EL garaje estaba cerrado con candado. La señora Charlotte me entregó la llave a regañadientes; me dijo que era la última que le quedaba y que procurara no perderla. La inquilina anterior se la había llevado consigo al irse. Había entregado la llave del piso, pero se había quedado la del garaje.
Le tranquilicé diciendo que mandaría hacer, por mi cuenta, un duplicado de la llave y que en cuanto lo tuviera, se la devolvería.
Conduje mi coche hasta el garaje, introduje la llave en el candado, alcé la aldaba y abrí la puerta.
La única ventilación se producía a través de una pequeña ventana cercana al techo. El lugar era oscuro y olía a humedad.
Encendí la luz.
Había un buen surtido de chatarra acumulada por los distintos ocupantes; un gato incompleto, una caja de embalaje, el cubo de una rueda, latas vacías de gasolina, viejos «monos» cubiertos de grasa, un trozo de gamuza mojada y un baúl-mundo, nuevo y flamante, en medio del garaje.
Lo examiné cuidadosamente. Era de una buena marca, de calidad excelente, y debía haber costado su dinero. Estaba sólidamente cerrado.
Me entregué a una honda cavilación. El baúl estaba en el centro del lugar, de una manera extraña; era lo primero que se veía al entrar. Evelyn había dejado a la señora Charlotte una nota diciendo que se iba, que el alquiler estaba pagado hasta fin de mes y que la señora Charlotte estaba en libertad de volver a alquilar el departamento. Con la nota había dejado la llave de este último, pero se había quedado con la del garaje.
Era, por lo tanto, evidente que Evelyn intentaba entregar la llave del garaje a otra persona para que fuera a incautarse del baúl y se lo expidiera. Así, pues, había dado a esta persona la llave del garaje y, para que no hubiese duda de especie alguna, había colocado el baúl en el mismo centro para que fuera lo primero que se viese al entrar.
Salí del garaje, cerré el candado, subí al automóvil de la agencia y me puse a recorrer la calle hasta encontrar una ferretería.
Compré el mejor candado que había en la tienda; garantizado contra los ladrones. Con el candado me dieron dos llaves.
Volví al garaje, abrí el viejo candado, me aseguré de que el baúl seguía en su sitio, puse en la puerta el nuevo candado, lo cerré y salí a la calle en busca de un teléfono. Lo hallé v llamé a la señora Charlotte:
Cuando se puso al teléfono le dije:
—Señora Charlotte, soy Donald Lam. Voy a guardar en el garaje ciertos papeles que tienen para mí un gran valor, y como no me gusta la idea de que la inquilina anterior tenga todavía en su poder la llave que no le ha devuelto, he decidido poner un nuevo candado en la puerta. He mandado hacer llaves duplicadas para usted.
—Se lo agradezco en el alma, señor Lam —dijo—. Estoy tratando de comunicarme con mi asistenta. Quiero que limpie el departamento antes de que llegue la noche.
—No se preocupe, señora —le dije—. Mi mujer está ya poniendo un poco de orden en la habitación. La veré más tarde.
—¿Pasará aquí la noche?
—No lo creo. Probablemente tendré que irme a San Francisco —le dije—. Estoy esperando una llamada. Mi mujer, de todos modos, quedará en la casa.
Me trasladé a una tienda de artículos de viaje y adquirí en ella un baúl de la misma marca y tamaño del que estaba en el garaje: me lo llevé a mi domicilio y lo llené de ropa y de artículos de mi uso personal.
Me escribí a mí mismo una carta bajo el nombre de George Biggs Gridley. La carta decía así:
Mí querido señor Gridley:
Lamento que no hayamos podido encontrarnos en Las Vegas. No pude verle en Los Angeles, pero espero entrevistarme con usted cuando llegue al hotel «Golden Gateway», de San Francisco.
Cuando nos veamos, confío en que podremos concertar una división equitativa de la propiedad.
Firmé la carta con las iniciales L. N. M. y la metí en uno de los bolsillos de una chaqueta de sport que coloqué en el baúl.
Después que hube cerrado el baúl, cogí una maleta y un maletín y metí en ellos todo lo necesario para pasar una semana fuera de casa. Seguidamente volví al hotel «Breeze-Mount», y pertrechado de la maleta y del maletín, subí en el ascensor.
Elsie había terminado el escrutinio del contenido de la cesta de papeles, y algunos de éstos, desarrugados y alisa, dos, se hallaban sobre la mesa.
—¿Encontraste algo? —le pregunté.
—En estos pedazos de papel hallarás direcciones y números de teléfono —dijo—. Uno de ellos es de San Francisco.
—¡Magnífico!
Apunté en mi agenda los números.
—¿Y fuera de esto?
—Botes de cremas rancias, barritas pintalabios, estuches de rimmel, en fin, todo un arsenal femenino —dijo— y pare usted de contar.
—Perfecto —le dije—. La directora está buscando a la asistenta para que nos limpie el departamento. Pide un taxi. Cuando llegue lo tomas y te vas a tu casa, coges una maleta, metes en ella lo indispensable para un par de días y te vienes para acá volando.
Iba a decir algo, pero cambió de parecer. Se fue al perchero, cogió el abrigo y se lo puso.
—Dame la llave —le dije—. Cuando salgas, cierra la puerta de golpe.
—¿Qué haré cuando regrese?
—Si no estoy aquí, encontrarás la llave en la gerencia —le dije.
Bajé adonde estaba mi coche y me fui en él al garaje. Abrí el nuevo candado, empujé la puerta y pasé al interior. Tomé el baúl y lo fui moviendo hacia el fondo, hasta que lo situé en una zona oscura. A continuación maniobré mi coche de forma que su parte trasera quedó frente a la puerta del garaje. Entonces saqué por aquélla el baúl nuevo que había adquirido y lo coloqué en el lugar exacto que había ocupado el otro. Finalmente, después de cerrar la puerta del garaje con el nuevo candado, me fui en el coche y lo dejé estacionado junto a la acera, frente al edificio del hotel. Subí nuevamente al departamento.
—Muy bien, Elsie —le dije—. Puedes irte en cuanto llegue el taxi.
—Tendré que detenerme en un supermercado para comprar algunas provisiones.
—Bien pensado —le dije—. Tráete café, crema, azúcar, huevos, sal, pan… comestibles variados… Que se vea bien que vamos a vivir aquí; no vaya a recelar algo la directora. Haz que el chófer del taxi te lleve todo eso hasta el ascensor. Si estoy en la casa, me encargaré del transporte de las vituallas hasta aquí. De lo contrario, tendrás que hacerlo tú sola.
—Si no estás aquí, por favor, llámame y dime dónde te encuentras.
Apunté el número del teléfono y dije:
—Descuida. Estaré contigo en continuo contacto telefónico. Ahora, vete y tráete tus cosas.
La directora telefoneó para decirnos que el taxi había llegado.
—Bien —me dijo Elsie—, como esposa consciente de sus deberes, seguiré tus instrucciones. No podía imaginarme que estar casada contigo fuera esto, Donald. Volveré tan pronto como pueda.
En cuanto se hubo marchado Elsie, me senté, inquieto, temeroso de que sonara el teléfono. En el caso de que llamara alguien, tenía que abstenerme de contestar. Una voz de hombre podía muy bien ahuyentar la caza. Por otra parte, si no contestaba, la llamada volvería a repetirse más tarde, y la directora del hotel sabía que yo estaba en el piso. De acuerdo con mis planes, tenía que saber que estaba allí.
Acerqué una silla junto a la ventana y me senté en ella. Me ensimismé, rememorando los incidentes del día.
El teléfono comenzó a sonar. Dejé que sonara. Me pareció interminable el molesto tintineo.
Me levanté y me puse a pasear por la habitación, descontento de mí mismo y recriminándome por haber dejado que se fuera Elsie, aunque sabía muy bien que no podía existir otra solución.
Después de quince o veinte minutos, el teléfono volvió a sonar, y esta vez parecía como dispuesto a sonar indefinidamente. Finalmente, fui a él, lo descolgué y pregunté:
—¿Qué número pide usted?
—¡Por el amor del cielo! —exclamó la voz de la señora Charlotte—. ¿Dónde estaba usted? Sabía de cierto que estaba en el piso y…
—No me fue posible contestar a la llamada. Estaba bañándome. ¿Qué ocurre?
—Ahí afuera hay un hombre que quiere entrar en el garaje. Tiene instrucciones de recoger un baúl.
—¿Le ha enseñado alguna carta que lo acredite? —le pregunté.
