FRANK Sellers mandó que el coche patrullero se detuviera frente al edificio en donde se hallaban nuestras oficinas; lo hizo estacionar en la zona roja y dijo:
—¿Artículos de fotografía, eh pequeño tunante? ¿No crees que te has pasado de listo?
Bertha se apeó del coche, mirando frente a ella, con la mandíbula agresiva, centelleantes los ojos, sin decir esta boca es mía.
Subimos todos en el ascensor. Bertha entró impetuosamente en la oficina y dijo a la recepcionista:
—¿Hiciste ya ese paquete para reexpedirlo a San Francisco?
La muchacha asintió.
—Deshazlo —ordenó Bertha.
Dorris Fisher conocía a Bertha lo suficiente para no discutir sus órdenes. Abrió un cajón, sacó de él unas tijeras y rasgó con ellas la envoltura del paquete, reexpedido a la empresa Happy Dase Camera Company, de San Francisco.
Dorris Fisher sacó el paquete de su envoltura. Sellers se apoderó rápidamente de el, lo abrió y echando aún lado las virutas, puso al descubierto la cámara. La observó, frunció el ceño.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—En nuestro trabajo —contesté—, necesitamos a veces tomar fotografías. Esta cámara era de verdadera ocasión y por eso la compré.
Bertha me lanzó una mirada llena de ira reprimida.
Sellers, con una expresión de asombro, continuó explorando con sus dedos el interior de la caja. De repente sus labios se retorcieron en una sonrisa sardónica.
—¡Vaya! ¡Vaya! ¡Vaya! —exclamó, sacando el sobre de papel de ampliación, cinco por siete =—. Aquí está la clave del enigma.
Sellers examinó el sobre, llevó una mano al bolsillo y sacó de él un cortaplumas.
—¡Eh, cuidado! —exclamé yo—. Es papel para ampliar. Sólo puede abrirse en un cuarto oscuro; de lo contrario se velará. Si quiere me meteré en esa alacena, que está oscura, la abriré y…
—Eres muy amable —dijo sarcásticamente Sellers—. Pero no te molestes. La abriremos aquí mismo. Si hay algo dentro que no pueda soportar la luz del día, pigmeo, sabremos todos de qué se trata.
Sellers comenzó a cortar los precintos, pero al instante se detuvo, examinó la caja, caviloso, sonrió entre dientes y dejó a un lado el cortaplumas.
—Desde luego, Donald —dijo— no pudiste sacar el papel y poner en su lugar los cincuenta billetes, sin rasgar los precintos. Lo hiciste con mucha habilidad y, de seguro, con un cuchillo muy afilado, pues apenas se ve. Ahora, Bertha, vas a ver qué clase de pájaro es este socio tuyo.
Sellers abrió el sobre, dejando al descubierto un paquete envuelto en papel negro.
—No quite ese papel negro, sargento —le aconsejé—. Es papel para ampliaciones y la luz lo estropeará.
Sellers desgarró el papel negro, lo desprendió por completo del paquete y lo arrojó a una cesta. Lleno de súbito asombro, contempló las hojas de papel fotográfico que había dejado al descubierto.
Me esforcé para mantener mi rostro sin expresión. Fue una suerte que Frank Sellers y Bertha estuvieran contemplando el papel.
—¿Bien? —dijo Bertha—. ¿Qué es lo que tengo que ver?
Sellers cogió una de las hojas de papel, la miró, examinó la capa brillante que la recubría y a continuación observó su reverso, liso, sin revestimiento. Cogió tres o cuatro hojas y las estudió separadamente.
—¡Que me aspen…! —exclamó entre dientes.
Fui a sentarme.
Sellers titubeó un momento; luego volvió a tomar el paquete, sacó de él hasta la última viruta que tiró al suelo, lo volvió y revolvió y se puso a golpearle con los nudillos, como si contuviera un doble fondo o cosa parecida.
Lanzó a Bertha una mirada irritada.
—Está bien —dijo—. Tenía que habérmelo figurado… Una jugarreta de este bribón.
—¿Qué jugarreta?
—¡Esto es un cebo, Bertha! —exclamó Sellers—. ¿No te das cuenta? ¡Un reclamo!
—No te comprendo.
