ANTE la perspectiva de una buena propina, el conductor del taxi hizo prodigios de velocidad. Desde el momento en que el inspector Hobart colgó el teléfono hasta el de nuestra llegada al hotel, transcurrieron exactamente, veintidós minutos.
—Venga, Hazel —apremié.
Cogiéndola de la mano, entramos en el hotel, cruzamos el vestíbulo y tomamos un ascensor que nos llevó al séptimo piso.
Sin soltar de la mano a Hazel, llegamos ante la puerta de la habitación de Evelyn Ellis.
Estaba abierta.
El cuadro que se ofrecía a mi vista era de un campo de batalla, después de retirados los bandos contendientes. Evelyn Ellis estaba envuelta en una bata de baño de franela y lloraba a lágrima viva. Los restos de su vaporoso negligée estaban desparramados por el suelo. Con un ojo, el derecho, que se iba hinchando y amoratando por momentos, la expresión de su rostro tumefacto revelaba un verdadero terror.
La voluminosa Bertha Cool, en el centro de la habitación, los brazos en jarras, contemplaba, satisfecha, su obra destructora.
El inspector Hobart había estado tomando notas. Estaba como aturdido.
Alzó la vista hacia mí y no demostró que mi presencia le sorprendiera lo más mínimo. Daba ahora la impresión de un hombre a prueba de sorpresas.
Bertha me miró y me dijo:
—¿Por qué diablos echaste a correr? Pero ¡hombre de Dios! ¿No conoces el truquito del teléfono? Un tipo le llamó y dijo: «Sí, sí, inspector, suba»… Y saliste disparado… ¿No comprendes? Era un amiguito suyo que quería subir a verla. Llamó para ver si no había moros en la costa. En cuanto el individuo oyó que no estaba sola, colgó, lleno de pánico. Desde donde estaba pude oír el chasquido del receptor. No obstante, ella siguió hablando y soltó aquel camelo sobre el inspector Hobart, a fin de asustarte.
Miré, muy serio, a Bertha y le dije:
—Pero ¿de quién estás hablando? En tu excitación, me confundiste con otro. Bertha, ¿recuerdas a nuestra cliente? Ésta es Hazel.
Hobart lanzó una mirada a Bertha.
—Tiene razón Lam. En su ofuscación, se confundió usted. Lam no salió en toda la noche de su habitación. Le hemos tenido bajo vigilancia auditiva. Si es un truquito suyo, busque otro mejor. Ése no cuela.
Bertha comenzó a decir algo, pero cambió de parecer y optó por el mutismo.
Me encaré con Bertha y le pregunté:
—¿Cómo ha ido el partido?
—Cinco a cero. El cero lo lleva en el ojo —dijo Bertha—. Ahora hablemos en serio. Esta pindonga sostenía relaciones amorosas con un jefe de publicidad llamado Calhoun. No le desagradaba, pero el hombre estaba en la inopia. Entonces conoció a Standley Downer y, como éste tenía pasta en abundancia, nuestra amiguita Evelyn dejó plantado a Calhoun.
»Calhoun no se conformó. Es un hombre celoso y violento. Logró averiguar dónde se encontraba Downer; vino y encontró juntos a los dos tortolitos, en el momento preciso en Downer abría el baúl y se daba cuenta de que no era el suyo.
»Estaba tratando de explicarle a Evelyn que era él el primer sorprendido por el cambio de baúles, que en el suyo tenía guardado mucho dinero y que alguien, sabedor de esto había hecho el cambiazo. Evelyn no le creyó y le cubrió de insultos. Soliviantado, perdida la paciencia, Standley se abalanzó sobre Evelyn y le echó las manos a la garganta. Calhoun, que acababa de entrar en el cuarto, al ver en peligro a su amada, cogió el trinchante, que estaba encima del tocador, y lo hundió en la espalda de Downer.
—Pero ¡mil cuernos! —exclamó el inspector, airado—. ¿Qué demonios hacía allí el trinchante? ¿Puede alguien aclararme su procedencia? —Enhebró a continuación varias palabras malsonantes, se detuvo y dijo—: Perdónenme; me había olvidado de que hay aquí una dama.
Bertha miró a su alrededor.
—¿Dónde está la dama? —Y luego añadió—: No se preocupe, inspector, no le ofrezco una muestra de mi vocabulario porque se ruborizaría. Usted quería saber por qué estaba allí el trinchante. Voy a decírselo. Este trinchante es, como si dijéramos, un símbolo doméstico enternecedor. Todo comenzó en un pisito con cocina. Un nido de amor. Allí estarían los dos juntos, atortelados y felices. No saldrían; comerían en casa. Y así fue cómo Evelyn aportó al menaje, como emblema de domesticidad, el famoso trinchante.
»Después del trinchamiento, Evelyn aconsejó a Calhoun que se fuera de allí y se llevara el estuche de fantasía con el tenedor, que hacía juego con el cuchillo. De éste se encargaría ella. Le recomendó que tomara el avión para Los Ángeles. Le prometió que se reuniría con él más tarde. Me imagino que estará allí esperando a que esta pelandusca cumpla su promesa.
