coolCap8

ESTUVE esperando en Jefatura más de tres cuartos de hora antes de que llegara el sargento Sellers. Entonces fui conducido a uno de los destartalados cuartos, tan característicos del ambiente policíaco.

Una mesa de nogal, desvencijada, dos o tres escupideras de metal sobre discos de caucho, unas cuantas sillas y un calendario colgado de la pared constituían todo el mobiliario. Un rincón del linóleum que cubría el suelo parecía estar cubierto de pequeñas orugas. En realidad, cada una de ellas era una quemadura de una a tres pulgadas de longitud, producida por los cigarrillos lanzados en dirección a la escupidera, que no habían llegado a hacer blanco en ella.

El hombre al que Frank Sellers había interpelado como a Bill resultó ser el inspector Gadsen Hobart. No le gustó el nombre que le habían dado en la pila bautismal, y por esta razón, de todos conocida, sus compañeros y subordinados le llamaban, por cortesía, Bill.

Sellers apartó, con la punta del pie, una de las sillas de la mesa y me la señaló con el índice. Me senté.

El inspector Hobart se sentó a su vez.

Frank Sellers se quedó de pie, a mi lado, mirándome y meneando a la vez la cabeza como si dijera: «Ya sabía yo que terminarías haciendo una de las tuyas. Y, ¡vive Dios!, no me había equivocado».

—Vamos, media porción —me dijo, finalmente, Sellers—. ¿Qué puedes decir en tu defensa?

—Nada.

—Pues tienes que pensar algo, y rápido, si no quieres verte enzarzado en un caso por asesinato, como la copa de un pino.

No dije ni pío.

—No sabemos cómo lo hiciste —dijo Sellers—, pero sabemos que lo hiciste. Cambiaste tu baúl por el de Standley Dovvner. Una vez en tu poder descubriste el doble fondo y te apoderaste de los cincuenta billetes grandes, tal vez más, pero nunca menos de los cincuenta.

»En verdad, no pretendo saber qué ocurrió exactamente después: no sé más que esos cincuenta mil dólares estuvieron en tus manos, pero como te quemaban los dedos, buscaste un medio para esconderlos. Temías que alguien te registrara antes de salir de la ciudad, por lo que decidiste ir a esa tienda de artículos fotográficos. Compraste una cámara y eso te dio un pretexto para comprar una caja de papel para ampliaciones. Abriste la caja y tiraste al suelo algunas hojas, y entonces, en el lugar de éstas, metiste los cincuenta billetes y te fuiste, no sin antes recomendarle a Kisarazu que expidiese el paquete a tu oficina de Los Ángeles. Te imaginaste que a nadie se le ocurriría abrir una caja de papel para ampliaciones.

»No obstante, alguien te traicionó. Fue el punto débil de todo tu plan. No tuviste tiempo ni ocasión para borrar tu pista, y alguien la siguió y te echó abajo el proyecto.

»Aparentemente ese alguien se sirvió de una dama que te siguió hasta la tienda y tuvo la oportunidad de abrir el paquete y sacar de él los billetes, después de tu salida.

Tal vez con la complicidad del japonés… Eso tengo todavía que averiguarlo.

—¿Tengo que deducir de todo eso que soy yo el autor de un asesinato? —pregunté.

—Nos vamos acercando.

—Ayer —le dije— creía usted que el envío de la tienda de fotografías era un reclamo, un subterfugio y nada más. ¿Por qué ha cambiado de parecer?

—Te diré por qué —dijo Sellers—. Indagamos en todas las agencias postales y aéreas, aquí y allá, por si habían mandado paquetes a tu nombre… ¿Ya que no sabes qué encontramos?

—¿Qué encontraron?

—Muchas cosas —dijo Sellers—. Encontramos un paquete de libros y tarjetas que te mandaste a ti mismo. ¿Y sabes qué creemos? Que todo ese material procede del baúl de Downer.