—Tiene la llave del garaje, es decir, la llave del otro candado. Evelyn Ellis se la dio. Trató de abrir la puerta y vio que habían cambiado el candado. Usted me dijo que iba a cambiarlo, no que lo hubiese cambiado ya. Naturalmente yo no tengo llave.
—Bajo al instante y le abriré la puerta —dije—. Lo siento; de veras lo siento.
—Yo puedo subir a recogerla. Quería asegurarme de que…
—No —interrumpí—. Bajaré yo mismo y le abriré el garaje. ¿Qué es lo que quiere recoger?
—Parece ser que la señorita Ellis, la inquilina anterior, dejó allí un baúl y ahora manda a este individuo a recogerlo. Es todo lo que necesita.
—Está bien —dije—, en este caso suba en el ascensor y le daré su llave, y entonces podrá dejarle entrar.
Fui al ascensor y esperé a que la señora Charlotte subiera.
—¡Cómo lo siento, señora! —le dije—. Hubiera debido dejarle la llave cuando cambié el candado.
—Sí, hubiera debido hacerlo —exclamó con cierta acritud—. Me hubiera evitado todo este jaleo.
—Lo siento en el alma.
Le entregué la llave del candado. Bajó en el ascensor.
Me precipité escaleras abajo y me detuve en el último rellano, desde donde podía ver el despacho de la gerencia. El hombre que se hallaba junto a la señora Charlotte y hablaba con ésta era el de la fotografía que me entregó: Hazel Downer. Parecía muy nervioso.
La señora Charlotte se fue con él en dirección al garaje. Crucé el vestíbulo, dejé la llave del piso en la mesa de la gerencia, salí afuera y me metí en el coche de la agencia; puse el motor en marcha y esperé.
La señora Charlotte, entretanto, había acompañado al hombre hasta la puerta del garaje. Abrió éste y dejó que el desconocido entrara en él. No estuvo mucho tiempo dentro; salió y subiendo a un coche «Sedan» estacionado en las proximidades, lo maniobró de forma que su parte trasera quedó frente a la entrada del garaje. Entonces se apeó, abrió el portaequipajes de su coche y, después de no poco forcejeo, logró meter en él el baúl que yo había comprado y que expresamente había colocado, poco antes, en el centro del garaje. Como la parte superior del baúl sobresaliera del portaequipajes, lo aseguró a éste con un sólido cordel. A continuación subió al coche, lo puso en marcha y se alejó, aunque no lo suficientemente ligero para impedirme que viera y anotara su número de matrícula: NYB 241.
Inmediatamente subí a mi coche y le seguí. Me mantuve a prudente distancia y sólo estreché el cerco cuando el tráfico se hizo más denso.
Llegó a la estación Unión, se detuvo el tiempo justo para que un mozo descargara el baúl, y, a continuación, fue a aparcar el coche. Yo hice lo mismo con el mío, y seguí al hombre hasta el interior de la estación. Le vi cómo adquiría un billete para el «nocturno» de San Francisco. Acto seguido se reunió con el mozo que se había hecho cargo del baúl y fueron los dos a facturarlo.
Volví a toda prisa al hotel, acerqué el coche de la agencia a la puerta del garaje, abrí éste, y, cargando con el baúl que había arrinconado en el fondo del local, lo trasladé al interior de mi coche. A continuación volví a tomar el volante y me dirigí, sin perder tiempo, a la estación Unión. Allí adquirí un billete para el «nocturno» de San Francisco y facturé el baúl. Seguidamente aparqué el coche en el garaje de la estación y llamé al piso.
Elsie contestó a mi llamada. Su voz parecía frágil y en ella percibí una nota de angustia.
—¿Qué hay de nuevo? —le pregunté.
—¡Oh, Donald! —dijo—. ¡Me alegro tanto de que me hayas llamado…! Estoy asustada.
—¿Qué ocurre?
—Llamó hace poco un hombre. No preguntó quién era ni nada. Se limitó a decir: «Oye, tú, dile a Standley que le doy de plazo hasta mañana para que se deje caer con los diez billetes convenidos. De lo contrario, le pesará». Traté de averiguar, quién era, pero el comunicante, sin añadir más, colgó.
—Mira, pequeña —le dije—, no tengas miedo. Nada puede pasarte. Tranquilízate. Contesta al teléfono cada vez que llame. No digas a nadie que eres Evelyn Ellis. Limítate a contestar que tratarás de que el recado llegue a ella. Sí alguno insiste y se pone pesado, le dices que eres la nueva inquilina, que te mudaste ahí después de que se fue del piso la señorita Ellis, pero que tienes razones para creer que volverá de un momento a otro para saber quiénes la han llamado. Si preguntan quién eres o cómo te llamas, tómalo como si fueran intentos de galanteo, y contéstales que no lo sabes, que tendrás que preguntárselo a tu papá y a tu mamá. No digas ya más a persona alguna que eres una amiga de Evelyn Ellis o que la conoces. Procura obtener toda la información que puedas; pero, en ningún momento, manifiestes nada: limítate a decir que eres la nueva inquilina del piso. Y si alguno de los comunicantes se pusiese demasiado terco, le dices que se ponga al habla con la señora Charlotte, la directora del hotel.
—Donald, ¿vendrás pronto? —me preguntó.
—Lo siento, pequeña —le dije—, voy a estar ausente durante algún tiempo.
—¿Cuánto?
—Toda la noche.
—¡Donald!
—¿Me quieres ahí… toda la noche?
—No… Pero… ¡no quiero estar sola!
—A veces, para la mujer casada, la soledad es la mejor compañía.
—Sí, desde luego —sonó airada la voz de Elsie—, cuando la compañía se llama Donald Lam.
Y con un golpe seco, colgó.
Me encaminé a un bazar, compré una bolsa de nylon, la llené de artículos diversos de tocador, crema dental, jabón, un cepillo de dientes, y me fui a «Olvera Street». Allí un restaurante mejicano me brindó una excelente comida. Desde él me encaminé a la estación Unión y tomé el «nocturno». Me cuidé bien de no pasar por el vagón salón ni por el restaurante: me metí en mi compartimiento, cerré la puerta y me eché a dormir.
No salí a desayunar para no tener un mal encuentro en el vagón-restaurante. Cuando el tren llegó a San Francisco, me apeé, tomando las precauciones necesarias para que nadie advirtiera mi presencia. Como llevaba conmigo el improvisado neceser, no tuve necesidad de acercarme al vagón de los equipajes en donde los factores repartían los bagajes.
Cogí un taxi que me llevó al hotel «Golden Geteway». Me registré allí bajo mi nombre, y a continuación le dije al empleado:
—Espero la llegada del señor George Biggs Gridley. Todavía no ha venido, pero deseo que ocupe una habitación próxima a la mía. Haré el registro en su nombre y le pagaré el cuarto contiguo al mío. Puede ya darme la llave; se la entregaré en cuanto llegue. Voy a pagarle por adelantado las dos habitaciones. Más tarde, si decidimos quedarnos algún tiempo, haremos otros arreglos a base de pago diferido.
Saqué mi cartera.
El empleado se deshacía en atenciones hacia mí. Por fin, me dio dos habitaciones contiguas.
Fui a una agencia de automóviles de alquiler, alquilé una rubia y me dirigí a la estación; presenté el talón y saqué el baúl que había facturado en Los Ángeles.
Era un baúl bastante pesado, y al cargarlo en la rubia, tuve como la impresión de que todo el peso gravitaba sobre el fondo.
Me volví al hotel, descargué el baúl, llevé la rubia a un aparcamiento próximo, y a continuación mandé que llevaran el baúl a la habitación que había alquilado bajo el nombre de George Biggs Gridley. Decididamente me gustaba el nombre.
Llamé al jefe de los «botones» y le dije:
—Estoy en un apuro. He perdido la llave de mi baúl, y tengo que abrirlo inmediatamente.
—El portero —me dijo— tiene un montón de llaves de todas las clases y tamaños. Tal vez encuentre una que le resuelva el conflicto. Voy a enviárselo.
Espere como unos cinco minutos, y al cabo de ellos se presentó el portero, armado de un enorme llavero del que colgaban como un centenar de llaves de todas las dimensiones y categorías.
En menos de un minuto el hombre encontró la llave apropiada. El baúl quedó abierto.
Tomó los dos dólares que le alargué y rió entre dientes.
—Nada más fácil —dijo—. Estas cerraduras son de un modelo corriente y nada complicadas. Se adaptan a un tipo de llaves que también son muy corrientes.
En cuanto salió, destapé el baúl.
