Era sábado; pero, a pesar de tan gloriosa verdad, a Guillermo, de pie junto a la ventana del comedor, no se le ocurría nada que hacer.
Desde la ventana vio a su padre que estaba sentado tranquilamente en el jardín, leyendo el periódico. A Guillermo le gustaba muy poco estar solo. Le gustaba la compañía, fuera esta cual fuese. Salió del jardín y se colocó junto a la silla de su padre.
—No tienes mucho pelo encima de la cabeza, papá —dijo agradablemente, para dar principio a la conversación.
No obtuvo contestación.
—Digo que no tienes mucho pelo encima de la cabeza —repitió en voz más alta.
—Ya te había oído —respondió su padre, con frialdad.
—¡Oh! —murmuró Guillermo, sentándose en la hierba.
Reinó el silencio durante un minuto, luego dijo el niño, en tono amistoso:
—Sólo lo dije otra vez porque creí que no me habías oído la primera. Creí que hubieras dicho «Oh», o «Sí», o «No», o algo si me hubieras oído.
No recibió contestación y después de un nuevo y prolongado silencio, Guillermo volvió a hablar.
—No es que me importara que no dijeses «Oh», o «Sí», o «No» —dijo—, sólo que eso fue lo que me hizo decirlo otra vez porque, no habiéndolo dicho tú, creí que no me habías oído.
El señor Brown se levantó y apartó el asiento unos cuantos pies más allá. Guillermo, con quien se perdía el tiempo andando con indirectas, le siguió.
—Estuve leyendo un cuento ayer —dijo— de un hombre al que los tiburones le quitaron las piernas de un mordisco…
El señor Brown exhaló un gemido.
—Guillermo —dijo, con cortesía—, no quiero que abandones a tus amigos por mí.
—Oh, no; no te preocupes. Aunque quizá me esté buscando Pelirrojo. Bueno; ya te acabaré de contar lo del hombre y el tiburón después del té. Estarás aquí entonces, ¿verdad?
—No te molestes, te lo suplico —dijo el señor Brown con un sarcasmo que se perdió por completo en su hijo.
—No; si no es molestia —aseguró Guillermo, alejándose—; me gusta hablar con la gente.
* * *
Pelirrojo paseaba, desconsolado, por la carretera, buscando a Guillermo. Su rostro se animó al ver a su amigo en la distancia.
—Hola, Guillermo.
—Hola, Pelirrojo.
De acuerdo con su acostumbrado ceremonial de saludo, se dieron unos puñetazos y lucharon cuerpo a cuerpo hasta rodar por el suelo. Luego echaron a andar por la carretera juntos.
—No puedo quedarme contigo mucho rato —dijo Pelirrojo, con tristeza—; mi mamá está celebrando una tómbola benéfica en el jardín y quiere que la ayude.
—¡Huh! —exclamó Guillermo, con desdén—. ¡Ayudar «tú» en una tómbola benéfica…! «¡Tú…!» ¡Huh!
—Me va a dar cinco chelines —dijo Pelirrojo.
Guillermo modificó levemente su tono.
—¿Acaso he dicho que no puedes ayudar? —exclamó, en tono más amistoso.
—Me dijo que no era necesario que fuera hasta dentro de una media hora. ¿Qué hacemos? ¿Cavar a ver si encontramos algún tesoro escondido?
Dos meses antes a Guillermo y a sus amigos les había entrado la furia de buscar tesoros escondidos. De varios libros que habían leído («Ralph el Temerario», «Perseguido a Muerte», «La búsqueda del Capitán Terrible», etc.), habían deducido que la tierra rebosa de tesoros escondidos y que todo depende de la profundidad a que uno cave para dar con ellos.
Habían decidido cavar toda la superficie del pueblo, recoger todos los tesoros que encontraran y, con ellos, comprar una isla desierta en la que pensaban pasarse el resto de su existencia sin tener que preocuparse de padres ni de maestros.
Habían decidido empezar por la parte del jardín de Pelirrojo que estaba sin cultivar e ir derribando todas las casas del pueblo a medida que aumentara su tesoro y pudieran comprar más terreno para excavarlo.
Pero llevaban dos meses cavando en vano en el jardín de Pelirrojo y empezaban a desanimarse. No se habían dado cuenta de que el cavar era un trabajo tan duro, ni de que diez pies cuadrados de terreno en perfectas condiciones rindiera tan poco tesoro. Siguieron su búsqueda concienzudamente; pero había perdido ya mucho de su aliciente y se alegraban de encontrar excusas para no continuarlo.
