ERAN las cuatro de la tarde cuando volvió Hobart al despacho.
—Está bien, Lam. Te voy a soltar.
—¿Dónde está Ernestina?
—Hace ya más de una hora que la despaché para su casa.
—Hubiera debido dejarme que yo la acompañara —le dije.
Sonrió, irónico.
—Debí hacerlo, pero no lo hice. Mandé que la acompañara hasta su casa el agente de paisano que estuvo interrogándola toda la tarde. Estaba literalmente fascinada. Dice que la televisión es insípida al lado de la vida real… ¿Qué te parece?
—Está bien —le dije—. ¿Qué planes tiene usted respecto a mí?
—¿Cuáles son tus propios planes respecto a ti?
—Depende de lo que me sea permitido hacer.
—No te permito que tires llaves inglesas a la maquinaria. Si lo haces, te pondremos a la sombra, y esta vez de veras.
—¿Qué me dice de Evelyn Ellis? ¿Encontraron el resto del juego de trinchantes?
—No seas bobo. Vosotros, los superdotados, creéis que todo se ajusta a vuestras elucubraciones. Para que lo sepas, Evelyn ha declarado que regaló estuches que contenían esos nuevos trinchantes a todos los compradores acreditados que se detuvieron en el stand de Christopher, Crowder y Doyle, pero que no se había quedado con ningún estuche, porque, por aquel entonces, no hacia vida casera. Y nos preguntó cómo podía una joven de sus dimensiones esconder un trinchante en un bañador.
—Pudo envolverlo y llevarlo debajo del brazo —dije—. ¿No tenía acaso un bolso?
—Está bien —dijo Hobart—, estamos investigando el caso. No te preocupes por nosotros, Lam, ni pretendas decirnos cómo se ha de investigar un homicidio. Querías saber qué fue lo que hallamos, y te lo he dicho… ¡Nada!
—¿Puedo hablar con Evelyn Ellis?
El rostro de Hobart pareció endurecerse.
—Escucha, Lam —dijo—, y no olvides lo que voy a decirte. Estás en San Francisco. Puedes ir a un hotel, a un cine o a un restaurante. Puedes irte de parranda con una dama y divertirte a tus anchas, e incluso coger un buen tablón. Pero si te acercas a la tienda de los japoneses, o visitas a Evelyn Ellis o rondas el hotel donde se cometió el crimen, ten por seguro que por la noche dormirás en un calabozo. Y allí te quedarás hasta que se aclare por completo el caso.
—¿No se le ha ocurrido pensar —le dije— que estoy trabajando en un caso y que he contraído una responsabilidad con un cliente, y que he sido despojado por alguien de cincuenta mil dólares…?
—He pensado en eso y en muchas cosas más —dijo Hobart, molesto—. Pero ¿qué remedio me queda? Estoy tratando de resolver un caso embrollado y no quiero que nadie me lo embrolle más aún de lo que está.
—¿Puedo volver a Los Angeles?
—Puedes, pero no te lo aconsejo. Sellers está que echa chispas.
—Hay —dije—, una tal Hazel Clune o Hazel Downer que…
—Sabemos quién es —dijo Hobart—. La hemos tenido bajo vigilancia. Estuvo aquí la noche anterior al asesinato. Ahora se encuentra de nuevo en la ciudad.
—¿Está aquí, en San Francisco?
Asintió.
—¿Dónde está?
Comenzó a mover la cabeza con un gesto de denegación cuando, de repente, entornó los ojos. Visiblemente, una idea nueva había llegado a su cerebro.
—¿Por qué quieres saberlo? —me preguntó.
—Estoy trabajando para ella. En conciencia, no puedo aceptarle un salario cuando me paso el día sentado en un despacho de la Jefatura de policía de San Francisco.
—¿Qué prefieres, dormir en un calabozo o en el hotel? —me preguntó Hobart—. Porque he cambiado de parecer en cuanto a dejarte suelto para que vayas de un lado a otro de la ciudad.
—¿Es un chiste?
—Es una pregunta.
—La respuesta —le dije— tal vez le sorprenda. Prefiero dormir en un hotel.
—Creo que podré arreglarlo —dijo Hobart—, pero tendrás que cooperar.
—¿Qué entiende usted por «cooperar»?
—Te proporcionaremos una habitación en un hotel. En él habrá un teléfono, pero no lo usarás para llamadas exteriores. Habrá un buen restaurante en el hotel, con servició en los cuartos, y podrás mandar que te suban lo que se te antoje. Te procuraremos periódicos y alguna revista. Leerás. Tendrás incluso un aparato de televisión. Podrás ver programas de televisión. Podrás acostarte y soñar con j los angelitos. Lo que no podrás hacer será abandonar el cuarto, porque si nos enteramos de que lo has hecho, lo pasarás muy mal.
—¿Quiere decir que estaré bajo custodia?
—Exactamente, no. Más bien, bajo la protección de la policía. Estarás en libertad de hacer lo que mejor te parezca en el cuarto, pero no podrás salir de él sin permiso nuestro.
—¿Cuánto tiempo tendré que estar en esa situación?
—Esta noche, por lo menos. Tal vez te permitamos salir por la mañana.
—Mi consocia, Bertha Cool, estará seguramente muy preocupada.
—Más de lo que tú te figuras —dijo Hobart—. La Agencia no ha cesado un instante de telefonear a todas partes para averiguar tu paradero. Incluso han llamado a esta Jefatura.
—¿Qué le han dicho?
—Que no hemos detenido a nadie llamado Donald Lam. En realidad, no te tenemos detenido.
—¡Me tienen detenido!
—No te hemos inculpado de delito alguno. Si te tenemos aquí es porque has querido cooperar con nosotros.
—También Ernestina estará preocupada por mí —dije.
—Ernestina está ya en el «noveno cielo» —dijo Hobart—. Está cooperando ahora con la policía y el agente de paisano que está con ella en el piso, para estar al tanto de lo que pasa, es un soltero no mal parecido que ha llegado a la conclusión de que la chica es bonita, juiciosa y lista como ella sola. En verdad congenian de un modo perfecto. Me parece que ese agente te ha tomado la delantera, Lam. Aparte que él está disponible, y tú no.
—¿Dónde está ese Hotel?
—Es el «Ocean Beach» —dijo—. Decide: ¿allá o aquí?
—Allá.
—De acuerdo. Voy a disponerlo todo. En media hora tendré listo el asunto.
Salió y no había transcurrido la media hora cuando se presentó un agente de paisano y me dijo:
—Vamos, Lam.
Le seguí hasta un coche patrullero. El agente lo condujo lenta y prudentemente hasta el hotel «Ocean Beach», que se hallaba situado en la zona portuaria, bastante lejos de la escena del crimen y a muchas millas de distancia de la tienda Happy Dase Camera.
El agente me acompañó hasta la habitación que se me había destinado. Era espaciosa, bien amueblada y ventilada.
—¿Cuáles son las restricciones que se me imponen? —le pregunté.
—No puede usted salir de aquí.
—Necesito comprar una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes y…
—Ahí, en ese rincón, tiene usted una bolsa de plástico con todo lo que necesita. El aparato televisor es de un modelo excelente. Sobre la mesa tiene los últimos periódicos. Para salir de aquí dispone de uno de estos dos procedimientos: uno, utilizando la puerta frontal, y otro saltando por la ventana hasta la escalerilla de incendio. La puerta frontal estará vigilada por nosotros. En cuanto a la escalerilla de incendios, nadie la vigilará.
—¿Y eso?
—Sería muy desagradable para nosotros permanecer ahí fuera, a la intemperie, vigilando esa escalerilla, aunque francamente, al inspector le gustaría mucho que se escapara usted por esa escalerilla.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque —dijo, sonriendo entre dientes—, así se aclararía el caso.
—¿Qué caso?
—El caso contra usted.
—No sabía que existiese un caso contra mí.
—No lo hay, por ahora, pero necesitamos únicamente una pequeña prueba para que lo haya. ¡Y nos vendría de perilla!
—Ya comprendo —le dije—. Al inspector le gustaría que recurriera a la fuga. ¿No es así?
—Claro —dijo el agente—, si se fugase, podríamos detenerle e implicarlo en el homicidio. En este Estado la fuga es una prueba de culpabilidad, esto es, puede ser utilizada por el fiscal para corroborar su acusación.