—¿Tiene alguna prueba? —le pregunté.

—La tendremos —dijo Sellers—. Danos tiempo. Todo se andará. Encontramos también algo que tú ignoras: el ebanista que, por orden de Downer, puso un doble fondo al baúl. ¿Qué te parece, detective de bolsillo? ¿Verdad que te ha impresionado esta información? Un hombre no le pone al baúl un doble fondo a no ser que quiera esconder algo en él. Así, pues, tenemos la certeza de que Downer escondió algo en su baúl. Y no es necesario devanarse los sesos para saber qué fue lo que escondió: cincuenta billetes como cincuenta soles. Ahora bien, puesto que sabemos que Downer tenía tu baúl, tenemos la seguridad de que tú te apoderarte del suyo. En esas tarjetas y papeles encontraremos seguramente la letra de Downer. Tenemos al mejor perito calígrafo de California trabajando en este caso. Si comprueba que es la escritura de Downer, esto te relacionará con él y su baúl, y a un tiempo, con los cincuenta mil dólares desaparecidos y con el asesinato.

»A pesar de todo, yo no creo que tu intención fuese la de largarte con los cincuenta billetes. Más bien que pensabas hacer un trato con la Compañía de Seguros y obtener de ella una recompensa. Te dije que te apartaras del asunto Te previne que esto era de mi exclusiva incumbencia, pero no quisiste hacerme caso. Y ya ves el resultado: estás metido hasta el cuello en un caso de asesinato. Personalmente no creo que hayas matado a Downer. No es ese tu género. Además te faltan redaños para hacer algo semejante.

»Te voy a dar una oportunidad… una sola. Cuéntame lo que ha pasado, la entera verdad, sin omitir un detalle, y si vemos que concuerda con los hechos y con lo que ya sabemos, tal vez te ayudemos a eludir los cargos que pesan sobre ti. Sigo creyendo que el crimen no lo cometiste tú, pero sí apostaría diez contra uno a que fuiste tú quien camufló los cincuenta mil dólares.

El inspector Hobart no había pronunciado una sola palabra. Sin moverse de su silla, me observaba con ojos escrutadores.

—Hasta ahora —dije—, no he sido para usted más que un saco de arena. ¿No sería mejor que dejase de zarandearme por unos momentos y habláramos como personas sensatas?

Nadie te ha zarandeado —dijo Sellers. Y, después de una pausa significativa, agregó—: Hasta ahora.

Ignoré el comentario y dije:

—A usted le encargaron investigar un robo a un coche blindado, de cien mil dólares. Ha conseguido ya recuperar cincuenta mil. El ladrón afirma que se quedó usted con los otros cincuenta mil. Eso le deja a usted en entredicho. Lo que ha de probar usted ahora es que ese tipo es un embustero y que nunca tuvo en su poder más que esos cincuenta mil. Por consiguiente, no le queda otro remedio que encontrar al que se apoderó de los cincuenta mil restantes y recuperarlos. Sólo entonces podrá forzar a Baxley a que se trague sus palabras.

—Sigue hablando —dijo Sellers—. Me gusta oírte hablar. Cada vez que te escucho salgo malparado, pero no importa. Me gusta escucharte. Es como si tomase una droga «tranquilizadora».

—¡Jamás ha salido malparado! —dije—. Cada vez que ha querido escucharme ha ganado usted algo.

—Siempre me has utilizado para conseguir algo que querías.

—Y siempre le he dado, a cambio, lo que quería usted.

—Sigue hablando —dijo Sellers—. Te advierto que tengo que atender a cosas más importantes que discutir contigo.

—Si lo que dice usted es cierto —dije—, Herbert Baxley y Standley Downer se confabularon para robar los cien billetes grandes que llevaba ese coche blindado. ¿Correcto?

—Correcto.

—Muy bien. ¿Cómo se enteraron del transporte de ese dinero? ¿Cómo supieron cuál era el coche que lo transportaba? ¿Cómo supieron que eran cien mil y que estaban repartidos en billetes de los grandes?