—¿Cavar en tu jardín mientras anda por él interrumpiendo y estorbando toda esa gente de la tómbola benéfica? —exclamó Guillermo, con severidad—. ¡Ni pensarlo!
—Bueno —respondió Pelirrojo, con alivio—; no hice más que «sugerirlo». Bueno; ¿quieres que salgamos a la caza de contrabandistas?
* * *
Había una caverna en la colina, debajo de la carretera y, aunque la población en que vivían los dos muchachos se hallaba a más de cien millas tierra adentro, Guillermo y Pelirrojo siempre tenían la esperanza de encontrarse con un contrabandista o, por lo menos, rastro de un contrabandista en la caverna. La registraban todos los días, cuidadosamente.
Como decía Guillermo: «Lo más probable es que los más astutos no se quedarían siempre sentados en sus cavernas a orillas del mar. Sabrían que la gente les andaría buscando allí. Traerían sus cosas aquí, donde nadie esperaría encontrarles. Pero… ¡si con una cueva tan hermosa como esta es “seguro” que habrá contrabandistas!»
Cuando se cansaban de buscar contrabandistas o el rastro de ellos, desempeñaban ellos mismos el papel de contrabandistas y transportaban su tesoro (compuesto de piedras) colina arriba para ocultarlo en la caverna. O huían a toda marcha en dirección a la cueva, perseguidos por soldados imaginarios. Desde la cueva, Guillermo el contrabandista cubría, con frecuencia, toda la ladera de la montaña de cadáveres de soldados. En aquellas luchas los contrabandistas jamás recibían el menor arañazo.
Con creciente esperanza, investigaron, nuevamente, la cueva. Pelirrojo encontró una piedra que dijo no había estado allí ayer y que, por lo tanto, debían de haberla dejado a modo de señal; pero Guillermo dijo que la reconocía perfectamente y que había estado allí ayer, conque se abandonó la conversación.
Tras una breve e indecisa discusión acerca de cómo habían de gastarse los cinco chelines que la mamá de Pelirrojo le había prometido, se distrajeron entrando y saliendo de la caverna a rastras, para no ser vistos por los soldados que vigilaban desde arriba y desde abajo.
Por fin Pelirrojo, impulsado, más que por su conciencia por el miedo a perder los cinco chelines, se marchó a su casa tristemente y Guillermo echó a andar por la carretera en dirección opuesta.
Caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, arrastrando los zapatos por el polvo de una manera que le había hecho decir más de una vez a su madre que los rompía en muy poco tiempo por las punteras. Cuando llegó al colegio se detuvo, atraído por el ruido que salía de las ventanas abiertas de la clase. Se estaban preparando para un ensayo en toda regla de la «Cabalgata de la Antigua Britania», que había de celebrarse al mes siguiente. Guillermo, que no tomaba parte en ella, se asomó, con interés, a la ventana. Vio a britanos antiguos enfundados en pieles, pintados con rooad[5] y pintura de caracterizar por el cuarto, descalzos, saltando o luchando unos con otros en los rincones. Guillermo vio a un enemigo suyo al otro extremo de la habitación. Metió la cabeza por la ventana.
—¡Hola, mico! —gritó con estridente y devastadora voz.
La señorita Carter, maestra de la segunda clase, dejó de arreglar la piel que le estaba poniendo a un niño pequeñito y alzó la cabeza con hastío.
—Te agradecería que te callaras —empezó a decir, con irritación. Luego, bajando la voz y en susurro de impotencia, agregó—: ¡Oh! ¡es Guillermo Brown!
Guillermo, haciendo caso omiso de ella, se llevó los dedos a la boca, sin dejar de mirar, con beligerancia, a su enemigo y emitió un silbido ensordecedor. La señorita Carter se tapó los oídos.
—«¡Guillermo!» —exclamó, irritada.
Guillermo se limpió la boca con el reverso de la mano.
—Usted perdone —dijo automáticamente y sin sentimiento, retirando la cabeza para marcharse.
—Oh, un momento, Guillermo. ¿Qué estás haciendo ahora?
El niño asomó su desgreñada cabeza, de nuevo.
—¿Quién? ¿Yo? —contestó—. Nada. Nada en absoluto.