—Ha sido usted muy amable diciéndomelo. Y se lo agradezco.
—No me lo agradezca. Forma parte de mis instrucciones —dijo el agente, muy risueño—. Queremos estar seguros de que, si usted se larga de aquí, no habrá duda alguna por lo que respecta a la fuga. Puedo testimoniar que se lo dije.
—Muchas gracias.
—La puerta no estará cerrada —dijo—. Puede cerrarla usted por dentro si se siente nervioso. La ventana por donde pasa la escalerilla de incendios está al final del corredor.
—Entonces, la puerta de entrada del hotel…
—Estará guardada por nosotros.
—Bien, me alegro de conocer las reglas del juego —le dije—. Por lo menos conozco las dimensiones de la trampa.
—¿La trampa? —preguntó el agente.
—Claro —le dije—. El inspector daría cualquier cosa porque yo ya bajara por la escalerilla y me fugase. 1.e encantaría.
—Es posible —dijo el agente. Y se fue.
Llamé a la Administración y pedí que me sirvieran en el cuarto un cóctel Manhattan doble, un filete de ternera con champiñones, unas patatas al horno, una tarta y café.
Me contestaron que me subirían todo lo pedido, menos el cóctel. Tenían órdenes de no servirme bebidas espirituosas.
Puse en marcha la televisión y vi los últimos veinte minutos de un programa de detectives particulares. Luego pusieron el telediario y dieron el parte meteorológico. Finalmente subieron la comida. La despaché y telefoneé para que vinieran a llevarse los cubiertos, hecho lo cual me puse a ojear los diarios.
Leí algo acerca de un hombre asesinado en el cuarto de un hotel situado en el centro de la ciudad, con los consabidos comentarios. La policía estaba practicando las diligencias propias del caso y había declarado que antes de las «cuarenta y ocho horas» sería detenido el presunto homicida.
Era la usual rutina, conforme a un plan preestablecido. Los periodistas tenían que informar al público y la policía debía hacer lo necesario para demostrar a los contribuyentes que cumplían con su deber.
Ya había anochecido cuando oí que unos nudillos golpeaban suavemente la puerta.
Crucé la habitación y abrí la puerta. En el umbral apareció Hazel Downer.
—¡Donald! —exclamó.
—¡Vaya! ¡Quién lo diría! —exclamé yo—. El mundo es un pañuelo. Entre y aparque sus curvas. ¿Cómo me encontró aquí?
—Le seguí.
—¿Y eso?
=-Averiguamos que la policía le había detenido. Mi abogado Madison Ashby llamó desde Los Ángeles y amenazó con un habeas corpus si no le ponían inmediatamente en libertad. Le prometieron que lo soltarían en el plazo de una hora y lo llevarían a un hotel.
—Y entonces, ¿qué?
—Vine a San Francisco sin perder contacto con mi abogado. Me llamó y me dio instrucciones. Así, pues, me estacioné delante de la Jefatura de policía. Cuando el agente de paisano le trajo a este hotel, los seguí.
—¿Y entonces…?
—Para no despertar sospechas dejé que pasaran dos horas, fui a aparcar mi coche, cogí un taxi, metí en él algún equipaje y me presenté aquí tan campante; pasé por delante de los agentes de paisano que vigilan la entrada y tomé un cuarto.
Supongo que no se inscribió con su verdadero nombre…
—Claro que no.
—Hubieran podido reconocerla.
—No lo creo. Aquí no soy conocida.
—¡Quién iba a decirlo! ¡En mi mismo hotel!
—¿Por qué no?
—No sabe cómo me alegro de verla. ¡Y yo que creía que iba a pasar una noche de amarga soledad!
—¿Qué hacemos ahora, Donald?
—¿Qué querría hacer? —le pregunté.
—Querría averiguar qué pasó con el dinero que tenía Standley… ¡Mi dinero!
—¿Qué cree usted que pasó?
—Yo creo que lo cogió Evelyn Ellis, pero no sé. ¡Todo me parece ahora tan embrollado!
Cogí un trozo de papel y escribí en él: «¡Ojo! El cuarto tiene oídos. Cuidado con lo que dice». Le puse el papel ante sus ojos y Hazel se echó a reír.
—Bueno, Donald —exclamó—, después de todo, le agradezco lo que ha hecho por mí; ha sido un trabajo duro y creo que deberíamos ahora unir nuestros esfuerzos para encontrar una solución a nuestro caso.
—Entonces, sentémonos —dije—, y veremos si puedo conseguir un trago… Pero ¡maldita sea! No puedo beber, no me servirán ninguna bebida alcohólica.
—¿Por qué? ¿Creen que es usted menor de edad?
—En cierto modo —le dije yo—, me encuentro bajo la custodia de la policía… Una medida de protección a mi persona.
—Dígame, Donald, ¿qué ocurrió? —preguntó.
—Tengo que pensarlo —dije—, desenredar mis ideas y ordenarlas. Siéntese ahí. Voy a empolvarme la nariz. En seguida estoy con usted.
Se sentó en la cama turca. Llevé un dedo a mis labios y fui a sentarme a su lado. Arranqué una hoja de mi agenda y escribí en ella:
«Déjese guiar por mí. Cuénteme las cosas más extraordinarias que se le ocurran, pero no me diga nada que no quiera usted que sepa la policía. Probablemente tiene instalados tres micrófonos separados en este cuarto. Yo le expondré ciertos hechos, pero mucho cuidado con lo que responde a ellos. No me haga preguntas especificas porque, tal vez, no me sea posible contestarlas».
Después de que hubo leído la nota, la hice trozos y me fui de puntillas al cuarto de baño, arrojé al water los trozos, hice rechinar el pomo de la puerta, volví a la cama turca y le dije a Hazel:
—¡Vaya! ¡No puede figurarse lo contento que estoy de verla! Estaba pensando con terror en la velada solitaria que me esperaba.
—¿Puede decirme qué ocurrió, Donald?
—Naturalmente —dije—, pero no puedo decírselo todo, hay cosas que quiero reservarme. Sin embargo, he aquí, en resumen, lo que me pasó. Vine a San Francisco en busca de su amor perdido y me encontré con que lo habían asesinado. Entonces me puse a desentrañar el caso. No porque me interesara en absoluto el crimen, sino por su relación con los cincuenta mil dólares que usted me mandó buscar. Dígame, Hazel, ¿estaba usted enamorada de él?
—Claro que lo estaba —dijo. Y agregó—: Soy muy enamoradiza. Y cuando una persona tiene cincuenta mil dólares, me enamoro de ella con mucha facilidad.
—¿Está usted segura de que los tenía?
—Claro que los tenía. Nadaba en dinero.
—Me refiero exclusivamente a esos cincuenta mil dólares. ¿Los tenía, si o no?
—Los tenía, y mucho más, Donald. Montones de dinero. A mí me prometió sesenta mil.
—¿Se los prometió?
—Sí. Iba a dármelos, como una especie de compensación.
—Y entonces, ¿qué ocurrió?
—Ya puede figurárselo. Me dijo que iba a hacer esto y lo otro y lo de más allá, pero pasaba el tiempo y sus promesas eran cada vez más vagas. Hasta que me enteré de lo de Evelyn Ellis. Para hacer estos descubrimientos las mujeres tenemos un instinto infalible.
—Bien, ¿y qué sucedió?
—Si quiere que le diga la verdad, Donald, cometí un grave error. No jugué mis cartas como debía. En lugar de batir a esa mujer en su propio terreno y con sus mismas armas, hice lo peor que podía hacer.
—¿Qué hizo?
—Le hice una escena tremenda, de insultos, lágrimas, recriminaciones, en fin, una de esas escenitas clásicas que solemos hacer para ganarle la mano a nuestra, rival.
—Prosiga.
—Después de esta escena, Standley se dispuso a largarse. Creí que me dejaría algún dinero, pero el canalla se eclipsó dejándome en la indigencia. Por eso encargué a usted que me lo encontrara. Si lo hubiera encontrado, estoy segura de que le habría sacado algún dinero.
—¿Cuánto?
—No lo sé. Como ya le he dicho, me había prometido sesenta mil dólares para que pudiera rehacer mi vida. Probablemente le habría sacado veinte o quince mil, por lo menos. Confieso que no fui sincera con usted. Reconozco, Donald, que la rectitud no es una de mis virtudes esenciales.