—Recibieron una confidencia. O, tal vez, obraron a la ventura.

—La única solución que tiene para salir del aprieto —le dije a Sellers—, es probar que Standley Downer era el otro socio de la pandilla. Aunque exhibiera usted ahora los cincuenta mil dólares diciendo que los había recuperado de Downer o de mí, todos se reirían de usted. Pensarían que los había escondido en algún sitio, pero que al ver cómo las cosas se complicaban y se ponían feas, se había echado atrás y había renunciado a la posesión del dinero.

—Tú, renacuajo, piensa sólo en el aprieto en que estás metido tú —dijo Sellers—, que yo me ocuparé del mío.

—Si su corazonada es justa —proseguí—, Baxley y Downer tuvieron en su poder el dinero el tiempo suficiente para hacer la partición. Por consiguiente. Downer supo que Baxley había sido detenido por ustedes, y pensando que Baxley pudiese cantar, cogió sus cincuenta billetes y se largó con viento fresco.

—Hasta ahora has dicho bien poca cosa —dijo Sellers.

—Ahora bien, suponiendo una vez más que su deducción es correcta, vuelvo al punto de partida… ¿Cómo supieron que esos cien billetes grandes iban en ese coche, precisamente, y cómo se arreglaron para dar el golpe?

—Eso ya lo has dicho antes —dijo Sellers.

—No. Acaso me haya explicado mal —dije—. Usted ha afirmado que averiguó cómo habían construido un compartimiento secreto en el baúl de Downer. Por consiguiente, Downer preparó de antemano el baúl y fue después cuando planeó la captura de lo que iba a esconder en él: cincuenta billetes flamantes de mil, que quedarían bien guardados en el fondo del compartimiento secreto. Todo eso lo planeó cuidadosamente mucho tiempo antes de que el coche blindado saliera del Banco con ese dinero.

Sellers frunció el ceño; luego lanzó una rápida mirada al inspector Hobart.

Hobart, sin apartar de mí los ojos, dijo:

—Algo hay ahí, Sellers.

—Está bien —dijo el sargento dirigiéndose a mí—. Continúa, media porción. Charla por los codos. Te escucho, i Pero cuando termines, ponme en la mano algo que represente una suma de cincuenta mil dólares. De lo contrario, vas a pasar mucho tiempo fuera de la circulación.

—Todo se preparó meticulosamente —añadí—, y Downer, desde el primer momento, intervino en la realización del plan. Downer supo que cierto detective particular le seguía la pista porque su mujer, o Hazel Clune, si prefiere llamarla así, había consultado a ese detective. Supo también que Hazel estaba al corriente de la existencia del compartimiento secreto del baúl, por lo que pensó que el dinero no estaba ya seguro en él: Eso fue lo que le hizo decidirse a guardarlo en un cinturón y llevarlo sobre su persona. Downer vino a San Francisco. Quiso que todo el mundo se enterara de que había perdido los cincuenta billetes grandes. Por consiguiente, tuvo suficiente ingenio para enredar las cosas y para que su baúl pasara a mis manos. Su plan tuvo un éxito perfecto. Fue un truco ideado por él. Engañó a todos, con excepción de una sola persona.

—¿Quién? —preguntó Sellers, frunciendo el ceño.

—El asesino. Ahora bien, si usted, Sellers quiere salir del aprieto, no necesita más que probar que Baxley tuvo un cómplice. Eso le descartaría a usted.

Sellers comenzó a frotarse la barbilla con los dedos de su mano izquierda.

El inspector Hobart se dirigió al sargento.

—Este mequetrefe tiene razón, Frank. Tú sales del aprieto en cuanto pruebes que Baxley tenía un cómplice.

Y yo salgo del mío en cuanto le eche el guante al asesino.

—Ahí lo tienes —dijo Sellers.