Estaba lleno hasta el tope de mantas de lana. En el fondo del baúl, entre los pliegues de las mantas, para que no se moviesen, había tarjetas y libros llenos de figuras y números cabalísticos.
Me senté en el suelo y examiné las tarjetas y los libros. No pude sacar nada en claro. Lo único que deduje fue que se trataba de considerables sumas de dinero, pero no se veían nombres ni palabras de clase alguna; sólo combinaciones de números. En las columnas de la derecha los números eran 20-50-1C-2C-5C = 7C-2M-1M.
Aparentemente las C representaban centenas o centenares y las M miles o millares. Era ya éste un indicio que podía servirme de algo.
Estudié algunas de las tarjetas. El número escrito en la parte superior terminaba con mucha frecuencia en 364. Los números en la parte inferior de las tarjetas estaban por lo común separados por signos de menos, pero, al final, el signo de menos variaba con el de más.
Saqué del baúl todo su contenido y me puse a examinarlo detenidamente.
Pasó algún tiempo antes de que descubriera el doble fondo. No lo habría descubierto si no se me hubiese ocurrido volver por completo, de arriba abajo, el baúl, y golpear con los nudillos el revés del fondo.
La doble tapa era una plancha de madera fijada con tornillos invisibles, disimulados bajo la tela que forraba la tapa, que era la misma que recubría el resto del interior del baúl. Me fue difícil dar con ellos, pero conseguí hallarlos, los destornillé y levanté la tapa.
El hueco que había dejado al descubierto estaba lleno de billetes de mil dólares.
Los conté. Eran exactamente cincuenta y dos. Los conté dos veces para estar seguro; seguidamente tomé cincuenta billetes, coloqué con cuidado los dos restantes en el compartimiento secreto, volví la tapa a su sitio y la atornillé de nuevo.
Entonces volví a colocar las mantas de lana en el baúl y pasé un pañuelo por todos los lugares que había tocado mi mano. No quería dejar mis huellas en el interior del baúl.
Bajé al vestíbulo y dije a la cajera del hotel.
—Me llamo Lam. Queda libre mi cuarto. Está ya pagado.
Me miró sorprendida y dijo:
—Pero ¿no acaba usted de tomarlo, señor Lam?
—Lo sé. Lo siento mucho. He tenido que cambiar de planes.
Frunció el ceño:
—¿Desea usted que se le devuelva…? No le dejé terminar la frase.
—En absoluto, señorita. Aunque no por mucho tiempo, ocupé el cuarto. Si le he avisado es para que dispongan de él.
Me dio un recibo, sonriendo.
—Está bien, señor Lam. Siento que no haya podido permanecer más tiempo en nuestra casa.
—También yo lo siento. No obstante, volveré muy pronto.
Fui a conserjería.
—¿Algún mensaje para George Biggs Gridley? —pregunté, mostrando la llave del cuarto de Gridley.
—Ninguno, señor Gridley. Fruncí el ceño.
—Compruebe, por favor.
La encargada miró de nuevo la casilla. No; nada había para el señor Gridley. Esto me dio muy mala espina. A estas alturas el amigo Gridley debería ser ya un hombre muy solicitado.
Subí al cuarto del amigo Gridley y dediqué de nuevo mi atención al baúl. Saqué de él los libros y las tarjetas, y, envolviéndolos en un trozo de cartón duro, hice un paquete y lo mandé por expreso, a mí mismo, en Los Ángeles. A continuación me trasladé a la Happy Dase Camera Company.
Entré en la tienda. Estaba en ella un japonés que me recibió con muchas reverencias y zalemas.
—Quiero que me enseñe usted una buena cámara de ocasión —le dije—. Necesito también una caja de papel doble para ampliaciones de cinco por siete.
Se ocupó, de momento, de procurarme el papel.
Mientras buscaba las cámaras de ocasión, yo abrí la caja de papel de ampliar, saqué de ella quince hojas, las tiré detrás del mostrador y deslicé los cincuenta billetes de mil dólares en el lugar que habían ocupado aquéllas.
El hombre que me atendía era evidentemente el dueño o director de la empresa. Había otro japonés de más edad, que me había observado con curiosidad, pero llegó una mujer bastante agraciada, y desde este momento, sólo tuvo ojos para ella.
No dejé de observarla con el rabillo del ojo, pero mi atención vigilante se concentraba en el primer japonés que se afanaba, aquí y allá, para encontrar una cámara que pudiese satisfacerme.
Elegí una de las cámaras que me trajo.
—¿Tendría usted un estuche para ella? —le pregunté.
Se inclinó, sonrió y volvió a desaparecer.
Me aseguré de que los cincuenta billetes quedaban bien acondicionados dentro del paquete de papel de ampliación, y envolviéndolo con el papel negro, lo volví a meter en la caja de cartón.
Cuando el gerente, o lo que fuera, volvió con el estuche r ara la cámara, después de uno o dos minutos de regateo le dije:
—Muy bien. La tomo. Pero a condición de que todo esto lo expida inmediatamente.
—¿Que lo expida…?
—Exactamente.
—¿Adónde?
Le di una de mis tarjetas.
—Quiero que me sea expedido a Los Ángeles, a mi nombre, por expreso aéreo, e inmediatamente. Deseo que alguno de ustedes tome un coche y lleve esto personalmente a la oficina del expreso aéreo. Ponga en el paquete: Urgente y muy frágil.
Saqué mi portamonedas y comencé a contar el dinero.
—Sí, sí —dijo—. Correcto. Inmediatamente.
—¿Seguro que mandará usted a alguien a hacer este encargo especial al aeropuerto?
—Desde luego —me prometió—, ahora mismo. Voy a llamar un taxi.
—Empaquételo con cuidado —le dije— y meta virutas, para que no se estropee en el camino.
—Pierda usted cuidado, señor. Todo se hará como desea el señor.
—Repito que tiene que ser inmediatamente. Deseo tener esa cámara en Los Angeles esta misma noche. Y, desde luego, en perfecto estado. ¿Comprende?
—Sí. De acuerdo. No se preocupe el señor.
Lanzó unas palabras en japonés al hombre que en el otro extremo de la tienda atendía a la mujer.
El hombre le contestó, pero sin mirar en su dirección.
Me puse a observarlo. La mujer estaba de espaldas examinando una cámara. El japonés que la atendía estaba contrariado. No le agradaba que le interpelasen cuando estaba haciendo una venta.
—Está bien —le dije a mi japonés—. Arréglese para que alguno de ustedes la lleve al aeropuerto sin perder un segundo. Recuerde que es para mí de extrema importancia.
Tomé el recibo que me dio y salí de la tienda.
La mujer seguía examinando las cámaras. Traté de verle la cara, pero no pude. Inclinada sobre el mostrador, toda su atención parecía concentrada en el aparato que estaba examinando. Vista por detrás, su línea era magnífica, y si su anverso correspondía al reverso, debía ser una mujer de bandera.
Me metí en una cabina telefónica y llamé a Elsie.
—¡Hola, encanto! —le dije—. ¿Cómo pasaste tu noche de bodas?
—¡Donald! —me respondió, anhelosa—. No me quedaré aquí un momento más. ¡Estoy tan asustada! Yo…
—Vamos a ver; no te exaltes. ¿Qué sucede?
—Dos veces sonó el teléfono durante la noche —dijo—. Cogí el receptor y antes de que pronunciara una sola palabra una voz de hombre me dijo: «Dile a Standley que el plazo vence mañana a las diez…». Y antes de que pudiera decirle algo, colgó. En la otra llamada ocurrió exactamente lo mismo.
—Está bien, Elsie. Dile a la señora Charlotte que he sido trasladado a Nueva York y que tienes que reunirte conmigo. Le dices que puede quedarse con las provisiones, y que buen provecho le hagan. Llama a un taxi; carga en él tus cosas y te vas a la oficina. Dirás allí que has estado enferma. Evita todo lo posible hablar con Bertha.
—¡Oh, Donald! Estaba tan esperanzada de que vinieras al piso… No cerré un ojo en toda la noche. Dime, y tú ¿cómo te encuentras?
Fresco como una rosa —le dije—. Todo marcha como la seda. Ahora, escúchame, Elsie. A mediodía la persona que sabes llamará a la oficina… Sí… Abigail Smythe… Recuerda la y griega y la e final.
—Sí —dijo—. ¿Qué le diré?
—Atiende bien, que esto va a ser complicado —le dije—| Le dirás que vaya al aeropuerto en su coche y esté allí exactamente a las tres de la tarde. Dile. que se cerciore bien de que no la siguen, si es posible.
