EL reactor me dejó en San Francisco a las siete y media de la tarde. Me obsequiaron, durante el trayecto, con una buena comida acompañada de champaña. Tomé un taxi hasta el hotel «Palace» y seguidamente me dispuse a dar un paseo.
Si alguien me siguió, hizo un trabajo tan artístico que no me fue posible advertirlo.
Persuadido de que nadie me seguía la pista, entré en el hotel «Caltonia», subí al cuarto numero 75 sin ser anunciado, y golpeé la puerta con los nudillos.
Después de un breve instante oí un rumor detrás de la puerta, leves crujidos, murmullos ahogados y luego una voz de mujer que exclamaba:
—¿Quién es?
—Abra —dije ásperamente.
—¿Quién es? —repitió la voz.
Esta vez percibí en su tono una nota de alarma.
—¡Caramba! —dije—. Ya debiera conocer a estas horas mi voz. Abra.
Oí cómo descorría el pestillo y la puerta se abrió.
—Lo siento, inspector —dijo—. No había reconocido su voz. Yo…
Se dio cuenta de su error y comenzó a cerrar la puerta.
Apoyé el pie contra ella, luego un hombro y penetré en la habitación.
—¿Y usted quién es?
—Me llamo Lam —le dije—. Soy un investigador.
—¡Oh! —exclamó—. Usted es el hombre cuyo baúl…
—Exactamente —le interrumpí—. Lo que quiero averiguar es cómo se apoderó de mi baúl.
Llevaba puesto un pijama, que era una creación a base de seda brillante y vivos colores. Los tres botones de arriba estaban desabrochados y la parte inferior del pijama se ajustaba, de un modo maravilloso, al gracioso contorno de su cuerpo.
La chica estaba muy hermosa y pude advertir que había estado llorando.
Me examinó de arriba abajo y me dijo:
—Siento que haya venido en balde. La policía tiene su baúl. Nada puedo hacer en favor suyo.
—¿Dónde ocurrió todo eso?
—En el piso décimo.
—¿Cuándo ocurrió?
—Debió de ser poco tiempo después de su llegada. Vino en el «nocturno». Ya había reservado de antemano el departamento y…
—¿Un departamento? —pregunté.
—Correcto.
—¿Y por qué un departamento? —pregunté.
—Eso fue lo que reservó por teléfono.
—Pero ¿por qué un departamento? ¿Por qué no una habitación?
—Eso hay que preguntárselo a él. Y no creo que pueda contestarle ya; usted sabe por qué.
—Pues no; no lo sé.
—Siéntese —me invitó, y se dejó caer en una cama turca, examinándome con sus grandes ojos, que querían aparecer ingenuos y dolientes, pero que, en cierto modo, se contradecían. Tenía una expresión de siniestra inocencia.
—Tengo entendido que trabaja usted para esa mujer —me dijo.
—¿Qué mujer?
—Esa mujer… la llamada Hazel Clune. Se hizo llamar Hazel Downer.
—¿No le gusta?
—No es más que una cualquiera.
—¿En qué sentido?
—Cuando se acerca a los hombres, no busca más que su dinero.
—¿Y eso?
—Usted ya sabe lo que quiero decir. Si vivió durante algún tiempo con Standley, fue por eso.
—¿Le dio dinero?
—Claro que se lo dio. Por eso dejó plantado al novio que tenía y se lió con él.
—¿Qué hizo con el dinero? —le pregunté.
Esta vez sus ojos despedían llamas.
—Ya puede imaginarse lo que hizo con él. —Evelyn Ellis ardía de indignación—. Gastó todo lo que pudo sacar de él en trapitos y perifollos, y no contenta con esto, le robó cincuenta mil dólares cambiándole el baúl. Entonces S cuando el pobre Standley no pudo pagar a sus amigos, éstos se creyeron burlados y le asesinaron.
—Ahora —le dije yo—, comienza usted a interesarme.
—¡Oh! ¡Cómo se lo agradezco! —dijo la mujer sarcásticamente—. Intereso tan raramente a los hombres que, cuando un buen mozo, gallardo y calavera, como usted, me dice que le intereso, quedo electrizada.
