EN la guía de teléfonos, el hotel «Breeze-Mount» estaba clasificado como hotel de departamentos. Llamé y pedí comunicación con el gerente. La mujer que contestó a mi llamada telefónica me dijo:
—Aquí la directora del hotel, señora Marlene Charlotte.
—Busco a una señorita que se llama Evelyn Ellis —dije—. ¿Puede decirme si tiene teléfono particular, o bien…?
—Tiene su teléfono propio, y éste sigue en su departamento, pero ayer por la tarde lo dejó y ni siquiera tuvo la cortesía de venir a verme y anunciarme personalmente que dejaba el hotel —me dijo—. Se mudó, dejándome una nota en la que me decía que, aunque el departamento estaba pagado hasta el primero de mes, podía alquilarlo inmediatamente.
—¿No sabe usted adónde fue?
—No lo sé, ni sé por qué se fue, ni en compañía de quién se fue. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
—Con el señor Smith —dije—. Pensé que podría verla antes de su salida; lo siento.
Colgué.
Llamé al despacho y pedí que me dieran comunicación con Elsie Brand.
—Hola, Elsie —dije—. ¿Quieres hacerme un favor?
—Depende de lo honesto que sea.
—Este que te pido es verdaderamente deshonesto —le dije—. Tendrás que comprometer tu buen nombre.
—¡Oh! ¿Eso es todo?
—No; no es todo —dije—. Es el primer paso.
—¿Y eso?
—Estoy estacionado frente al hotel de departamentos «Breeze-Mount» —le expliqué—. Se halla situado en la esquina de la avenida Breeze-Mount y 33.ª avenida. Toma un taxi y ven para acá. Quítate el anillo de la mano derecha y ponlo en el anular de la izquierda, pero vuélvelo para adentro para que no se vea la piedra. Tiene que dar la impresión de que es un anillo de boda. Hazlo ya para que no se te olvide.
—Donald, tengo el presentimiento de que te estás metiendo en un lío.
—Estoy metido ya en él —le dije—, y de lleno. ¿Querrás ayudarme o tendré que buscar una mujer de otra Agencia? Ya sabes cómo es Bertha. Pondrá el grito en el cielo.
—Busca a esa otra mujer. A Bertha le encanta poner el grito en el cielo.
—Muy bien —dije yo—, esa mujer tendrá que hacerse pasar por mi esposa durante algún tiempo. Y si la Agencia no quiere pagarle, es capaz de procesarme y…
—Oye, pero ¿qué estás tramando? —me interrumpió.
—Una operación íntima, sumamente interesante.
—Está bien; te ayudaré. ¿Quieres que vaya inmediatamente?
—Tan pronto como puedas. ¿Hay alguien vigilando la oficina?
—No, que yo sepa.
—¿Habéis vuelto a ver al sargento Sellers?
—No, Donald. Oye, hay aquí una carta para ti, de entrega inmediata. En el sobre han escrito, con letra grande, «personal e importante».
—Tráetela. Y no tardes —dije.
Colgué y llamé a continuación a la Colter-Craig Casualty Company.
Cuando la telefonista encargada de la centralita me contestó, le pregunté:
—¿Quién tiene a su cargo la investigación sobre el asunto del camión blindado?
—Creo —dijo— que debería hablar con el señor George Abner. Un momento, voy a conectarle.
Un momento después una voz masculina dijo:
—¡Hola, al habla George B. Abner!
—¿Es usted el que se ocupa del robo del coche blindado? —pregunté.
—Soy el investigador —dijo cautamente—. ¿Quién habla?
—Milla —dije.
—¿El señor Milla?
—No. Milla a secas. ¿Sabe usted cuántos pies hay en una milla?
—Por supuesto.
—¿Cuántos?
—¿Qué es eso, un chiste?
—Recuerde el número —dije—, cinco mil doscientos ochenta. Si vuelvo a llamarle, le daré por toda referencia este número: cinco mil doscientos ochenta. Ahora bien, si logro obtener la totalidad o una parte de los cincuenta mil dólares que faltan y se la entrego a ustedes en una bandeja de plata, ¿qué ventajas me proporcionará ello?