»Le dirás también que llego a las tres diez en el avión de las “Líneas Aéreas Unidas”, que se informe antes de la hora exacta de llegada del avión, y que haga entrar su coche en el campo y lo aparque en la zona de los tres minutos. Le dirás que abra la cajuela y alce la tapa como si hubiera ido a recoger unas maletas. Esto le dará todo el tiempo que necesitamos. A las tres y veinticinco exactamente tomaré un taxi. Al darle la dirección titubearé, haciéndome el despistado, y la buscaré en mi agenda, antes de dársela. Eso le facilitará tiempo a ella para ver qué clase de taxi tomo. Seguirá a mi taxi.
»Allá donde vaya, haga lo que haga, me seguirá. No tendrá que disimular en absoluto. Se limitará a seguir mí taxi como si fuera su sombra. Eso es todo lo que tiene que saber y todo lo que tiene que hacer. ¿Has comprendido?
—Perfectamente.
—Eres una chica estupenda —le dije, y colgué. Devolví a la agencia la rubia que les había alquilado, me hice conducir en un taxi al aeropuerto, tomé el avión para Los Angeles y a las tres y diez ponía mis pies en tierra firme.
A las tres y veinticinco franqueaba el pasadizo que conducía al exterior del aeropuerto y después de lanzar una mirada a mí alrededor, como para orientarme, me dirigí a uno de los taxis estacionados allí. Subí, me arrellané en el asiento y saqué mi agenda. Me puse a hojearla.
Después de un momento, el chófer del taxi me dijo:
Bueno, si no le importa, saldremos de aquí. Ya me dará la dirección durante el camino hasta la carretera.
—Por mí no hay inconveniente —le dije—. Conozco las inmediaciones, pero no puedo recordar ni el nombre de la calle ni el número. Le iré dando instrucciones durante el camino y le diré también cuál es el camino que tiene que tomar.
El taxi alcanzó la calzada. El tráfico era intenso. Yo me retrepé cómodamente en el asiento. No miré hacia atrás sino hasta después de que hubimos dejado la calzada y entrábamos en una zona más despejada, casi en pleno campo. Después vi frente a nosotros una carretera que cruzaba la nuestra. Le dije al chófer:
—Tome por esa carretera a la derecha.
—¿Está que viene?
—Exactamente.
El chófer hizo la maniobra correspondiente y no tardé en verme en la carretera transversal.
Hecho este viraje, volví a mirar hacia atrás.
Hazel Downer, muy airosa, en una combinación de sport, estaba detrás de nosotros.
Hice que el chófer siguiera adelante hasta que pude cerciorarme de que ningún otro coche, fuera del de Hazel, nos seguía. Entonces le dije al chófer:
—Ahora me doy cuenta de que no es éste el camino. Tenemos que volver al punto de partida. Es, de seguro, la otra carretera.
El chófer dio una vuelta completa.
Detrás de nosotros. Hazel viró también en redondo. El chófer se volvió hacia mí y me dijo:
—¡Eh, amigo!, ¿sabe usted que nos están siguiendo?
—¿Y eso? —pregunté.
—Una mujer.
Nos alejamos el aeropuerto.
—Échese a un lado y para ver quién es.
—Vaya con cuidado, amigo —me aconsejó el chófer.
—No tema —le dije—. Una simple averiguación; eso es todo.
El taxi se acercó al bordillo y se detuvo.
Me dirigí a donde estaba Hazel y le pregunté:
—¿Le ha seguido alguien?
—No, que yo sepa.
—Está bien —le dije—. Espéreme aquí.
Volví a donde estaba el taxi y le dije al chófer:
—Ha sido una coincidencia. Es una amiga de la mujer con la que tenía que encontrarme. Fue al aeropuerto, vio que no la había reconocido y se enfadó mucho. Se había propuesto hacerme dar un paseíto por el campo antes de darse a conocer. Ya sabe cómo son las mujeres. ¿Cuánto marca el contador?
—Dos diez —me dijo.
Le di cinco dólares y exclamó:
—¡Muchas gracias, amigo! —Me miró con intención y rió entre dientes—. Iba a decirle, amigo, que desde el principio barrunté que estaba usted de acuerdo con la chica del coche. Que para eso tengo dos niñas que visten ya de largo. —Y al pronunciar estas palabras, señaló con el índice a las niñas de sus ojos.
Salió disparado.
Eché mano de mi bolsa de nylon y volví al coche de Hazel.
—Okay. Esperemos a que el taxi se aleje. Luego daremos la vuelta completa y nos iremos por la otra carretera.
Me instalé a su lado.
Era uno de esos coches bajos, con mucho espacio para mover las piernas, y Hazel exhibía generosamente la totalidad de sus nylons. La perspectiva, desde luego, era espléndida.
Hizo el consabido e inútil movimiento de bajarse la falda, rió nerviosamente y dijo:
—He estado siguiendo desde que le dije. Voy a ver, pare.
—Es inútil, Donald. No puedo conducir este cacharro sin enseñar mis piernas.
—La enseñanza es obligatoria en este país —dije.
—Y el descaro voluntario —me respondió ella. Y a continuación me preguntó—: ¿Qué? ¿Está ya el taxi suficientemente lejos?
—No. Que desaparezca por completo en el tráfico. No quiero que se entere de que damos la vuelta. Dejémosle en el convencimiento de que le estamos siguiendo… en el caso de que alguien le preguntara algo.
—¡Vaya! ¡No es usted poco receloso!
—Nunca lo es uno bastante —le dije—. Vamos ahora. Otra vuelta completa y dirijámonos hacia el Este.
Viró en redondo.
—¿Sabe usted adónde va esta carretera?
—Creo que desemboca en Inglewood o en sus inmediaciones —le dije—. Siga por ella.
Fuimos carretera adelante hasta que llegamos a un lugar con algunas casas. Éstas se fueron haciendo más numerosas; luego alcanzamos un cruce y las casas menudearon.
—Tomemos esa carretera —le dije—, a ver dónde nos lleva. Yo miraré por si alguien nos sigue.
—¿No podemos ir a algún sitio donde podamos hablar? —le pregunté después de unos minutos de rápida carrera.
—Vamos a mi piso —dijo.
—¿Está usted loca? —exclamé—. Allí estarán acechando ellos, como una bandada de cuervos.
—No lo creo, Donald.
—¿Por qué?
—Porque he estado yendo y viniendo y no he advertido que me siguieran los pasos. He salido varias veces, en coche, y me he dado perfecta cuenta de que nadie me seguía la pista.
—¿Cómo lo hizo?
—Como usted ahora. Yendo por caminos apartados, volviendo una y otra vez sobre mis pasos, como si me hubiese extraviado. Así pude darme cuenta de que no era seguida.
—Es posible que se hubiese zafado de ellos al rebasar una señal de tráfico en el momento de cambiar.
—No, Donald. Conduje deliberadamente sin prisa y sin dar la impresión de querer esquivar el largo brazo de la ley.
—De todos modos —le dije—, por si acaso, descartemos su piso. ¿A qué otro sitio podríamos ir?
—¿Y por qué no a su domicilio?
—Es muy probable que también esté vigilado.
—Tengo una amiga —dijo entonces—. Puedo telefonearla. Creo que nos dejaría usar su piso.
—Muy bien —le dije—. Busquemos un teléfono. Tomamos por un bulevar. Se detuvo junto a una cabina de telefónica pública, hizo su llamada, volvió al coche y me dijo.
—Está bien. Mi amiga dejará la puerta abierta y nos dará una hora y media. No creo que necesitemos más.
—Es suficiente con eso —dije—. ¿Dónde se encuentra la casa?
—No muy lejos. Estaremos allí dentro de diez minutos. Se imagina que tengo un lío con un hombre casado y está muerta de curiosidad.
Me arrellané en el asiento y seguí mirando hacia atrás.
—¿Y bien? —me preguntó.
—¿Y bien, qué?
—¿Lo tengo o no lo tengo?
—¿Qué?
—Un lío con un hombre casado.
—¿Y yo qué sé?
—Está bien, está bien. Es inútil andarse por las ramas. Donald, ¿está usted casado?
—No. ¿Por qué?
—Por nada.
—Pero usted sí está casada —le dije.
Iba a decir algo, pero se reprimió y quedó callada. Llegamos a la casa de la amiga de Hazel, aparcamos el coche y tomamos el ascensor hasta el cuarto piso. Hazel Downer penetró, sin titubear, en el piso y abrió la puerta.
Sus largas piernas imprimían a todos sus movimientos un donaire grato a los ojos.