—No quiso llevar encima los cincuenta billetes porque sabe muy bien lo que hace; pensó que nos enteraríamos del asunto y le registraríamos. Su propósito fue, pues, que de algún modo fuera expedido a la oficina, sirviéndose de cualquier pretexto. Pero el chico es listo, más de lo que tú te figuras. Sabía que yo vendría a tu oficina y te preguntaría si había llegado un paquete de San Francisco. Tú dirías que sí y entonces yo vendría a recogerlo y abrirlo.
»Es muy propio de él y de su astucia infernal haber mandado un papel fotográfico, para que, al abrirlo yo, se estropeara con la luz, y pudiera reírse de mí, además de hacerme pagar de mi bolsillo otro papel nuevo. Y después, pasados dos o tres días, llegaría de San Francisco otro paquete, de inocente aspecto. Ya habría pasado la efervescencia de los primeros momentos y nuestro hombre, con toda tranquilidad, se habría embolsado los cincuenta mil dólares.
—¿Quieres decir que se ha propuesto robar ese dinero? —preguntó Bertha.
—No; robarlo no —respondió Sellers—. Su propósito es guardar ese dinero y hacer luego un trato con una Compañía de Seguros.
—Admiro su clarividencia. Yo en su caso me compraría una bola de cristal y me dedicaría a adivinar a la gente su futuro —dije yo por todo comentario.
Sellers comenzó a masticar su cigarro. Mala señal.
—Está bien —dijo Bertha—. ¿Qué vas a hacer?
—Me voy a llevar a tu media porción de socio —afirmó Sellers.
Bertha meneó la cabeza.
—No, Frank —dijo—. No puedes hacer eso.
—¿Por qué no?
—No tienes una orden judicial y…
—No la necesito —interrumpió el sargento—. Le juzgo sospechoso de un crimen y de otras muchas cosas más.
—Reflexiona, Frank —le dijo Bertha en voz queda.
—No veo por qué.
—En cuanto lo lleves a Jefatura —dijo Bertha—, los periodistas acudirán como moscas a un pastel. La detención de Donald les proporcionará un buen reportaje…
—No habrá detención —dijo Sellers—. Le llevo a Jefatura para interrogarle.
—No irá mientras no le detengas —dijo Bertha—. Es demasiado listo para no hacerlo. Te pondrá en evidencia delante de los chicos de la Prensa, harás el ridículo y, al final, él saldrá incólume y fresco como una lechuga.
Sellers royó el cigarro durante unos segundos, me lanzó una mirada asesina y luego la posó en Bertha. Fue a decir algo, cambió de parecer, dejó pasar unos segundos más y, finalmente, asintió con un lento movimiento de cabeza.
—Gracias, Bertha dijo.
—De nada —respondió Bertha.
Sellers se volvió hacia mí.
—Tú, pigmeo, oye esto —dijo—, juégame otra trastada, una sola, y sabrás cómo las gasto. Te abro en canal, como me llamo Sellers.
El sargento giró sobre sus talones y salió del despacho.
—Donald —dijo Bertha—, quiero hablar contigo.
—Un segundo —me excusé.
Me dirigí hacía el lugar que ocupaba Elsie Brand, en el paso de la puerta de mi despacho particular, desde donde había estado observando los acontecimientos, y le dije en voz baja:
—Ponme en comunicación con Happy Dase Company. Quiero hablar con el gerente. Estaré probablemente en el despacho de Bertha cuando hagan la llamada. Me avisas allí, pero quiero hablar desde mi despacho.
—¿Sabes el nombre del gerente? —preguntó.
Hice un gesto de denegación.
—Es un japonés. Pregunta por el gerente o dueño; necesito hablar con él. Tal vez a esta hora esté cerrado el establecimiento. Si es así, que te den su número particular.
Elsie me miró fijamente.
—Donald, estás en un apuro. ¿Verdad que lo estás?
—¿Por qué? —pregunté.
—Cuando los otros estaban observando la caja que había abierto el sargento Sellers —me contestó—, yo me fijé en la expresión de tus ojos. Por un momento me imaginé que te encontrabas mal.
—No te preocupes por la expresión de mis ojos, Elsie —le dije—. Me he metido en un berenjenal, y lo peor del caso es que tal vez te haya arrastrado a él.
—¿Insinúas que tendré que testificar contra ti? —preguntó.
—Si te obligan a comparecer ante un jurado, es posible que sí. A menos que…
Me observó, tensa, mientras yo me callaba.