Bostezó ostensiblemente.
—¿Tenía cincuenta mil dólares en ese baúl? —le pregunté.
—Los tuvo.
—¿Y qué le pasó al baúl?
—Hazel lo tenía escondido en algún sitio. Se ingenió para sustituirlo por el suyo, de modo que cuando llegó al hotel y Dovvner lo abrió y comprobó que no era su baúl, va era demasiado tarde.
—¿Qué quiere decir por demasiado tarde?
—No estaba solo. Estaban con él sus compinches. Y éstos, al ver cómo iban las cosas, se enfadaron.
—¿Y por qué?
—Downer les debía dinero.
—Y no podía pagarles.
—Correcto. Ellos creían que les estaba tomando el pelo.
—¿Estaba dispuesto a pagarles? —pregunté.
—Claro que sí.
—¿Y tenía, para hacerlo, esos cincuenta mil dólares?
—Por lo menos, eso. Tal vez más.
—¿Y de dónde procedía todo ese dinero?
Alzó su barbilla y me miró por encima de la nariz.
—No lo sé, ni me importa saberlo —dijo gravemente.
—Tal vez le importe si yo se lo digo.
—O tal vez no.
—¿Ha dicho a la policía todo eso? No.
—¿Por qué no?
—Lo averiguarán, y cuando lo hayan averiguado, esa Hazel sabrá lo que es bueno. Si declaro todo eso a los policías y ellos se lían de mis indicaciones, creerán que lo he hecho por celos, y entonces ella inventará toda una historia de rivalidades amorosas que, al final, se volverá contra mí. Y mientras se aclararan las cosas, ella tendría tiempo de borrar su pista y ponerse a salvo. En cambio, no diciendo nada de esto a nadie y haciéndome la tonta, la policía descubrirá todo lo que necesite descubrir y no le dará tiempo a ella para planear su retirada. Me he limitado a contestar a las preguntas que me han hecho, y eso es todo. De motu propio no les he dado un solo indicio.
—¿Supo usted que venía aquí en el «nocturno»? —le pregunté.
—Sí.
—¿Por qué no fue a su encuentro?
—No quiso él.
—¿Sabía usted que traía un baúl?
—Sólo sabía que traía consigo una gran cantidad de dinero que tenía que repartir. No sabía que lo trajera en un baúl.
—¿Sabía que se alojaría en este hotel?
Me miró y, con un movimiento imperceptible, cambió de postura. La nueva realzaba más sugestivamente sus formas.
—Mire usted, señor Lam; debiera saber que yo no soy una niña.
—¿Sabía que tenía reservado aquí alojamiento?
—Naturalmente.
—¿Y que era un departamento?
—Sí.
—Pero no fue a la estación a recibirle…
—Él creyó que sería peligroso.
—Iba a llamarle en cuanto llegara al hotel, ¿no es eso?
—Sí.
—Pero no le llamó.
—No. De hecho sólo supe que había llegado al hotel cuando la policía vino a interrogarme. Fue una doncella del hotel la que encontró su cuerpo.
De un estuche de cartón sacó un papel de seda y se lo llevó a los ojos.
—¿A qué hora fue?
—No se la hora exacta… Entre las dos y las tres.
—Entonces, fueron muchas las horas que estuvo usted sin saber de él.
—Sabía que se pondría en contacto conmigo en cuanto se viera libre de moscones. Mientras tanto debía abstenerme de verle.
—Tengo entendido que la policía cree que fue asesinado alrededor de las diez de la mañana.
—La policía no me ha hecho confidencias —me dijo.
—¿Cómo supo que se habían apoderado de mi baúl?
—La policía me lo dijo. Lo comprobaron por las marcas de la tintorería que había en la ropa interior.
—Me ha dicho usted que no le hicieron confidencias.
—Y lo repito. Sólo me interrogaron. Querían enterarse de todo lo que yo sabía acerca de usted.
—¿Qué les dijo?
—Todo lo que sabía.
—¿Y qué es lo que sabía?
—Nada.