—Tal vez sí, tal vez no —dijo Hobart.

—Puedes detenerle como sospechoso.

Hobart denegó con un movimiento de cabeza:

Como testigo material, todo lo más.

—Estoy por llamar a la Prensa —dijo Sellers—. Yo le detendría por sospechoso de asesinato.

Hobart reflexionó un momento y dijo a continuación:

—No me gusta nada, pero si crees que eso puede ayudarte, correremos el albur.

Me dirigí al inspector Hobart.

—De seguro encontraron algunos indicios en la habitación en la que fue asesinado Downer.

Sellers sonrió, sardónico:

—Escúchale. Va a decirte ahora cómo hay que investigar un homicidio.

El inspector hizo un ademán a Sellers para que se callara.

—¿Qué clase de indicios, Lam? —me preguntó.

—La víctima fue apuñalada por la espalda —dije.

—Exacto.

—Cayó, por lo tanto, de bruces.

—Exacto.

—Si uno o varios le estaban acosando —añadí—, no es lógico que les volviera la espalda.

—Tal vez no supiera que había alguien en la habitación —dijo Sellers.

—Tal vez —convine yo.

El inspector Hobart pareció interesado.

—Sigue hablando —dijo—. ¿Qué crees tú que ocurrió?

—Me imagino que Downer terminaba de abrir el baúl cuando fue asesinado —respondí.

—¿Por qué abrió el baúl cuando sabía positivamente que no era el suyo? —preguntó el inspector.

—Eso —repuse yo—, es lo que estoy diciendo. ¿Cómo sabe usted que no fue él el que cambió los baúles? ¿Por qué lo mataron en cuanto se hizo patente que alguien había hecho el cambio?

—¿Tienes tú la respuesta a esa pregunta? —me preguntó Hobart.

—Tal vez la tenga.

—Estás ahora en San Francisco —dijo—. El hecho de que quieras salir de la trampa que tú mismo has armado, sin dejar aquí tiras de tu pellejo, dependerá de la mayor o menor voluntad que muestres cooperando con la policía de San Francisco.

—Eso —le dije yo—, dependerá también de la interpretación que usted de a la palabra «cooperación».

—Por estas tierras esa palabra significa mucho, jovencito —dijo Hobart.

—¡Ojo con él! —le previno Sellers—. Es un vivillo que se pasa de listo, y, como te descuides, te da un disgusto.

—Admitamos —dije que Standley Downer tenía un baúl preparado, con un compartimiento secreto. Lo destinaba a guardar cincuenta billetes flamantes de mil dólares. Ahora bien, ¿de dónde intentaba obtener esos billetes?

—Sigue adelante —dijo Sellers—. Tú eres el que cuenta la historia. Tenemos mucho tiempo que perder. Así, pues, dinos: ¿de dónde intentaba obtener esos billetes?

—Su intención era traspasarlos después de que fueran robados.

—¿Traspasarlos a quién?

—Al socio de Baxley.

—¡El socio de Baxley! —exclamó Sellers—. Pero ¿qué tontería estás diciendo? El socio de Baxley era Standley Dowley.

—¿Por qué lo cree así?

—Todo lo indica. El hecho de que Baxley se asustara y llamara por teléfono a Hazel Downer y de que cuando supo que le seguíamos…

La voz de Sellers que al comienzo de su discurso sonaba firme y segura, comenzó a perder progresivamente parte de su firmeza hasta apagarse por completo.

—Exactamente —dije yo—. Usted cometió un error imperdonable en un investigador. Comenzó con una hipótesis e inmediatamente trató de que los hechos y las pruebas se ajustaran, a la fuerza si era necesaria ella.

—Está bien —gruñó Sellers—. ¿Y tú qué crees?

—Creo —dije yo—, que Baxley fue más listo de lo que ustedes suponían.

—Sigue.