—No suelo hacer esta clase de negocios por teléfono —dijo—. Y para que lo sepa, señor Milla, no somos encubridores.
—Nadie le pide que encubra cosa alguna —repliqué—. Se enfrentan ustedes con un caso de desaparición de cincuenta mil dólares. ¿Qué vale para ustedes la restitución de ese dinero?
—Si la proposición es lícita —respondió—, nuestra compañía ha sido siempre muy generosa a la hora de recompensar, pero, por supuesto, nunca discutimos asuntos de esta índole por teléfono.
—Esa generosidad a la que usted alude, ¿a cuánto puede subir? ¿Al cincuenta por ciento? —pregunté.
—¡Desde luego que no! —exclamó—. Sería suicida por nuestra parte. Tal vez llegáramos al veinte por ciento.
—Veinticinco —dije.
—Si tiene algo definido que ofrecer —dijo— tendremos mucho gusto en discutir el asunto con usted.
—Hago una oferta definitiva —dije—, el veinticinco por ciento de lo que recupere.
—En el caso de que recuperase algo —dijo-jamás consentiría que fuese más del veinte por ciento. Esto representa lo más alto a que podemos llegar en materia de recompensa. Por lo general, no pasamos del diez por ciento.
—Tal vez sea ésa la causa de que experimenten pérdidas tan elevadas —dije—. Recuerde el nombre y, por encima de todo, el número de código: cinco mil doscientos ochenta.
Colgué, subí al automóvil de la agencia y me dirigí al hotel «Breeze-Mount».
Tuve que esperar cerca de diez minutos antes de que un taxi depositara a Elsie Brand.
Liquidé la cuenta al chófer y el taxi sé alejó.
—Ven, Elsie —le dije—. Vamos a entrar en el hotel.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Alquilar un departamento —dije—. Hazte simpática a la directora. Compórtate como gente importante, respetable, tranquila… como una persona, en fin, en la que se puede tener plena confianza.
—¿Qué le digo cuando me pregunte cómo me llamo?
—Tú no tienes que decirle nada —exclamé—. Yo seré quien llevará la voz cantante.
—¿Y qué es lo que le dirás, si puedo saberlo?
—Que eres, desde luego, la señora Lam.
—Supongo, ante todo, que me harás la promesa de que, si permanecemos solos en un departamento, serás en todo momento el paradigma del honor y de la discreción, ¿no es así?
—No seas necia —le dije.
Me miró con el rostro encendido por una llamarada de indignación.
—Desecha tus temores —añadí—. No me quedaré en el piso ni un minuto. Tendré que dejarte en él sola, porque saldré de viaje. Permanecerás ahí unas cuantas horas y contestarás a las llamadas telefónicas. Si alguien pregunta por Evelyn Ellis simularás que no entiendes bien lo que dicen, para que te lo repitan. Con un poco de habilidad puedes conseguir que te confundan con ella. Si no, con mucha amabilidad le dices que la señorita Ellis se ha ausentado y estará fuera algún tiempo, pero que tienes la posibilidad de transmitirle el mensaje que sea. Tratarás de averiguar quién es el comunicante, pero de una manera simpática que no despierte sospecha alguna. Extrema tu finura y amabilidad. Si son hombres, haz que tu voz suene como el canto de una sirena.
—Pero ¿por qué hemos de alquilar un piso? —preguntó—. ¡Cielo santo!, Donald, me asusta pensar lo que ocurrirá cuando Bertha averigüe…
—Son los riesgos del oficio —dije—. Son inevitables. Hay que correrlos si uno quiere llegar a algo. Vamos.
Entramos en el «Breeze-Mount» y pulsé el timbre del departamento que marcaba: Dirección. Marlene Charlotte.
La mujer que vino a abrirnos rayaba en los cuarenta años. Era una mujer corpulenta que comenzaba a desmoronarse. Todo en ella, en su rostro plácido, inexpresivo y en su actitud indolente, indicaba que nada esperaba ya de la vida.
—¿Digan? —interrogó, lanzándonos una mirada de escrutinio.
—Oí decir que iban a tener un departamento desocupado de un momento a otro —dije.
—Tenemos ahora mismo tres departamentos desocupados —dijo.
—¿Puedo verlos?