—Pues te agradecería que entrases e hicieses de britano antiguo, nada más que para el ensayo… no será muy largo; pero hay tantos que no pueden venir esta tarde y es tan difícil arreglar cómo han de colocarse cuando no hay más que las tres cuartas partes de ellos aquí… No es preciso que te caracterices… bastará con que te pongas la piel.
Le enseñó una piel pequeña. Guillermo echó una mirada por el cuarto, frunciendo el entrecejo y con gesto de desaprobación.
—¿He de entrar con todos esos niños por todas partes y mudarme mientras todos esos niños me molestan de forma que no sepa lo que me hago y…?
La señorita Carter estaba de mal humor. Le tiró la piel a Guillermo, irritada.
—¡Oh, múdate donde quieras! —contestó—; pero procura estar de vuelta aquí dentro de cinco minutos.
Guillermo tomó la piel con avidez.
—Bueno, lo haré —prometió.
Luego hizo un rollo con la piel y se la metió debajo del brazo. Se convirtió, inmediatamente, en un fardo de valioso material de contrabando.
Mirando a su alrededor con severidad, en busca de los soldados, el niño se deslizó, lenta y cautelosamente, en dirección a la caverna. Una vez allí exhaló un suspiro de satisfacción, colocó su escopeta en un rincón y se desnudó, poniéndose la piel. Una vez enfundado en la piel, su ropa corriente se convirtió a su vez en el valioso material de contrabando. Se arrastró hasta la boca de la cueva, miró furtivamente a su alrededor y luego hizo un hatillo con la ropa y buscó un lugar donde ocultarla. En el suelo, otro extremo de la caverna, había un trozo de papel grande en el que cierto día él y Pelirrojo habían llevado allí su merienda.
Sin dejar de echar numerosas miradas furtivas a su alrededor, envolvió la ropa y ocultó el bulto en un saliente de roca que había en un rincón de la cueva. Luego cogió su escopeta, mató a dos soldados que se arrastraban en dirección a la caverna, se acercó a la entrada y disparó de nuevo contra un grupo de soldados que huyeron aterrados al verle. A continuación, resplandeciente con su piel de britano, y borracho de heroísmo y de triunfo, subió, contoneándose, la colina y se metió en el colegio.
* * *
Como antiguo britano no resultó un éxito y más de una vez le pesó a la señorita Carter el haberle llamado. A Guillermo le hizo tan poca gracia el ensayo como al ensayo se la hacía él… ¡eso de estarse ahí parado, cantando y hablando, sin luchar, ni chillar, ni nada…! Se alegraba de «no ser» un britano antiguo si aquello era todo lo que los pobres podían hacer.
Por fin se acabó, sin embargo, y volvió a deslizarse furtivamente por la colina en dirección a su «camerino» particular. Pelirrojo le aguardaba cerca de la entrada.
—¿Qué has estado «haciendo» todo este tiempo? —empezó a preguntar.
De pronto se fijó en la forma en que iba vestido Guillermo y se quedó boquiabierto.
—¡Troncho! —exclamó.
—Soy un antiguo britano —explicó el niño—. Querían que fuese a ser un antiguo britano en el colegio y…
—Bueno —le interrumpió su amigo, excitado—, durante tu ausencia los he «encontrado» por fin.
—¿A quiénes?
—¡Contrabandistas! ¡Cosas de contrabandistas!
—¡Caramba! —exclamó Guillermo, no menos emocionado—. ¿Dónde?
—En la caverna. Cuando vine a buscarte y no te encontré, eché otra mirada por la cueva y los encontré.
Una brusca sospecha enfrió el entusiasmo de Guillermo.
—¿Qué eran?
—Ropa y todo eso. Se me ocurrió no mirar las cosas bien hasta que llegaras tú. Estaban envueltas en ese papel en que trajimos la merienda la semana pasada.
El antiguo britano le miró, acusador y severo.
—¿Sí…? pues era mi ropa, que me había quitado para ponerme esto… eso es lo que era. Te pasas de listo cuando confundes la ropa de la gente con cosas de contrabando. Sea como fuere, empiezo a sentir frío con sólo esta piel puesta, conque haz el favor de darme ese «contrabando» para que me pueda mudar.
Pelirrojo se quedó boquiabierto.
—Lo… lo llevé a casa. No quise dejarlo por aquí por si lo encontraba otra persona. Lo escondí detrás de un árbol en el jardín.