—Nada de lo que me ha dicho es cierto, Evelyn —le dije entonces—. Se encontró con él en cuanto llegó al hotel. Fue a verle en su departamento. Estaba allí cuando abrió el baúl y comprobó que no era el suyo y que el dinero había desaparecido.
»El hombre se sentía probablemente acosado; de lo contrarío, habría llevado encima los cincuenta billetes. Cuando un individuo tiene cincuenta billetes de los grandes y los mete en un baúl para que no se los quiten, es que no está muy seguro de sí mismo.
»Me figuro que, cuando abrió el baúl, lo primero que le diría sería que fuese usted a la estación del Sud-Pacífico a decir que había habido un error. Usted sabía muy bien cómo era el baúl; por lo tanto, podía identificarlo y decirles que lo guardaran en depósito y no lo entregaran a persona alguna en tanto se hacía lo necesario para recuperarlo. Es lógico pensar que para hacerlo, recurriría usted a todas sus seducciones femeninas y, además, por si no fueran suficientes, al soborno puro y simple.
»Tengo como una idea de que le dieron ya por entonces mi filiación. El caso fue que estuvo allí, que se dio cuenta de que el baúl se había esfumado, y a partir de ese momento se puso usted a buscarme.
Bostezó de nuevo.
—¿Y bien? —le pregunté, rompiendo el silencio que se había producido.
—He decidido que se marche usted.
—¡Oh! Lo ha decidido, ¿verdad? —dije yo—. Pero yo no estoy dispuesto a marcharme.
—Llamaré al detective del hotel, o a la policía.
Bostezó otra vez y posó sus dedos delicadamente sobre su boca para disimular el bostezo.
—Tal vez sea yo el que haga la llamada —dije.
—Por favor, Donald, hágala. Tal vez a la policía le encante intervenir en este debate.
—¿Qué se propone hacer ahora? —le pregunté.
—Irme a la cama… sola.
—No le pregunto eso. ¿Qué paso va a dar ahora? O bien…
Por toda respuesta se puso de pie, se encaminó a la puerta y la abrió.
Me arrellané en una silla, cogí un número de El heraldo ferretero que estaba en una mesilla, y me puse a hojearlo.
Evelyn permaneció unos segundos junto a la puerta abierta; seguidamente la cerró y dijo:
—Muy bien. Si no es por las buenas, será por las malas.
—¡Olé las chicas resueltas! —dije—. Llame a la policía.
—Lo haré —me dijo—, pero antes tengo que hacer unas cuantas cosas.
Llevó la mano al escote de su pijama y le dio un tirón. Saltaron dos o tres botones y la seda se desgarró.
A continuación dirigió sus manos engarfiadas a la parte baja de su pijama.
—Hay que presentar pruebas de lo que la ley califica de atentado contra la virtud —dijo—. Impresionan mucho al jurado.
Me levanté de un salto y, sin soltar la revista de los ferreteros, me dirigí a la puerta.
—Ya sabía yo que sería razonable —dijo—. Y, a propósito, mándeme un pijama nuevo. Éste no puedo ya usarlo.
Pero yo estaba ya en el extremo opuesto del pasillo. Oí sus carcajadas y luego el ruido de la puerta al cerrarse.
Me detuve ante el empleado que estaba en el mostrador y le dije:
—Tal vez le agrade tener una de mis tarjetas de visita. Le alargué, plegado, un billete de diez dólares.
—Por supuesto, celebro mucho conocerle, señor «Diez Machacantes» —dijo—. Debiera visitarme más a menudo. ¿En qué puedo servirle?
—¿Con cuántas telefonistas cuenta el servicio diurno? —le pregunté.
—¿A qué llama usted servicio diurno?
—Las nueve de la mañana.
—Dos.
—Las comunicaciones, dentro del hotel —pregunté—, ¿cómo las dividen?
—En período de actividad normal, las dividimos en el piso sexto. La centralita funciona de modo que las llamadas de las habitaciones, desde el piso sexto hasta la planta baja, las tome la chica de la izquierda, y las llamadas que se producen desde el piso séptimo al último las tome la chica de la derecha.
—La chica de la derecha, en el servicio diurno —le dije—, ¿se llama…?