»Después de deshacerse de Calhoun —prosiguió Bertha—, aquí, la señorita Trinchante, registró el cadáver y halló cosido al pantalón un cinturón dentro del cual había setenta y cinco billetes de mil dólares. Por supuesto, se apropió el dinero.
»Seguidamente inspeccionó el contenido del baúl y, por una nota que encontró en él, se enteró de que aquél pertenecía a un tal George Biggs Gridley que paraba en el hotel “Golden Gateway”. No cometió el error de dejar mensajes para Gridley ni de llamarle desde su hotel, pero se gastó más de cuatro dólares en monedas de diez centavos llamando desde la cabina telefónica del vestíbulo para comunicarse con el señor Gridley.
»El cuchillo y el cinturón de gamuza que había contenido los billetes los metió en una cartera de cuero que había pertenecido a Downer, y al bajar al vestíbulo, la dejó caer p casualmente en medio de otros bultos.
»Borró todas las huellas e hizo todo lo necesario para cubrir su retirada, antes de que fuera descubierto el cuerpo. Standley Downer era un tahúr que iba a desaparecer de la circulación. Esto explica que todo su dinero lo tuviese en billetes grandes. Pero, como hombre desconfiado que era, no puso todos sus huevos en una canasta. Llevaba en el cinturón del pantalón setenta y cinco billetes, y depositó los otros cincuenta en el fondo secreto del baúl. El hecho de que le robaran al Banco los cien mil dólares suyos no tenía para él la más mínima importancia. La remesa estaba asegurada. El Banco pagó a Standley, y asunto concluido.
Evelyn, durante esta escena no había dejado un instante de llorar, completamente desamparada.
Hazel escuchaba, estupefacta. Sus ojos parecían platillos.
—Bien, bien —dijo Hobart—. Iremos a Los Ángeles a detener a Calhoun. Sin duda…
—Un momento, por favor —le interrumpí yo. Fui al teléfono, descolgué el receptor y hablé con la recepción—. Por favor, comunique al señor Jackson, habitación número 813, que un agente de la policía está en el hotel y le ruega que baje inmediatamente al cuarto 751, que ocupa Evelyn Ellis.
Colgué el receptor y le dije al inspector Hobart:
—Vamos. Tenemos el tiempo justo.
Nos precipitamos a la escalera y subimos a la planta superior.
Estábamos a un metro de la habitación 813 cuando la puerta de ésta se abrió violentamente para dar paso a Calhoun. Llevaba una maleta en la mano y en su rostro se reflejaba un pánico intenso.
—¡Hola, Calhoun! —le dije—. ¿Me recuerda? Soy Lam. Aquí el inspector Hobart, que ansia estrecharle la mano.
Le estrechó las dos manos, con sendas esposas que sacó, rápido de su cinturón. Después de ajustárselas, se volvió hacia mí y me miró con ojos suspicaces.
—Ahora, dígame, ¿cómo sabía que este individuo paraba en este hotel con el nombre de Jackson? —me preguntó.
—Inspector —le dije—, no tendrá más remedio que atribuir esta presciencia mía a las facultades brillantes que uno adquiere viendo los programas de televisión. Cualquiera que haya seguido los programas referentes a los detectives particulares sabe muy bien que el azar interviene siempre a favor del detective privado, situándole en el punto preciso, en un hotel o en cualquier otro lugar que le permita resolver el crimen en treinta minutos justos, incluidos los anuncios de lavadoras eléctricas y medias de nylon.
El inspector Hobart bajó un hombro y echó atrás el brazo para golpearme. Estaba lívido, trémulo de cólera. Pudo, no obstante, reprimirse Tomó aliento, y dijo:
—Te lo agradezco, Lam. Pero empiezo a comprender la opinión que el sargento Sellers tiene respecto a ti.
Condujimos a Calhoun al cuarto de Evelyn Ellis.
Miss Ferretería seguía sollozando bajo la mirada impasible de Bertha Cool.
Le bastó una sola mirada al cuadro desolador para comprender que había perdido la partida. Y Calhoun confesó de plano.
Sabía que Evelyn le había traicionado. Descubrió que Downer proyectaba trasladarse a San Francisco, donde él y ella vivirían juntos como marido y mujer. Con el fin de trastocar sus planes, telefoneó a su piso, simulando que era un gángster y, disfrazando su voz, profirió una serie de amenazas contra Downer.
—En otras palabras —le dije a Calhoun—, ya germinaba desde ese momento en su cerebro la idea de matar a Downer para quitarlo de en medio.
—¡No, no, no! —gimoteó histéricamente—. ¡Lo juro! ¡Juro que no!
—No sea necio, Calhoun —dijo Hobart—. No sé si podremos probarlo o no, pero éste es un caso de premeditación tan claro como la luz del día. ¡Un asesinato con todas las agravantes!