La mirada del antiguo britano se hizo más severa aún.
—Bueno, pues ten la bondad de traérmelo antes de que me muera de frío. Para mí que todos los antiguos britanos se morirían de frío si se sentían como me siento yo. Eres demasiado listo con las cosas de contrabando de los demás. Suponte que viene la señorita Carter en busca de su piel: ¿qué te crees tú que pareceré yo sin nada puesto?
—Bueno, pues ten la bondad de traérmelo…
—Bueno —dijo Pelirrojo—, iré a buscar la ropa. No tardaré ni un minuto. Si te empeñas en dejar tu ropa tirada por la caverna «exactamente» igual que si se tratara de cosas de contrabando…
Se fue y Guillermo se quedó sentado, tiritando de frío, en un rincón de la caverna, con su traje de antiguo britano. La cueva había perdido todo su aliciente. A Guillermo empezaron a resultarle antipáticos todos los contrabandistas. La única gente que le resultaba más antipática que los contrabandistas era los antiguos britanos, a los que profesaba, en aquellos momentos, un odio y un desprecio profundos.
Pelirrojo volvió unos diez minutos después. Volvió con las manos vacías y su rostro reflejaba la más profunda consternación.
—Guillermo —dijo con humildad—, lo siento mucho. Lo han vendido. Creían que era para vender en la tómbola y lo cogieron y lo vendieron.
Guillermo permaneció unos momentos mudo de indignación.
—Bueno —dijo, por fin—, has ido y has vendido toda mi ropa y ¿qué crees tú que va a ser de mí «ahora»? Eso es lo que yo quisiera saber, si no tienes inconveniente en decírmelo. ¿Qué va a ser de mí? Quizá, puesto que has vendido toda mi ropa, tendrás la bondad de decirme qué será de mí, que me estoy enfriando más y más. Quizá quisieras tú que me muriese de frío. ¿Cómo voy a llegar a casa? Y, si no llego a casa, ¿cómo voy a conseguir algo que comer? Y, si no consigo nada que comer, ¿cómo voy a vivir? Me estoy muriendo de frío ahora. Bueno, Dios quiera que lo sientas entonces… cuando, con toda seguridad, te ahorcarán por haberme asesinado.
Guillermo volvió a tierra de los vuelos de su fantasía.
—Bueno —agregó—; supongo que ahora irás a buscarme la ropa.
—¿Cómo quieres que lo haga? —inquirió Pelirrojo, irritado.
—Puedes ir a averiguar quién la compró, supongo… y no es preciso que digas de quién es.
Pelirrojo se marchó de nuevo y de nuevo el antiguo britano se sentó y se puso a tiritar mirando severo y acusador a su alrededor.
Al poco rato volvió a presentarse Pelirrojo, casi sin aliento de tanto correr.
—La compró el señor Graves, Guillermo… el que vive en «Wayside Cottage». Pero no sé cómo voy a conseguir que me la devuelva.
Guillermo suspiró.
—Más vale que te acompañe —murmuró con hastío—. Además, es probable que me hiele y me convierta en un ventisquero o algo así si me quedo aquí más tiempo.
El antiguo britano miró, furtivamente, a sus alrededor, desde la entrada de la caverna, sin el contoneo y la soberbia habituales en Guillermo el contrabandista. No había moros en la costa. Los dos niños salieron.
—Cuando lleguemos a la carretera, me arrastraré, boca abajo, por la cuneta como si fuese un contrabandista: así nadie me verá.
Pelirrojo caminó, alicaído, por la carretera mientras el antiguo britano avanzaba lenta pero conspicuamente por la cuneta, exclamando irascible:
—Bueno, lo que es yo, ya he «acabado» para siempre con los contrabandistas y los antiguos britanos. No volveré a mirarle a la cara a un contrabandista ni a un antiguo britano mientras viva… y si tú no te hubieras pasado de listo llevándote la ropa de la otra gente y «vendiéndola», no estaría yo ahora arrastrándome, y cortándome, y comiendo barro. Pero… —esto lo dijo en voz maravillada—, ¿cómo irían los antiguos britanos de un lado a otro? No lo comprendo… estarían a menudo temblando de frío, y arañándose, y cortándose…
Afortunadamente para el antiguo britano, «Wayside Cottage» se hallaba en las afueras. La puerta estaba abierta de par en par. Tenía un jardín pequeño delante y un jardín más grande detrás. En el fondo de este último se alzaba un edificio pequeño de hierro galvanizado.