—Le prevengo —dijo— que no queremos escándalo de clase alguna; esto es, no permitimos que las chicas escuchen las conversaciones de los huéspedes y divulguen lo que han oído.
—Por supuesto que no —repliqué—. Eso no lo permiten ustedes, ni tampoco lo permitiría yo. Sería un delito. Ahora bien, la chica de la derecha, ¿podría darme usted su nombre… y acaso sus señas?
—Los reglamentos del hotel me lo impiden.
—Sólo deseo charlar con ella unos minutos.
—Comprenda: el crimen que se acaba de cometer aquí ha sido un terrible golpe para la buena reputación de que ha gozado siempre este hotel.
—Por supuesto —le dije—, no deseo en modo alguno vulnerar esa buena reputación ni exponer al hotel a una nueva publicidad negativa. —Y como siguiera examinándome indeciso, agregué—: Soy la discreción en persona.
Anotó un nombre y una dirección en un trozo de papel, puso éste boca abajo y lo hizo deslizar por la mesa hasta mi mano. Me saludó y me dijo:
—He tenido mucho gusto en conocerle. Si necesita algo más de mí, dígamelo y celebraré poder complacerle.
—Gracias —le dije—. Lo tendré presente.
Salí del hotel, tomé un taxi y examiné el trozo de papel que me había dado el empleado.
El nombre era Bernice Glenn, y la dirección una casa que no caía muy lejos de allí.
Me retrepé en el asiento, consulté mi reloj y me entregué a un rápido cálculo mental. No podía perder tiempo. Cada minuto contaba, pero, no obstante, forzosamente mediaría un período de inactividad entre el momento de terminar mis últimas investigaciones en San Francisco, por la noche, y la hora en que se abriría, a la mañana siguiente, la tienda de artículos fotográficos de los japoneses.
Dije al chófer del taxi que me esperara, tomé el ascensor y llamé a la puerta de Bernice Glenn, en el tercer piso.
Se entreabrió la puerta y por el resquicio pude ver la cara acaballada de una joven que, al verme, tomó una expresión de aturdimiento.
—Bernice no está —dijo.
—¿Puedo saber quién es usted? —pregunté.
—Ernestina Hamilton, su amiga. Comparto el piso con ella.
—¿Cómo supo que quería ver a Bernice?
—Pues… porque… ellos suelen… en fin, porque me lo imaginé.
Rió: una risa nerviosa, aguda.
—La verdad es —le dije— que quería hablar con las dos. ¿Cuánto tardará Bernice en volver?
—Ha tenido una cita… Usted ya me entiende.
—¿Volverá tarde?
—A primeras horas…
—¿De la noche o de la mañana?
—De la mañana.
—¿Puedo entrar y charlar con usted?
—Estoy hecha un asco; lo mismo que la casa. Acabamos de comer e iba a lavar los platos.
—Soy un as layando platos.
—Pero no en un cuarto de este tamaño. En la cocina no caben dos personas. ¿Por qué quiere vernos a las dos?
—Es una larga historia —le dije.
—Bueno, entre y siéntese. No podrá esperar a que llegue Bernice porque tardará mucho, y yo tengo que dormir mis ocho horas, pero podremos charlar un rato. Dispénseme sólo un minuto.
Sacó de un armario alguna ropa, entró precipitadamente en el cuarto de baño y se cerró por dentro.
Examiné la cocinilla. Estaba impregnada del olor de la reciente comida. La vajilla estaba ya lavada, apilada en el fregadero, todavía por enjuagar y secar.
Sobre el hornillo de gas había una olla llena de agua hirviendo. Me serví de ella para enjuagar los platos, cogí un trapo de cocina y los sequé. Seguidamente los coloqué en su sitio correspondiente.
Estaba terminando mi tarea cuando oí un ruido detrás de mí y me volví.
Ernestina Hamilton se había quitado las gafas, se había puesto un vestido para coctel y un perfume agresivo flotaba en el ambiente.
—Pero ¿qué hace usted? —me preguntó.
—Ya lo he hecho —dije colgando de un clavo el trapo de cocina—. ¿Y usted?
