegué la revista por la página que contenía el artículo leído y se la entregué al inspector Hobart.
No dirigió una sola mirada a la revista y se puso a mirarme con ojos escrutadores.
—Comprendo muy bien la opinión que Sellers tiene respecto a ti.
—No le comprendo.
—Mi propia opinión es mucho más complicada —dijo Hobart—, pero no voy a analizarla ahora. A pesar de todo, he de confesarte que esa posible pista que has encontrado es buena. Hubiera debido descubrirla yo. Desde luego, esa pitusa tuvo que tener en su poder uno de esos juegos. Después de todo, era la reina de la industria ferretera. Fue llevada a Nueva Orleans y desfiló allí en bañador y en vestido de baile. Tenía todos los gastos pagados. Y le hicieron una publicidad tremenda. A buen seguro, la chica hizo allí su agosto. Y si regalaba juegos de trinchantes a los compradores que visitaban su stand, mientras la compañía estaba anunciando su nuevo producto, es lógico pensar que se quedó con uno de esos juegos. Provistos de una orden judicial registraremos el hotel de arriba abajo y trataremos de encontrar el estuche con el tenedor que hace juego con el trinchante. Y si la chica lo tiene en su poder, le preguntaremos dónde diablos está el cuchillo. A ver qué nos dice.
»Desde luego, lo reconozco, es una pista magnífica, y te doy las gracias por habérmela facilitado. Pero estos juegos de manos los haces con demasiada facilidad y como si te burlaras de la gente. ¡Maldita sea tu estampa, Lam! Me doy cuenta de que estoy nervioso, irritable, trastornado. Estoy en mi despacho telefoneando a derecha y a izquierda, recibiendo informes y esforzándome para atender a todo el frente mientras tú, sentado ahí, te pareces al cazador que espera, en su puesto, a que el pájaro se ponga a tiro. No me sorprende que obtengas esos resultados. Pero todo esto me pone fuera de mí.
—¿Acaso tengo yo la culpa de que se ponga fuera de sí? —le pregunté con una expresión de perfecta inocencia.
—¡Naturalmente! —dijo—. Pero también me culpo a mí mismo. Todo eso era de mi incumbencia. Yo debí haber hallado esa pista. ¡Pero no! ¡Tenías que ser tú quien la encontrara! Encerrado en este piojoso despacho, sin otra compañía que las cuatro paredes y una revista de ferretería. La lees, naturalmente, y topas con el pequeño detalle que puede aclararlo todo. Y me lo presentas con la modestia afectada del jugador que desde el centro del campo lleva enredada la pelota entre los pies hasta meterla en la red.
No tuve más remedio que decirle, con toda la amargura sintética que pude poner en mis palabras:
—Todo eso lo tengo yo merecido por haber tratado de cooperar. Lo que hubiera debido hacer era guardarme esta información y arrojar a la cesta de los papeles la revista, para investigar después el caso por mi cuenta.
—Te equivocas por partida doble —dijo el inspector—, o, mejor dicho, por partida triple. En primer lugar, no saldrás de aquí. En segundo lugar, no harás ninguna investigación por tu cuenta; y en tercer lugar, ten entendido que si tropiezas alguna vez con una prueba como ésta y te la reservas para ti, ¡te la has ganado!
Estuvo unos instantes mirándome, airado, y, súbitamente, echó hacia atrás la cabeza y rompió a reír.
—Está bien, Lam —dijo—. Me pongo en tu lugar. Pero tú no puedes ponerte en el mío porque ignoras las mil y una majaderías que tengo que afrontar para coordinar las cosas y llevar a cabo reglamentariamente la investigación. De todos modos, gracias por esa pista que me has dado. La seguiremos.
—¿Qué pasó con Ernestina? —le pregunté.
—La hemos estado sondeando para averiguar si sabe más cosas de las que nos contó.
—¿Cuándo nos soltará?
—Cuando terminemos esta fase de nuestra investigación —dijo—. No queremos que unos amateurs se entrometan en este caso y lo estropeen todo.
—En otras palabras —repliqué yo entonces—, tiene usted que esperar, para soltarnos, a que Frank Sellers le telefonee desde Los Ángeles y le comunique que terminó para mí la cuarentena.
Sonrió.
—En vista de esto —le dije—, exijo la presencia de un abogado.
Hizo con la cabeza un gesto de denegación.
—Soy muy duro de oído, Lam. Y esta oreja es la mala.
—Vuélvase —le dije— para que pueda hablarle en la oreja buena.
Sonrió entre dientes y dijo:
—Quédate ahí sentado y devánate los sesos, Lam, buscando soluciones. No me molestes mientras no tengas algo verdaderamente interesante que contarme. Pero si se te ocurre algo que pueda interesarme y no me lo cuentas, sabrás lo que es bueno.
Cogió la revista de ferretería y abandonó el despacho.