coolCap1

SOBRE el cristal esmerilado de la puerta del pasillo podía leerse:

COOL AND LAM

Debajo aparecían los nombres de B. Cool, Donald Lam, y más abajo, otra indicación:

ENTRADA

Nada había en estas palabras, pintadas sobre el cristal de la puerta, nada que indicara que B. Cool era una mujer que totalizaba ciento sesenta y cinco libras de suspicacia y codicia. La forma, el volumen y la feliz disposición de Bertha Cool eran la de un rollo de espino artificial fisto para el embarque.

Abrí la puerta, saludé con un movimiento de cabeza a la recepcionista, me encaminé a una puerta en la que había un letrero que decía:

DONALD LAMPRIVADO

Y la empujé.

Elsie Brand, mi secretaria, apartó los ojos de un álbum de recortes en el que estaba trabajando y los fijó en mi persona.

—Buenos días, Donald.

Vi, mirando por encima de su hombro, lo que estaba pegando en el álbum. Era el quinto volumen de casos no resueltos que un día u otro podrían reportarnos algún provecho. Las probabilidades de resolver cualquiera de estos casos eran una entre diez mil, pero, no obstante, en mi opinión, una buena Agencia de detectives tenía que estar al tanto de lo que se tramaba en el mundo del crimen.

El vestido que llevaba Elsie tenía un escote cuadrado, y al inclinarse para pegar un recorte de periódico, mis ojos se clavaron irresistiblemente en el nacimiento de su garganta.

Se dio cuenta de mi mirada, rió nerviosa y cambió de postura.

—¡Por Dios, tú! —exclamó.

Miré el recorte que había pegado en el álbum; era el relato de un robo audaz de cien mil dólares de un auto blindado. Se realizó de tal modo que nadie se dio cuenta de cómo, cuándo y en qué momento se llevó a cabo. La policía creyó que tal vez pudo haber tenido lugar en un aparcamiento de automóviles situado frente a una cafetería denominada El buen yantar.

Un chico de catorce años, muy avispado, había visto el joche blindado estacionado junto al restaurante y observado que un auto sedan se había detenido detrás del callejón. Un hombre pelirrojo de unos veinticinco años empezó a colocar un gato debajo de una de las ruedas frontales, la de la izquierda. Lo extraño del caso fue, según dijo el testigo, que el neumático de la rueda izquierda no estaba desinflado, pese a lo cual el hombre hizo como si lo cambiara.

El dinero estaba depositado en un compartimiento posterior. Para abrirlo se necesitaban dos llaves: una de ellas, tenía el conductor y la otra el guardia armado que le acompañaba. Sin ellas no podían abrirse las cerraduras.

Siempre iban dos hombres en los camiones blindados: el conductor y el guardia. Se habían detenido allí a tomar té, pero, como de costumbre, uno de ellos permaneció entro del coche mientras el otro entró en el establecimiento. Cuando éste terminó el desayuno, salió a ocupar el puesto del que había quedado en el coche, y éste a su vez se dirigió al restaurante para desayunar. Esta parada constituía una violación técnica de las ordenanzas, pero la Compañía solía pasarla por alto, ya que siempre quedaba uno vigilando el camión.

Elsie Brand elevó hacia mí su mirada y dijo:

—El sargento Sellers está ahí dentro discutiendo a brazo partido con Bertha Cool.

—¿Asunto social, sexual o de negocio? —pregunté.

—De negocio, según creo —dijo—. Oí algo por la radio, antes de venir esta mañana. Sellers y su compañero están ocupados en un caso y corre el rumor de que cincuenta mil dólares en dinero que recobraron han desaparecido misteriosamente.

—¿Este caso? —pregunté, señalando los recortes que había pegados en el álbum.

—No lo sé —contestó. Y añadió—: Ya sabes que Bertha Cool no se digna hacerme confidencias.

Cambió de posición ligeramente. La depresión que se había formado sobre su garganta pareció ensancharse. Al verse observada exclamó:

—¡Basta, Donald!

—¿Basta qué?

—No se ha hecho para que se la mire desde ese ángulo.

—No se trata de un ángulo —dije—, es una curva. Y si no se ha hecho para que se la mire, ¿por qué razón se ha hecho tan bonita?

Llevó la mano al escote, se subió el vestido y dijo:

—En lugar de fijarte en esto, fíjate en el negocio. Me parece que el sargento Sellers…

El tintineo del teléfono le cortó la palabra.

Cogió el aparato y dijo:

—Soy la secretaria del señor Lam.

A continuación me miró y enarcó sus cejas. Asentí con un movimiento de cabeza.

—Sí, señora Cool —exclamó—, acaba de llegar ahora mismo. Se lo diré.

Me llegó por el receptor la voz estridente y metálica de Bertha Cool:

—Que se ponga inmediatamente al aparato. Se lo diré yo misma.

Elsie Brand me pasó el teléfono.

—Hola, Bertha. ¿Qué tal van las cosas? —dije.

—Ven aquí inmediatamente —exclamó Bertha.

—¿Qué ocurre?

—Nada bueno. Entra y lo sabrás —respondió.

Y colgó.

Devolví el aparato a Elsie y dije:

—Los huevos fritos que ha desayunado esta mañana se le han indigestado.

Salí de mi despacho, crucé la salita de recepción y entré por la puerta señalada con el letrero:

B. COOLPRIVADO.

La voluminosa Bertha Cool estaba en su rechinante sillón giratorio, detrás de su mesa. Sus ojos, lo mismo que sus diamantes, echaban chispas.

