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EL consultor de relaciones públicas que había manejado la publicidad para la Asociación Nacional de ferreteros se llamaba Jasper Diggs Calhoun. Todo en sus oficinas estaba dispuesto y alhajado para dar al visitante la impresión de que se hallaban en presencia de una personalidad dinámica.

La sugestiva secretaria, con un vestido inexorablemente justo que reprimía, pero no suprimía las osadas curvas de su cuerpo, tenía en su rostro una expresión de recatada inocencia tan perfecta que sólo podía ser el producto de un cuidadoso estudio. Era la mirada de un ángel que no tuviera conciencia de su corporeidad.

—¿Puede usted decirme qué es lo que quiere discutir con el señor Calhoun, señor Lam? —me preguntó, mirándome con sus ojos azules muy abiertos, muy ingenuos y candorosos.

—Un interesante problema de relaciones post-públicas —dije yo.

—¿Post-públicas?

—Exacto.

—¿Podría explicar qué quiere decir con eso?

—Evidentemente —dije—, puedo explicarlo en unas pocas palabras… pero al señor Calhoun.

Le sonreí abiertamente.

Se levantó de detrás de su mesa y se puso a caminar. Observé que su vestido era por detrás tan implacablemente justo como por delante. Desapareció tras de una puerta sobre la que había un rótulo en el que se leían las palabras:

J. D. CALHOUNPRIVADO

Y al cabo de unos minutos reapareció diciendo:

—Pase usted, señor Lam. Aunque no estaba usted citado con él, el señor Calhoun ha tenido a bien echar de lado otros compromisos para verle. Acaba de volver del almuerzo y tiene que atender a varias visitas; no obstante le verá a usted antes.

—Gracias —dije, y entré en el despacho.

Calhoun se hallaba sentado detrás de su mesa, inclinado levemente hacía adelante, envuelto todo él en un aura de energía dinámica. Sus labios cerrados seguían una línea recta perfecta. El breve bigote, cuidadosamente recortado, subrayaba la expresión de determinación que era tan sintética como la de inocencia que se dibujaba en el rostro de su secretaria.

Era ancho de espaldas, tenía aproximadamente treinta años, el pelo negro, las cejas oscuras y los ojos verdes y penetrantes.

—¡Señor Lam! —exclamó, poniéndose de pie y extendiendo su brazo con el gesto gallardo de un emperador romano.

Puse mi mano en la suya y enarqué los nudillos para que su apretón de manos no me hiciera respingar. Sabía que pertenecía a esa clase de hombres que manifiestan el dinamismo de su personalidad triturando las falanges de la gente.

—¿Cómo está usted, señor Lam? Siéntese. Me dijo mi secretaria que quería discutir un problema de relaciones post-públicas.

—Exacto.

—¿Y eso qué es?

—Ustedes, los hombres que se dedican a las relaciones públicas, abusan de su imaginación —le expliqué—. Tienen ideas maravillosas, extraordinarias. Las ponen en práctica y a continuación las olvidan. Es un continuo desperdicio de un material excelente. En muchos casos existe la posibilidad de obtener una buena publicidad de cosas que se han dado ya por terminadas y archivadas: como si dijéramos, una segunda siega.

—¿Como por ejemplo…? —preguntó.

—¡Bah! —dije yo abarcando con un vago ademán todo el despacho y recorriendo con mi mirada las fotografías fijadas en las paredes—. Cualquiera de esas famosas ideas suyas puede servirme de ejemplo. Como ésta, muy interesante a fe mía. ¡La fotografía es, en verdad estupenda!

Calhoun bostezó y dijo:

—Eso cree usted, pero en este negocio nuestro tenemos a paletadas las bellezas en bañador y las modelos. Nuestro negocio está basado primordialmente en el empleo del anzuelo.

—¿Y por qué usan el anzuelo? —pregunté.

—Mire usted, estoy demasiado ocupado para ponerme ahora a darle lecciones sobre el negocio de relaciones públicas. Por lo general, cuando vendemos algo que no ofrece sumo interés a los ojos, procuramos atraer la atención del lector con un anzuelo cualquiera.