—Siempre me cambio de vestido después de comer —dijo—. Es para romper la monotonía. Yo… me cogió desprevenida. No hubiera debido hacer eso. ¿A santo de qué? ¿Puedo saber acaso quién es usted y qué es lo que quiere?
Después de echar una última ojeada a la vajilla, la cogí del brazo y me encaminé con ella a la cama turca.
—Tengo ganas de hablar con usted. Necesito información.
—Pero ¿quién es usted…? ¡Oh! Apuesto a que es un agente de la policía… aunque, no sé, no tiene el tipo que suelen tener los agentes de policía.
—¿Cuántos ha conocido usted? —le pregunté.
—No muchos —me dijo.
—¿Dónde? —le pregunté.
—Por lo general, en la televisión.
—¿Fueron agentes de verdad o actores?
Rió y dijo:
—Está bien. Hablemos de otra cosa.
—Estoy tentado —le dije— de dejarle creer que soy un agente de policía; pero no lo soy. Soy un detective particular.
Sus ojos se abrieron desmesuradamente.
—¡Oh! ¡Un detective!
Miré en dirección a un aparato televisor que había en una esquina, y le hice una reverencia.
—¿Por qué hace eso? —me preguntó.
—Por el renombre que nos ha dado —respondí—. Ahora hábleme de Bernice.
—¿Qué quiere saber de ella?
—¿Le ha dicho algo a usted del hombre muerto?
—¿Se refiere al hombre asesinado en el hotel?
—Sí.
—Yo… bueno; ¿por qué había de hablarme de él?
—La gente que trabaja en un hotel no suele ser sordomuda; usted ya me entiende. Todos están al tanto de cuanto ocurre en la casa. Ahora bien, ¿le estaba esperando o no Evelyn Ellis esta mañana?
—¿Cómo se llama usted? —me preguntó.
—Donald —le dije.
—¿Y qué más?
—Donald a secas.
—No acabo de comprenderle, Donald.
—Ni lo vuelva a intentar —le dije—. Hábleme ahora acerca de Standley Downer.
—Jamás le he visto en mi vida.
—Lo sé —asentí—. Dígame lo que le explicó Bernice acerca de él.
—¿En qué se funda para creer que me ha dicho algo de él?
—Es una larga historia.
—Cuéntemela. Me encantan las historias.
—Bueno —le dije—, a usted le interesa la gente, le interesan las cosas, siente por todo un gran interés, pero no es ligera de cascos; o sea que no pertenece a ese género de chicas que salen con el primero que llega, coquetean y se dejan sobar por cualquiera. Si alguna vez le brinda a una persona su amistad, pone en ella todo su corazón.
Me miró, sorprendida, y a continuación me preguntó:
—Y todo eso ¿qué tiene que ver con Bernice?
—Pues, le diré —exclamé—. Porque Bernice es el tipo opuesto al suyo. A Bernice le encanta salir y divertirse. Le gusta nadar y guardar la ropa. Los hombres significan muy poco para ella; son sus compañeros de diversión. Una noche es uno; a la siguiente, otro…
Entornó los ojos, y dijo:
—Ahora veo que es usted un detective. Dedujo todo eso cuando le abrí la puerta y presumí inmediatamente que venía en busca de Bernice. Antes de que me preguntara por ella le dije que no estaba. Esto le puso sobre aviso. El hecho de que fuera un extraño para mí, de que creyera que Bernice le había citado, olvidándose de que tenía ya una cita con otro, todo eso le puso sobre la pista.
—Es natural, ¿no cree usted? Esas cosas no se saben por telepatía.
—Lo cierto es que supo leer en mis pensamientos.
—No lo crea —le dije—, no leo en los pensamientos. Estudio el carácter de las personas. No se necesita ser un brujo para adivinar el género de vida que lleva. Vive solitaria. Por las noches se queda aquí sentada. Unas veces lee, pero la mayor parte del tiempo la dedica usted a la televisión. Sigue todos los programas, algunos con preferencia a los demás. Le encantan las series policíacas y siente marcada predilección por los detectives particulares. ¿No es así?
—Así es —admitió.