El piso estaba adornado con un lujo discreto, pero que, de seguro, había costado su dinero. Esperé a que Hazel se sentara.
Eligió la cama turca, así es que fui a sentarme a su lado.
—Ahora —le dije— no me venga ya con más rodeos y dígame la verdad.
—¿Sobre qué?
—Sobre el dinero.
—Pero ya le dije todo lo que sabía acerca de él.
—No sea necia, Hazel —le dije—. Yo quiero saber la verdad absoluta, la única verdad. No estoy dispuesto a representar el papel de cabeza de turco.
—Ya hablamos ayer de todo eso.
—No —le dije—, ayer me contó usted un cuento tártaro sobre un tío generoso. Lo que quiero ahora es que me diga la verdad, sin tapujos.
—¿Por qué, Donald? ¿Sabe usted ya dónde se encuentra el dinero?
—Creo que puedo conseguírselo.
Se inclinó hacia adelante, la mirada extática, los labios trémulos.
—¿En su totalidad? —preguntó.
—Los cincuenta mil dólares.
—¡Donald! —exclamó—. Yo… ¡Donald! ¡Es usted un sol! ¡Un portento de hombre!
Me miró, anhelosa, con la barbilla en alto, como en espera de un beso. Yo aparté de ella mis ojos y los fijé en la ventana, sin moverme de mi sitio.
—Donald —suspiró—. ¡Qué bueno es usted conmigo!
—Verá —dije yo—, con todas esas carantoñas trata usted de ganar tiempo e inventar una buena historia. Pollo visto es la única técnica dilatoria que usted conoce. Sin embargo, desde ayer ha tenido tiempo suficiente para inventar un argumento de película más satisfactorio.
—Lo tengo —me dijo, y se puso a reír.
—Está bien. Oigamos la última versión.
—Standley me dio ese dinero.
—¿Para qué?
—¿Tengo que hacerle un diagrama?
—Tratándose de cincuenta mil dólares puede hacer incluso un cuadro al óleo.
—Standley es un tahúr de alto copete. Siempre pensó en la eventualidad de quedarse sin un botón, ante el temor de que le asaltaran, o porque, sencillamente, podían ganárselo en el juego.
—Continúe.
—Guardaba algún dinero en el Banco, pero quería tenerlo también en algún lugar de donde pudiera sacarlo en un caso de extrema necesidad, y en efectivo.
—¿Y entonces…?
—Entonces, de vez en cuando, me daba billetes de mil Me decía que eran míos. De modo que, si se quedaba sin blanca, no podían alegar que este dinero fuera suyo. Sin embargo, si yo quería, podía sacarle del apuro.
—¡Tonterías! —dije—. Podrían probar siempre que el dinero era suyo y que…
—No, Donald; cada vez que me daba uno de estos billetes, con mis tijeras de manicura le recortaba una de sus puntas… Así llegué a reunir cincuenta de estos billetes, y entonces el hombre se me convirtió en corriente de aire… Supongo que su última conquista, es la que tiene ahora en su poder los cincuenta billetes.
—Pero él le hizo a usted donación de ese dinero; así es que…
Unos fuertes nudillos repiquetearon sobre la puerta.
—Será mejor que vea quién es —dije yo.
Hizo un gesto de contrariedad.
—Será algún proveedor, o alguien que quiere ver a mi amiga. Un momento.
Se puso de pie. Se alisó la falda, y se encaminó a la puerta con su donaire característico. La abrió y al punto se vio como arrollada por la masa irresistible de Frank Sellers que penetró en el aposento y cerró la puerta tras de sí.
—Hola, detective de bolsillo —me dijo Sellers a guisa de saludo.
—¡Vaya! ¡Es el colmo! —exclamó, airada, Hazel Downer—. ¡Cómo se atreve a venir a importunarme de este modo! ¡Usted…!
Sellers no le dejó terminar la frase.
—¡Eh, vosotros dos! ¡Basta ya de comedia!
—No le permito que me hable de ese modo —dijo Hazel Downer—. Tiene usted que…
Le interrumpí.
—Oiga, Hazel, ¿conoce usted a un buen abogado?
—Sí, claro está —dijo.
—Telefonéele y dígale que venga aquí volando —le dije.
—Eso no les servirá de nada —replicó Sellers—. Te avisé, Dormid. Te voy a abrir por la mitad, y créeme, no voy a administrarte ningún anestésico. Haré la operación en seco.
—Telefonee inmediatamente a Me abogado suyo —repetí a Hazel Downer—. No hay que perder un minuto.
Sellers se sentó en una silla, cruzó sus piernas, sacó de uno de sus bolsillos un cigarro puro, le cercenó la punta y la escupió en un cenicero. Encendió una cerilla.
Hazel se dirigió al teléfono. Sellers se abalanzó a ella y la rodeó la cintura con sus manos.
—Está llamando a un abogado —dije yo—. Ejerce en este momento un derecho constitucional y ni usted, ni nadie, puede impedírselo. Trate de hacerlo y verá usted lo que le sucede.
—¡No me toque con sus sucias manos! —gritó Hazel.
Sellers titubeó y, finalmente, apartó de ella sus manos.
—Bien, adelante y llame a su abogado. Y luego veréis lo que hago con vosotros.
Sellers encendió su cigarro. Hazel hizo su llamada en voz muy queda, y colgó. Sellers se quitó el cigarro de la boca y observó cómo Hazel Downer volvía a sentarse en la cama turca.
—Hay que ver, «Flor de té» —le dijo—, en qué lío te has metido.
—¿De qué delito se me acusar? —preguntó.
—Casi nada —dijo Sellers—, de recibir bienes robados y de complicidad criminal. Creo que podremos probar además que ha sido encubridora, autora de una tentativa de extorsión y algunas otras menudencias.
Sellers se volvió hacia mí. Sus ojos lanzaban destellos de reprimida cólera:
—¡Tú! ¡Traidorzuelo asqueroso!
—¿Qué quiere usted decir? ¿A quién he traicionado?
—Ya te previne, microbio, de que no debías mezclarte en este embrollo.
—Es cierto, me previno —le contesté—, pero usted no es la legislatura. Que yo sepa, no hace usted las leyes. No le traicioné. No le prometí apartarme de este asunto. Tengo una profesión y me limito simplemente a ejercerla.
—¿Qué dices tú?
—¿Qué digo yo? —repetí.
—Bueno —concluyó Sellers—, queridos amigos, si habéis acabado con el teléfono, dejadme ahora que haga yo una llamada. Quiero que sepan en Jefatura dónde estoy.
Fue al teléfono, marcó el número de Jefatura y dijo:
—Aquí, el sargento Sellers. Me encuentro en… —Se echó atrás para examinar el número del teléfono—, Hightower 7-74103. Es un departamento particular, pero no sé todavía a nombre de quién está. Estoy con Hazel Downer y Donald Lam. Creo que vamos a poder llegar hasta el fondo de ese asunto del robo del coche blindado. Si necesitan algo de mí, aquí me encuentro.
Sellers colgó el receptor y se encaminó adonde yo estaba sentado, mirándome de arriba abajo con ojos centelleantes de ira.
—Me pesa hacer esto a causa de Bertha —dijo—. Bertha es una chica excelente; más agarrada que un pasamanos, pero franca y leal. Y juega siempre limpio con la policía. Sin embargo, tú eres un tipo resbaladizo, una trucha a la que no hay por dónde coger. Has jugado siempre sucio, pero, al final, no sé cómo te las has arreglado para salir siempre limpio como una patena. Pero esta vez, te prevengo, será distinto.
Lancé, a través de él, una mirada a Hazel.
—¿Lo consiguió?
—Sí.
—¿Vendrá?
—Al instante.
—¿Es bueno?
—Lo mejor que hay en su profesión.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Vendrá en seguida.
—¿Cuándo?
—Dentro de diez minutos. Vive cerca de aquí.
—Hágame un favor —le dije—. No pronuncie una palabra hasta que su abogado llegue aquí. No conteste a pregunta alguna; ni siquiera diga sí o no.
—Eso no te servirá de nada, Lam —aseveró Sellers—. Tú no sabes lo que yo sé.
—¿Qué es lo que usted sabe? —le pregunté. Sellers sacó del bolsillo un cuaderno, y dijo:
—Hazel Clune, alias Hazel Downer, que vive abierta y francamente en concubinato con Standley Downer. Standley tiene antecedentes penales.
—¡Tiene antecedentes! —exclamó Hazel.