—Baxley y su socio sabían que Downer era un hombre peligroso, que estaba al tanto de lo que hacían. Cuando Baxley se dio cuenta de que ustedes le seguían los llevó deliberadamente a una pista falsa: Hazel Downer. Ésta era el cebo que les arrojó para apartarles de su verdadero cómplice.

—Está bien, media porción —dijo Sellers esforzándose por aparecer sereno—. Estoy como sobre ascuas esperando el desenlace de tu película de suspense. ¿Quién es su verdadero cómplice?

—No lo sé.

La cara de Sellers comenzó a enrojecer.

—¡Vaya! ¡Me endilgas toda una película de miedo y, cuando llegamos al final, cortas la proyección!

—Me imagino quién pueda ser ese cómplice.

—¿Quién?

—Dover C. Inman, el dueño de la cafetería El buen yantar. Precisamente estaba averiguando por mi cuenta el asunto cuando intervino usted y me impidió realizar mi propósito.

—¿Qué tiene que ver esa cafetería con nuestro asunto?

—Usted tenía muy buenas cartas en la mano cuando comenzó la partida en esa cafetería. No supo jugarlas. Cometió un error, picando en el cebo que le pusieron.

—Ya estás volviendo a las andadas —dijo Sellers—. No te ocupes ya de mis errores, media porción, y dime sólo una cosa: ¿por qué crees que Inman es el que cogió el dinero?

—Baxley —le dije— fue a su cafetería, pidió unos bocadillos e hizo que los pusieran en una bolsa de papel. Luego se sentó, se los comió y tiró la bolsa al cesto de la basura. ¿Por qué lo hizo?

—Porque descubrió que estábamos observándole.

Con un ademán rechacé la sugerencia y dije:

—Después de que usted y su compañero le siguieron fuera de la cafetería fue cuando ese hombre dio a entender que había sido descubierto por ustedes. Todo lo que hizo hasta ese momento lo hizo premeditadamente.

—Entonces, ¿por qué puso los bocadillos en una bolsa y luego se los comió?

—Pues sencillamente porque necesitaba una bolsa para meter en ella los cincuenta billetes y tirarla después al cesto de la basura para que su cómplice pudiera recogerla. Eso lo hizo ante sus propias narices y ustedes no lo advirtieron. Por eso cuando le echaron mano, declaró que ustedes habían cogido los cien billetes. Necesitaba dar a su cómplice tiempo para coger el dinero y esconderlo en un sitio seguro.

—¿Qué diablos estás diciendo, mequetrefe? —exclamó Sellers. Pero en su voz podía advertirse una nota de pánico.

—Vea las cosas como yo las veo —le dije—. Si Raxley hubiera pedido esos bocadillos para llevárselos fuera se los habría llevado a menos que les hubiera visto a ustedes, con el consiguiente temor. Sí les hubiera visto, el miedo le hubiese impedido comer los bocadillos. Los habría mordisqueado, metido en la bolsa y tirado ésta a la basura. Pero no fue así. Se quedó allí sentado y comió los bocadillos, más fresco que una lechuga. Cuando hubo terminado tiró al bote de la basura la bolsa de papel, se limpió los dedos con una servilleta, subió a su coche y lo puso en marcha. Fue entonces cuando demostró que había sido descubierto por ustedes y cuando decidió usar a Downer como cebo.

»Póngase en el lugar de Baxley. Supóngase que estuviera marcando un número y que al mirar hacia atrás advirtiese qué unos polizontes le estaban observando. Recuerde: es usted un zorro viejo para comprenderlo. ¿Saldría pitando de la cabina, dejando descolgado el receptor y tratando de huir en un coche que entonces estaba parado, sabiendo que una patrulla volante le acechaba?

»Jamás lo habría hecho. Se habría vuelto al teléfono y cuando alguien hubiese contestado de la casa de Downer, le habría dicho: “¡Ojo! Creo que la poli me está siguiendo los pasos. Ponte a salvo, por si las moscas”. A continuación habría colgado, marcando otro número y simulando que hablaba con otra persona; hecho lo cual habría colgado, bostezado y salido de la cabina, con toda tranquilidad, haciéndose el loco.