»Por eso fotografiamos los nuevos modelos de automóviles junto a muchachas en bañador, y son modelos de rotunda belleza las que ostentan las prendas más o menos íntimas de la mujer. Las tenemos a docenas. Esa fotografía que está usted mirando muestra a las concursantes que rivalizaron para ganar un premio en metálico de mil dólares y el título de miss Ferretería americana. Esta publicidad se hizo para la Convención de ferreteros celebrada hace pocos meses en Nueva Orleans. Yo mismo la manejé en su totalidad.

—Eran unas chicas estupendas —dije yo.

—¡Vaya! —exclamó con tono de aburrimiento—. Todas ellas son estupendas. Bueno, ¿y qué?

—¿Quién ganó ese certamen?

La concursante número seis.

—Pues, ¿sabe usted lo que sería interesante? —dije—. A eso me refería cuando le hablé de las relaciones post-públicas. Apuesto a que la concursante número seis interesaría al público norteamericano. Era una chica que, a buen seguro, trabajaría como sirvienta o camarera en algún sitio y…

—Era contable en una casa de importación —me interrumpió.

—Está bien —dije—, era una contable. Tenía una espléndida belleza, pero nadie lo reconocía así. Cumplía a diario sus aburridas tareas cuando se enteró de la existencia del certamen para elegir la reina de la Asociación Nacional de ferreteros. Tímidamente escribió su solicitud. Le dijeron que era indispensable presentarse en bañador. Vaciló, pero, finalmente…

—¿Dijo que tímidamente escribió una solicitud? —me interrumpió.

—Sí; eso dije.

—Sin embargo, no fue eso lo que hizo la chica en cuestión —me dijo—. Y en cuanto a presentarse en bañador, recuerdo perfectamente que fue ella la que sugirió que el jurado hiciese su escrutinio de una forma que no dejase lugar a dudas, pues sabía que algunas de las concursantes llevaban rellenos y postizos para realzar encantos poco menos que inexistentes… Mi secretaria podría contarle más cosas de esa chica. No recuerdo muchos detalles del asunto. Fue para mí un certamen más y, francamente, ya estoy de ellos hasta la coronilla.

—Me lo imagino —dije— pero piense en las derivaciones de esos certámenes. La chica ganó. La enorme alegría que experimentó…

—El dinero que cobró —interrumpió.

—Está bien, el dinero, así es. —Y la notoriedad consiguiente, la publicidad, la oportunidad de ir a Hollywood. Porque supongo que en el premio iba incluida también la consabida prueba cinematográfica…

—En efecto —dijo—, no podía faltar. Para el público es una cosa muy interesante. Ahí tiene usted una fotografía, en la otra pared, en la que aparezco yo también entregándole el cheque de mil dólares, el contrato para una prueba cinematográfica y una aparición en la televisión como miss Ferretería americana. Todo ello forma parte de la campaña publicitaria, de acuerdo con los sistemas puestos en práctica actualmente. Los periódicos suelen dedicarle algún espacio cuando carecen de noticias interesantes.

Fui al lugar que me señalaba y miré la fotografía de Jasper Diggs Calhoun, en la que irradiaba una sonrisa que disimulaba a medias su mortal aburrimiento, y frente a él, mirándolo con ojos lánguidos, la ganadora del concurso. Una profunda inhalación había hundido su estómago y proyectado hacia adelante, en forma agresiva, su busto opulento. El bañador se ceñía a sus formas como una leve capa de barniz. Debajo de la foto podía leerse: Evelyn Ellis, Proclamada reina de la Convención de ferreteros americanos.

—¿Tiene usted algún negocio de ferretería? —le pregunté.

Denegó con un movimiento de cabeza.

—Me dedico exclusivamente a relaciones públicas.

—Pensé que la presentación debería hacerla uno de los miembros de la asociación.

—Esto demuestra lo poco que sabe usted de estas cosas —me dijo—. Todos esos tipos son hombres casados. Sus esposas no consentirían verlos retratados con esas preciosidades en bañador.

—¿Y usted no está casado?

—Sí, pero todo eso forma parte de mi negocio. Mi mujer es comprensiva. Puedo enseñarle miles de fotografías mías en compañía del correspondiente anzuelo.