El sargento de policía Sellers, mordiendo un cigarro apagado como un perrillo nervioso que masticase una pelota de goma, se hallaba sentado en el sillón de los visitantes, con la mandíbula contraída y adelantada. Parecía un pugilista dispuesto a encajar o a conectar un golpe.

—¡Hola, buena gente! —dije—, procurando que mi bienvenida tuviese todo el calor humano posible.

—¡Déjate de zalemas, y al grano! —me dijo Bertha—. ¿Qué demonios has estado haciendo?

Frank Sellers se sacó de los labios el cigarro con los dos primeros dedos de su mano derecha y dijo:

—Escucha lo que voy a decirte, detective de bolsillo: si lo que te propones es jugarnos una de las tuyas, te prevengo, como hay Dios, que te haré pedacitos, tan chicos que para reconstruirte será necesaria la intervención de un experto en rompecabezas.

—¡Qué horror! —exclamé—. ¿Y todo eso a qué viene? —le pregunté.

—Hazel Downer —dijo Sellers.

Esperé a que siguiera hablando, pero se calló. Al cabo de unos instantes prosiguió:

—¡No pongas esa cara de inocente!

Trasladó a su mano izquierda el roído cigarro, y con la derecha hurgó en el bolsillo del mismo lado, sacando de él un cuadradito de papel en el que podía verse escritas, con letra femenina, las palabras «Cool y Lam», seguidas de la dirección de la oficina y del número de teléfono.

Tuve; por un segundo, la sensación de que se desprendía de aquel papel un leve perfume, pero antes de que llegara a mis narices, el nauseabundo olor de tabaco mojado que despedían los dedos del sargento Sellers paralizó mis facultades olfatorias.

—¿Y bien? —preguntó Sellers.

—¿Y bien, qué? —dije con una sinceridad que no necesitaba fingir.

—Puedes estar seguro de una cosa, Frank —dijo Bertha—. Si es joven, atractiva y con bonitas curvas, y ha tenido algún contacto con esta Agencia, ha sido Donald quien la ha recibido.

Sellers asintió con un gesto, recogió el trozo de papel y volvió a metérselo en el bolsillo: llevó de nuevo a sus labios el maloliente cigarro, lo masticó durante unos segundos y con el ceño fruncido y una torva mirada exclamó:

—Es joven y tiene curvas muy bonitas, detective de bolsillo. Anda, háblame de ella.

Moví la cabeza negativamente.

—¿Quieres decir que no la has visto? —preguntó, sorprendido.

—Jamás he oído hablar de ella —respondí.

—Bueno. Ahora, escúchame —dijo Sellers—, voy a decirte algo que ya le dije a Bertha. Estrictamente confidencial. Si leo algo en los diarios, sabré quién les ha ido con el cuento. Ayer fue desvalijado un camión blindado. Desaparecieron cien mil dólares. En billetes de los gordos. ¡Cien mil relucientes machacantes!

»Tenemos un solo indicio. Nos lo dio un chavalillo. No voy a decirte cómo ni cuándo; el caso es que apunta a un pelirrojo, granuja por derecho propio, llamado Herbert Baxley, y sólo puedo decirte, microbio, que para mí sería un honor y un placer retorcerle a ese punto el pescuezo.

—¿Y qué ha sido de ese Baxley? —pregunté.

—Lo tenemos a la sombra —respondió Sellers—. Iba de aquí para allá, muy atareado, por lo que decidimos seguirle la pista. Teníamos una buena descripción de él. No obstante, no estábamos completamente seguros. Mi compañero y yo no le perdíamos de vista ni un segundo, pero queríamos que nos llevara a algunos sitios más antes de echarle el guante.

»El tal individuo había estado comiendo en El buen yantar. Es un restaurante especializado en servir a los automovilistas y, además, muy frecuentado por las chicas más curvilíneas del lugar. Cuando el tiempo es caluroso las chicas van vestidas de un modo que paraliza la imaginación; y cuando el tiempo es malo, llevan unos slacks y sweaters que se ajustan a sus cuerpos como la piel a una salchicha. En cualquiera de los dos casos, la inactividad de la imaginación es total.

»Es un restaurante concurrido; demasiado. Tal vez un día de éstos se nos ocurra instruir a todos los que lo frecuentan una causa por inmoralidad, y no vamos a dejar títere con cabeza. Pero el caso es que también van a ese sitio clientes asiduos a tomar café. Por ejemplo, esos dos conductores del camión blindado que, desde el mes pasado, hacen allí paradas fuera de reglamento para tomar café y buñuelos, y a la vez una ración de vista. Como si admirar curvas estuviese comprendido en el servicio.

»Tenemos razones para creer que alguien provisto de llaves duplicadas abrió la puerta trasera del camión y se llevó los cien mil “ojos de bypy”.

»En fin, mientras íbamos siguiendo la pista a Baxley, observamos que entró en la cafetería y pidió dos hamburguesas para comerlas fuera. Una de ellas la quería completa, y la otra sin cebolla. Se las sirvieron en una bolsa de papel. Entonces se dirigió hacia su coche y esperó a la dama con la que, al parecer, tenía una cita.