—¡Magnífico! —exclamé—. Mi diagnóstico es éste: es usted una chica que no sale mucho, pero posee mucha sagacidad, mucha astucia, y la vida y los seres humanos le interesan prodigiosamente. Por ser un reflejo de todo esto, la televisión le encanta, y es lógico pensar que cuando supo que en el hotel de Bernice se había cometido un crimen, esperó, ansiosa, a que llegara su amiga para saber hasta el último detalle del mismo.
De repente, la joven echó atrás la cabeza y se puso a reír ruidosamente.
—Está bien, Donald. ¡Usted gana! En cuanto vi a Bernice la acribillé a preguntas; ríase usted de un juez de instrucción. La dejé extenuada.
—¿Y qué es lo que averiguó usted? —le pregunté.
—No sé si es correcto-o no que se lo cuente. Mucho de lo que me dijo es confidencial… Cosas que no deben revelarse.
—Lo sé —dije—. Cosas que oyó por teléfono.
—¡Donald! ¡Me está comprometiendo!
—¿Qué prefiere usted? —le pregunté—. ¿Que trabajemos juntos en este caso, cambiando nuestras informaciones, o bien, que nos las reservemos, desconfiando el uno del otro?
—Yo… ¡Oh, Donald! ¿Me dejaría que trabajara con usted en este caso?
—Siempre que pueda proporcionarme una información que valga la pena —respondí—. ¿Cuánto tiempo duraron esas relaciones entre Downer y Evelyn Ellis?
—¡Quién sabe! —dijo—. Pero, desde luego, desde mucho tiempo antes de que llegara al hotel. Estuvo viviendo en Los Ángeles en un piso, con el nombre de Evelyn Ellis. hace unas semanas vino a San Francisco y se registró en el hotel con el nombre de Beverly Kettle. Había alquilado el cuarto por unos meses, pero solía ir a menudo a Los Ángeles en avión. En Los Ángeles su piso seguía a nombre de Evelyn Ellis. Cultivaba dos identidades, de forma que cuando dejaba de ser Evelyn Ellis tomaba aquí el nombre de Beverly Kettle.
—¿Quién estaba enterado de este manejo? —pregunté.
—Al parecer, el único que lo sabía era Standley Downer. Cuando ella estaba aquí, Downer solía ponerle conferencias cuatro o cinco veces al día. Pero la amiga de Downer, una chica llamada Hazel, descubrió el pastel. Vino a San Francisco y, según me contó Bernice, la escena fue tremebunda. Los huéspedes de un cuarto contiguo se quejaron a la administración. Se llamaron cosas muy feas.
—¿A qué llama usted cosas feas?
—Palabras malsonantes, palabras de cuatro letras, palabras de siete letras, usted ya me entiende… ¡Oh, Donald! ¡Las palabras que llegan a decirse las mujeres cuando se pelean! ¡Un léxico abominable!
—Bueno —le dije yo—, pasemos por alto el léxico Hábleme del asesinato.
—¡Oh! Me imagino que cuando llegó Standley Downer al hotel, lo primero que hizo fue llamarla. Debió de permanecer en su departamento un buen rato y entonces… creo que descubrieron algo raro a propósito de un baúl.
—¿Cuándo comenzaron a hacer llamadas por teléfono?
—No hicieron ninguna; ni él ni ella.
—Pero él sí la llamó en cuanto llegó al hotel, ¿verdad?
—En cuanto entró en su departamento. Entonces la llamó.
—¿Cree usted que fue entonces cuando subió a verle?
—Sé que subió porque alguien telefoneó al departamento. Bernice le puso la comunicación y fue la voz de Evelyn la que contestó.
—¿Sabe quién hizo la llamada?
—No, era una voz de hombre. Dijo que quería hablar con Standley, y al instante Evelyn pasó el receptor a su amigo.
—¿Y la conversación? —pregunté.
Hizo con la cabeza un gesto de denegación.
—Bernice no tuvo ocasión de oírla. Había otras llamadas y no tenía más remedio que atenderlas.
—¿No tiene idea de quién pudiera ser el comunicante?
—No.
—¿Habló la policía con Bernice?
—Todavía no.
Saqué mi cartera y extraje de ella un billete de veinte dólares.