—¿Cómo se las habría arreglado para que cediera?
—Sabía demasiadas cosas acerca de él.
Le guiñé un ojo y dije:
—Escúcheme bien, Hazel. Quiero que me diga la verdad. ¿Cree usted que estaba complicado en el robo al camión blindado?
—No, Donald, en absoluto. Pondría mi mano en el fuego.
—Dígame toda la verdad. ¿Conocía usted a Baxley?
—Me llamó una o dos veces. No sé cómo consiguió mi número.
—¿No concertó ninguna cita con él?
—No, por Dios. Ni una sola.
—Me dijo usted que le había dado el sí a Standley £ reñís te a un altar. ¿Es esto cierto?
—No.
—¿Jamás se casó con él?
—Le di el sí, desde luego, pero fue en un automóvil, no frente a un altar.
Garabateé en una hoja de mi agenda: «Siga hablando. Sobre cualquier cosa. Sin parar».
Me miró con ojos escrutadores y prosiguió:
—Me imagino lo que pensará de mí. Que no soy más que una golfanta, y tal vez tenga usted razón. Pero supongo que no tendrá ni idea de lo que significa para una mujer haber perdido el derecho a tener las únicas cosas que ansia: la seguridad y la protección de un hombre. Conocí a Standley. Fue luego conmigo y, además estaba cargado de dinero. No sé cómo lo ganaba, pero tengo una ligera idea de que estaba asociado con otro y explotaban un negocio de apuestas. Estaba enamorado de mí. Iba a hacer muchas cosas en favor mío. Me dio algún dinero y creí que me daría mucho más, dada la facilidad con que lo ganaba. Me prometió una y otra vez que aseguraría mi futuro y que me haría una donación de sesenta mil dólares.
—¿Cincuenta o sesenta? —le pregunté.
—Sesenta —me respondió.
—Siga hablando —le dije.
Charló sin cesar, durante un rato, y mientras lo hacía escribí este mensaje:
«Están siguiendo nuestra conversación. Incluso la registrarán en una cinta magnetofónica. Tengo precisión de irme de aquí. Es lo que ellos quieren que haga porque, fugándome, tendrían una prueba de mi culpabilidad. Ahora bien, lo que yo quiero que usted haga es simular que se va del cuarto, pero yo seré quien salga. Cerraré la puerta como si usted se fuera. Despídase de mí. Seguidamente volverá a entrar en la habitación y se moverá en ella procurando hacer ruido. Encienda la televisión, y, de vez en cuando, cambie de estación, para que sepan los que están escuchando que hay alguien en el cuarto. Vaya al cuarto de baño y tire alguna vez de la cadena. Tosa, pero, desde luego, que no oigan su voz. Estará hasta media noche pendiente de la televisión y cambiando con frecuencia de estación. Entonces, si no he vuelto todavía, váyase a la cama. De vez en cuando, tosa. No corra el pestillo de la puerta para que pueda yo entrar. ¿Puede hacer esto? Creo que podré ayudarla, si lo hace, pero lo que sí le aseguro es que, haciéndolo, me ayudará usted mucho».
Leyó la nota y continuó hablando, como si no se hubiese enterado.
—Donald —me dijo—, me es usted extraordinariamente simpático. Sé que puedo fiarme de usted: me lo dice el corazón, que muy pocas veces me engaña. Haría cualquier cosa por usted, para demostrarle mi completa confianza.
Movió la cabeza afirmativamente para dar mayor fuerza a su aserto.
—Vuelvo a preguntarle —le dije— si existe la más mínima posibilidad de que Standley estuviera confabulado con Baxley y que entre los dos robaran al…
—No sea necio, Donald —me interrumpió—. Standley no era ese tipo de hombre. Era un jugador, un tahúr, si usted quiere, y francamente, Donald, no creo que pasara de ahí. Tenía un don especial para ganar dinero. Jamás conocí a un hombre que manejara tanto dinero como Standley Dovvner. Me había encariñado con él y, tal vez, me hubiera enamorado de él de verdad si no hubiera sido por esa Evelyn Ellis que se atravesó en su camino.
»De todos modos, llegué a conocerle muy bien cuando vivíamos juntos. Standley era un hombre muy inquieto. Jamás estaba satisfecho y sólo le gustaba el cambio y el movimiento. No podía permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. Estoy convencida de que Downer por nada ni por nadie en el mundo habría sentado la cabeza.
»Lo que me irrita de Evelyn Ellis es que no era más que una tunanta que sólo buscaba dinero. Sí, ya sé lo que piensa usted… También soy yo una tunanta que lo busca. Pero, créame, Donald, lo que me ha perdido es que en esa búsqueda he puesto más veces el corazón que la cabeza.
—¿Ha habido muchos hombres en su vida? —le pregunté.
—Sí, más de los debidos —dijo—. No muchos, en un sentido, pero en otros, demasiados. Quiero decir que ningún hombre se acercará a mí con la idea de llevarme al altar, vestida de blanco. En una palabra, ningún hombre sano se decidirá a casarse conmigo. Soy una mujer entretenida, que es como decir una mujer marcada para toda la vida.
—Comprendo lo que debió sentir a propósito de Standley —dije.
—Es usted un hombre muy comprensivo, Donald.
Moví mi cabeza, y con un gesto señalé la puerta.
—Bueno, Donald —dijo—, tengo que irme. Ya he visto a usted y he podido decirle lo que quería. ¿Sabe usted, Donald? Mi mayor deseo es que usted me comprenda. Ahora bajaré a mi cuarto y escribiré algunas cartas, y luego me acostaré. ¿Le veré por la mañana?
—¿Por qué no ha de verme? —le contesté—. Si quiere, desayunaremos juntos.
—¡Donald! Quiero que sepa lo mucho que aprecio su lealtad y su espíritu comprensivo y… y voy a darle un beso de despedida.
Fuimos a la puerta. La abrí.
—Buenas noches, Donald —me dijo.
—¿No se queda un rato más, Hazel? —le pregunté muy serio.
Se echó a reír y respondió:
—Bien quisiera, Donald, pero no puede ser. Seré… podré ser una mujer entretenida, Donald, pero no una mujer galante. Quiero que guarde de mí una buena impresión. Quiero… En fin, no sé lo que quiero. Le veré mañana por la mañana. Buenas noches, Donald.
Me besó en los labios. Fue un beso en toda la extensión de la palabra.
Me fui y ella cerró la puerta. Bajé al cuarto de Hazel y, con el llavín que ésta me dio, abrí la puerta y entré en el mismo. Permanecí allí unos minutos, salí y fui a examinar la escalerilla exterior de incendios. Me asomé y vi que todo estaba en orden para la fuga.
La escalerilla, como todas las destinadas a este uso, zigzagueaba a través de la fachada del edificio. La sección de abajo estaba montada sobre un potente muelle que mantenía el extremo de la escalerilla lo suficientemente alto para que no pudiese alcanzarse desde el suelo. No obstante, cuando una persona bajaba por ella, el peso de su cuerpo hacía que esta última sección alcanzase el suelo.
Recorrí el pasillo hasta encontrar una alacena para el servicio del hotel. Estaba cerrada, pero no me amilané. Eché mano de un calendario de bolsillo de celuloide, del tamaño de una tarjeta de visita. Lo introduje por el resquicio de la puerta y, como era tan sólido como flexible, pude con él echar atrás la aldabilla del picaporte.
Examiné el interior de la alacena y encontré lo que buscaba: un pequeño rollo de cuerda.
Volví a la escalerilla de socorro, hice un nuevo reconocimiento y comencé a bajar por ella hasta llegar a la última sección.
Cautelosamente bajé los últimos peldaños. El peso de mi cuerpo hizo que la última sección de la escalera metálica tocara el suelo.
Sabía muy bien a lo que me exponía. Hacía lo que la policía deseaba que hiciese, o sea, emprender la fuga. Pero no tenía más remedio que correr este albur si quería recuperar aquellos cincuenta billetes grandes que me habían escamoteado.
Antes de abandonar el último peldaño de la escalerilla metálica, até a él con un nudo el extremo de la cuerda, salté entonces al suelo. Aliviado de mi peso, la última sección de la escalerilla, impulsada por el muelle, ascendió lentamente hasta situarse en la posición primitiva, a unos cinco metros del suelo.