»No se presentó. El hombre consultó varias veces su reloj y parecía muy amoscado. Después de algún tiempo se comió las dos hamburguesas, las dos, fijaos bien, la de cebolla y la otra. A continuación arrojó a un cesto de basura la servilleta y la bolsa de papel, se limpió las manos, volvió a su coche, lo puso en marcha y se fue calle abajo. Es lógico pensar que se había citado con una dama y que habían proyectado ir a algún sitio a comer las dos hamburguesas. A la dama no le gustaba la cebolla; a él sí. No habría pedido una sin cebolla si su propósito hubiera sido comerse las dos. Así, pues, según nuestro modo de ver, algo debió de recelar la dama para dejarle plantado.

»Nosotros, como es natural, nos dispusimos a seguirle. A poca distancia de la cafetería había un surtidor de gasolina con una cabina telefónica. Allí se detuvo Baxley. Estacionó el coche, se apeó de él y se metió en la cabina. Para casos como éste disponemos de prismáticos muy potentes. Los enfoqué, pues, en la dirección de la cabina telefónica y pude anotar el número que estaba marcando: Columbine 6-9403.

»Pero ocurrió que, para ver bien el número que iba a marcar, nos acercamos a la cabina más de lo necesario. Baxley iba a comenzar a hablar cuando, de pronto, como si se hubiese dado cuenta de algo, se volvió y, por encima de su hombro, su mirada se fijó de lleno en la lente de mis prismáticos. Todavía no sé si nos vio o no. Fui imprudente, lo sé, pero cualquiera hubiese hecho lo mismo. Estos prismáticos son enormemente potentes. Acercan nueve veces los objetos. Estábamos a veinticinco metros de la cabina, y dentro de un coche aparcado, y, sin embargo, cuando se volvió y miró en mi dirección, tuve la impresión de que el hombre se encontraba a cuatro pasos de mí y de que sus ojos estaban clavados en los míos. Grité a mi compañero: “¡Ya nos vio! ¡Vamos a por él!”.

»Saltamos del coche. Bueno, si no nos había visto antes, ahora sí que nos vio bien. Dio un bote y se precipitó fuera de la cabina, dejando descolgado el receptor, y se metió en su coche. Pero, antes de que pudiera ponerlo en marcha, ya lo teníamos encañonado con nuestros revólveres. El hombre no rechistó y puso las manos en alto.

»Le registramos y encontramos un revólver; también las llaves de su piso, su dirección y todo lo demás, y antes de que hubiéramos acabado con él, nos confesó que era pistolero de profesión.

»Me metí en su coche, le esposé y nos pusimos en camino. Mi compañero nos siguió en el coche patrullero. No queríamos dejar nada en el aire antes de encerrarle, por lo que nos detuvimos en su piso. Allí encontramos una maleta cerrada. La descerrajé y dentro de ella había cincuenta mil dólares, exactamente la mitad del botín. Revolvimos todo el piso y no encontramos un centavo más.

»De modo que nos llevamos al individuo y a sus cincuenta mil dólares a Jefatura, y, una vez allí, ¿a que no sabéis qué dijo ese hijo de la tía chiflada?

—Que ustedes se habían apropiado los cincuenta mil restantes —dije yo.

Sellers mordió rabiosamente el cigarro; luego se lo sacó de la boca, como si no le agradara ya su gusto, y asintió con un movimiento de cabeza, lleno de congoja.

—Eso es exactamente lo que dijo. Es más, la compañía Colter-Craig, aseguradora, que tiene a su cargo los seguros de todos los transportes en coches blindados de la empresa de Transportes de efectos y de dinero, en cierto modo cree a ese tunante. Fue muy hábil al esperar a decir eso hasta que llegó a Jefatura, porque, de lo contrario, a estas horas no le conocería ni su madre.

»Bueno, vosotros sabéis tan bien como yo lo que esto significa. Significa que tenía un socio, aquél con quien había dado el golpe y al que entregó su correspondiente parte en el botín. Y, claro está, al encontrar nosotros la otra mitad, para despistar nos señaló con el dedo.

»Como podéis imaginar, sólo podíamos contestarle de una manera. Nos pusimos a buscar a su colega. Naturalmente, el único indicio que teníamos, para comenzar, era ese número de teléfono: Columbine 6-9403.

»Es un teléfono particular que corresponde al departamento número siete, A, del edificio de departamentos “Laramie”. Un sitio de postín. La inquilina del mismo es una dama estupenda llamada Hazel Downer. Hazel Downer tiene lo suyo, y, además, magníficamente proporcionado. Cuando llegamos a su casa estaba haciendo las maletas; se preparaba para irse y convertirse en humo. Le echamos la zarpa a tiempo. Nos dijo que Herbert Baxley le hacía la corte, pero que ella no le hacía el menor caso; que, de vez en cuando, habían salido juntos, pero que si tenía su número de teléfono era porque se lo había procurado de algún modo, pues ella jamás se lo había dado.

»Conseguimos una orden judicial para registrar su casa, y ¡vaya si la registramos! De cabo a rabo; pero sólo hallamos este pedazo de papel en su bolso, y, escritos en él, los nombres de Cool y Lam.

»Ahora bien, mi idea es que Hazel Downer estaba en combinación con Herbert Baxley para realizar el golpe. Ella se ingenió para conseguir las llaves del camión blindado, las mandó duplicar y Baxley ejecutó la operación.

—¿Estaba empleada en la cafetería? —pregunté.