—Este asunto le ocasionará algunos gastos, Ernestina —le dije—. Me gustaría tener una lista de los números de teléfono a los que llamó Evelyn Ellis estos últimos días, y, en particular, me interesaría saber si ha tenido algún contacto con Happy Dase Camera Company y si es una fanática de la fotografía.
—¿Tiene algo que ver eso con el asesinato?
—Podría ser. ¿Cree usted que puede averiguarme todo eso?
—Tal vez —respondió—. Donald, dígame, ¿cómo pudo saber todas estas cosas sobre mi carácter? ¿Es posible que sea tan transparente?
—Todo lo contrario —le dije—, era precisamente su falta de transparencia lo que me permite intuir su lealtad, la hondura de sus sentimientos, su veracidad y la soledad en que vive.
—Donald, con azúcar está peor.
—¿Qué quiere decir?
—Yo soy la chica que en los bailes «come pavo» —contestó—. Lo sé y usted tampoco lo ignora. Una chica con excelsas virtudes, pero pegadita a la pared: nadie la saca a bailar. No sé cómo me las arreglo, pero siempre mis compañeras de cuarto son chicas estupendas. Será tal vez porque tengo un complejo de masoquismo, o algo por el estilo.
»Mire, por ejemplo, a Bernice. Sale casi todas las noches, y pocas veces con el mismo. Mariposea, juega con el fuego, pero jamás se quema las alas. Son ellos los que se queman los dedos cuando quieren atraparla.
»Le gusta tenerme a su lado porque soy la que se encarga de asear y poner orden en el piso. Y a mí me encanta vivir con ella porque, por la noche, antes de irse con el amiguito de turno, mientras se arregla y se emperejila, yo la vuelvo del revés, como un guante. Le digo que me cuente todos los detalles de su salida de la noche anterior, lo que hizo, y toda la conversación que tuvo con el chico… Si éste se propasó… En fin, todo, todo.
»Le sonsaco también todo lo que ha hecho en el hotel, durante el día, y los trapicheos de los huéspedes. En fin, otra chica menos paciente se habría ya cansado de mí. Pero Bernice es una estupenda camarada. Es muy comprensiva y, francamente, Donald, creo que se hace cargo de todo y sabe que soy víctima de un complejo de inferioridad. No puedo vivir la clase de vida que me gustaría vivir. Así pues, mi existencia es una pura mixtificación.
—¿En qué trabaja usted, Ernestina? —le pregunté.
—Soy contable —me contestó—. ¡Tuve que estudiar teneduría de libros! Desde luego, tengo alguna práctica como secretaria, pero los números me atraen. Escribo con una magnífica letra y sumo columnas de muchos números con una facilidad pasmosa. Y cuando canto los números que sumo, el tecleteo de la máquina de sumar me sirve de acompañamiento. Pulso la máquina de sumar sin mirar las teclas y jamás me equivoco.
»Otra característica que me distingue de las otras chicas: l as secretarias, por ejemplo, se arreglan y se emperejilan de tal forma que, cuando van a tomar algo al dictado, los jefes se fijan en ellas. Pero las contables no salimos de nuestro rincón y nadie se fija en lo que llevamos o dejamos de llevar encima. Ése es mi sino. Y nada hay que lo pueda cambiar.
—¿Sabe usted una cosa? —le dije.
—¿Qué?
—Usted sería una detective estupenda.
—¿Cree usted?
Asentí gravemente.
—¿Por qué?
—En primer lugar, su mismo recato; esas características de que se queja usted, que son causa de su arrinconamiento en una oficina, son virtudes relevantes en la labor detectivesca. Podría ir y venir sin que se fijaran en usted. Está dotada de un gran espíritu de deducción y tiene un notable poder de observación. Posee una retentiva excelente y es un buen juez de caracteres, sin excluir el propio. Cuando vuelva a Los Ángeles procuraré encontrar por allí algo que le convenga. La próxima vez que tengamos que emplear a una detective, estudiaré la posibilidad de que salga usted de su rincón y pueda ver otro mundo que el de la pantalla de televisión.
—En ese caso tendría que dejar mi empleo, ¿no es eso?