—Ven —dijo Guillermo—, vamos a buscar la ropa.
—¿Vas a pedírsela?
—¡Quiá! No quiero que hable todo el pueblo de lo ocurrido —contestó Guillermo con severidad—. Sólo quiero conseguir la ropa sin llamar la atención, ponérmela, y que nadie se entere de nada. No quiero que «hable» nadie del asunto.
No se veía un alma. Miraron la escalera desde la puerta.
—Estarán arriba —dijo Guillermo en ronco susurro—; la ropa siempre se tiene en el piso de arriba. Anda con «mucho» cuidado. «Deslízate» por la escalera.
Pelirrojo le siguió, lealmente, temeroso, de mala gana, y subieron la escalera. Cada vez que Pelirrojo tropezaba con una de las varillas de la alfombra de la escalera o chirriaba un escalón, Guillermo se volvía diciendo «¡Chitón!» con severa y resonante voz. Por fin llegaron al descansillo. Guillermo abrió cautelosamente la puerta y se asomó. Era una alcoba y estaba vacía.
—Vamos —murmuró con la alegría del optimista nato—; es seguro que estará aquí.
Entraron y cerraron la puerta.
—Ahora —dijo el niño—, miraremos en todos los cajones y luego en el armario ropero.
Empezaron a abrir los cajones uno por uno. De pronto dijo Pelirrojo:
—¡Calla!
Se oyeron pisadas que ascendían la escalera. Se acercaron a la puerta.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡Debajo de la cama… aprisa!
Al desaparecer ellos debajo de la cama se abrió la puerta y apareció un anciano de pequeña estatura. Miró los cajones abiertos y frunció el entrecejo.
—¡Cuán curioso! —murmuró, cerrándolos—. ¡Cuán singular!
Luego empezó a tararear, se arregló el cuello delante del espejo, dio unos pasos de baile por el cuarto y luego se quedó, irresuelto, con la mano apoyada en la barbilla.
—¿Qué vine yo a buscar aquí? —se preguntó—. ¿Qué vine yo a buscar? ¡Ah! ¡Un pañuelo!
Todo hubiera ido bien de no haber sido que, en aquel momento, el antiguo britano sucumbió ante los efectos combinados del frío y del polvo y emitió un resonante estornudo.
—¡Santo Dios! —exclamó el anciano—. ¡Santo…!
Se agachó, metió la mano debajo de la cama y, asiendo el pie desnudo y lleno de barro de Guillermo, tiró. Pero Guillermo estaba fuertemente agarrado a la pata del otro lado de la cama y el anciano, aunque hubo recurrido a todas sus fuerzas, no logró más que correr la cama al centro del cuarto sin que la hubiera soltado el niño. Pero semejante tratamiento enfureció a Guillermo.
Si tuviera usted la amabilidad de dejar de arrastrarme sobre la boca del estómago… —empezó a decir.
Luego salió, severo y lleno de polvo, arreglándose la piel.
—¡So… so… so «ladrón»! —dijo el viejo.
—No soy un ladrón —contestó Guillermo—; soy un britano…
Pero el anciano corrió hacia él y Guillermo le esquivó y salió, corriendo, del cuarto. Pelirrojo había bajado ya la mitad de la escalera. El anciano se vio retrasado primero por la puerta, que Guillermo le cerró en las narices y, segundo, porque resbaló sobre el primer escalón y rodó hasta el vestíbulo.
Allí se incorporó, se buscó las gafas, se las caló y miró a su alrededor. A los dos niños no se les veía por parte alguna. Murmurando «¡caramba, caramba!» y «¡Bendito sea Dios! Veamos, ¿qué era lo que yo quería…? ¡Ah, sí! ¡un pañuelo!», el viejo empezó a subir la escalera.
* * *
Pero Guillermo y Pelirrojo no habían salido por la puerta principal. Un grupo de amigas de la mamá de Pelirrojo pasaban en aquel momento por allí, y llenos de pánico, Guillermo y Pelirrojo habían salido por la puerta de atrás, habían cruzado el jardín y se habían metido en el edificio de hierro galvanizado. Una señora, con mandil de pintor y un pincel en la mano, apartó la mirada del lienzo que tenía sobre un caballete.
—Haced el favor de no entrar tan violentamente —dijo con desaprobación—. No me gustan los niños violentos.