—A menos que estuviésemos casados, ¿no es eso? —preguntó.
—No he dicho eso.
—Yo sí, Donald. Si es preciso que me case contigo para no testificar contra ti e ir luego a Nevada para obtener un divorcio, no tengo el menor inconveniente. Yo haré por ti todo lo que sea necesario; todo.
—Gracias —le dije—. Yo…
—¡Por vida de…! —tronó la voz de Bertha—. ¿Vais a estar ahí farfullando horas y horas sin parar, o te decides a venir aquí?
—Ahora voy —le dije.
Fui al despacho de Bertha. Cerró la puerta por dentro y metió la llave en un cajón de su mesa.
—¿A qué viene todo esto? —pregunté.
—Vas a estarte aquí —me dijo—, hasta que digas toda la verdad. No sé qué le estabas diciendo a Elsie en voz baja, pero si era para que telefonease a San Francisco y te pusiera en comunicación con esa tienda de artículos fotográficos, Bertha no se moverá de aquí y oirá todo lo que tengas que comunicarles.
—¿Por qué crees que quiero llamar a alguien de San Francisco?
—No seas necio —exclamó. Si se te ocurre comprar una caja de papel de ampliaciones y me doy cuenta de que alguien ha roto los precintos, es lógico que quiera averiguar lo que ha ocurrido. Si compraste esa cámara fue porque querías adquirir, al mismo tiempo y sin despertar sospechas, esa caja de papel fotográfico. Ahora dime: ¿qué ha sucedido? ¿No te habrá escamoteado algo ese hijo del Sol Naciente?
Me encaminé hasta la ventana, dándole la espalda a Bertha. Miré hacia abajo. Estaba deshecho.
—¡Contéstame! —me gritó Bertha—. No te quedes ahí, pasmado, pensando cómo salir del apuro: No puedes. Estás metido en un aprieto muy grande, y lo peor del caso es que también estoy yo metida en él, hasta el cuello. Jamás he visto a Sellers de ese modo. Es como para…
Sonó el teléfono.
Bertha se apoderó del receptor y dijo:
—Hablará desde aquí.
Se oyó un murmullo confuso al otro extremo del hilo, y Bertha lanzó una blasfemia:
—¡Elsie, te he dicho que hablará desde aquí, desde mi despacho! Anda, dame ya la línea.
Me dirigí a Bertha.
—Desde aquí no puedo hablar.
—¡Vaya si puedes! —me interpeló Bertha—. Hablarás desde aquí, o, de lo contrario, no hablarás. A ver, decídete. Telefonéale desde aquí; si no, le diré a Elsie que anule la conferencia.
La miré y me di cuenta de que una ráfaga de ira asomaba a sus ojos; fui al teléfono y cogí el receptor.
—¿Hablo con el gerente de la Happy Dase Camera Company?
El hilo hizo llegar hasta raí la voz nerviosa, rápida, en staccato, del japonés:
—Sí, soy yo el gerente, señor Kisarazu.
—Al habla Donald Lam —dije—, en Los Ángeles. ¿Es usted quien me vendió una cámara de ocasión y un paquete de papel para ampliaciones?
—Sí, soy yo —farfulló, nervioso—. Takahashi Kisarazu, gerente de la Happy Dase Camera Company, a sus órdenes, señor. ¿Qué desea usted, señor Lam?
—Me recuerda, ¿verdad? Le compré una cámara y papel fotográfico.
—Sí, sí —exclamó—. Ya entregué el paquete en el aeropuerto. Con toda urgencia, como me indicó, y siguiendo todas sus instrucciones.
—El paquete está aquí —dije—, pero lo que compré no ha llegado.
—¿El paquete llegó?
—Sí; lo tengo aquí.
—Pero lo que compró, no.
—Correcto.
—Lo siento, señor, pero no comprendo.
—Compré a usted una caja de papel para ampliaciones, de una marca especial. La caja que he recibido no es la misma que yo compré. Los precintos han llegado rotos. Alguien debió abrir la caja.
—¿Abrir, dice usted?
—Abrir, sí, señor.
—Lo siento mucho, caballero. Tengo a la vista el talón de compra. Le mandaré inmediatamente otra caja de papel. Lo siento mucho.
—No quiero una nueva caja de papel —dije—. Quiero la misma que compré.
—No acierto a comprender, señor.