»En resumidas cuentas. Sabía que lo más probable era que le echaran el guante. En este caso, nada podía hacer. Y sí simuló un gran pánico fue para distraer su atención e impedirles que fueran a donde debieron ir directamente: al cesto de basura de la cafetería.

»Todo señala la cafetería. Allí fue donde se dio el golpe. Allí era donde los que conducían el camión blindado se detenían siempre para tomar el desayuno.

»Desde luego, no estoy seguro de que sea Inman, el dueño, el complicado en este asunto. Podría ser una de las muchachas que sirven allí, pero lo que sí me parece cierto es que se trata de alguien que pertenece al establecimiento, y que los cincuenta billetes fueron escondidos en la bolsa de papel que contuvo los bocadillos que pidió Baxley y que luego tiró a la basura.

Sellers miró al inspector Hobart. Éste asintió casi imperceptiblemente.

—Suponte que dé por buena esa hipótesis tuya —dijo Sellers—. Y entonces, ¿qué?

—Me importa un bledo que la dé por buena o por mala —le dije yo—. Le he expuesto la opinión que me merece el caso.

—Está bien. Dime, entonces, por qué razón tenía Hazel Downer tu nombre en su bolso.

—No tenía mi nombre. Tenía el de la Agencia. En realidad quería que averiguáramos si Standley le estaba engañando con una dama llamada Evelyn Ellis, que había ganado unos cuantos concursos de belleza y era una pájara de cuidado. Hazel quería saber a qué atenerse. Su propósito era que alguien le siguiera los pasos a Downer. Consultó la guía de teléfonos y nuestros nombres de gracia: Cool y Lam. Los anotó en un trozo de papel. Se proponía contratar nuestros servicios para que descubriéramos el pastel, si lo había. Quería saber si aquello era una aventura más en la vida de Standley, o bien una cosa seria que podía, al final, perjudicarle.

Sellers miró, inquisitivo, al inspector Hobart.

Hobart se echó a reír y dijo:

—Está bien, Frank; si quieres que te dé mi opinión, este mequetrefe ha sabido barajar muy bien la verdad y la mentira, los hechos verdaderos y los imaginarios. En el asunto de la cafetería te ha dado una buena idea.

—¿Por qué lo crees así? —preguntó Sellers—. ¿Tienes alguna prueba?

—No —dijo Hobart—, pero he encanecido trabajando en el Cuerpo, y por instinto sé cuándo un hombre miente y cuándo dice la verdad. Este mequetrefe ha hecho las dos cosas.

Sellers se volvió hacia mí.

—No creas que soy un primo. Estudiaré el asunto. Lo meditaré. Pero te advierto que este numerito tuyo no te hará ningún provecho. Irás de cabeza a la cárcel.

Hice un gesto de denegación.

—No; no iré a la cárcel.

—¡Que te crees tú eso! —dijo Sellers—. Anda, trata de zafarte, y recibirás una buena sorpresa.

—No trataré de zafarme ni recibiré sorpresa de especie alguna: me limitaré a pedir que me manden a un abogado, y cuando lo tenga, celebraré una conferencia de Prensa y clamaré que soy víctima de una trama policíaca.

—¿Qué quieres decir, menudencia, «una trama policíaca»?

—Saque la conclusión que mejor le parezca —dije—. En Los Ángeles está usted en entredicho. Baxley declara que usted recobró los cien billetes grandes. Usted afirma que sólo recuperó cincuenta. Todo eso huele muy mal. En busca de una solución, viene a San Francisco y trama un complot para colgarme a mí el sambenito, y, de este modo, librarse usted de él.

—¿Serías capaz de hacerme esto? ¿A mí? —exclamó Sellers.

—Si. Eso haré si me hace usted detener —le contesté.