Miró a Guillermo de pies a cabeza y su desaprobación pareció intensificarse.
—La verdad —murmuró con cierta rigidez—, a mí no me parece el traje más «adecuado». Hubiese creído que el Pastor… Sin embargo, más vale que te quedes ya que has venido. ¿Es el otro niño amigo tuyo? Ha de sentarse en silencio y no molestarnos. Primero puedes echar una mirada al cuadro si quieres.
Aturdido, pero dispuesto a complacerla, Guillermo se acercó a contemplarlo. Parecía tratarse de un caos de nieve y de osos polares.
—Se llamará El Norte Helado —dijo la señora, con orgullo—. Ahora has de ponerte en la postura de uno que tira de un trineo… así… no; la expresión un poco «menos» dura… La verdad es que me hace «muy poca» gracia tu traje; pero el Pastor protestante debe saber lo que se hace…
—Soy un britano… —empezó a decir Guillermo.
Luego decidió seguir la línea de menor resistencia y ser el Norte Helado. La señora pintó en silencio durante un rato, mirándole, ocasionalmente, la piel a Guillermo y diciendo, con desaprobación:
—No; la «verdad» es que… Yo «no»… pero, claro, «el» Pastor…
Cuando la cosa empezaba a perder el encanto de la novedad y estaba urdiendo medios de huida, otra señora entró.
—¿Estás muy ocupada, querida? —dijo.
Luego se ajustó los impertinentes y miró también con muestras de muy poca aprobación a Guillermo.
—¡Querida! —exclamó—. ¿No te parece eso algo…? Bueno, claro que sé que vosotros los artistas sois… bueno, bohemios y todo eso, pero…
La artista parecía preocupada.
—Querida —dijo—, le enseñé al Pastor protestante el cuadro ayer, y me dijo que él tenía un traje de niño esquimal y que encontraría un niño a quien le fuese bien y me lo mandaría como modelo. Pero yo tenía la idea de que los esquimales vestían más… ah… más «completamente» que eso. ¿No te pasaba a ti lo propio?
—Soy un britano… —empezó Guillermo.
Y volvió a callarse.
—¿Te acuerdas que la señora Park pidió dinero para comprarle ropa a su niño? —prosiguió la artista, mientras pintaba—. Bueno, pues le hice ir a Juana a la tómbola benéfica esta tarde y comprar un traje… y consiguió uno bastante bueno. Acabo de mandárselo. Haz el favor de estarte «quieto», niño… ¿Sabes, querida? Quisiera no tener tantos escrúpulos acerca del traje de este modelo… Sin embargo, me parece que no debo criticar lo que el querido Pastor…
—Mira, te seré sincera —contestó la visita—. No me gusta… y creo que un artista nunca puede tener demasiado cuidado… cualquier indicio de desnudismo es tan… bueno, ¿no estás de acuerdo conmigo? Estoy «sorprendida» de que el Pastor le haya mandado.
La artista le tendió media corona a Guillermo.
—Puedes marcharte —dijo, con frialdad—. Devuélvele el traje al Pastor y no «creo» que te necesite ya más.
En aquel momento entró el viejecito. Se sobresaltó al ver a Guillermo y a Pelirrojo.
—¡El «ladrón»! —exclamó, excitado—:. ¡El «ladrón»! ¡Cogedle!, ¡cogedle!, «¡cogedle!»
Guillermo corrió a la puerta, derribando al viejo sobre un lienzo que aún no estaba seco, por el camino. El viejo aterrizó sobre el lienzo y se quedó sentado en él murmurando: «¡Jesús, Jesús, qué día!», y buscando los lentes.
Guillermo corrió hacia la puerta, derribando al viejo…
La visita salió de mala gana, en persecución de los dos muchachos, hasta la verja. Luego volvió a ayudar a despegar al viejo del lienzo pintado.
Guillermo y Pelirrojo se sentaron en una cuneta próxima y se miraron, sin aliento.
—Park —dijo Pelirrojo—; esa es la tienda que hay al extremo del pueblo.