—No —contestó el sargento Sellers—, si lo hubiese estado, a estas horas estaría encerrada como su admirador. Sin embargo, sabemos que estuvo empleada, hace ya tiempo, en una cafetería similar y, posteriormente, en una oficina como secretaria o cosa por el estilo. En estos últimos tiempos, se estaba dando la gran vida. Desde hacía unos meses vivía en ese lujoso departamento y no trabajaba en sitio alguno. Al parecer hay un hombre por medio que la mantiene. Sólo sabemos de él que se llama Standley Downer. Ella se hace pasar por su mujer. Para mí no es otra cosa que una vulgar entretenida. A buen seguro, previno a tiempo a Downer, o alguien le dio el soplo y el hombre se esfumó en el paisaje.

»Nada pudimos sacar en claro de esta Hazel Downer, excepto que Baxley la llamó por teléfono. No podemos detenerla por esto, naturalmente, y aún debemos considerarnos dichosos si no nos arma un alboroto por registro indebido de domicilio. Yo mismo firmé la orden. Una temeridad, lo sé muy bien, pero estaba tan seguro de que encontraría la otra mitad del botín en su domicilio, que corrí el albur. O ella o Standley Downer son los cómplices de Baxley, pero nos vamos a ver negros para probarlo.

»Ahora bien, detective de dieciséis milímetros, no te acerques a esa chica, que te quemarás los dedos. No le des ni la hora; de lo contrario, tu licencia y…

Sonó en este momento el teléfono particular de Bertha Cool.

Bertha lo dejó sonar unos segundos, pero Sellers, entretanto, se había puesto de pie, de un salto, y esperó a que Bertha contestara a la llamada.

Bertha cogió el receptor y dijo:

—¡Hola! —Frunció el ceño, y a continuación exclamó—: Está ahora muy ocupado, Elsie. ¿Puede esperar esa persona?

Bertha escuchó unos instantes, titubeó y seguidamente dijo:

—Está bien. Le pondré.

Bertha se volvió hacia mí:

—Elsie dice que es un asunto de extrema importancia.

Cogí el auricular, y Elsie Brand, hablando en voz muy baja para que no pudieran percibir nada de lo que decía en el despacho, dijo:

—Una tal señora Hazel Downer ha venido a verte, Donald. Una mujer sensacional. Dice que el asunto es muy importante y estrictamente confidencial.

—Dile a ese señor que espere y…

—No es un señor. Es una… —interrumpió.

—No importa —interrumpí a mi vez—. Dile a ese señor que espere. Estoy en conferencia en el despacho de Bertha y hasta que la termine no puedo ocuparme de ese caballero.

Colgué el auricular.

Los ojillos codiciosos de Bertha echaban chispas.

—Si es un buen cliente, Donald, no debes correr el riesgo de perderlo —dijo—. El sargento Sellers sólo quería saber si habías visto o no a esa Hazel Downer. Ya ha dicho todo lo que tenía que decirnos.

El sargento Sellers retiró de sus labios el cigarro, miró en torno a él y preguntó:

—¿Por qué diablos no tienes escupideras en este chamizo, Bertha?

Depositó los restos malolientes de su masticado cigarro en el cenicero de Bertha.

—Aquí no tenemos escupideras —dijo Bertha—. Ésta es una oficina muy respetable. Quita de aquí este puro nauseabundo. Está apestando en todo el despacho. No me gusta… Está bien, Donald, el sargento Sellers te dijo ya lo que quería decirte. Sal a ver lo que desea ese señor.

Me dirigí a Sellers:

—Pidió dos bocadillos de hamburguesa, uno con cebolla y el otro sin ella, ¿no es así?

—Correcto.

—Y se comió los dos.

—Exactamente.

—Entonces, debió sospechar algo después de pedir los bocadillos y antes de que se los despacharan.

—Él no sospechaba nada —estalló Sellers—. Fue ella, la pitusa con la que tenía la cita, la que receló de algo. Por eso le dejó plantado y por eso se comió él los dos bocadillos.

—Entonces ¿por qué no la telefoneó desde dentro de la cafetería? —repliqué—. ¿Por qué abandonó el local y se detuvo luego para telefonear?

—Quería saber por qué no había acudido a la cita. No sabía que le estuviesen siguiendo la pista.

—Pero ¿vio o no los prismáticos? —pregunté.

—Yo creo que sí los vio.

—Y el miedo se apoderó de él, ¿no es así?

—Reconozco que fui imprudente como un chiquillo —admitió Sellers—, hice funcionar la trampa demasiado pronto. No sé sí vio los prismáticos, pero tuve la impresión de que me calaba con la mirada.

—Tal vez, sargento —le dije entonces— se le pasó algo por alto. No creo que le hubiese dejado verle telefonear a no ser que…

El sargento Sellers me interrumpió.

—Mira —me dijo con un tonillo de amenaza—, eres muy listo, lo reconozco. También reconozco que estoy metido en un berenjenal, pero no quiero que me ayudes a salir de él; te lo prohíbo. Lo único que quiero es que no te metas entre mis pies. ¿Lo oyes?

Bertha intervino.

—No tienes que hablar así a Donald, Frank.

—¿Quién va a impedírmelo? —dijo Sellers—. Este individuo es un saco de picardías. Listo; demasiado listo. Y lo peor del caso es que se cree más listo aún de lo que es.

—Que yo sepa, no le he hecho a usted ninguna trastada, sargento. Pero, con su permiso, le dejo. Tenemos que ganarnos el sustento y no podemos permitirnos el lujo de permanecer sentados y oír cómo la gente nos amenaza con privarnos de él.

Salí del despacho de Bertha Cool, crucé la salita de recepción y abrí la puerta de mi antedespacho.

Elsie Brand señaló con el pulgar mi despacho particular.