—Demasiado que me comprende —le dije—. Le repito que quiero la caja que compré. La misma, y no otra, ¿comprende?
—Tendré mucho gusto en mandarle inmediatamente una caja nueva, por expreso aéreo. Un lamentable accidente. Tal vez alguien debió abrir el paquete, después de que lo compró, ¿no?
—¿En qué funda usted su suposición?
—En que encontramos en el suelo, cerca del mostrador, cinco hoja® de papel para ampliar, cinco por siete. Lo siento mucho, señor, créame que lo siento. Repararemos error.
—Oiga usted —le dije—, escuche lo que voy a decide. Quiero esa caja de papel, y la quiero inmediatamente. Si no la recibo, le aseguro que habrá jaleo. Un jaleo serio ¿me comprende?
—Sí, sí, comprendo. No me gusta el jaleo. Siento lo que ha pasado. Le mandaré volando la caja. Adiós, adiós.
Colgó el teléfono. Yo le imité y me encontré con los ojos de Bertha clavados en los míos.
—¡Valiente mamarracho! —dijo entre dientes.
—¿Yo? —le pregunté.
—Él —dijo—. ¡Ese hijo de Buda! —Y después de un momento agregó—: Tú también. —Reanudó, a continuación el hilo de sus pensamientos—. ¡Maldita sea, Donald!; Tú deberías saber ya a estas alturas que no es fácil engañar a un oriental. Pueden leer tus pensamientos con la misma facilidad que yo leo las informaciones de Bolsa en los diarios.
—Compré la cámara porque me parecía una verdadera ganga —dije yo—. No sé por qué me imagino que es de contrabando.
Los ojos de Bertha lanzaban destellos.
—¡A otro perro con ese hueso! —exclamó—. Tú no compraste esa cámara porque fuera una ganga o quisieras tomar fotografías. Dime, ¿por qué diablos la compraste?
—Sería mejor —le dije yo—, que no te dijera nada. Tal vez tengas razón y sea cierto que me encuentre en un aprieto.
—Si lo estás tú, también lo estoy yo —dijo Bertha—. ¿Qué quiere decir esa prueba que tratabas de mandarte a ti mismo sin que nadie lo supiera?
—No era una prueba —repliqué—. Frank Sellers tenía razón: eran los cincuenta mil dólares.
Bertha quedó con la boca abierta. Sus ojos comenzaron a agrandarse.
—¿Los cincuenta billetes?
—Los cincuenta.
—Donald, ¡no es posible! ¿Cómo diablos los encontraste?
—Sellers estaba otra vez en lo cierto —dije—. Ese individuo tenía un baúl. Yo me procuré uno idéntico y le di el cambiazo: él se quedó con el mío y yo con el suyo. Los cincuenta billetes estaban, naturalmente, en el suyo… esperándome. Un presentimiento que tuve y que se realizó, compré a continuación la cámara y el papel para ampliar. La caja que contenta éste tenía dos paquetes de papel. Mientras el gerente buscaba algunos accesorios para la cámara, yo abrí cautelosamente la caja, saqué unas hojas y en su lugar puse los cincuenta billetes. Le dije que deseaba que me la expidiesen por expreso aéreo y entrega inmediata, para poder tenerla aquí cuando llegara.
—¡Dios mío! —exclamó Bertha—. Seguro que el hombre de la tienda sospechó algo.
—No; no fue eso —dije—. Nada advirtió, atareado como estaba en encontrar lo que le había pedido para completar la transacción. Le di la impresión de que lo único que me interesaba era la cámara. Cuando abandoné la tienda, estaba disponiéndolo todo para que uno de sus empleados se fuera inmediatamente con el paquete al aeropuerto.
Bertha movió su cabeza con expresión de desaliento.
—Te crees muy listó, pero muchas veces te pasas de rosca. ¿Por qué diablos no fuiste a una tienda de americanos? Con esos orientales está uno vendido siempre. Muchas reverencias, mucho cumplido y mucha risita, pero, mientras tanto, sus ojillos no dejan un momento de asaetearte y de penetrar en tus pensamientos, que leen como si fuera un libro abierto.
—Eres una provinciana, Bertha —dije—. Todas las nacionalidades poseen características que les son peculiares. Los japoneses saben que esa mirada franca y abierta que nos lanzamos cuando nos encontramos, las palmaditas que nos damos en la espalda y las expresiones de cordial sinceridad, son formulismos convencionales. Las maneras orientales que describes son sencillamente rituales. Tienes miedo de ellos porque son más listos que tú.
