coolCap7

SIN apresurarme, despaché mi desayuno: zumo de fruta, jamón y huevos, café y bollos calientes. Quise alimentarme bien, pues no sabía cuándo podría sentarme a una mesa nuevamente.

La tienda de la Happy Dase Cantera Company se abría a las nueve de la mañana. A las nueve y un minuto traspasaba sus umbrales.

Vi las gafas redondas de carey y los dientes deslumbrantes del japonés que me había vendido la cámara el día anterior. Me saludó, reverente.

—¡Cómo lo siento! —me dijo—. Soy Takahashi Kisarazu. Un asunto lamentable. Alguien tiró al suelo el papel para ampliaciones. Seguramente eran del paquete que usted compró. Discúlpeme, por favor. Créame que lo siento.

Hizo una reverencia y sonrió. Repitió sonrisa y reverencia varias veces.

—Ya hablaremos de eso —le dije—. ¿Dónde está su socio?

Takahashi Kisarazu movió la cabeza señalando a un oriental de rostro pétreo que estaba arreglando un escaparate.

—Llámele, por favor —le dije.

Kisarazu lanzó, en staccato, una serie de monosílabos, y el del rostro pétreo vino hacia mi.

Eché la mano a mi cartera y le mostré dos fotos pequeñas de Evelyn Ellis.

—¿Conoce a esta chica? —le pregunté.

Estudió, durante un buen rato, las fotografías.

Desvié los ojos de ellas y los fijé en Takahashi Kisarazu. Éste me estaba mirando intensamente.

—Yo tomo fotografías —dijo Kisarazu.

—Claro que usted las toma —le dije—. Su nombre está aquí, y al dorso el sello de la entidad. Usted conoce a esta chica.

—Naturalmente —dijo—. Fotos publicitarias. Tengo en la trastienda un estudio fotográfico. ¿Quiere verlo?

—Usted conoce a la chica —repetí.

—Sí, desde luego —dijo Kisarazu—. La conozco.

—¿Sabe usted dónde vive?

—Tengo su dirección en mis archivos. ¿Por qué me pregunta acerca de estas fotografías?

Me volví hacia su socio.

—Cuando vine a comprar mi cámara —le dije—, entró en la tienda una mujer. ¿Era la de esta fotografía?

Durante unos segundos su rostro permaneció hermético, sin expresión alguna. Lanzó una mirada rápida a Takahashi Kisarazu y, acto seguido, hizo con la cabeza un gesto de denegación.

—No —dijo—, no era ésta.

—¿Conocía usted a esta mujer? ¿Era cliente de la casa?

—No lo sé, lo siento. Examinó unas cámaras, hizo unas preguntas, pero se fue sin comprar nada.

—¿Cuánto tiempo permaneció en la tienda después de que yo me marchara?

—Salió en cuanto usted se fue.

—¿Al instante?

—Casi al instante.

Me enfrenté con Kisarazu.

—Escuche usted —le dije—. Ignoro cuáles puedan ser las ramificaciones de este asunto, pero estoy resuelto a averiguarlo. Si tratan ustedes de…

Vi que sus ojos miraban por encima de mi hombro y que su sonrisa, de pronto, se había helado.

—Hola, «media porción» —oí que decía la voz del sargento Sellers—. Ya has hecho bastante el polichinela.

Me volví para mirarle.

Sellers llegaba acompañado de un agente de paisano. Supe al punto, sin que me lo dijera, que pertenecía a la policía de San Francisco.

—Bien —dijo Sellers—, a partir de este momento nos hacemos cargo del asunto, Donald. Acompáñanos. Quieren verte en Jefatura.

—¿De qué se me acusa? —pregunté.

—De momento, hurto. Tal vez más tarde, de asesinato.

Sellers se volvió hacía Kisarazu.

—¿Qué es lo que quería averiguar este individuo? —preguntó.

Kisarazu hizo un gesto evasivo con la cabeza.

El hombre que iba con Sellers volvió la solapa de su chaqueta y exhibió una insignia.

—¡Habla! —le conminó.

—Quería saber algo a propósito de unas fotografías tomadas a una modelo —dijo Kisarazu.

Sellers frunció el ceño.

—¿No trataba de sonsacarle lo que ocurrió cuando compró la cámara?

—¿Sonsacarme? No comprendo…

—A propósito de un papel para ampliaciones.

—¡Oh, ese papel! —exclamó Kisarazu, y sonrió—. Es curioso. Algún cliente abrió una caja de papel para ampliaciones y tiró unas hojas detrás del mostrador —prosiguió Kisarazu—. Muy curioso. Después de que el señor Lam salió de la tienda, vimos el papel para ampliar en el suelo: diecisiete hojas, cinco por siete. Tenían la misma marca y el mismo tamaño que los que vendí al señor Lam.

Kisarazu hizo tres o cuatro reverencias seguidas.

—Bien, bien, que te frían un kimono —dijo Sellers.

Kisarazu siguió haciendo reverencias, con sus correspondientes sonrisas.

Sellers tomó repentinamente una decisión.

—Bien, Bill —le dijo a su acompañante—. Llévate a este individuo a Jefatura y tenlo detenido hasta que yo llegue. Voy a registrar este chamizo. Me huelo que aquí hay gato escondido…

El hombre llamado Bill me cogió por el brazo. Sus dedos se ciñeron a mi bíceps como tenazas.

—Ya ha oído, Lam —dijo—. Vámonos.

Casi a empujones me sacó a la calle.

Me dejé conducir mansamente. ¡Qué remedio me quedaba!

Detrás de mí pude oír la voz de Kisarazu que, a guisa de despedida, me decía:

—Lo siento mucho, señor Lam. ¡Cuánto lo siento!