No te hagas la inocente —dijo Sellers—. Es un timador con ribetes de carterista. Ha «visitado» ya dos prisiones federales. En la actualidad está en libertad provisional y podemos echarle el guante cuando se nos antoje. Hasta ahora no podemos probar que estuviera en combinación con Herbert Baxley, pero sí que estuvieron juntos en Leavenworth, de modo que se conocen. Y es lógico pensar que se confabularon para birlar del coche blindado los cien mil «ojos de buey». Cuando los tuvieron en su poder, repartieron en dos mitades los billetes y entonces…
El teléfono comenzó a sonar.
Sellers lo miró durante un breve instante, fruncido el ceño, y acto seguido exclamó:
—No os toméis la molestia de contestar. Lo haré yo. Tal vez sea para mí esta llamada.
Fue al teléfono, descolgó el receptor y dijo con cautela:
—¡Hola! —Y al instante recobró su aplomo—. Sí. el mismo… Habla.
Oyose, durante un buen rato, el rumor confuso de una voz gruesa. Sellers frunció el ceño, con una expresión incrédula, al principio; se llevó una mano a la boca y sacó de ella el cigarro, como si así oyera mejor.
—¿Estás seguro? —preguntó—. Repítemelo.
Sellers depositó el cigarro sobre la mesilla del teléfono, sacó de un bolsillo un cuaderno de notas y escribió en él unas palabras.
—No quiero que se me olviden esos nombres… ¡Okay! —añadió—. Tengo a los dos aquí. Los llevaré a Jefatura. No hagáis nada hasta que yo llegue. A la Prensa, ¡ni pum! Esto me lo reservo yo para mí… por ahora.
Colgó el receptor y acto seguido, con un movimiento brusco de su mano, cogió su revólver y apuntándome con él me dijo:
—¡Arriba!
Había algo en su mirada, que resultaba desconocido para mí.
Me puse de pie.
—Vuélvete.
Me volví.
—Camina hasta la pared.
Caminé hasta la pared.
—Cara a la pared, a tres pies de ella, abre las piernas, inclínate y pon las palmas contra la pared.
Hice lo que me ordenó.
Sellers se dirigió a continuación a Hazel Downer.
—Ve tú también a la pared.
—¡No haré tal cosa! —dijo.
—¡Okay! —dijo Sellers—. Eres una mujer; no voy a registrarte; pero, te prevengo, éste es un asunto muy serio. Un paso en falso y os frío.
Fue a la cama turca.
Traté de ver lo que ocurría, pero con mis brazos tensos sólo pude percibir un revuelo de faldas, una visión confusa de piernas y el brillo fulgurante de un zapato impulsado con violencia; a continuación un chasquido metálico, un grito de mujer, y luego la voz de Hazel que decía:
—¡Bárbaro, más que bárbaro! ¡Me ha esposado!
—Claro que te he esposado —dijo Sellers—. ¡Vuelve a darme un puntapié con esos tacones puntiagudos y verás lo que es bueno! No podré registrarte, pero sí puedo recortarte las uñas de gata montés.
Fue hasta donde yo estaba, apoyó, brusco, el pie en una pierna mía, y comenzó a registrarme.
—Mantén tus manos en la pared, Lam —me dijo—. No muevas ni una pestaña o lo pasarás muy mal.
Sus manos recorrieron mi cuerpo, palpando hasta la última costura de mi traje.
—Está bien —dijo—, no llevas armas. Ahora, vuelve allá y vacía tus bolsillos. Ponlo todo sobre esa mesilla.
Puse todo lo que llevaba encima en la mesilla.
—Vuelve al revés todos tus bolsillos. Seguí sus instrucciones.
Sonaron unos nudillos en la puerta. Sellers retrocedió hasta tocar con sus espaldas la pared. Encañonó el revólver hacia la puerta.
—¡Adelante! —dijo.
Se abrió la puerta. Un hombre que rayaba en la cuarentena entró, sonriendo afablemente, y al punto se detuvo, sobresaltado, al verse a sí mismo encañonado por el revólver de Frank Sellers, a mí con los bolsillos del revés y a Hazel, sentada en la cama turca, con sus muñecas esposadas detrás de la espalda.
—¿Qué diablos significa esto? —exclamó.
—Policía —dijo Frank Sellers—. Y ¿quién es usted?
—Soy Madison Ashby —dijo—, abogado.
—¿Su abogado? —preguntó Sellers señalando a Hazel.
—Sí.
—Buena falta le hace —dijo Sellers. Y, seguidamente agregó—: Una mala persona.
—Maddy —dijo Hazel—, por favor, haz que este gorila me quite estas cosas de las muñecas y averigua qué es lo que ocurre.
Sellers hizo un leve ademán con el revólver.
—Siéntese —le dijo a Ashby. A continuación se volvió a mí y me dijo—: Siéntate tú también, Lam; con tus manos siempre a la vista.
Sellers permaneció de pie, con el revólver en la mino.
—¿Puedo preguntarle a qué viene todo esto? —inquirió Ashby.
Sellers ignoró su pregunta y dirigiéndose a mí, exclamó:
—De modo que fuiste a San Francisco, media porción, y allí te apoderaste de un baúl…
—¿Eso es un crimen? —pregunté.
—El homicidio es un crimen.
—¿De qué está usted hablando?
—En este momento —dijo— estoy hablando de un hombre llamado Standley Downer, que ha sido asesinado, en el hotel «Caltonia» de San Francisco. Tu baúl se encontraba abierto en el centro de la habitación, y todo su contenido, ropa y otros efectos, estaba desparramado por el suelo.
Sellers leyó en mis ojos la empavorecida sorpresa que se reflejó en ellos.
—¡Adelante! —dijo—. ¡Hazte el inocente! Todo lo que te falta de estatura te sobra de picardía. En fin, reconozco que hiciste un trabajo limpio y…
Cortó el hilo de su discurso un grito estridente, histérico, que brotó de la garganta de Hazel.
Sellers se volvió a ella, sardónico:
—¡Vaya! ¡No está mal, pitusa! Tu grito ha sido oportunísimo… Ha sido como la campanada que salva al campeón cuando está a una pulgada del knock-out… Es un r minuto que se gana, un minuto precioso para descansar los músculos y hacer trabajar al cerebro. Pero de nada te sirve, pequeña: tú estás tan groggy como tu campeón. También estabas tú en San Francisco anoche. Fuiste a visitar a un pimpollo llamado Evelyn Ellis que paraba en el mismo hotel, el «Caltonia». Esta dama se había registrado en el «Caltonia» bajo el nombre de Beverly Kettle. Se hallaba en el cuarto 751. Le dijiste que el tal Standley Downer te importaba un bledo y que podía quedárselo y confitarlo pero que querías lo que te había quitado, y que, de no conseguirlo, lo pasaría muy mal. La llamaste cosas muy feas y entonces ella…
Hazel hizo un ademán, como si fuera a hablar.
—¡Punto en boca! —le lanzó, rápido, Ashby.
Sellers se volvió a él, los ojos centelleantes de ira:
—De buena gana le echaría de aquí a puntapiés —exclamó.
—Pero tiene que reprimírsela, mi buen amigo —le dijo Ashby—, y aunque no le satisfaga, tengo el deber de aconsejar a mi cliente lo que debe hacer. No diga nada, Hazel. i Nada en absoluto; ni la hora, si se la pide. No reconozca cosa alguna, ni niegue ni afirme; diga solamente que no hablará sino hasta después de que haya tenido la ocasión de consultar con su abogado, en privado. Y ahora —añadió, volviéndose hacia Frank Sellers con una leve inclinación de su busto—, como mi presencia aquí no le produce un placer extremo, le saludo y me voy.
—¡Que se cree usted eso! —exclamó Sellers—. Al parecer está muy ansioso de irse, y me imagino por qué. Quiere precipitarse a un teléfono y comenzar sus manejos para espantar la caza. Se quedará aquí, con nosotros.
—¿Tiene acaso un mandato judicial? —preguntó el abogado.
Sellers lo apartó a un lado y se encaminó a la puerta, cerrándola con pestillo.
—Tengo algo mejor que un mandato —respondió.
—Está usted vulnerando mis derechos legales —dijo Ashby.
—Le dejaré que se marche dentro de un rato —dijo Sellers—. Por el momento, le retengo como a un testigo material del hecho.
—¿De qué hecho?
—Del hecho de que Hazel haya interrumpido con un grito el interrogatorio a que estaba sometiendo a Donald Lam. Con ese grito impidió que éste contestara a mi pregunta.