—Ahí está —me dijo. Y luego añadió—: ¡Ojo con el acelerador, que hay muchas curvas!

Entregué una llave a Elsie.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—La llave del lavabo de caballeros, que está al fondo del corredor —dije—. Llévala allí, enciérrala contigo y corre el pestillo.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—¿Por qué allí? ¿Por qué no el lavabo de señoras? ¿Por qué no…?

—Allí, en el de caballeros —insistí—. Sin rechistar.

Abrí la puerta de mi despacho particular y entré en él.

Hazel Downer estaba sentada, frente a la puerta, con las piernas cruzadas. Había estudiado la pose cuidadosamente y dejaba en evidencia dos piernas esculturales y unos contornos deliciosos. El espectáculo era más que aceptable.

—¡Hola, Hazel! —saludé—. Soy Donald Lam, y usted una candidata a pasar una temporada entre rejas, ella es Elsie Brand. mi secretaria. Va a acompañarla a usted hasta el fondo del corredor. Déjese conducir por ella y espere los acontecimientos. —Me volví a Elsie—. Abrirás la puerta sólo cuando oigas nuestra señal-clave.

—Venga, Hazel —dijo Elsie.

—¿Adónde me lleva? —preguntó Hazel con cierto recelo.

—Al cuarto de aseo —dijo Elsie.

—¡Vaya un sitio! —protestó Hazel, pero se levantó de la silla, irguió el pecho, agresiva, y siguió a Elsie, sin volverse para observar si miraba o no sus caderas.

No era preciso. Estaba de tal modo vestida que habría sido imposible no fijarse en ellas.

Me senté a la mesa y comencé a fingir una gran actividad moviendo de sitio los papeles.

Apenas transcurrieron dos minutos cuando el sargento Sellers entró en el despacho, seguido de Bertha Cool.

—¿Dónde está tu hombre? —preguntó Sellers.

—¿Qué hombre?

—Tu cliente.

—¡Bah! —dije yo—. Le despaché en un santiamén. Era un tipo que quería confiarnos una cobranza. Un trabajo poco interesante. Lo rechacé.

—Donald —dijo Bertha—, no puedes rechazar esos trabajos, por pequeños que sean. Te he dicho y repetido mil veces que hay siempre algo que ganar en esos trabajos menudos.

—Pero en éste no —repliqué—. La cuenta era sólo de ciento veinticinco dólares y no sabía dónde vive ahora el deudor. Primero teníamos que encontrarlo, y luego obligarle a pagar.

—A pesar de todo, habríamos podido intentarlo —insistió Bertha—. En esos trabajos puede uno ganarse siempre un cincuenta por ciento de comisión.

—Me dijo que lo más que podía pagar era el veinticinco por ciento; así es que le indiqué que se fuera a tomar viento a la farola.

Bertha exhaló un hondo suspiro:

—¡Habrase visto un venado semejante!

Sellers recorrió con la mirada el despacho.

—¿Dónde está tu secretaria, microbio?

Clavé mi mirada en él; abierta, franca.

—Supongo que habrá ido al fondo del pasillo. ¿Por qué? ¿La necesita?

—No —dijo Sellers—. Pura curiosidad.

Se quitó de la boca el cigarro maloliente y lo dejó caer en mi cenicero. No protesté, porque el poco grato olor de aquel tabaco mojado cumplía con eficacia un cometido: el de ahuyentar el perfume que había dejado en el despacho la presencia de Hazel Downer. El olfato de Sellers estaba como anestesiado por el «aroma» de su cigarro puro, y esto le impidió percibirlo, pero tuve la impresión de que Bertha Cool, al entrar en mi despacho, lo había olfateado.

—Está bien, Frank —dijo Bertha Cool—, ten la seguridad de que jugaremos limpio contigo.

—Respecto a ti, estoy seguro —dijo Sellers—, pero no puedo decir otro tanto de este detective de vía estrecha.

—Oiga, sargento —insinué—. Si hay cincuenta mil dólares en el alero, ¿por qué no la deja que venga a vernos? Trataríamos de hacerle hablar, y tal vez pudiéramos ayudarle.

—Tal vez sí y tal vez no —dijo Sellers—. Si llegarais a entenderos con ella, sería vuestra cliente y sus intereses serían los vuestros.

—Bueno. ¿Y cuáles son sus intereses?

—Largarse con esa cantidad.

Meneé la cabeza, dubitativo.

—Eso es imposible en esta situación. Podríamos ayudarla a hacer un trato con la policía. Tal vez la empresa de los coches blindados nos diera cinco billetes grandes como recompensa. Entonces usted salía del aprieto en que está metido, y ella quedaba blanca y pura como la nieve.

—Cuando necesite tu ayuda, te la pediré —dijo Sellers.

—Bueno, no se acalore —le rogué. Y seguidamente le pregunté—: ¿Por qué ese camión blindado llevaba cien billetes de mil?

—El dinero procedía del Banco Nacional de la Marina Mercante —me informó Sellers—. Nos dicen allí que la orden procedía de un depositante, y no quisieron facilitarnos más detalles. Creemos que se trata de una empresa de apuestas clandestinas, muy importante, pero no podemos probarlo. Lo único que está claro es que el dinero iba ahora ha volado… ¿Tienes en el camión blindado y alguna idea?

—Ninguna que pueda servirle —le dije—. ¿O es que me pide ayuda ahora?

—¡Vete al diablo! —contestó Sellers. Y salió del despacho.