—Por supuesto —respondió, y esta vez su mirada escrutadora se hizo más penetrante.
Elsie dijo gravemente:
—Los dos trabajamos. Ocuparemos el piso por la noche y el fin de semana, no durante el día.
—¿Niños? —preguntó la directora.
Elsie denegó con un movimiento de cabeza y luego torció sus labios en un rictus amargo.
—No; no tengo hijos.
—Bueno, vengan conmigo —dijo la señora Charlotte, cogiendo del tablero unas llaves—. Tengo algunos departamentos que no dudo les gustarán.
El primero que nos mostró estaba limpio como una patena, pero no tenía teléfono. El que nos mostró a continuación era más espacioso, pero tampoco tenía teléfono.
Elsie me miró subrepticiamente. Yo moví la cabeza con un gesto de denegación.
—¿No podría enseñarnos… el otro? —pregunté.
—Puedo enseñarles el que se acaba de desocupar —dijo la señora Charlotte—, pero aún no se le ha limpiado y puesto en condiciones. Se encuentra en el estado en que lo dejó la inquilina que lo ocupaba. Se mudó durante la noche y por toda despedida me dejó una nota.
—¿Podríamos verlo? —dijo Elsie, expresando cierta indecisión.
La señora Charlotte, sin decir palabra, nos llevó al departamento anhelado.
Había en él un teléfono directo. Reinaba en el cuarto un desorden completo. La persona que lo había abandonado no hizo esfuerzo alguno para disimular la precipitación de su partida. En un cesto situado en un rincón veíanse hasta los bordes todos aquellos papeles y objetos que uno guarda por un tiempo en los cajones de la cómoda o del escritorio y que se desechan finalmente cuando se hacen las maletas para mudarse a otro lugar. Eran papeles arrugados, un par de zapatos viejos, medias llenas de corridas y un colgador roto. Por el suelo veíanse más papeles arrugados.
La señora Charlotte no disimuló su contrariedad:
—Le ordené esta mañana a mi asistenta que, por lo menos, barriera todas esas cosas, pero ya veo que no lo ha hecho —dijo.
Miré a Elsie enarcando las cejas.
—Dime, cariño —le dije—, ¿qué te parece? Claro que no se le puede juzgar en el estado en que se encuentra, pero a mí me parece que se ajusta precisamente a lo que nosotros deseamos.
Elsie convino, indecisa:
—Sí, supongo que así es, pero recuerda, Donald, que tenemos que mudarnos a un sitio que podamos ocupar inmediatamente.
—Sí —accedí yo, lúgubre—, tienes razón, cariño. Un lugar como éste es el que estábamos buscando, de acuerdo; pero si por no estar en condiciones de limpieza no podemos…
La señora Charlotte me interrumpió:
—¿Qué quiere decir eso de que tienen que mudarse inmediatamente?
—Estábamos viviendo en la casa de unos amigos —expliqué—, y cada vez que queríamos mudarnos insistían para que nos quedáramos algún tiempo más. Tienen un niño de muy corta edad que no quieren confiar a ninguna persona extraña, y gracias a nosotros, que no acostumbramos a salir de noche, disfrutaban, por vez primera en mucho tiempo, de una relativa libertad. Y he aquí que, de repente, se presentan esta mañana los padres del marido. Habían escrito que venían, pero, por lo visto, la carta se extravió. Por esta razón tenemos que mudarnos inmediatamente.
Súbitamente saqué del bolsillo mi cartera y añadí:
—Verá usted lo que vamos a hacer. Le pagaré ahora mismo un mes adelantado, deduciendo cinco dólares por el estado en que se encuentra el piso. Su asistenta podrá hacer la limpieza mañana; pero, si puede procurarnos ropa limpia para la cama y el cuarto de baño, ocuparemos el piso inmediatamente. Por desgracia, tengo que irme ahora mismo a San Francisco, pero mi mujer puede quedarse ya aquí. Traeremos más tarde nuestras cosas. De momento, podemos ya telefonear a nuestros amigos participándoles nuestro nuevo domicilio. Nuestros amigos estaban desconsolados. Querían que sus padres fueran a un hotel, por esta noche, pero yo les disuadí diciendo que encontraríamos seguramente un sitio para alojarnos.