—Entonces los magnates ferreteros se mantienen prudentemente apartados de él…

—¡Que se cree usted eso! —dijo Calhoun—. No se dejan fotografiar junto a la chica, en público, pero en privado la examinan y soban mientras le toman las medidas y comprueban que todo aquello que ven es de una autenticidad indiscutible. Siempre hay alguno que, dándole palmaditas en la parte más carnosa de su anatomía, le da consejos paternales. Para eso le dan mil dólares y la oportunidad de lucir su palmito.

—Bueno —insistí—, todo eso constituiría un material excelente. Piense en lo que sucedió después… Supongo que despertó un gran interés en la televisión.

—¡Dios mío, qué cándido es usted! —dijo Calhoun.

—Bueno, ¿qué ocurrió? —pregunte.

Calhoun observó:

—Me está haciendo perder un tiempo precioso, Lam. ¿Qué saco yo con todo esto?

—Mucho —dije—. Si me decidiese a hacer una crónica de todo lo que hemos hablado, la escribiría desde el punto de vista de un técnico en relaciones públicas. Al público le encanta picar en el anzuelo, de acuerdo, pero nosotros los informadores tenemos la obligación de decirle la verdad y…

—¡Un momento, un momento! —me interrumpió, presuroso—. Nada de decirle la verdad. El público se desilusionaría, y en las relaciones públicas lo peor que puede ocurrir es que la gente se desilusione. Vamos a ver, retrocedamos y volvamos al punto de partida. Usted me describe como a un tipo entusiasta que sólo aspira a que esas chicas se sitúen y progresen, y que en punto a belleza, profesionalmente, se entiende, sabe un rato largo. Con sólo echarle el ojo a una contable, o a una sirvienta o a la acomodadora de un cine, sé al momento qué puntos calza y lo que puede dar de sí en bañador. Me encantan, tanto como al público, las oportunidades románticas que esperan a todas esas muchachas. Son como la Cenicienta. Y yo soy para ellas como una buena hada. Alzo la varita de la publicidad, y ¡zas!, el milagro se realiza. Ésta es la clase de publicidad que deseo.

—Me hago perfectamente cargo —dije—. ¿Dónde se encuentra ahora esa mujer? ¿Cómo se llama?

—Ahí, en el cartonaje de la foto, encontrará el nombre —indicó—. Evelyn no sé qué. Recuerdo que tuve que volver a hacer el cheque porque puse una i latina en vez de una y griega.

—Evelyn Ellis —dije, leyendo la mención en la fotografía—. ¿Dónde se encuentra ahora?

—¿Cómo puedo saberlo? La última vez que la vi personalmente fue cuando le entregué el cheque.

—¿Puedo preguntárselo a su secretaria? Acaso tenga ella las señas.

—Voy a procurárselas yo mismo. En algún sitio las tendré.

Abrió el cajón de su mesa, revolvió en él durante unos instantes, lo cerró y abrió otro, hizo lo mismo, sin resultado visible, hasta que en un tercer cajón encontró lo que buscaba; un pequeño cuaderno de apuntes y direcciones.

—Evelyn Ellis —dijo—, en el momento de su última aparición en la televisión, vivía en el hotel «Breeze-Mount».

—Deduzco, pues, que después de la Convención de los ferreteros, ese anzuelo lo dejó de lado y se puso a imaginar nuevas ideas publicitarias.

—Usted lo ha dicho, Lam —prorrumpió vivamente—. Tenemos que devanarnos los sesos para que las ideas salgan así…

Había levantado la mano, y al decir la palabra «así», repiqueteó con los dedos.

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Tal vez logre escribir una buena crónica de todo esto.

—¿Me será beneficiosa?

—Desde luego, no le perjudicará —afirmé.

—No; espero que no.

—La publicidad —dije yo—, es siempre provechosa.

—No sé… Esa clase de publicidad tal vez no sea muy provechosa para mí…, particularmente si la chica no es feliz o se encuentra sin un centavo… Ya sabe usted que con las chicas de esta clase nada se puede prever. Creen que porque tienen unas bonitas formas y han ganado un concurso de belleza van a causar sensación en Hollywood. Y en Hollywood hasta las que friegan los pisos han ganado concursos de belleza. Por lo general no pueden soportar su desilusión. Después de todo ese clamoreo y adulación se les hace muy difícil volver a su vida rutinaria de empleada o dependiente.