Bertha me miró con expresión de enojada.
—¡Vete al diablo! —exclamó—. No fueron más listos que yo, fueron más listos que tú.
—Bueno —repliqué—, es inútil discutir contigo. Tú viste el paquete cuando llegó. ¿Notaste algo anormal en él?:
—Nada —dijo Bertha—. Tenía los sellos intactos, muy bien acondicionado todo, y llevaba esta etiqueta de la tienda de artículos fotográficos; venía dirigido a la Agencia, a nombre tuyo. Así, pues, lo abrí, para ver de qué se trataba. No llegué a averiguarlo. Acababa de desenvolverlo cuando sonó el teléfono. Era Frank Sellers; lo dejé todo y acudí a su llamada.
—Pues bien —le dije—, estamos de veras en la sopa.
—¡En la sopa! —exclamó Bertha—. Estamos en la sartén, a punto de que nos frían. Alguien debió seguirte, Donald. Si no fue ese pajolero japonés, fue entonces alguien que te siguió y te espió desde fuera, a través del cristal del escaparate. Entonces se ingenió para interceptar el paquete y…
Bertha advirtió la expresión que se reflejaba en mi semblante.
—¿Qué ocurre, Donald?
—¡Ha sido una mujer! —exclamé—. Recuerdo que poco tiempo después de entrar yo en la tienda, se presentó en ella una mujer de muy bella presencia y comenzó a hacer preguntas sobre aparatos fotográficos. Estaba junto a un mostrador, frente a la puerta de entrada. Yo me encontraba en el extremo opuesto, en la sección de las cámaras de ocasión.
—¿Qué aspecto tenía?
Hice con la cabeza un gesto de denegación.
—¡Inaudito! —dijo Bertha, súbitamente airada—. Una mujer guapa ¡y no te fijaste en ella!
—No me fijé en ella —dije—, por la sencilla razón de que, aprovechando que el japonés estaba de espaldas buscando una cámara que me conviniese, estaba muy ocupado sustituyendo el papel por los cincuenta billetes. Además de la cámara le había pedido un estuche para la misma.
—Bueno —dijo Bertha después de un momento—, estamos vendidos. Así, pues, cambiaste los baúles. ¿Qué hiciste del baúl de Downer después de apropiarte los cincuenta mil dólares?
—Tomé una habitación en el hotel «Golden Gateway», bajo el nombre de George Biggs Gridley, y pagué un día adelantado. Dejé dentro del baúl una carta para que Downer la encontrara cuando lo abriera. La carta indicaba que alguien llamado Gridley, que paraba en el hotel «Golden Gateway», era el dueño del baúl.
—¿Por qué hiciste eso?
—No estaba seguro de que se hallara el dinero en su baúl. Pensé que caería en el lazo y creería que el cambio de baúles era debido a un error de la Compañía, y que finalmente llamaría a Gridley en el «Golden Gateway». Calculaba que, según fueran las cosas recibiría la llamada, o bien me esfumaría.
—¿Llamó Downer?
—No.
—¿Por qué?
—Porque le habían asesinado.
Bertha caviló unos segundos.
—¿Cómo fue que la policía no encontró la carta y no metió las narices en el hotel «Golden Gateway» en busca de Gridley?
—Porque no estaba allí.
—¿Por qué no?
—El asesino se la llevó.
—¡Cielo santo! —exclamó Bertha—. ¡Tienes a toda la policía detrás de ti, y, además, a asesinos capaces de desollarte vivo por esos cincuenta mil dólares, y, mientras tanto, una bribona de alto copete se pasea por ahí llevando en sus nylons todo ese montón de billetes!
—Así parece —reconocí yo.
—Con sólo pensarlo se me pone la carne de gallina —dijo Bertha.
Estuvo silenciosa un buen rato; luego el pensamiento de tanto dinero la puso tensa.
—¡Cincuenta mil dólares! ¡Cincuenta mil «ojos de buey»! —exclamó—. ¡Dios! ¡Y todo ese dinero lo tuviste en tus manos, Donald! Hubiéramos podido obtener mil quinientos de recompensa. ¿Por qué diablos se te fueron de las manos?