La señora Charlotte vaciló y dijo:
—¿Cuánto tiempo estarán aquí? ¿Quieren que se lo alquile por un año?
—Antes de comprometerme por un año, tengo que pensarlo, porque tal vez la empresa en la que presto mis servicios quiera trasladarme a otro lugar.
—¿En qué trabaja usted, señor Lam?
—Seguros —dije—. Desde luego, si desea usted referencias mías, puedo dárselas en cantidad y calidad. No obstante, mientras esté aquí le pagaré el alquiler religiosamente, y por adelantado.
Una sonrisa iluminó su fláccido semblante.
—Si quieren que les diga la verdad, no me gusta que ocupen ustedes un piso en este lamentable estado, pero… si a la señora Lam no le importa…
—No se inquiete, señora —dijo Elsie mirando en torno suyo—. Aunque, francamente, no comenzaré a poner esto en orden sino hasta después que su asistenta haya terminado mañana su limpieza.
—Muy bien —dijo la señora Charlotte—. Haré que suban inmediatamente ropa limpia. —Y luego, dirigiéndose a mí, añadió—: Baje conmigo y le daré un recibo del alquiler.
El teléfono comenzó a sonar.
Fruncí el ceño y dije:
—Supongo que todavía no ha sido desconectado.
—No. Sigue todavía a nombre de la inquilina anterior, Evelyn Ellis —dijo la directora.
—Bien, yo mismo arreglaré eso con la compañía —dije, tomándola del brazo y lanzando a Elsie una mirada significativa.
Saqué a la señora Charlotte del cuarto y nos dirigimos al ascensor.
Elsie se abalanzó presurosa al teléfono.
Ya en el despacho, la señora Charlotte me dio un recibo. Inmediatamente le dije:
—Voy a subir un instante para decir a mi mujer que me voy para recoger nuestras cosas.
Subí al piso a toda velocidad.
—¿Averiguaste quién era, Elsie? —le pregunté.
—Por lo visto, Donald, estás dando en el clavo.
—¿Y eso?
—La llamada —me dijo— fue hecha por un caballero que preguntó por Evelyn Ellis. Le dije que no estaba aquí, pero que esperaba tener pronto con ella un contacto telefónico y que podría darle su recado. Me dijo que era urgente que viese o hablase con el señor Calhoun, el hombre de relaciones públicas. Le contesté que tal vez no tuviese la posibilidad de hacer esa llamada, ya que sólo podía hablar conmigo. Quiso saber quién era yo y le respondí que se trataba de una amiga y confidente, y que compartía con ella el departamento. El hombre, finalmente, se soltó el pelo y me rogó que le dijera a Evelyn que un tal Lam había ido a verle, que le había dirigido muchas preguntas sobre ella, y que, sospechando algo, había consultado la guía de teléfonos y había averiguado que el único Lam que figuraba en ella era un Donald Lam, miembro de la «Agencia Cool y Lam», de investigadores privados. Así es que el señor Calhoun me suplicó que en cuanto hablase con Evelyn le avisase de que un polizonte particular le seguía los pasos.
»Le dije que trataría de comunicarme con Evelyn con la mayor rapidez posible. En seguida le pregunté qué era lo que estaba buscando ese Lam y me contestó que no lo sabía; que el tal individuo se hacía pasar por un cronista social, pero que, desde luego, estaba husmeando algo. Me dijo también que aunque le fuiste con rodeos, desde el principio se dio cuenta de tus intenciones.
—Muy interesante —dije.
—¿Verdad que sí?
—¿Dónde está la carta de entrega inmediata? —le pregunté de pronto.
Abrió su bolso y me entregó un sobre. Lo examiné con atención, saqué mi cortaplumas, me serví de él para abrirlo y extraje de su interior una hoja de papel corriente. Estaba escrita con letra masculina. La firmaba Standley Downer. Decía así:
Querido señor Lam:
¡Hola primo!
Tengo entendido que Hazel le ha comisionado para que le sean devueltos cincuenta mil dólares. Para su conocimiento, le diré que Hazel es mujer al agua. Esos billetes se los di yo, y he sido yo el que se los ha vuelto a coger. No le queda ya ni un botón. Se lo tiene merecido. Si espera usted que le pague, no será, por supuesto, en dinero.