Bertha esperó a que se cerrara la puerta y dijo a continuación:

—Haces mal en hablar de ese modo al sargento Sellers, Donald. Le has sacado de sus casillas deliberadamente.

—Bueno, ¿y qué? —dije—. Hay danzando, delante de nosotros, cincuenta mil dólares, y esta danza pone en un aprieto al sargento Sellers. Suponte que resolvamos nosotros su problema, recobremos los cincuenta mil para la compañía de seguros y nos reservemos un trozo del pastel.

Los ojos de Bertha brillaron, codiciosos, durante unos segundos; luego movió la cabeza con un gesto de consternación.

—No podemos —dijo.

—¿Por qué no?

—Porque nos crucificarían sin piedad.

—¿Por qué?

—Por participación en un delito, complicidad, encubrimiento, y…

—¿Intentas hablarme a mí de leyes? —pregunté.

—Sí —dijo Bertha—. Conozco la ley.

—Yo sé algo de eso, Bertha. Suponte que Sellers ande despistado. Suponte que Baxley haya tratado de ganarse el favor de esa joven, pero que ella supiese algo acerca de él. ¿No crees que tratándola bien podría darnos alguna pista?

Bertha reflexionó unos instantes, luego movió la cabeza dubitativamente; pero esta vez el gesto de denegación no tenía el énfasis de antes.

—El sargento Sellers no es la persona más indicada para decirnos lo que tenemos que hacer o dejar de hacer —dije—. Tiene una hipótesis; eso es todo. ¿En qué puede fundarla? En nada, salvo en un número de teléfono.

—Tiene toda la fuerza del Departamento de policía detrás de él, ¡maldita sea! —exclamó Bertha—. Si te enredas con ellos, saldrás muy malparado.

—No es eso lo que me propongo —dije.

—Entonces, ¿qué es lo que quieres hacer?

—Defender los intereses de la Agencia a mi voluntad y arbitrio.

Bertha salió de mi despacho dando un portazo.

Esperé dos minutos, y seguidamente abrí la puerta y salí al pasillo.

El sargento Sellers estaba junto a los ascensores.

—¿Qué le ocurre, sargento? —le pregunté—. ¿Están en huelga los ascensoristas?

—No —contestó—, estaba aquí vigilándote, microbio. Hay un brillo en tus ojos que no me gusta nada. ¿Adónde vas ahora?

—A un lugar que es excusado mencionar —dije, haciendo sonar las llaves—. ¿Quiere usted venir conmigo?

—¡Vete al diablo! —exclamó.

Me encaminé al extremo del corredor. El sargento Sellers me siguió con la mirada.

Fingí que introducía la llave en la cerradura, a la par que con los nudillos hacía la señal convenida. Oí cómo, desde dentro, Elsie corría el pestillo. La puerta se entreabrió y la voz trémula de Elsie llegó hasta mí.

—¿Donald?

—Está bien, pequeña —le dije—, échate a un lado.

Abrí la puerta, entré en el cuarto, cerré tras de mí aquélla y corrí el pestillo.

—¡Vaya! —dijo Hazel Downer—. Me encanta la recepción.

—¿No le gusta el ambiente? —le pregunté.

—Me seduce. Las tuberías son de un gusto exquisito.

—Quise hacer una instalación estilo Luis XV, pero, según parece, en aquella época no usaban tuberías —dije, y, cambiando de tono, agregué—: Oiga usted, me la han descrito como una cosa mala, como algo que quema los dedos. El autor de esta definición está ahí fuera, alerta y vigilante. Es el sargento de policía Sellers.

—¡El muy cargante! —dijo Hazel Downer—. ¿Qué derecho tiene a importunarme? Yo no he cometido ningún delito.

Elsie Brand me miró con los ojos muy abiertos.

—Está bien —le dije a Hazel—, ¿qué es lo que usted desea?

Me miró de arriba abajo.

—Quería pedirle un favor, pero no en un sitio semejante… y, por otra parte, no creo que pueda usted hacérmelo.

—¿Por qué no?

—No me parece usted el hombre apropiado.

—¿Qué condiciones debe reunir, según usted, el hombre apropiado?

—Anchas espaldas, dos puños sólidos y ganas de servirse de ellos.

—El señor Lam se sirve de su cerebro para pelear —le dijo Elsie, saliendo en defensa mía.

Hazel Downer recorrió con la mirada las «tuberías» y dijo:

—Así parece.

—Bueno —le dije—, no hay más que hablar. Me voy. Me ingeniaré para sacar a Sellers del edificio. Después ustedes dos saldrán de aquí. Tú, Elsie, volverás al despacho. Y usted, Hazel, vaya a donde le plazca. Cuando llegue a la calle, Sellers estará en la acera esperándola. Tendrá que irse acostumbrando a ver a Sellers a todas horas, de día y de noche.

Hazel Downer parecía asustada.

—Nada sé de sus cincuenta mil dólares —exclamó—. Este Baxley era una especie de pistolero. No sé cómo pudo obtener mi número de teléfono.

Me desperecé y bostecé.

—¿Por qué me lo cuenta? Recuerde que no soy su tipo de hombre.

Volvió a mirarme de arriba abajo.

—Tal vez fuera usted mi tipo, en otras circunstancias y en un ambiente distinto a éste.

—Éste es el ambiente al que nos forzaron, precisamente, las circunstancias. ¿Qué es lo que usted quería?

—Encontrar a un hombre.

—¿Quién?

—Standley Downer.