—¿Por qué no la busca y me hace saber la ocupación que tiene actualmente?

—Déjeme pensarlo —me dijo—. Llámeme mañana por teléfono.

—Lo haré —le prometí—, tal vez podamos ayudarnos mutuamente.

Volvimos a estrecharnos las manos.

Salí y un mecanismo automático cerró la puerta detrás de mí.

Me dirigí a la secretaria, la examiné con detenimiento y dije:

—¿Cómo es que no la escogen a usted?

—¿Para qué? —me preguntó.

—Para miss Ferretería americana en la Asociación Nacional de ferreteros —respondí—. ¿Por qué tuvieron que elegir a Evelyn Ellis cuando la tenían a usted al alcance de la mano?

Bajó sus párpados.

—El señor Calhoun jamás recurre al personal de esta oficina.

Volví a mirarla con expresión de conocedor. Bajo mi mirada su rostro tomó una expresión adecuada de pudor.

—¿Dónde se encuentra ahora Evelyn Ellis? —pregunté al azar.

Hizo un mohín despectivo.

—Durante algún tiempo estuvo en el séptimo cielo, llamándonos una y otra vez, pidiéndonos que la ayudáramos a entrar en el cine. Tuvo unas cuantas apariciones en la televisión y se creyó que era la reina del mundo. Dejó el empleo que tenía. No podía levantarse antes de la una o las dos de la tarde; se pasaba las horas en los salones de belleza.

Asentí a sus palabras con simpatía.

—Conozco el tipo.

—Luego se empleó como camarera en una cafetería próxima a un aparcamiento de automóviles, y últimamente se lió con un hombre casado.

—¿Dónde vive? —le pregunté.

—Vivía en el hotel «Breeze-Mount» —me contestó.

—Mire usted —le dije, sacando del bolsillo un billete de diez dólares y mostrándoselo—, aquí tienen ustedes muchas fotografías de esa chica. Desearía que me procurase unas cuantas. No tengo tiempo para dar con su paradero y, una vez encontrada, contratar a un fotógrafo. ¿Qué me dice?

Lanzó una mirada al billete, vacilante.

—¿Sabrá el señor Calhoun que me ha pedido usted esas fotografías?

—¿Sabrá el señor Calhoun que le he dado a usted diez dólares?

Se apoderó del billete.

Se dirigió a un fichero metálico y consultó una tarjeta; de allí pasó a otro fichero y sacó de él una carpeta llena de fotografías. Las fue recorriendo con la vista, halló dos que estaban duplicadas y me entregó las copias.

—¿Bastarán?

Les eché un vistazo y se me escapó un silbido.

—Bastan y sobran —exclamé con acento acidulado—. Ha sido un movimiento de sorpresa —expliqué rápidamente—. Las otras fotografías que tiene el señor Calhoun en su despacho no son tan sugestivas.

—Aquéllas eran las fotos destinadas a la Prensa. Éstas son las que se repartieron entre el jurado.

—Si alguna vez toma usted parte en un certamen de esa especie —le dije—, haré lo imposible porque me nombren miembro del jurado. ¿Qué podría hacer para conseguirlo?

Me miró, sonriente.

—¿Por qué no organiza usted su propio certamen?

Antes de que pudiera contestarle se oyó un zumbido persistente.

La secretaria me lanzó una deslumbrante sonrisa.

—Discúlpeme, señor Lam —dijo—. El señor Calhoun me llama.

No salí hasta después de que hubo contorneado la mesa y desaparecido tras de la puerta. Había que darle la impresión de que su anatomía me había dejado literalmente electrocutado.

Ya en la puerta, al abrirla, se había vuelto hacia mí y me había lanzado otra deslumbrante sonrisa.

Salí del despacho, mirando las fotografías. Llevaban la firma de un fotógrafo japonés y en el respaldo había un sello que decía: Happy Dase Camera Co.

Esta entidad radicaba en San Francisco.