Usted es un sensato hombre de negocios. No se deje enredar por ella como yo.
Supongo que le habrá dicho que me había dado el «sí» ante un altar. Para que lo sepa, ese «sí» me lo dio en el asiento posterior de un coche. Jamás logró que me acercara con ella a un altar. Si tuvo alguna vez un dólar en el bolso es porque yo se lo di.
Todo lo que haya podido decirle sobre la procedencia del dinero, la herencia de un tío, etcétera, es pura ficción. Le dije que todo aquel montón de dinero era suyo, y cayó a mis pies, rendida de amor. Mientras duró la ilusión, la felicidad fue completa.
Si no le importa a usted perder el tiempo, ¡adelante con los faroles! ¡Primales! Si tiene ahora algo que echarse a la boca es porque pidió un préstamo sobre el valor de su coche.
¡Hasta la vista! ¡Lechoncito!
Di a leer la carta a Elsie. Cuando la hubo leído, abrió mucho los ojos y exclamó:
—Donald, ¿cómo lo ha sabido?
—Conocerá algún policía, o, tal vez, un periodista le habrá informado, a no ser que una amiga de Hazel haya j traicionado su confianza.
—Unas posibilidades muy interesantes, ¿verdad? —dijo Elsie.
Asentí.
—Este individuo no ha perdido el tiempo —dije.
—¿Qué se propondrá escribiéndote esta carta? —preguntó.
—Sin duda querrá que no me ocupe de este caso, dándome a entender que no cobraré mis honorarios.
—Pero, Donald, si no están casados, perderás lastimosamente el tiempo. Porque, aun suponiendo que lo encuentres, lo lógico es pensar que te mandará a freír espárragos.
—Hemos acordado que cuando lo encuentre, Hazel se hará cargo de él. Recuerda lo que nos indicó sobre que podía decir algo acerca de su pasado.
Elsie reflexionó durante unos segundos, y, acto seguido, dijo:
—Donald, ¿sabes qué pienso?
—¿Qué?
—Que hay un acuerdo entre Hazel y Standley. Éste tomó parte en el robo del… ¡Donald! ¡Están tratando de comprometerte en este asunto, usándote para que les saques las castañas del fuego!
—Podría ser —le dije yo.
—¡Donald! ¡Así es! Esta carta fue escrita poco después de haber salido Hazel de la oficina.
—Es posible.
—Donald, pero ¿no comprendes? Están los dos de acuerdo para hacerte caer en el lazo.
—Si es cierto, nada podemos hacer para que dejen de estar de acuerdo —observé.
—Pero ¿qué haremos nosotros? —preguntó.
—Tú te quedas aquí tranquilamente, señora Lam —le contesté—. Haz la cama y no te apartes mucho del teléfono. Cada vez que suene, lo coges y contestas. Les dices que eres la amiga y confidente de Evelyn, que esperas que te llame de un momento a otro y que tendrás mucho gusto en transmitirle sus mensajes.
—¿Cuánto tiempo me quedaré aquí?
—Hasta que yo vuelva para relevarte —dije—. Telefonea a la oficina. Diles que tuviste que irte temprano a causa de un fuerte dolor de cabeza. No dejes que la telefonista ponga a Bertha en la línea.
»Incidentalmente, hay un espacio en el garaje, que está comprendido en el alquiler del piso. Voy abajo a echarle un vistazo. Tú vacía el cesto de papeles, a ver si encuentras algo que nos procure un indicio cualquiera. No creo que lo haya; pero, de todos modos, hazlo.
Me encaminé a la puerta.
Elsie se quedó mirándome, perpleja.
—¿Qué te pasa? —le pregunté—. ¿Tienes miedo?
—No —me dijo—, lo que ocurre es que estoy tratando de conciliar la idea de una luna de miel contigo con la visión de una cesta de papeles llena de suciedad y de desechos de prendas de otra mujer.
—Eso es lo que ocurre cuando se tiene demasiada imaginación —le contesté—. ¡La eterna diferencia entre lo vivo y lo pintado! Tampoco yo me siento muy feliz.