—Hay algo en todo esto que me desconcierta —dije—. Me pregunto qué es lo que podrá ser. Standley Downer supo que Hazel había estado aquí.
—¡Esa Hazel Downer! Me voy a entender yo con ella.
—Déjala en mis manos —dije—. Ella se fía de mí.
—¡Se fía de ti! —exclamó Bertha, tonante—. ¡Siniestro idiota! Te está tomando el pelo. No tiene más que mover arriba y abajo las pestañas, sonreír un poco y cruzo sus piernas, hechas a torno, para que te tires al suelo y, te ofrezcas a ella como alfombra para sus pies. ¡Por la gloria de Cotón! ¿Qué se hizo de tu materia gris? ¿Se la comió un gato…? No conoces a las mujeres, y menos a las de esa variedad. Hazel, te repito, te está tomando el pelo y tú no te das cuenta. Ahora cuéntame el resto de la historia.
—Eso es lo que estoy tratando de hacer, Bertha.
—¡Vale más que no cuentes nada! —vociferó Bertha—. A la vista está. Has comprometido a la Agencia, has hecho que Sellers se salga de madre, que te acusen de j un asesinato, en fin ¡el acabóse! Y, mientras tanto, has dejado que se te escurran de entre los dedos cincuenta mil dólares. Si no confiesas la verdad, malo, y si la confiesas, peor. Frank Sellers te hará cisco… ¡y aún tienes el valor de decirme que te deje obrar por tu cuenta…! ¡No olvides, además, que por haberles escamoteado el botín, toda una pandilla de asesinos profesionales se echará encima de ti…! Yo me las entenderé con esa pelandusca de Hazel, desde aquí mismo. Tú volverás a San Francisco; y piensa que es inútil que regreses aquí mientras no hayas recuperado esos cincuenta mil dólares.
—Imagínate —le dije— que fuera Evelyn Ellis la autora del embrollo. ¿Qué pasaría?
—¿Reconocerías a la mujer que te siguió hasta la tienda?
—Tal vez —le dije—. Pero no estoy seguro. Todo lo que sé de ella es que era joven, de buen palmito y elegantemente vestida.
—Dime —exclamó Bertha—, estuvo en la tienda mientras tú permaneciste en ella, ¿no es así?
—Sí, pero ni por un momento dejó de darme la espalda.
—¿Se quedó en la tienda cuando tú te fuiste?
—Sí.
—Al dirigirte a la puerta, ¿pasaste junto a ella?
—Sí.
—¿Puedes recordar a qué olía? —dijo Bertha—. Una mujer elegante, como dices, debía llevar algún perfume y…
Moví la cabeza negativamente.
—No recuerdo.
—Está bien. Te diré algo que puedes hacer —me dijo—. Busca el modo de conseguir una fotografía de Evelyn Ellis.
—Las tengo en cantidades industriales —le respondí—, en bañador, con vestido de baile, sin vestido de clase alguna y…
—¡Cielo santo! —gritó Bertha—. Entonces, ¿voy a decirte yo lo que debe hacer un detective? Coge esas fotos y vete rápido a San Francisco. Preséntate en la tienda del japonés, busca al empleado que atendió a esa mujer, enséñale las fotografías y pregúntale si es la misma que fue a comprar una cámara. Si es ella, me mandas un telegrama y me reuniré contigo para llevar juntos el caso. O mejor dicho, para trabajarlo yo sola. Porque ya lo sé: te enseñaría un poco de pierna y serías cera blanda en sus manos. A mí ya puede enseñarme las piernas, que no me conmuevo Ahora, por el amor del cielo, vete antes de que el sargento Sellers huela algo y te meta en chirona.
—Bertha —le dije, una de dos: o tú piensas como yo, o debemos hacer todo lo contrario, porque así era exactamente cómo me había propuesto actuar.
—Bien. ¡Sal disparado con mil pares de demonios! —vociferó Bertha—. No te quedes ahí diciéndome que, por una vez, nuestra imaginación ha funcionado sincrónicamente. ¡Maldita sea mi estampa! ¡Y eso en el momento en que estoy a punto de perder mi licencia…!
Me dirigí a la puerta.
No me atreví a decirle que la tienda de los japoneses era, precisamente, la que había hecho las fotografías publicitarias de Evelyn Ellis. Tenía que darle la razón a Bertha: ¡me habían tomado bonitamente el pelo!