—Sí —contestó Guillermo—; y ya estoy harto de arrastrarme por las cunetas y quisiera yo saber qué tiene de malo esto —prosiguió, mirándose, con indignación, la piel de britano—; está bien, no como ropa, pero sí como una especie de disfraz… tan bien como ese mandil que llevaba «ella» por lo menos y por poco se lo dije… y llamarme ladrón además. Bueno, pues yo no volvería a entrar en esa casa ya aunque… aunque… aunque me lo «pidiese»… Sea como fuere —se suavizó su expresión—, tengo media corona —su rostro volvió a reflejar amargura—, ¡media corona y ni un mal bolsillo en que meterla! Vamos a casa de Park.
Guillermo volvió a la cuneta. Sólo se cruzaron con una niña y su hermanito por el camino.
—Mira, Algy —dijo la niña—, mírale. Es un loco y el otro es su guardián. Seguramente se cree que es una rana y por eso va por la cuneta y no lleva ropa.
Guillermo se levantó.
—Soy un britano —empezó a decir.
Pero al ver su rostro congestionado y manchado de barro, con la enlodada cabellera encima, la niña huyo, gritando:
—¡Ven, Algy! ¡Te cogerá y te comerá si no corres!
Los gritos de Algy sirvieron de refuerzo a los de ella y Guillermo volvió, desconsolado, a la cuneta al perderse en la distancia el eco de los gritos.
—Me estoy hartando ya de esto —murmuró el antiguo britano.
* * *
Llegaron a la tienda de Park. Guillermo permaneció escondido detrás del seto y Pelirrojo salió a reconocer el terreno.
—¡Entra! —le azuzó Guillermo en ronco susurro desde su escondite—. Entra y coge la ropa. Diles que llamarás a un guardia… «oblígales» a que te la den… «peléate» con ellos… «cógela… tú» la perdiste… no puedo soportar mucho tiempo más. Tengo frío y estoy mojado. Me siento como si hubiera sido britano antiguo años y años… date prisa… ¿Vas a conseguirme la «ropa» sí o no?
—¡«Cállate» ya de una vez! —exclamó Pelirrojo, desanimado—. Estoy haciendo ya todo lo que puedo.
—Conque estás haciendo todo lo que puedes, ¿eh? No veo yo que hagas otra cosa que dar vueltas alrededor de la tienda. ¿Crees tú que si sigues dando vueltas a la tienda… saldrá mi ropa… saldrá «andando» a tu encuentro? Porque si crees eso…
—Cállate «ya».
En aquel momento salió un niño del establecimiento.
—¡Hola! —dijo Pelirrojo, con fatua sonrisa de amistad.
—¡Hola! —contestó el niño, con muy mala gracia.
Pelirrojo se humedeció los labios y repitió su fatua sonrisa.
—¿Tienes ropa nueva hoy?
El niño imitó bastante bien la sonrisa fatua del otro.
—No —dijo— ¿tienes tú? No te estropees la cara por mí. Es hermosísima; pero no la desperdicies haciéndome a mí monerías.
Luego, silbando, se dispuso a alejarse de Pelirrojo. Desesperado, este le detuvo.
—Te… te… te daré —tragó saliva y, luego con un esfuerzo, hizo el galante ofrecimiento—. Te daré cinco chelines si…
—¿Si qué? —preguntó el otro, deteniéndose.
—Si me das la ropa que la señora que pinta te mandó hoy.
—Bueno, pues dame los cinco chelines.
—No te daré el dinero hasta que no me des la ropa.
—Conque no, ¿eh? Bueno, pues yo no te daré la ropa hasta que me des el dinero.
Se miraron con hostilidad.
—Conque mi ropa —dijo la voz iracunda desde la cuneta—. ¡Zúmbale! ¡Hazle cualquier cosa! ¡Consigue… mi… ropa!
El niño miró con interés hacia la cuneta.
—¡Atiza! —gritó, riendo—. ¡Hay que verle! «¡Desnudo!» Vestido nada más con un manguito. ¡Oh! ¡Hay que verle!
Guillermo se levantó, con expresión asesina. Pelirrojo se apresuró a meterle los cinco chelines en la mano al muchacho.
—¡Tráela pronto! —dijo.
El muchacho se retiró a la tienda, cerrando casi por completo la puerta. Por la ranura que dejó abierta, gritó:
—¡No queríamos ropa sucia, sarnosa, enmohecida de nadie! Se la regalamos a los Johnson que viven al otro lado del pueblo.
Luego cerró la puerta de golpe.
Guillermo, enfurecido, dio un puntapié a la puerta y empezó a formarse un corro de niños. Dándose cuenta de ello, Guillermo dio media vuelta, franqueó el seto, y huyó por un prado. Los niños le siguieron, lanzando gritos de burla.