—¿Y quién es Standley Downer?

—Es el bribón que se largó con mi dinero.

—¡Pariente!

—Es un tipo al que, en cierta ocasión, le dije que sí.

—¿Dónde?

—Ante un altar.

—¿Y luego, qué?

—Creí que era listo —dijo Hazel.

—Se refiere al dinero —terció Elsie.

—Eso es lo que pensé —dijo Hazel.

—¿Cómo consiguió ese dinero? —pregunté.

—Lo heredé de un tío.

—¿Cuánto?

—Sesenta mil.

—¿Deducidos los impuestos?

—Deducidos los impuestos y los honorarios de los abogados. Una suma neta para mí.

—¿Algún modo de probarlo?

—Desde luego. Hay constancia en, los registros de los Tribunales.

—Lo comprobaremos —dije.

Se mordió el labio.

—Bueno —proseguí—, ¿qué sucede?

—No hay constancia en los registros, eso es todo. Mi tío era lo que ahora llaman un individualista recalcitrante. Sus negocios los hacía a base de riguroso contado. Evadía el impuesto sobre utilidades. Esos sesenta mil dólares los tenía a salvo en una caja acorazada de un Banco. Cuando vio que se le acercaba la última hora me mandó llamar.

—Ahora le dije —lo único que necesita decirme es que tenía esos sesenta mil en billetes de los grandes y que se los entregó todos a usted.

—Eso es exactamente lo que ocurrió.

—Y usted no se atrevió a depositar ese dinero en un Banco porque temía que los del fisco vinieran a curiosear y a preguntarse de dónde pudiera proceder todo ese dinero. Así, pues, lo escondió en un sitio cualquiera y entonces se casó con Standley Downer. Pero éste quiso saber de dónde sacaba usted el dinero que gastaba, y como no quiso decírselo, el hombre se puso a cavilar, y no se detuvo hasta encontrar el escondite. Entonces se apoderó del dinero y se largó con viento fresco. ¿Es eso lo que sucedió?

—Correcto.

—Por eso —proseguí—, quiere usted que lo encuentre. Ahora bien, si está usted mintiendo y este dinero representa su parte en el producto del robo de ese coche blindado, yo iría a la cárcel por encubridor y me pasaría en ella por lo menos quince años. Por otra parte, si lo que me cuenta es cierto y encontrara el dinero, sería encubridor de un delito de evasión de impuestos y me conformaría con pasar cinco años a la sombra. No, gracias; renuncio a ayudarla.

—Espere un momento —dijo—. Voy a decirle la pura verdad.

—Adelante.

—Usted encuentre a mi marido y los cincuenta mil dólares que han desaparecido, y entonces le probaré que tengo derecho a ese dinero.

—Cuando le encuentre, ¿quién le impedirá mandarnos al diablo? —pregunté.

—Yo.

—¿Cómo?

—Sé algo de él que le compromete.

—Esto completa magníficamente el cuadro —dije—, chantaje, evasión de impuestos y participación en un delito. No acaba de convencerme el panorama.

—Le pagaría cincuenta dólares al día y un bono que dependería de la suma que, al final, rescatase.

—¿A cuánto subiría el bono?

—Depende del tiempo que invierta.

—Quiero el veinte por ciento.

—Está bien, el veinte por ciento.

Elsie Brand me miró, implorante. Sus ojos me suplicaban que no aceptase la operación.

—Necesitaríamos un anticipo —dije.

—¿Cuánto?

—Mil dólares.

—¿Está usted loco? No los tengo.

—¿Cuánto tiene?

—Quinientos. Es todo lo que llevo encima.

—¿Dónde?

Puso un pie en una de las cañerías, levantó su falda y sacó de la parte superior de su media un sobre de plástico. Lo abrió y extrajo de él cinco billetes de cien dólares.

—¿Le costó mucho cambiarlo?

—¿Cambiar qué?

—El billete de mil.

—¡Vaya al diablo! —dijo—. ¿Los quiere, o no?

—Déjeme que le diga una cosa, jovencita. Si está usted mezclada en ese asunto del coche blindado, la pondré en manos de la policía. Si me está mintiendo, irá a la cárcel. Pero si me dice la verdad, le aseguro que encontraré a Standley Downer.

—Estoy de acuerdo —dijo—, encuéntrelo y todo irá bien, pero dese prisa. Tiene que encontrarle antes de que se haya gastado todo el dinero.

—¿Cuánto tiempo hace que se fue?

—Una semana.

—¿Tiene usted una foto de él?

Abrió su bolso, extrajo de él una carterita, y de ella sacó una foto que me entregó.

—¿Color del pelo?

—Negro.

—¿Ojos?

—Azules.

—¿Peso?

—Unos setenta y cinco kilos.

—¿Estatura?

—Exactamente un metro ochenta.

—¿Edad?

—Veintinueve.

—¿Disposición, carácter?

—Muy variables.

—¿Emotivo?

—Sí.

—¿Estuvo usted casada antes? —le pregunté.

—Si es que eso importa algo, se lo diré: sí.

—¿Cuantas veces?

—Dos.

—¿Y él? ¿Estuvo casado antes?

—Sí: una vez.

—Está usted muy hermosa —le dije, mirándola de arriba abajo.

—¿Cree usted? —me contestó. Acarició con sus manos sus formas opulentas—. ¡Oh! —exclamó con un tono exagerado de sorpresa—. Gracias por decírmelo, señor Lam. ¡Realmente no me había dado cuenta!