La cuerda quedó colgando a dos metros del pavimento. Con un pequeño salto podría cogerla cuando regresase.
Caminé en torno al edificio, hallé un callejón, lo recorrí hasta el final y me encontré en una calle que desembocaba en la playa. Cerca de ésta encontré un taxi.
Le dije al chófer que se dirigiera al centro. Yo le iría indicando la dirección que debía tomar, pues no recordaba el nombre de la calle a donde quería ir.
A medio camino del centro, y como viera una cabina telefónica pública, le mandé parar. Telefoneé al piso de Ernestina.
Me contestó una voz femenina.
—¿Ernestina? —pregunté.
—Un momento. Voy a llamarla.
Me imaginé que era, o bien Bernice, o la mujer policía que había sido designada para pasar la noche con Ernestina.
Unos momentos más tarde oí la voz de Ernestina, que sonaba con una ligera nota de cautela:
—Diga.
—No mencione nombres, Ernestina —le dije—. ¿Está usted sola?
—No.
—Sé que Bernice está ahí. ¿Les acompaña alguien de la policía?
—No; sólo estamos Bernice y yo.
—Le habla Donald —dije—. Quiero verla.
—¡Donald! —exclamó—. ¡Oh Donald, si supiera las ganas que tengo de verle! ¿Puede venir?
—Ahora mismo voy —dije.
—¡Oh Donald! ¡Tengo tantas cosas que decirle! ¡He pasado un día memorable, sensacional! No puede usted imaginarse lo maravilloso, lo…
—No siga, Ernestina —le dije—. No sé si su teléfono está intervenido o no. Si lo está, no podrá verme porque en cuanto salga del taxi me echarán el guante. Si consigo llegar hasta su cuarto, es que todo va bien. Abra la puerta en cuanto la golpee con mis nudillos, y, si es posible, quisiera hablar también con Bernice.
—¡Claro! Bernice está también terriblemente interesada. Ella…
—Ya me lo contará todo cuando llegue ahí —le interrumpí.
Colgué, volví al taxi y simulé nuevamente desconocer el lugar a donde me proponía ir.
—Sigo sin conocer el nombre de la calle —dije al taxista—, pero no importa. Una vez hayamos llegado al centro de la ciudad le iré indicando la dirección que debemos tomar para alcanzar la calle en cuestión. La reconoceré en cuanto la vea. He estado allí un par de veces, pero he olvidado por completo su nombre.
El chófer cooperaba con entusiasmo… y también con curiosidad. Si había lugares en aquel distrito que no conocía, no estaba dispuesto a seguir ignorándolos.
Después de recorrer un sinnúmero de calles, le ordené repentinamente que se detuviera.
—Ese edificio es —le dije.
El chófer detuvo el coche y echó un vistazo a la casa. Le pagué y entré en ella.
Apuesto a que Ernestina se hallaba sentada junto a la puerta, con el pomo de ésta en la mano. Al primer golpe que di con los nudillos la puerta se abrió de par en par. Penetré en el piso.
—¡Oh Donald! —exclamó—. ¡No sabe lo emocionada que estoy! Donald, ésta es Bernice. Ya sabe quién es.
Bernice era una muchacha sensacional, una morena con grandes y hermosos ojos y unas curvas que parecían querer salirse de la tela que las envolvía. Sabía muy bien mover sus ojos y exhibir sus nylons ventajosamente.
—Está bien —le dije a Ernestina—, ¿qué ocurrió hoy?
—Bernice está dispuesta a ayudarnos, Donald. Miré a Bernice.
Bernice pestañeó dos veces y sonrió: una sonrisa trémula, anhelante.
Era fácil de ver que Bernice no tenía necesidad de comer en la casa en compañía de su amiga, a menos que se empeñase en ello.
—¿Y usted… no está también dispuesta a ayudarme, Ernestina? —le pregunté.
—Desde luego —me dijo—, aunque…
—¿Aunque qué? —le pregunté.
—¿No sabe usted? Estoy cooperando con la policía.
—¡Vaya, vaya!
—Eso me dijeron. Están investigando un caso de asesinato y… ya sabe usted cómo son esas cosas.
—Claro —dije—. Me hago cargo perfectamente. —Me volví hacia Bernice—. ¿Y qué me dice usted? —le pregunté.
Volvió a agitar las sedosas pestañas, y con un movimiento púdico, hizo bajar su falda dos centímetros.
—¿Qué puedo hacer yo? —me preguntó.
—Querría saber algunas cosas a propósito de Evelyn Ellis —le respondí—. Esas cosas que, según las reglas del hotel, no pueden divulgar las señoritas telefonistas.
—He dicho a la policía todo lo que sabía.
—Todo no —le dije, tratando de seguir las indicaciones que me había sugerido Ernestina—. ¿Qué me dice de la vida amorosa de Evelyn?
—Poco puedo decirle acerca de eso —me respondió—, aunque, a decir verdad, hay ahí mucha tela que cortar.
—Pues córtela —le dije—. Con ello ayudará usted mucho a Ernestina. Ande; cuénteme todo lo que sepa.
—Bueno. Evelyn no es una niña… Tiene más de veintiún años. Quiero decir con esto que no es una chica inexperta… ¿O cree usted que lo es?
—Yo no creo nada —le dije—. Pero no le estoy preguntando si Evelyn es virgen o no.
—Yo creía que era eso lo que usted quería saber.
—Bernice —le dije—, ¡déjese de rodeos!
—¿Qué quiere usted saber?
—Algo a propósito de un fotógrafo japonés —le dije.
—¡Oh! ¿Se refiere usted al individuo que habla a saltitos…? Es amabilísimo.
—Bueno —le dije—, ¿qué sabe usted acerca de él?
—Nada. Jamás le he visto. Conozco sólo su número de teléfono. Es el gerente de la Happy Dase Camera Company. Ella le ha llamado muchas veces. Toman fotografías de modelos y son los que se han encargado de sus fotos publicitarias.
—¿Son muy amistosas sus relaciones?
—¡Ya lo creo!
—¿Hasta qué punto lo son?
—No creo que ella esté muy encaprichada por él, si es eso lo que usted quiere saber, pero… son unas relaciones muy raras. El amarillo, al parecer, está chiflado por Evelyn. Besaría el suelo que ella pisa. Es su musa, su fuente de inspiración. Apostará cualquier cosa a que ese bodoque cree que Evelyn es una muchacha honrada a carta cabal, pura y virginal como un copo de nieve.
—¿Han hablado muchas veces por teléfono?
—Ella le llama con bastante frecuencia, y oigo la voz del japonés que le responde.
—¿De qué hablan?
—No lo sé. No les escucho.
—Bien. Vamos a hacer una cosa —le dije—. Voy a pedir una conferencia. Cuando sepa lo que cuesta, le abonaré el dinero. Pero deseo que usted Bernice, haga la llamada a su nombre. Luego hablaré yo.
—¿A quién he de llamar? —me preguntó.
—A Cari Dover Christopher, presidente de la empresa Christopher, Crowder y Doyle, de Chicago. Le llamará a su domicilio particular. No le será difícil encontrarlo. Es un hombre rico, muy importante.
Se echó a reír y dijo:
—Su número de teléfono, si quiere saberlo, es Madison 6-497183.
Disimulé lo mejor que pude mi sorpresa y dije, con tono indiferente:
—Sin duda, ese número lo ha pedido ya el inspector Hobart, ¿no es así?
—Que yo sepa, no —replicó—, lo único que sé es que ese hombre está que sorbe los vientos por Evelyn. Porque, no sé si está usted enterado, Evelyn tenía un empleo de secretaria o algo así en una empresa importadora, y fue descubierta por un hombre de relaciones públicas que necesitaba una modelo que le sirviera de anzuelo para una campaña de publicidad. Usted ya sabe cómo se hacen esas cosas. Un fotógrafo de la Prensa busca siempre algo que llame la atención, que salte a la vista. No hay un periódico que le publique la foto de una Convención de ferreteros. Tiene que ser…
—Sí, sí, me lo imagino —le interrumpí, impaciente—. Hábleme de Cari Christopher.