Asentí.
—¿Un gran sacrificio para usted?
—No mucho.
—Supongo que podría encontrar otro empleo, en el caso de que eso fallase.
—No me costaría mucho trabajo encontrarlo. Dígame, ¿cómo se llama usted realmente?
Le di una de mis tarjetas. La tomó entre sus dedos como si estuviera impresa en platino.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja en la casa donde está ahora? —le pregunté.
—Siete años.
—Exactamente —dije—. Usted es de las personas que hacen que todo funcione silenciosa y eficazmente. Por eso Bernice quiere que esté usted con ella, en este piso. Gracias a usted está todo limpio y presentable. Me apostaría el cuello a que Bernice acostumbra a dejar todas sus cosas desparramadas por el cuarto, y que, cuando regresa, lo encuentra todo en orden, la cama hecha y toda la ropa plegada y en su sitio correspondiente. Me apuesto también el bigote a que hace lo mismo en la oficina con sus compañeras de trabajo. A buen seguro la utilizarán como tapadera para disimular sus errores. Pero todo irá como sobre ruedas, con tanta eficacia y prudencia que nadie advertirá que es usted la autora del prodigio. Todo lo que saben es que cuando necesitan un informe cualquiera, lo encuentran en sus mesas, limpiamente mecanografiado, justo, preciso y elaborado en el instante mismo en que se necesita. Tengo la seguridad de que si usted abandonase súbitamente su empleo y tratasen de sustituirla, todo el tinglado se iría abajo en medio de un caos indecible. Nadie daría pie con bola y el jefe pondría el grito en el cielo, vociferando: «¿Qué demonios ha ocurrido a Ernestina? Que vuelva. No importa lo que se le pague, pero que vuelva».
Ernestina me miró y sus ojos llamearon de entusiasmo.
—Donald —dijo—, muchas veces se me ha ocurrido ese pensamiento, pero otras tantas lo he desechado por juzgarlo presuntuoso.
—Nada de presuntuoso —le dije—. ¿Por qué no hace el experimento?
—Donald, voy a hacerlo. Tengo algún dinero ahorrado. Gracias a él podré mantenerme algún tiempo sin trabajar… Mañana les avisaré que dejo el trabajo.
—Un momento, amiga mía. Medite… No nos dejemos arrebatar por la primera ola que barre el entrepuente y…
—No, Donald. Voy a hacerlo. Esta idea la tenía, ya hace mucho tiempo, en el fondo de mi pensamiento. Soñaba con ella. Y usted me ha hecho comprender hasta qué punto llenaba mi vida… ¡Oh, Donald!
Enlazó mi cuello con sus brazos y me estrechó en ellos con todas sus fuerzas. Pude sentir sus músculos palpitantes tras la tela tenue de su vestido.
—¡Donald! —exclamó—. ¡Mi querido, mi queridísimo amigo! Voy a comenzar, desde esta misma noche, a demostrarle lo que soy capaz de hacer. Cuando vuelva Bernice la someteré a un nuevo interrogatorio, le sacaré hasta el detalle más insignificante del crimen y todos los comentarios y comadreos que haya provocado en el hotel. Me lo dirá todo.
La tuve abrazada un buen rato y le di unos golpecitos amistosos en la espalda.
—¡Es usted una chica estupenda! —le aseguré.
Respiró hondamente y reclinó su cabeza en mi pecho, con los ojos cerrados y una sonrisa en sus labios. Casualmente había logrado llegar a ella en un momento crucial de su vida. Había desatado fuerzas acumuladas durante mucho tiempo, y ahora, resuelta y feliz, se sentía en el séptimo cielo.
Me prometió que al día siguiente alegaría tener un fuerte dolor de cabeza para no ir al trabajo, y lo dedicaría por entero a ayudarme.
Todo su cuerpo temblaba de excitación.
Eran las once de la noche cuando entré en una casa de baños turcos para pasar allí la noche. Tenía el presentimiento de que la policía estaría recorriendo todos los hoteles en busca mía, y pensé que no se les ocurriría buscarme en una casa de baños turcos.
Me cuidé bien de darles mi nombre y mi dirección verdaderos.