—¡Asqueroso pigmeo! ¡Mequetrefe repugnante! ¡Sería capaz de partirte en dos!

—Sería capaz, pero se abstendrá de hacerlo —le dije—. Esto es San Francisco. Bastantes problemas tienen ya, para ocuparse de los suyos en Los Ángeles. El inspector tiene que resolver un caso de asesinato.

—Y supongo que cree usted poder ayudarme a resolverlo, ¿no es eso? —preguntó Hobart.

—Exactamente.

—¡Es desvergonzado el hijo de la gran p…! —dijo Sellers.

—¡Un momento, sargento! —interrumpí antes de que terminase de pronunciar la palabra—. No intentaré perjudicarle mientras no me obligue a ello. Y no prestaré ayuda alguna a Hobart mientras no me permita jugar a mi modo. Por otra parte, ¿no querían ustedes que hablara? Pues bien, ya he hablado. Ahora exijo la intervención de un abogado.

Sellers se acercó a mí y me abofeteó violentamente dos veces, primero con la palma de su mano derecha, y luego con el revés de la misma mano.

—¡Hijo de la gran…!

Esta vez fue Hobart quien interrumpió, fría y duramente:

—¡Basta, sargento!

Había algo en aquella voz que hizo desaparecer, repentinamente, el ardor de Sellers.

—Creo que será mejor que hablemos —dijo Hobart—. Se me han ocurrido algunas ideas.

—No te dejes convencer por ese macaco —dijo Sellers con visible irritación—. Reconozco que el tipo tiene cacumen, pero…

—Si tanto cacumen tiene, puede perjudicarnos —dijo Hobart—, pero, en la misma medida, puede beneficiarnos. Tengo una idea. Salgamos de aquí. Quiero hablar contigo.

Se volvió a mí y me dijo:

—Tú te quedas aquí, Lam. Y cuidado con moverte.

Abandonaron la habitación. Quedé solo en ella.

Transcurrieron aproximadamente quince minutos. Volvió a entrar en el cuarto el inspector; cogió una silla de la mesa, se sentó, abrió una cajetilla de cigarrillos, me ofreció uno, cogió él otro, lo encendió, se arrellanó en la silla, inhaló profundamente y dejó que el humo brotara de su garganta cuando comenzó a hablar, de modo que las palabras parecían salir envueltas en un aura de humo.

—Lam, eres un embustero —me dijo.

No despegué los labios.

—Mientes a las mil maravillas —prosiguió—. Lo peor del caso es que mezclas las mentiras con algunas verdades, y uno no sabe dónde acaba la verdad y empieza la mentira, o viceversa. En lo que nos has dicho hay verdades como puños y falsedades tremendas. Pero no sabría diferenciarlas.

Seguí sin decir nada.

—Lo que me fastidia —dijo— es que debes pensar que nosotros, los policías, somos un hatajo de deficientes mentales. ¿Sabes una cosa? A más de uno esa manera tuya de proceder le habría costado muy caro.

Diríase que mis labios estaban cosidos.

Me dirigió una rápida mirada, sonrió entre dientes añadió:

—Lo más curioso del caso es que esa actitud tuya me importa un comino.

Durante un buen momento reinó el silencio. Finalmente dio una larga chupada al cigarrillo y dijo:

—Y me importa un comino porque, en mi opinión, tú estás desde el comienzo con nosotros. Lo que ocurre es que te has metido en un lío tan grande que no puedes confiarte a nosotros, y todo tu afán es zafarte de nuestras manos para poder justificarte y evitar que las cosas pasen a mayores. Lo que yo pienso es que lograste escamotear esos cincuenta billetes, que los perdiste y que ahora ansias recuperarlos.

»Ahora bien, el sargento Sellers se encuentra en un grave apuro. Ésos son gajes de nuestro oficio. Tiene que salir de él lo mejor que pueda. Creo, de cualquier modo, que tú le has dado un indicio valioso.