—Bueno, sé que se encontraron allá, en Chicago, y que fue él quien la hizo participar en el concurso.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque cuando vino a San Francisco en viaje de negocios, aproximadamente unas tres semanas después de la Convención la telefoneó al hotel. Ella estaba en Los Ángeles en esos días y se ingenió para que viniera aquí a verle. Vino y se inscribió con el nombre de Beverly Kettle. Ésta fue la primera vez que supe que usaba otro nombre, además de el de Evelyn, El señor Christopher solía llamarla con el nombre de Evelyn Ellis. Nos avisó a las telefonistas que cada vez que llamaran a Evelyn Ellis la pusieran a ella. Nos dijo que, si bien estaba inscrita en el hotel con el nombre de Beverly Kettle, Evelyn Ellis era su nombre artístico.
—¿Estuvo viviendo algún tiempo con Cari Christopher? —le pregunté.
—Tenían cuartos en la misma planta del hotel. A nadie se le ocurrió mirar por el ojo de la cerradura. El señor Christopher es un hombre muy importante. Es el presidente de una gran fábrica de cuchillería, pero…, en fin, estaba agasajando a clientes suyos y era natural que se agasajase a sí mismo. En resumen, eran muy amigos y sé que desde aquí le ha llamado docenas de veces.
—¿A la fábrica? —le pregunté, frunciendo el ceño—. ¿Y por qué no el inspector Hobart…?
—¡Oh, a la fábrica no! —me interrumpió Bernice—. Le llamaba al club. Ése es el número de su casa. Vive en un club. Es viudo y tiene un teléfono particular en el club. La señorita Ellis hace sus llamadas de estación a estación.
Fui a sentarme en la cama turca.
—¿Quiere usted que le llame? —preguntó Bernice.
Lo estuve pensando más de un minuto y le dije finalmente.
—Sí; quiero que usted le llame.
Fue al teléfono, hizo la llamada y no habían transcurrido dos minutos cuando me llegó al oído una voz masculina desbordante de autoridad.
—Señor Christopher —dije yo—, le habla un investigador que está trabajando en ese caso de homicidio de San Francisco y…
—¡Por vida de…! —gruñó la voz—. ¿No pueden dejarme tranquilo de una vez? He estado hablando todo el día con inspectores y detectives. Les dije ya todo lo que sabía. Me tomé incluso la molestia de recoger, personalmente, todos los antecedentes del caso para que no hubiese…
—No es de eso de lo que quería hablarle —le dije.
—Bien, ¿qué es lo que quieren ahora?
—¿Hizo usted estos últimos días remesas especiales de muestras para servir algún pedido de índole personal?
—No.
—¿Le ha llamado alguien para pedirle que le remita con urgencia una muestra de…?
—No.
Pensé en el inspector Hobart; en su condena de los atajos y en su apología de la labor policiaca, metódica y rutinaria.
—Muy bien, señor Christopher, lo lamento. Siento en el alma haberle molestado. Por lo visto estaba siguiendo una pista falsa.
—Por favor, dejen ya de importunarme —dijo el importante señor—. Si hubiera sabido que este cuchillo iba a acarrearme tantos disgustos, no lo habría presentado. Aunque, en verdad, es un artículo de primer orden.
—¿De venta fácil?
—Aquí, en el Este, se está vendiendo como panecillos calientes.
—¿Y acá, en la costa?
—No. Tenemos todavía sin servir muchos pedidos en el Este y nuestras remesas están muy limitadas. Estos cuchillos tienen un acero especial y no podemos despacharlos como los demás, esto es, como la cuchillería ordinaria. Éste es un artículo de alta calidad.
—¿Ha dicho usted que sus remesas son limitadas? —pregunté.
—Sí, eso he dicho —respondió—. Este artículo no lo fabricamos. Lo vendemos. Es un producto importado del extranjero.
—¿De dónde? —le pregunté.
—Del Japón. Las hojas están hechas en Suecia. Los mangos en el Japón.
Apreté con fuerza el receptor.
—¿De dónde dice usted que vienen?
—Del Japón —repitió—. ¿Qué le pasa? ¿No me oye usted? Yo le oigo a usted perfectamente.
—¿Puede usted darme el nombre de la empresa que fabrica ese artículo?
—Así, de improviso, no —me dijo—. Es uno de esos endiablados nombres, tan difíciles de retener en la memoria.
—¿Cómo llegó a sus manos este artículo? —le pregunté—. En otras palabras, ¿cómo fue que un artículo manufacturado en el Japón pudo llegar a ser distribuido por una empresa cuchillera de Chicago?
—Porque la amplitud de nuestro mercado nos permite la distribución de cualquier artículo, siempre que sea de gran calidad. Éste nos lo ofreció una gran empresa importadora japonesa que radica aquí, en Chicago.
—¡Oh; sí! —dije—. Ahora recuerdo… Era allí donde estaba empleada «Miss Ferretería americana».
—Creo que sí: la Compañía Importadora Mizukaido.
—Una gran empresa, según dicen.
—Sí. Grandes importadores. Representan a un sinnúmero de fabricantes japoneses de artículos diversos: cámaras, anteojos, prismáticos y, sobre todo, cuchillería de alta calidad.
—Gracias —le dije—. Siento haberle molestado. Haremos lo necesario para que no se le importune más.
—Recomiende a sus hombres una mayor cohesión en su trabajo… ¿Cómo dijo usted que se llamaba, inspector…?
Muy suavemente colgué el receptor.
—¿Qué tal le fue, Donald? —me preguntó Ernestina.
—Lo malo de este trabajo de investigación —dije—, es que uno se inclina a usar más la lógica que la imaginación.
—¿Qué quiere usted decir? —me preguntó.
—Todos —le respondí—, han ido en busca del distribuidor que vende estos cuchillos: Christopher, Crowder y Doyle. A nadie se le ha ocurrido averiguar quién o quiénes suministraron estos cuchillos a Christopher, Crowder y Doyle, o cuándo llegaron al país las primeras muestras de este artículo. Además, sólo a un idiota como yo se le podía ocurrir invertir los términos del problema. A una chica no se la elige reina de toda una convención de ferreteros y se le convierte a continuación en «Miss Ferretería americana», para fotografiarla después en bañador. Las fotografías en bañador se hacen antes.
—Claro que se hacen antes —dijo Bernice—. Yo traté una vez de tomar parte en uno de esos concursos. Era una convención de sociedades de crédito. Todas las solicitantes debían acompañar a sus solicitudes una fotografía en bañador.
—¿Ganó usted? —le pregunté.
—No.
—¿Y eso?
—Fui una tonta. Creí que en la fotografía debía exhibir el bañador con el que me presentaría ante el jurado, el día del concurso. Las otras chicas fueron más listas que yo.
—¿Llevaban bikinis?
—Eso es. Y además microscópicos —dijo—. Mientra más pequeños, mayor era la ilusión de los que componían el jurado.
—Oiga, Bernice —le dije—. Tengo que entrar en el hotel, y he de hacerlo sin que nadie se entere. Usted conoce muy bien a todo el personal del mismo. Y, con seguridad, al jefe de los «botones» que hace el servicio de noche. Quiero hablar con él por teléfono.
—Pero ¿por qué no va derecho al hotel y se…?
—Imposible —intervino Ernestina—. Está vendido. Si se enterase de que anda por ese chamizo, la «polilla» le echaría la zarpa. Tiene que entrar sin que nadie lo sepa.
La miré, muy serio, reprimiendo mi risa ante aquel despliegue de palabras de jerga con las que le habían familiarizado las películas de gángsters de la televisión. No había que ver más que su expresión animosa y sus ojos llameantes para darse uno cuenta del nuevo interés que le ofrecía ahora la vida.
—Conozco muy bien al jefe de «botones» que se encarga del servicio de noche —dijo Bernice—. He salido con él un par de veces.
—¡Magnífico! —exclamé yo—. Entonces hará lo que usted quiera.
—No sé. El caso es que yo no hice lo que él quería.
—Mayor motivo para que en esta ocasión haga lo que usted le pida —dije—. Comuníquese con él. Dígale que se trata de un favor muy grande.
—¿Qué quiere usted de él?
—De momento, hablarle.
Bernice marcó el número del hotel y dio el nombre del jefe de los «botones». Luego me pasó el receptor y me dijo:
—Se llama Chris.
—¡Hola, Chris! —saludé—. Deseo que me haga un favor.
—¿Quién habla?
—Un amigo de Bernice.
—¿Sí, eh? —exclamó.
Me di cuenta de que súbitamente se congeló su voz.