—Me estaba defendiendo —invocó, sin dejar de llorar, Evelyn.
Eso es lo que usted dice —exclamó Hobart—. Veremos lo que dice el jurado. —Se volvió hacia nosotros y añadió—: Bueno, respecto a vosotros, voy a daros un consejo. ¡Fuera de aquí, y al decir aquí, me refiero a la ciudad de San Francisco! ¡Y os prevengo una cosa! ¡Ni una sola palabra de esto a los chicos de la Prensa! ¡De lo contrario, si volvéis a poner los pies en esta ciudad, toda la policía de San Francisco os liará la vida imposible!
»Voy a mandar que la policía os escolte hasta el aeropuerto. Iréis allá tan rápidamente que batiréis todos los récords habidos y por haber, y si os rompéis la crisma, ¡tanto mejor!
»Y, cuando lleguéis a Los Ángeles, no digáis ni pío a los periodistas. Frank Sellers me dijo ya cómo había recuperado allí el dinero, y yo le diré ahora cómo resolví aquí el caso del asesinato. Tú ocúpate entretanto, Lam, de resolver tu propio caso. Averigua cómo te escamotearon los cincuenta billetes grandes que tuviste en tu poder, si es que alguna vez los tuviste…
—No tengo que resolver ese caso —dije yo—. Ya sé ahora a qué manos fue a parar ese dinero.
—¿Quién te lo quitó?
—He sido un idiota —dije—. No sé cómo no se me ha ocurrido antes.
—Está bien —me dijo el inspector—, me entrego. ¿Quién ha sido?
Con el índice señalé a Bertha Cool.
—Vamos Bertha, ¡desembucha!
Por unos instantes el rostro de Bertha enrojeció de cólera. Luego empezó a hablar:
—Me diste un susto morrocotudo. Por poco me desmayo. Abrí el paquete para ver lo que había en él y devolverlo. Vi, primero, la cámara y, luego, la caja con el papel fotográfico, y, como notara algo raro en los precintos, abrí el paquete y descubrí los billetes grandes. Los recogí y los guardé en el cajón de mi mesa. En ese momento telefoneó el sargento Sellers, hablándome de ti, y comprendí que te habías metido en un lío y que ese dinero no había que tocarlo ni con pinzas. Lo puse a buen recaudo, corrí a una tienda de artículos fotográficos, compré una caja de papel para ampliaciones idéntico al que tú habías comprado, corté los precintos con mi cortaplumas y lo puse en el paquete en el lugar del otro. Seguidamente entregué el paquete a Dorris Fisher para que lo envolviera y lo devolviera a la tienda de San Francisco. ¡Cincuenta billetes grandes! ¡Un dinero que no podía cogerse ni con pinzas! No he podido dormir desde aquel momento…
Me volví hacia Hazel Downer y sonreí, sarcástico.
—No se necesitarán pinzas para cogerlo… Bastarán unas manos blancas de mujer.
—¡Cómo! —exclamó Hazel—. ¿Es mío ese dinero?
—Suyo y bien suyo.
—Vas a sudar lo tuyo para probarlo, cariño —le dijo Bertha Cool.
—En absoluto —dije yo—. Tengo una carta firmada por Standley Downer por la que éste declara haber donado a Hazel ese dinero. Downer apostaba en grande en las carreras y ganaba el dinero a espuertas. Sólo tenía un flaco, y era que le gustaban las mujeres. Y también el cambio. Cuando conoció a Evelyn, decidió cambiar a Hazel por un nuevo modelo.
—Eso de nuevo, vamos a dejarlo —dijo Hazel—, de segunda mano, y gracias.
Evelyn ni siquiera levantó la cabeza. Estaba por completo anonadada. Hazel me echó los brazos al cuello y sus labios buscaron, ávidos y agradecidos, los míos.
—Donald —susurró—, ¿esos billetes que encontró tenían las puntas recortadas?
—Si no las tenían cuando los encontré —le susurré yo a mi vez—, las tendrán, seguramente, y bien recortadas, cuando Bertha los devuelva. No va a dejar escapar de entre sus dedos anillados el tanto por ciento que le corresponde a la Agencia por haberlos recuperado… Francamente, Hazel, tuve que manipularlos con demasiada rapidez para advertirlo. No obstante creo…
Bertha me interrumpió, tonante:
—¡Por Dios y todos los santos! ¡Deja ya de hacer el Romeo! ¡Créeme, el tipo no te acompaña!
Mientras tanto, el inspector Hobart telefoneaba a Jefatura:
—Traigan para acá un coche patrullero provisto de luz encarnada y sirena, y el mejor conductor que tengan ahí. No les pido a Fangio porque sé que no disponen de él. Hay que llevar al aeropuerto a dos personas que tengo aquí, que tienen una necesidad tremenda de llegar a Los Ángeles cuanto antes.
Colgó violentamente el receptor y, volviéndose hacia mí, exclamó:
—¡Malditos aficionados!