—No fue por eso —dijo Ashby—. Por si no lo sabía usted, Standley Downer es su marido. Una mujer tiene derecho a gritar al enterarse de que su marido ha sido asesinado.
—¿Su marido? —exclamó Sellers—. ¡No me haga reír! Para que se entere, esta dama se llama Hazel Clune. Tomó el nombre de Downer cuando ella y Standley se amontonaron, o por decirlo más delicadamente, cuando comenzaron a vivir maritalmente.
»Y para que lo sepa, Hazel Clune, o Hazel Downer, o como quiera llamarla, está metida hasta el cuello en un robo a un camión blindado. Ha estado tonteando con un patibulario llamado Herbert Baxley. Está indignada porque el tal Standley se largó con los cincuenta mil dólares procedentes del robo al coche blindado. A buen seguro, se creyó que eran bienes gananciales.
Hazel tomó rápidamente aliento y de nuevo se dispuso a intervenir.
—¡Ni una palabra! —le conminó Ashby—. Una sola, a cualquier persona, antes de que haya hablado con usted reservadamente, y abandono su caso.
Sellers sonrió, sarcástico:
—¿Qué caso? —preguntó.
—Un caso contra usted por haberla encerrado en una habitación, por acusarla falsamente de un crimen, por difamación y calumnia; eso de momento. Luego veremos si sale alguna cosa más.
Sellers le dirigió una mirada de reprobación.
—No sabe usted hasta qué punto me resulta repugnante.
—No me importa un comino cómo le resulte yo, amigo —dijo Ashby—. Me limito a proteger a mi cliente.
Sellers se volvió bruscamente hacia mí.
—¿Por qué diablos tenía Standley tu baúl?
Ashby clavó en mí su mirada y meneó levemente la cabeza con gesto negativo.
—¡Qué sé yo! —dije.
Sellers royó un momento su cigarro, luego enfundó el revólver, se dirigió al teléfono, marcó un número y dijo:
—Quiero hablar con Bertha Cool.
Al cabo de unos instantes exclamó:
—¡Hola, Bertha! Aquí, Frank Sellers… Tu socio, Lam, nos ha hecho una trastada… Sí, a los dos.
Pude oír el eco apagado de la voz chillona de Bertha Cool.
—Vale más que salgas para acá inmediatamente —dijo Sellers—. Quiero hablar contigo.
La voz de Bertha aumentó de volumen y estridencia y sus palabras se hicieron audibles para todos los que se hallaban en la habitación.
—¿Y dónde demonios es acá? —decía la imponente voz.
Sellers le dio las señas y añadió:
—El chiquilín de la casa, tu media porción de socio, ha estado haciendo de las suyas. No sé todavía los desperfectos que ha causado el nene. Estuvo en San Francisco. No creo que haya sido él el que ha matado a un individuo pero la policía de San Francisco le atribuye el crimen. Lo que sí parece más seguro es que se ha apoderado de parte del botín. Y ahí es donde entro yo, y no hay quien me lo quite de las manos. Vale más que vengas aquí sin perder un minuto.
Sellers colgó el receptor, se sentó y me observó con ojos escrutadores, como si tratara de leer mis pensamientos.
Le devolví su mirada con un rostro impávido.
—Sería gracioso —dijo Sellers—, que este tipo, Standley Downer, hubiese llevado encima esos cincuenta billetes grandes del robo al coche blindado; que los hubiera guardado en un baúl y se hubiese largado a San Francisco, dejando lindamente plantada a esta «flor de té».
Durante unos segundos, se produjo un gran silencio en la habitación.
—Y lo más gracioso seria —prosiguió Sellers—, que tú que, de fino que eres, pasas por el ojo de una aguja y aún te queda espacio para desperezarte, estuvieses al tanto del negocio y pretendieras llevarte un pedazo de la tarta. Pudiste dar el cambiazo a los baúles. En esos trapicheo«eres el as de los ases.
Hazel dirigió hacia mí una mirada de pasmo infinito.
—Ahora la cuestión es ésta —prosiguió Sellers—, ¿cómo tenía Standley en su poder tu baúl si tú no le cogiste el suyo, y si se lo cogiste, dónde se encuentra ahora ese baúl? Voy a decirte una cosa, detective de vía estrecha. Tú estuviste en San Francisco. Volviste de allí en avión y esta pitusa fue al aeropuerto a recibirte, le aconsejaste que fuera y viniera en su coche hasta comprobar que no le seguían los pasos.
—¿Puede usted probar eso? —le pregunté.
Sellers se volvió y revolvió el cigarro dentro de su boca, luego se lo quitó con la mano izquierda y soltó una carcajada: una carcajada despectiva, impertinente.
—¡Sois unos simples aficionados! —dijo—. No veis más allá de vuestras narices.
Sellers se encaminó a la ventana, miró hacia abajo y seguidamente me hizo una señal para que fuese a su lado.
Seguí la dirección de su dedo.
Un vehículo, situado en el terreno de aparcamiento, tenía pintada sobre el techo una cruz de vivo color naranja.
—¿Sabes lo que es un helicóptero? —dijo Sellers—. Hemos tenido en observación a este melocotón en almíbar. Podemos darte cuenta de cada movimiento suyo. La seguíamos desde el aire, y cuando queríamos verla más de cerca, bajábamos, y por medio de los prismáticos, no se nos escapaba ningún detalle.
»Cuando ayer fue a la ciudad, un helicóptero la siguió en todas sus idas y venidas. Zigzagueó, viró y reviró no sé cuántas veces hasta que se creyó segura. Entonces corrió al aeropuerto y tomó un reactor “Western” para San Francisco. Allí visitó a Evelyn Ellis.
»Después de que se hartó de insultarla, bajó y permaneció en el vestíbulo un buen rato. Por lo visto esperaba a que Standley se presentara.
»Permaneció allí dos horas. El empleado del registro la estuvo observando y se dio cuenta de que tenía ganas de camorra. Finalmente, fue al mostrador y pidió una habitación para pasar la noche. El empleado le dijo que el hotel estaba lleno. Fue a sentarse en el vestíbulo y entonces el empleado le dijo que estaba prohibido que mujeres solas permanecieran allí después de las diez de la noche.
»Ahí fue donde la policía de San Francisco nos dejó caer. Abandonó la pista y la chica desapareció.
»Cuando pudimos volver a verla, estaba en el aeropuerto a punto de tomar el avión para Los Ángeles. Allí volvimos a seguirle la pista. Hizo las consabidas fantasías para que no le siguiéramos, y al final salió pitando para su casa. Estuvo en ella hasta media hora antes de que tu avión llegase; entonces volvió a coger el coche y se fue al aeropuerto a buscarte.
»Ahora, señorita Clune, o señora Downer, como usted quiera, no es mi propósito juzgar a nadie al tuntún: sólo quiero que sepa que Standley Downer ha sido asesinado en San Francisco anoche y que, por lo tanto, no es superflua mi pregunta: ¿Dónde pasó usted la noche?
—Si yo pensara… —dijo Hazel, pero bruscamente se interrumpió—. Sin comentario —dijo—. Me niego a declarar nada hasta que tenga una oportunidad de hablar con mi abogado particularmente.
—¡Linda manera de proceder de una mujer inocente! —dijo Sellers—. Por una parte quieres darnos a entender que nada tuviste que ver con ese asesinato, y, por otra, te niegas a decirnos dónde estuviste anoche, mientras no hayas consultado con un abogado. ¿Qué dirán, los periódicos?
—Usted aténgase a lo suyo, por lo que respecta al caso —dijo Ashby—, y nosotros nos atendremos a lo nuestro. Nuestro caso no lo ventilarán los diarios, sino los tribunales de justicia.
Con un movimiento brusco, Sellers se volvió hacia mí, abrió la boca para decir algo; pero, al instante, como poseído por otra idea, se reprimió, se fue al teléfono, marcó un número y mantuvo el receptor tan cerca de sus labios que no pudimos oír lo que decía. Hablaba muy quedo y sólo llegaba a nuestros oídos un apagado rumor de palabras indescifrables.
Después de uno o dos minutos de conversación, dijo en voz alta:
—¡Okay, no me muevo! Sigue averiguando.
Mantuvo el teléfono pegado a su oído un buen tato. Para reprimir su impaciencia, tamborileaba con sus dedos la mesilla. Así pasaron, lentos, algunos minutos.
El silencio en la habitación se hubiera podido cortar con un cuchillo.
De pronto comenzó a salir del teléfono una sucesión de pequeños ruidos rápidos. Sellers se puso a escuchar, pegando más el receptor a su oído y mascando nerviosamente el cigarro.