—Hacía años que no la veía —dije—. Yo soy de Los Angeles. He venido a verla precisamente porque quería saber cómo se llamaba usted.
—¿Sí, eh…? —dijo.
Esta vez vibraba una nota de curiosidad en su voz, ya descongelada.
—Necesito entrar en el hotel —proseguí—. Tengo aquí un billete de cincuenta «pavos» que me está diciendo que puedo contar con su ayuda.
—Me gustaría ver de cerca ese documento tan elocuente —me dijo—. ¿Qué es lo que quiere usted?
—Quiero que venga al piso de Bernice y me traiga un uniforme de «botones». Me lo pondré e iré al hotel con usted.
Hubo un silencio. A renglón seguido dijo:
—Esto podría acarrearme un disgusto.
—No, si se toman las debidas precauciones.
—A pesar de todo, la gente por aquí es muy curiosa y…
—Como usted quiera —le dije—. Para mí es una cuestión de negocio. Escribo en una revista y estoy trabajando en un relato relacionado con el crimen que se ha cometido en el hotel. Puedo venderlo por quinientos dólares. Estoy dispuesto a pagar algo en concepto de gastos, pero no voy a darle a usted todas mis ganancias y, además, tener que liquidar la parte que corresponde al Gobierno. Si no quiere hacerlo, conforme; no he dicho nada.
—Sí. Estoy dispuesto a hacerlo —asintió, presuroso.
—Está bien —le dije—. Traiga el uniforme al piso de Bernice. Porque supongo que podrá procurarse un uniforme.
—Desde luego, pero no conozco sus medidas. Yo…
—Bernice se lo dirá —le interrumpí.
Me volví hacia Bernice y le dije:
—Bernice, usted conoce a todos los «botones» del hotel. ¿Hay entre ellos alguno que tenga aproximadamente mis dimensiones?
Bernice me examinó de arriba abajó, y respondió:
—Dígale que traiga un uniforme que le quede bien a Eddie.
—Bernice me dice que el uniforme tiene que ser…
—¡La he oído! —me interrumpió—. De modo que está ahí, ¿eh? ¿Hace mucho que está usted en el piso?
—Acabo de llegar.
—De acuerdo —dijo—. Voy para allá corriendo.
Bernice parecía pensativa y un tanto preocupada, pero Ernestina, febril de entusiasmo, iba y venía por la habitación, se sentaba un minuto, se levantaba e iba a la cocina una y otra vez a tomar un buche de agua.
Antes de que llegara Chris, tuve tiempo para trazar mentalmente un plan de batalla.
Después de ver a Chris, comprendí y justifiqué las prevenciones de Bernice. Escrutó a ésta como pudiera hacerlo un ganadero que quisiera llevarse a su rancho a una ternerilla de bella estampa. Para él Bernice era una buena adquisición.
El uniforme me sentó como si estuviera hecho a mi medida.
Di a Chris el billete de cincuenta dólares. Tenía abajo su propio coche.
—Deseo que me preste un par de maletas —le dije a Ernestina.
Me entregó las dos maletas; una era de ella y la otra de Bernice.
—¿Nos las devolverá? —preguntó Bernice, recelosa.
—Naturalmente, Bernice —le dijo Ernestina antes de que yo pudiera pronunciar una palabra—. El señor Lam es…
Le lancé una rápida mirada de advertencia.
—… un escritor de mucho renombre —rectificó Ernestina—. Has leído muchas de sus crónicas en las revistas. Tu maleta está en sus manos tan segura como si estuviera en el armario.
Metí en las maletas algunos periódicos y revistas para darles peso.
En el camino al hotel le dije a Chris:
—Quiero, además, que me procure una llave maestra y…
—¡Eh, pare el carro, amigo! —dijo—. No damos llaves maestras a nadie.
—Creí que la llave maestra estaba incluida en los setenta dólares.
—¿Setenta? ¡Usted me dio sólo cincuenta!
—¿Cómo? ¿No le di setenta?
—Fueron cincuenta.
—Bueno. Mi intención era darle setenta. Claro que esto incluía la llave maestra.
—¡Vaya! —accedió, por fin—. Sabe usted tocar el corazón a la gente.
—Cuando entre con las maletas —le dije—, salga usted a mi encuentro y me entrega la llave.
—Está amarrada a un llavero de metal enorme —dijo.
—No me importa dónde esté amarrada —repliqué—. Quiero la llave maestra.
—Podría costarme el empleo.
—Bueno —dije yo entonces—, tal vez tenía razón y era sólo un trabajo de cincuenta dólares.
—Está bien —exclamó—. Déme los veinte restantes.
Se los di.
Entramos en el hotel y yo avancé por el vestíbulo con las dos maletas, hundida la cabeza en los hombros, como si las maletas estuviesen cargadas de plomo.
Chris se apartó de mí, fue a la mesa del recepcionista, cambió con él unas breves palabras y volvió adonde yo estaba, trayendo en la mano una llave maestra, encadenada a una chapa de metal de regulares dimensiones.
Me entregó la llave y se alejó.
Yo entré en uno de los ascensores, y le hice subir al piso séptimo. Una vez allí, comencé a llamar a las puertas.
La primera que golpeé con los nudillos se abrió para dar paso a un hombre muy corpulento, en camiseta y descalzo.
—¿Llamó usted al jefe de «botones» para que le trajeran estas maletas? —pregunté.
—¡No! —me respondió, y cerró de un portazo.
Llamé a dos cuartos más con un resultado análoga.
En el tercer cuarto no me contestaron. Después de asegurarme de que nadie me abriría, me serví de la llave maestra y abrí la puerta.
La cama estaba hecha y colgadas en su sitio las toallas limpias. Ningún equipaje a la vista. Era un cuarto desocupado.
Dejé en él las maletas y la llave maestra. Hice lo necesario para sujetar el pestillo, de modo que se pudiera abrir la puerta desde fuera, salí al pasillo y me encaminé a la habitación de Evelyn Ellis.
Pegué el oído a la puerta y escuché. Quería cerciorarme de que no tenía compañía. No oí voces.
Di en la puerta unos golpes discretos.
Evelyn abrió la puerta.
Estaba envuelta en una gasa transparente que, por efecto de un contraluz violento, parecía el aura que rodease un cuerpo desnudo. Pude darme cuenta de que se había arreglado con vistas a producir un efecto impresionante. Hasta el mismo contraluz parecía estudiado para robustecer el efecto, que, desde luego, era sensacional. Evidentemente estaba esperando a alguien a quien se había propuesto electrizar.
—¡Usted! —exclamó, y trató impulsivamente de cerrar la puerta.
Eché el hombro por delante, empujé la puerta, y apartándola a un lado, entré en el cuarto.
Me lanzó una mirada venenosa.
—¡De modo que se ha convertido ahora en «botones»! Bien, señor Lam, salga de aquí, pero al instante —dijo—. De lo contrario…
—¿Llamará otra vez a la policía? —le pregunté—. Eso sí que sería interesante.
—¡Maldito sea! —exclamó.
—Siéntese, Evelyn —le dije—, y tómelo con calma. Recuerde lo que dicen los chinos: «Esperemos, sentados, lo inevitable».
—Sí —dijo ella—, he oído eso muchas veces.
Tomé una silla y me senté.
—Primero —dije—, pongamos las cosas en orden. ¿Quién es su amigo en la Compañía Importadora Mizukaido?
Me respondió, convulsa:
—¡Podría escupirle a la cara! ¡Es usted el tipo más odioso, más despreciable, más…!
—¡Basta! —dije yo, cortándole la palabra—. No se sulfure y escuche: tiene que saber por qué me encuentro aquí. Quiero ayudarla y esta vez no le valdrá el truco de rasgarse las vestiduras. Lo crea o no, ¡está usted en un aprieto!
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Va a saberlo —le dije—. Mi mujer y yo tomamos el piso que usted ocupaba en Los Ángeles al día siguiente de dejarlo usted. Yo metí mi baúl en el garaje. Puedo probar que usted, deliberadamente, cambió los baúles para que Standley Downer cogiera mi baúl en lugar del suyo. Luego se ingenió para que el baúl de él se lo mandaran a usted. En un compartimento secreto del mismo halló cincuenta mil dólares, se los apropió y mandó a paseo a Standley Downer.