—No tenemos tiempo para malgastarlo en chistes o en sarcasmo. Esta afirmación mía no es un cumplido o un requiebro: es una observación.

—Está bien; estoy muy hermosa. ¿Y qué?

—Su marido no ha podido dejarla, a menos de haber hallado a una mujer más hermosa todavía. ¿Quién fue?

—¿No cree que el dinero fuera suficiente?

Moví mi cabeza con un gesto de denegación.

—No se ande ya más por las ramas. ¿Cómo se llama la otra?

—Evelyn Ellis.

—Ahora —dije yo—, si me asegura que Evelyn trabaja en la cafetería de El buen yantar, lo habré oído todo.

—Pues, sí, allí está empleada —dijo Hazel—. En esa cafetería la encontró mi marido.

Me metí en el bolsillo los cinco billetes.

—¡Okay! —dije—. Trato hecho.

Elsie Brand me cogió el brazo.

—¡No, Donald, por favor! No te metas en ese lío.

—Los líos son los gajes de mi oficio, Elsie —repliqué.

Hazel Downer expresó al punto un gran recelo.

—¿De qué líos están hablando?

—No le haga caso. Descríbame a Evelyn.

—Pelirroja, con ojos azules muy abiertos, llenos de inocencia, treinta y tres años, cuarenta y ocho kilos.

—¿Qué tiene ella que no tenga usted?

—No me pidió que estuviese presente cuando mi marido hizo el inventario de su persona.

—Hablando de inventario, observo que está usted muy al tanto de sus dimensiones.

—¿Por qué no he de estarlo? Publicaron sus medidas todos los diarios cuando la proclamaron miss Ferretería americana en la Convención de ferreteros del año pasado.

—¿Qué hacia en la ferretería?

—No trabajaba en ella; estaba empleada en la sección de contabilidad de una importante empresa de importación y exportación.

—¿También fue camarera de una cafetería para automovilistas?

—Eso fue después del certamen ferretero. Se dedicó a la busca y captura de hombres impresionables que tuviesen dinero. Encontró a Standley. Está ya retirada.

—¿Tiene alguna idea de dónde se podrán encontrar ahora?

—Si la tuviera, no le habría pagado a usted.

—¿Qué tendré que hacer si los encuentro?

—Decírmelo.

Me volví hacia Elsie.

—Después de que me haya ido, espera tres minutos —dije—. Antes de salir al pasillo, mira por el resquicio de la puerta y asegúrate de que no hay nadie en él. En ese caso, vuelve a la oficina. Si Bertha quiere saber algo dile que Oxford es el sitio más indicado para saber cosas.

Giré sobre mis talones y me encaré con Hazel Downer.

—Usted saldrá con Elsie —le dije— y tomará el ascensor hasta la planta baja. Saldrá del edificio, cruzará la calle y se meterá en los grandes almacenes de enfrente. Los lavabos de las señoras tienen dos entradas. Entre por una y salga por otra. Cuide de que no la sigan.

»Todos los días, a mediodía, salga de su casa. Observe bien y compruebe que nadie le sigue. Vaya a una cabina telefónica de pago y llame a Elsie en mi oficina. Procure que su voz sea lo más áspera y dura posible. Dígale a Elsie que su nombre es Abigail Smythe e insista en que su apellido se escribe con una y griega y una h, a continuación le pregunta si encontraron ya al borrachín de su marido.

»Elsie le dirá dónde puede verme, en el caso de que tenga algo importante que decirle. Cuando marque el número, asegúrese de que nadie la está observando. ¿Recuerda todo cuanto le he dicho?

Asintió con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta y salí al pasillo.

El sargento, a mitad de camino, venía a mi encuentro.

—¡Pues no tardas poco en hacer tus cosas! —dijo.

—Tanto ahí como en mi despacho sirvo los intereses de la agencia —dije, muy serio, riendo para mis adentros—. Le agradezco su interés por mis cosas.

—¿Adónde vas ahora, renacuajo?

—Voy a salir.

—Iré contigo.

—Encantado; venga.

Bajó en el ascensor conmigo.

—No quiero que te hagas ilusiones sobre este caso, detective de bolsillo —dijo—. Esto lo voy a resolver yo solo, sin ayuda de nadie, ¿lo oyes? ¡Sin ayuda de nadie!

—Magnífico —repliqué.

—De nadie, y menos de un tipejo que se cree un águila.

—No lo dudo. Usted es hombre fértil en ideas. Y recuerde el refrán que dice que «donde menos se piensa salta la liebre».

—¿Qué quieres decir, insecto?

—Que la liebre, esto es, la idea luminosa puede saltar de un momento a otro en su cerebro.

—Algún día —me dijo—, te pesará haberme conocido.

—Ya me pesa.

—Pero te pesará mucho más —aseguró enfático.

Observé que miraba hacia el puesto de cigarros.

—Venga conmigo —le dije—, a media manzana hay un puesto de cigarros con una rubia que tira de espaldas. Voy a jugarle a los dados unos cigarros. Le regalaré un par.

—¡Tú y tus rubias que tiran de espaldas! —dijo.

—¡Usted y sus cigarros que también tiran de espaldas! —le contesté.

Me acompañó hasta el puesto. Jugué con la rubia y gané un puñado de cigarros. Le di al sargento la mitad de ellos. Me dolió tremendamente hacerlo, pero fue la mejor solución para impedirle que viera a Hazel Downer cuando ésta salió del edificio. Siempre hay que hacer sacrificios en aras de la cliente.