Después de un momento se lo quitó de entre los dientes y exclamó:
—Está bien.
Y colgó el teléfono.
Una expresión de astuta satisfacción se dibujó en su rostro.
Transcurrieron otros dos o tres minutos.
Sellers volvió al teléfono, marcó de nuevo un número, y por segunda vez hizo su llamada en voz queda, terminándola con la frase:
—Bien, vuelve a llamarme.
Colgó y quedó sentado unos minutos, hasta que sonó el teléfono. Lo descolgó y dijo:
—No… no está. Pero tomaré el recado. Déme su nombre y…
Por la expresión que adquirió su rostro súbitamente deduje que la persona, al otro lado del hilo, había colgado. Lanzó una exclamación de ira y colgó a su vez con violencia.
Pasaron otros cuatro minutos. Sonó nuevamente el teléfono. Sellers descolgó el receptor y dijo:
—¡Hola!
Esta vez la llamada era para Sellers. Las noticias, al parecer, eran excelentes. Una sonrisa se extendió, lenta, por su rostro.
—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo—. ¡Quién lo hubiera dicho!
Sellers colgó el receptor y me miró atentamente.
De pronto comenzó la puerta a oscilar. Desde fuera alguien había asido el pomo y lo sacudía enérgicamente, pero como la puerta no se abría, comenzó a golpearla con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó Sellers.
La voz de Bertha Cool traspasó, vibrante, el delgado tabique:
—Déjame entrar.
Sellers sonrió entre dientes, corrió el pestillo y abrió la puerta.
—Entra, Bertha —dijo—. Aquí tienes a la mujer de que te hablé. Ya os previne que no quería que tuvieseis trato con ella. Pero tu socio no me hizo caso, y os habéis metido en un lío mayúsculo.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Bertha.
—De momento —dijo Sellers—, tu socio está mezclado en un asesinato.
—¿Quién es la víctima? —preguntó Bertha.
—El tipo que se hacía pasar por marido de Hazel —dijo Sellers—. Hazel vivía con él, saltándose a la torera el decoro, pero no la rica pensión que le pasaba el individuo. En esto apareció otro individuo, un tal Herbert Baxley, y Hazel comenzó a entenderse con él. Herbert Baxley es un artista del nueve largo. Es posible que formaran ella y esos dos hombres uno de esos triángulos que vemos tanto en las comedias francesas, o bien pudiera ser también que el tal Baxley y Standley hicieran juntos negocios al margen de la ley.
»Por lo que yo deduzco, ese Standley Downer tenía cincuenta billetes de los grandes como partícipe a medias en el robo al coche blindado. Algo debió ocurrir entonces, y Herbert Baxley, alarmado, entró en una cabina telefónica e hizo una llamada. Nos supusimos que llamaba a Hazel, pero ahora tenemos razones para creer que llamaba a Standley.
»Y aquí viene ahora otra hipótesis: una perita en dulce que tiene por nombre Evelyn Ellis y que bien pudiera ser la punta de otro triángulo. Tengo a unos hombres sobre esta pista. Estoy a la espera de una información que me permitirá descubrir cómo y cuándo Donald se apoderó del baúl de Standley.
—¿Su baúl? —preguntó Bertha.
—Correcto —dijo Sellers—. No sé cómo, pero este socio tuyo de formato reducido se las compuso para escamotear a Standley su baúl y cambiárselo por el suyo.
—¿Qué me dices de ese lío del baúl, Donald? —preguntó Bertha.
Pero, en lugar de responder Donald, Sellers intervino nuevamente:
—Donald fue ayer a su casa, Bertha; con una prisa tremenda. Metió unas cosas en el baúl y se lo llevó a toda prisa. Un hombre que respondía a la descripción de Donald tomó la pasada noche el «nocturno» de San Francisco y facturó un baúl verde y con asas…
—¿Le acusas de haber asesinado a Standley? —le interrumpió Bertha.
—¿Por qué no? —dijo Sellers—. Al parecer, Standley Downer había contraído obligaciones y debía responder a ellas con los cincuenta mil dólares, o sea, con su participación en el robo. Fue a San Francisco con el propósito, sin duda, de saldar algunas de estas obligaciones y de recoger luego a Evelyn Ellis para divertirse en grande con ella. Se trasladó al hotel «Caltonia». Allí le dieron un departamento. Evelyn se hallaba en el mismo hotel, bajo el nombre de Beverly Kettle. Downer, por lo visto, tomó un departamento porque esperaba a un buen número de visitantes. Cuestión de negocio, porque, de lo contrario, habría pedido sólo un cuarto. Este departamento lo reservó por anticipado.
»Cuando Standley llegó a su departamento se encontró con que aquel baúl no era el suyo. La gente que esperaba cobrar creyó que las explicaciones de Downer eran un cuento de “Las mil y una noches”. Vaciaron el baúl, destrozaron el forro, desparramaron por la habitación todo el contenido… y en medio de todo este desbarajuste fue encontrado Standley con una herida de arma blanca en la espalda que le causó la muerte. El arma, que se supone fue un trinchante, no ha sido hallada. El asesino debió llevársela consigo.
»Escuchen ahora —prosiguió Sellers—. Donald es un chico listo. No iba a volver y echarse en brazos de la policía llevando el dinero encima. Pero hemos podido comprobar que Donald compró en San Francisco unos artículos fotográficos. El paquete que los contenía fue mandado, a su petición, por expreso aéreo, con instrucciones especiales para su manejo. Nos pusimos entonces al habla con nuestros colegas de San Francisco para que averiguaran qué empresa fotográfica había hecho la expedición, y ¿a que sabéis cuál fue el resultado de su investigación? Pues que un individuo que responde exactamente a la descripción de Donald estuvo allí esta mañana y compró una cámara de treinta y cinco milímetros, dejó su tarjeta e insistió para que la cámara fuera expedida por expreso aéreo, inmediatamente, con instrucciones especiales.
»Y ahora, Bertha, ¿a que no adivinas lo que vamos a hacer? Nos vamos a ir sin perder un minuto a tu oficina. Allí esperaremos a que llegue el paquetito, y…
—El paquetito llegó unos minutos antes de que yo saliera de la oficina —dijo Bertha—. Me pregunté qué demonios era y estaba empezando a abrirlo cuando recibí tu llamada. Lo dejé todo y vine volando.
—¿Dónde esta ahora el paquete? —preguntó Sellers.
—Lo están envolviendo de nuevo para reexpedirlo a su remitente —dijo Bertha—. No estoy dispuesta, mientras dirija yo la Agencia, a consentir que nadie compre cámaras con el dinero de la sociedad.
Sebera hizo un rápido cálculo mental, se volvió hacia Hazel y su abogado y les dijo:
—Ustedes dos jueguen su baza como mejor les parezca. Pero, de cualquier forma, no ganarán la partida. Si no quieren hablar, no hablen. No hace mucho registré el piso de Hazel Downer. Voy a hacer un nuevo registro. Y esta vez será de veras. En cuanto aparezcan los refuerzos. Donald, Bertha y yo saldremos a dar un paseíto. Detendremos a Hazel hasta que veamos cómo se desenvuelven las cosas.
—No puede usted acusarle de nada —dijo Ashby—. Presentaré un escrito.
—Tenga un poco de calma, ahogado, y tal vez no tenga necesidad de mandamiento alguno —dijo Sellers—. Standley fue asesinado esta mañana. Dentro de dos horas sabré si San Francisco va a inculparla o no.
—¿A dónde vamos? —preguntó Bertha.
—A tu oficina —dijo Sellers.
—¿Con qué objeto?
—Vamos a examinar el paquetito de Donald.
Bertha se volvió hacía mí.
—¿Para qué querías tú una cámara, Donald?
—Para tomar fotografías —le respondí.
Sellers lanzó ruidosas carcajadas.
—Ven conmigo, Bertha, y te enseñaré para qué quería la cámara este pigmeo de socio tuyo.
Unos nudillos golpearon la puerta. Sellers la abrió. En el cuadro de la misma Había dos hombres. Sellers sonrió al verlos.
—Éste es Ashby —les dijo—, es el abogado de la chica. Y aquí, Hazel Clune, alias Hazel Downer, Entregadle la orden de registro y revolved la casa de arriba abajo. Cuando hayáis terminado, os vais a su piso y hacéis lo mismo. El registro lo haréis de cabo a rabo, aquí y allá. Ya me entendéis lo que quiero decir.
—Ven, Donald. Tú, Bertha y yo iremos ahora a vuestra Agencia.