»Usted estaba empleada en la Compañía Importadora Mizukaido, de Chicago. Allí se encontró con Cari Christopher. Era un hombre muy influyente en la industria ferretera. Se interesó por usted. Usted se dejó querer. Luego apareció Jasper Diggs Calhoun, el hombre de relaciones públicas, con la idea de una “Miss Ferretería americana”.
»Ésta serviría de anzuelo para una enorme campaña de publicidad en torno a la convención de los ferreteros. Me imagino que el señor Christopher formaba parte del comité calificador y que ya había hecho de antemano su selección.
»Fue, pues, la elegida. Gracias a su influencia fue nombrada “Miss Ferretería americana”, y toda la publicidad giró en torno a su deslumbrante palmito. Es lógico pensar que, de un modo u otro, le expresó usted su agradecimiento.
—Bueno, ¿y qué? —dijo—. Gané el concurso por mis propios méritos, ¿no lo cree?
—Quisiera creerlo —le respondí. Me lanzó una mirada escrutadora, larga, penetrante.
—¿Quiere echarles un vistazo? —exclamó, desafiante. Se puso de pie y sus manos comenzaron a enredar en el vestido. Se detuvo un instante y, entornando los ojos, seductora, añadió—: ¿Y bien, Donald?
—¿Trata de cambiar de conversación? —le pregunté.
—¿Usted qué dice? —me interrogó a su vez. Fue en este momento cuando la puerta, que no había quedado cerrada por completo, se abrió de golpe, de par en par, y Bertha Cool, vestida de gris, como un viento huracanado, entró en la habitación.
—No te molestes, cariño —exclamó, dirigiéndose a Evelyn—. Y no te aligeres más de ropa, que ahora no vas a tratar con un hombre. Ahora vas a hablar conmigo.
—¿Quién es usted y qué ha venido a hacer en mi cuarto? —exclamó Evelyn—. ¿Cómo se atreve a invadir mi domicilio? ¿Con qué derecho…?
Bertha avanzó hacia Evelyn y le dio un manotazo en el pecho. Evelyn perdió el equilibrio y cayó sentada en la cama turca.
—¡A mí con truquitos de comedianta barata! —exclamó Bertha—. ¡Y agradéceme que te llame comedianta barata, en lugar de emplear la palabra que te corresponde, y que sólo tiene cuatro letras!
Bertha se volvió hacia mí.
—He estado ahí fuera el tiempo suficiente para oír el resumen que hacías de la situación. Ahora dime: ¿qué diablos andas buscando?
—En este preciso momento —le dije =— estoy buscando al asesino de Standley Downer. Y cuando estaba ya a punto de despejar la incógnita, vienes tú y, como un seísmo fuera de programa, lo echas todo a rodar.
—¡No seas más idiota de lo que marca la ley! —dijo Bertha—. He llegado oportunamente. Cuando una pitusa de este calibre comienza a hablar de sus méritos personales y de cómo los encerró en un bañador para ganar un concurso de belleza, tu equilibrio mental se altera considerablemente. Dime lo que quieras de ésta, mala pécora y yo me encargaré de obtenerlo.
—Estaba empleada en la empresa importadora Mizukaido —le dije—. Se hizo muy amiga de Caris Christopher, de la firma Christopher, Crowder y Doyle, que, entre otros artículos, distribuye cuchillería. Evelyn y Christopher salían juntos con frecuencia. Cuando la empresa japonesa tuvo en su poder un nuevo artículo de cuchillería, Evelyn les hizo saber que, tal vez, consiguiera que Christopher, Crowder y Doyle se interesasen en su distribución. Pues bien, lo consiguió. Cuando llegó el momento de seleccionar a una «Miss Ferretería americana» para la convención de Nueva Orleans, con toda su secuela de pruebas cinematográficas en Hollywood, apariciones en la televisión, etcétera, Evelyn decidió que también a ella le había llegado el momento de dejar su empleo. Confió sus propósitos a su buen amigo Christopher. Éste le recomendó que se hiciese fotografiar en bañador y que enviara las fotografías al comité seleccionador. Le recomendó también que se las hiciese en California y que, asimismo, se domiciliase aquí, para no dar la impresión de que le estaba ayudando.
»Por lo que he podido deducir, Evelyn consultó con los agradecidos japoneses de la empresa importadora, y éstos la pusieron en relación con Takahashi Kisarazu, de la Happy Dase Camera. Y cuando estaba a punto de obtener más datos, llegaste tú como una tromba…
—¡Puedes agradecérmelo! —dijo Bertha—. Esta pindonga conocía tu flaco, y antes de cinco minutos te habría reducido a jalea de membrillo. Tú déjame a mí, ahora. Yo sé cómo hay que tratar a estas pelanduscas.
El teléfono comenzó a sonar.
Antes de que Bertha pudiera impedirlo, Evelyn se apoderó del receptor y dijo:
—¡Diga…! En este momento tengo compañía… —Su voz, repentinamente, vibró de entusiasmo—. ¡Oh, inspector Hobart! —exclamó—. Claro que tendré mucho gusto en verle… ¡Un gusto extraordinario! No estoy sola, pero las personas que están conmigo en el cuarto están ansiosas de marcharse. ¿Por qué no sube? ¿Hay alguien con usted? Magnífico… No, no, en absoluto. Tendré mucho gusto en verle. Suba.
Evelyn, con el teléfono pegado al oído, sonreía. Yo sabía muy bien que Bertha podría desenredarse de cualquier situación sin mi ayuda. Y sabía también que, para desenredarme yo de la mía, tendría que apelar a todos los recursos de mi imaginación y un poco más. Me abalancé a la puerta, salí al pasillo, lo recorrí como una exhalación y me metí en el cuarto desocupado en el que había dejado las maletas. Cerré la puerta y esperé.
Fue una espera angustiosa. Podía oír las palpitaciones de mi corazón. Oí cómo se abrían y cerraban las puertas del ascensor y, luego, un rumor de pasos…
Esperé todavía unos minutos y, hecho ya el silencio, tomé las maletas, salí de la habitación y me dirigí a la escalera; bajé por ella y tres plantas más abajo tomé el ascensor que me llevó, con mis maletas, al vestíbulo.
El empleado de la recepción golpeó con la palma de la mano un timbre y vociferó:
—¡Oye!
Al ver que no le hacía caso volvió a vociferar con más ímpetu:
—¡Eh, tú, muchacho…!
Dejé en el suelo las dos maletas.
—Acompaña al señor Jackson hasta el 813 —me dijo—. A no ser que…
Miré al hombre llamado Jackson. No era, ni más ni menos, ¡pásmese el lector!, que mi amigo Jasper Diggs Calhoun, de Los Ángeles, vestido como estaba de «botones», no me reconoció.
Me dirigí al de la recepción:
—Voy a llevar estas maletas a un cliente que está esperando ahí fuera, en un taxi.
—Está bien —dijo el empleado. Y, volviéndose hacia Calhoun, le dijo—: Espere un segundo, señor Jackson. Llamaré a otro «botones».
Volvió a golpear el timbre con la palma de la mano.
Recogí del suelo las dos maletas y salí a la calle. Afortunadamente había un taxi estacionado frente a la puerta del hotel. Entregué al chófer las maletas. Las depositó en el coche y esperó a que se presentase el viajero.
Subí al vehículo y le dije al chófer:
—Voy a llevar estas maletas a una casa, al extremo de esta calle.
Recorrimos la calle hasta el final, y la doblamos. No había luces rojas, ni sirenas, ni pitos. Calma completa.
Lancé un hondo suspiro de alivio.
Dije entonces al chófer adonde tenía que llevarme.
Nos detuvimos ante la casa de las chicas y ordené al chófer que esperase.
Devolví las maletas a Bernice y Ernestina y les dije que se olvidasen por completo de todo lo que había ocurrido. Me cambié de ropa en el cuarto de baño, entregué a Bernice el uniforme de «botones» y volví al taxi. Hice que el chófer me llevara a unas cuatro manzanas del hotel «Ocean Beach».
Volví a recorrer el callejón, contorneé el edificio y me encontré de nuevo ante la escalerilla de incendios. Alcancé el extremo de la cuerda, tiré de ella e hice bajar hasta el suelo la última sección de la escalera. Ascendí por ella, después de haber desatado la cuerda, que arrollé a mi cuerpo.