»Voy a decirte lo que haré contigo, Lam. Te dejaré en libertad. Saldrás por esa puerta. Voy a darte las llaves de San Francisco. Te permitiré que vayas donde quieras, sin cortapisas. Ahora bien, ten presente esto: si das un mal paso, si metes un borceguí donde no debes, si te cuelas de rondón en un avispero, atente a las consecuencias. Yo no moveré en tu favor ni el dedo meñique. Que los otros muchachos se las entiendan contigo. Yo estaré en mi casa, en la cama, o viendo la televisión o jugando al parchís. ¿Lo oyes?

Asentí con un leve movimiento de cabeza.

—Sabes —dijo— que tengo un caso de homicidio en mis manos. Debo resolverlo y lo resolveré. Te doy cuerda suficiente para que puedas moverte a tu gusto, porque me imagino que, tal vez, en tus andanzas descubras alguna prueba.

»No sé cuál pueda ser tu propósito, pero, desde luego, no es el de resolver un homicidio. Personalmente yo creo que estás más empantanado de lo que dejas traslucir, y estás negro porque alguien, más listo que tú, te quitó de las manos esos cincuenta billetes, y antes de que sea demasiado tarde, quieres recuperarlos.

»No obstante, voy a decirte una cosa. Eres muy listo y te sobran recursos y picardía para hacerle la vida muy dura al sargento Sellers, si te lo propusieras. No tenemos suficientes pruebas para inculparte de homicidio, y Si tratamos de detenerte por cualquier otro motivo y proclamas que Frank Sellers quiere servirse de ti para salvar su pellejo, podrás conseguir aquí mucha publicidad gratuita, porque Sellers no es de aquí y a los diarios de San Francisco les encanta arrojar a Los Ángeles todo el fango que pueden.

»Para tu información confidencial, te diré que Sellers se ha ido al aeropuerto. Va a regresar a Los Ángeles en avión. No te acerques al aeropuerto sino hasta después de que se haya ido Sellers. El sargento está sobrexcitado. Tuve que hacer un gran esfuerzo para convencerle. ¿Comprendes?

Asentí.

El inspector me señaló la puerta con el pulgar:

—¡Aire! ¡Fuera de aquí! —dijo—. Y recuerda un par de cosas. Una, que tengo en mis manos un caso de homicidio por resolver. Otra, que eres un detective metido en un aprieto muy gordo y que debes cuidar de que las cosas no se pongan para ti peor de lo que están. Si por un azar topas con una prueba o un indicio cualquiera, házmelo saber.

—¿Dónde le podré encontrar? —le pregunté.

Sacó una tarjeta de un billetero, garabateó algo en ella y me la ofreció:

—Uno de estos números te dará razón de mí a cualquier hora del día y de la noche.

—¿Hasta qué punto está usted ansioso de resolver ese asesinato?

—Hasta un punto que no te puedes imaginar, mequetrefe —dijo—. Tan ansioso que me solidaricé con el sargento Sellers, no obstante lo pringado que está; tan ansioso que he decidido darte esta oportunidad cuando hubiera preferido tenderte sobre mis rodillas y darte una azotina de padre y muy señor mío para enseñarte que la policía no es el hatajo de deficientes mentales que tú te imaginas. Ahora bien, ¿todo esto responde a tu pregunta?

—Completamente —dije.

Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta.

—Un momento, Lam —dijo el inspector Hobart cuando ya tenía mi mano en el pomo de la puerta—. ¿Guardas resentimiento a Sellers? ¿Te dolieron esas dos bofetadas que te dio?

Le miré fijamente y dije:

—Si.

—¿Influirá eso en tus planes de cooperación conmigo?

—No.

—¿Tratarás de desquitarte de Sellers?

—Sí, pero no de la manera que él piensa.

Hobart sonrió entre dientes.

—¡Desaloja! ¡Lárgate al diablo! —exclamó.