Llegué a la planta deseada, salté del balcón al pasillo y me encaminé al cuarto que había alquilado Hazel.
Había introducido el llavín en la cerradura cuando oí, dentro de la habitación de la joven, el ruido intermitente del teléfono.
Esto era algo con lo que no había contado. Si contestaba a la llamada y la policía oía una voz de hombre, no tardaría en averiguar lo que ocurría. Si nadie contestaba, se preguntarían qué diablos estaría haciendo Hazel y probablemente se pondrían a atar cabos…
Me precipité por el pasillo y golpeé suavemente con los nudillos la puerta de mi habitación.
Hazel, muy ligera de ropa, abrió la puerta. Iba a decir algo y se calló, azorada. Yo le prendí por la muñeca y la saqué al pasillo. Le di la llave y le dije, en voz muy baja:
—¡Vaya a su cuarto, pronto! ¡El teléfono está sonando! ¡Dígales que estaba en el cuarto de baño!
—Estoy medio desnuda —susurró—. Me quité el vestido porque…
—¡Corra! ¡No pierda un segundo! —le dije, dándole una palmada vigorosa allí donde la espalda pierde su púdico nombre.
Entré de puntillas en mi habitación, tosí un par de veces y a continuación bostecé, metiéndome a continuación en el cuarto de baño.
Me lavé las manos, que me tizné en la maniobra de la escalerilla de hierro, y volvía al cuarto cuando penetró en él, subrepticiamente, Hazel.
Fruncí el ceño.
Señaló con el gesto su escaso ropaje, como disculpándose, fue a un armario, descolgó su vestido y se quedó mirándome, con el vestido en la mano, acongojada.
De repente comenzó a sonar el teléfono.
Dejé que pasaran unos cuantos segundos. A continuación descolgué el receptor y hablé soñoliento.
—Diga.
La voz del inspector Hobart llegó hasta mí:
—Hola, Lam. Sin duda te he despertado…
—Supongo —exclamé, irritado—, que quiere que le dé alguna idea más.
—Me imaginé que te gustaría saber —dijo el inspector Hobart—, que en Los Ángeles, Dover C. Inman, dueño de la cafetería El buen yantar, acaba de confesar al sargento Sellers que él y Herbert Baxley cometieron el robo al camión blindado.
»Los dos conductores del camión andaban muy encandilados con dos chicas de la cafetería, e Inman aprovechó esta coyuntura. Siguiendo sus instrucciones, las chicas les escamotearon las llaves. No necesito decirte cómo lo hicieron; el caso fue que Inman sacó el molde de estas llaves y las mandó duplicar. Cuando se detuvo el camión la siguiente vez en la cafetería, Baxley estacionó su coche detrás del camión. Sabía que llevaba una remesa de cien mil dólares en billetes de mil, a nombre de Standley Downer. Downer quería el dinero en billetes grandes porque tenía el propósito de desaparecer del paisaje en compañía de Evelyn Ellis. Baxley lo supo por una amiga de ésta.
»Dadas las circunstancias, Frank Sellers está que arde de entusiasmo. Incluso le caes simpático. Recobró todo el dinero, menos seis mil dólares. Reivindicó su buen nombre, resolvió el robo del camión blindado y me encargó que te dijera que siempre había sido amigo tuyo… que a veces le exasperabas por ese descaro tuyo tan característico, pero que, en resumidas cuentas, eres, para usar sus propias palabras “un simpático hijo de la gran tostada”.
»De modo, Lam —dijo el inspector Hobart—, que estás ya fuera de cuarentena. Por lo tanto, puedes hacer lo que mejor te venga en gana. Incidentalmente, por si no lo sabes, tu amiguita Hazel, está inscrita en este hotel bajo el nombre de Hazel Bickley. Está en el cuarto 417, en la misma planta. ¿Por qué no la llamas?
—¿Está aquí?
—¿Fue usted quien la instaló en este hotel?
—No. Se instaló ella sola —dijo el inspector Hobart—. Yo monté la trampa. Tú fuiste el cebo. Su abogado estuvo telefoneándome una y otra vez, echando pestes porque no te poníamos en libertad. Por fin, le dimos la hora exacta en que te soltaríamos. Sabíamos que avisaría a su cliente y que ésta, inevitablemente, te seguiría la pista. El agente que te trajo a este hotel vio, naturalmente a la persona en cuestión, pero tuvo que «hacerse el neurasténico». Pero ¡no importa, señores aficionados! ¡Seguid aferrados a la idea de que la policía se chupa el dedo!
—Un momento —le dije—. Si Frank Sellers ha recuperado el botín de ese atraco al camión blindado, ¿qué pasó con los cincuenta mil dólares que yo tuve en mi poder?
—Eso es cosa tuya, Lam —dijo—. El sargento Sellers tenía en sus manos un caso por robo a un camión blindado. Lo ha resuelto. Yo tengo en las mías un caso por asesinato. Y ése no lo he resuelto… todavía. Tú perdiste cincuenta billetes de los gordos, Lam. Y ese caso no lo has resuelto. Y, es más, ¡no lo resolverás! Todos tenemos nuestros apuros, muchacho. No te desanimes.
—¡Eh, un momento! —le dije yo—. ¿No ha visto usted a Evelyn Ellis en estas dos últimas horas?
—No. Registramos su cuarto de arriba abajo, y nada encontramos. Está fuera de juego… por ahora. Ahora bien, en el caso de que proyectes celebrar alguna entrevista confidencial nocturna, observa el tacto delicado que empleo… con tu cliente, Hazel Clune, alias Hazel Downer alias Hazel Bickley, te prevengo que en tu cuarto hay algunos micrófonos. Desde que llegaste a él te hemos tenido en audible vigilancia. Tenemos incluso una cinta impresionada de tu cháchara con Hazel.
—¡No me diga! —exclamé.
—El inspector Hobart se echó a reír.
—Por supuesto, no admiro tus gustos en televisión, Lam. Dadas tus proezas deductivas, creía que sentías predilección por esos programas de televisión dedicados a los detectives particulares. No podía imaginarme que te gustaran las películas románticas, idílicas y lacrimógenas. Si no lo hubiera oído, no lo habría creído…
—¡Oiga! ¡Un momento! —dije—. ¿No ha estado usted en el hotel «Caltonia»? ¿No ha ido a ver esta noche, en su cuarto, a Evelyn Ellis?
—No, ya te lo he dicho. En estas dos últimas horas, no la he visto.
—Oiga, inspector, hágame usted un favor. En muy poco más de media hora estaré en el «Caltonia». ¿Quiere ir allá conmigo?
—¿Por qué?
—Lo verá cuando lleguemos. Es algo extraordinario.
—¿Otra de tus brillantes ideas?
—Exacto.
—No, amiguito —dijo—. Me voy a casa, a acostarme. No estoy dispuesto a corretear a estas horas de la noche por la ciudad, sólo para que me expongas tus brillantes ideas.
—Inspector, esto es importante. Por favor…
—¡Basta! —exclamó—. No quiero tener más quebraderos de cabeza.
—Está bien —le dije—. Déjeme decirle algo. Evelyn estaba empleada en la Compañía Importadora Mizukaido. Esto fue antes de que se convirtiera en «miss Ferretería americana». Cari Christopher, presidente de la empresa cuchillera Christopher, Crowder y Doyle se encaprichó por ella. La chica supo explotar esta amistad, logrando, entre otras cosas, un gran pedido para la Mizukaido sobre el que, supongo, obtuvo una buena comisión. Este gran pedido, si le interesa saberlo, fue la distribución exclusiva, en todos los Estados Unidos, de trinchantes de finísimo acero de Suecia con mangos de plástico imitando el ónice. Fuera del gerente de la empresa importadora japonesa, fue ella la primera persona en los Estados Unidos que tuvo en su poder ese trinchante. Con una muestra del mismo consiguió que Cari Christopher hiciese el negocio. Ahora bien, si usted…
—¡Por vida de…! —exclamó, y colgó el teléfono. Me volví hacia Hazel, que seguía en el mismo lugar, dulcemente seductora, con su vestido en la mano.
—¡Póngaselo, sin perder un instante! —le grité—. Tenemos los minutos contados. Ese «polilla» endiablado quiere ganarme terreno. —Sacudí el teléfono hasta que me contestaron los de recepción—. ¡Un taxi! —le dije al empleado—. ¡Inmediatamente!