—«¡Miradle!» ¡Miradle! ¡Es un caníbal! ¡No tiene ropa! ¡Se ha escapado de un circo! ¡Está loco! ¡Lleva el manguito de su madre!
Guillermo se volvió contra ellos, furioso.
—Soy un britano… —empezó a decir, cargando contra ellos.
Los niños huyeron, aterrados.
Guillermo y Pelirrojo se sentaron detrás de una pila de heno.
—Eres la mar de listo en eso de recobrar mi ropa, ¿verdad? —dijo el primero, con sarcasmo.
—Empiezo a estar hasta la coronilla de tu ropa —contestó el otro, melancólico.
—¿Hasta la coronilla de ella? —repitió Guillermo—. Ojalá la tuviera yo para estar hasta la coronilla de ella. Yo estoy hasta la coronilla de no tenerla y de andar sobre pinchos y piedras y de arañarme y de tiritar de frío. Ese niño que se espere hasta que encuentre mi ropa y «entonces…»
Sus ojos brillaron siniestramente al pensar él en su futura venganza.
—Bueno —agregó, volviéndose hacia Pelirrojo— y… ¿qué vamos a hacer ahora?
—No lo sé —contestó el interpelado, con desánimo.
—¿Dónde viven los Johnson?
—La señora Johnson es la que friega los pisos de casa de mi tía. Yo sé dónde vive.
Guillermo se levantó con aire decidido.
—Vamos —dijo.
—Si no lo conseguimos esta vez —murmuró Pelirrojo, cuando emprendieron, furtivamente, la marcha—, me voy a marchar a mi casa.
—Sí, ¿eh? pues entonces te irás a tu casa vestido de antiguo britano y yo me marcharé con tu ropa. Tú perdiste mi ropa y, si no puedes volvérmela a encontrar, tendrás que darme la tuya. Eso es justo, ¿no?
—¿Quieres «callarte» de una vez? —exclamó Pelirrojo como quien ha sufrido cuanto le es posible sufrir y ya no puede sufrir más—. En lo que yo no hago más que pensar es en esos «cinco chelines…» y todo para nada.
—Y… ¡mira que decir que mi ropa era sarnosa! —exclamó Guillermo, no menos indignado—. ¡Sarnosa la ropa «mía»!
—Vive aquí —dijo Pelirrojo.
Ocultos tras el seto, escudriñaron la casa.
—Bueno, pues más vale que la vayas a buscar, entonces —dijo Guillermo, sin preocuparse de las desgracias del otro.
—«¿Cómo?» —preguntó Pelirrojo.
—Tú sabrás, puesto que la vendiste.
—Yo «no» la vendí.
—¡Calla…! ¡Mira!
Se estaba abriendo la puerta de casa de los Johnson. Salió un niño.
—¡Lleva mi ropa puesta! —exclamó Guillermo, excitado—. «¡Cógela… coge» mi ropa!
Se animó su semblante, apareciendo en él la radiante expresión de quien ve a un amigo querido tras prolongada ausencia.
—¡Mi ropa! —repitió.
Pelirrojo se acercó al niño y le dirigió su sonrisa ansiosa y fatua.
—¿Te gustaría venir a jugar conmigo? —le preguntó.
—«Cí», gracias —ceceó el niño, sonriendo, a su vez amistosamente.
—Bueno, pues puedes venir conmigo —murmuró Pelirrojo.
El niño le siguió al otro lado del seto y lanzó una exclamación de burla al ver a Guillermo acurrucado allí.
—¡Oh! —exclamó—. «¡Mírale» a ese! ¡De qué forma maz rara eztá veztido!
Acababa de ocurrírsele a Guillermo un plan maestro. Condujo a sus compañeros al prado vecino y al cobertizo desierto que hacía para ellos las veces, en los tiempos felices normales que tan lejanos le parecían ya, de castillo o de barco pirata.
—Ahora —dijo—, vamos a jugar a los soldados y tú te presentas y dices que quieres entrar en el Ejército…
—Pero… ¡«ci» no quiero entrar…! —aseguró solemnemente, el niño—. Ci dijera ezo mentiría.
—Es igual —contestó Guillermo, con paciencia—. Tienes que fingir que quieres entrar en el ejército. Luego tienes que quitarte la ropa y dejarla aquí, y este niño hará creer que es el médico y te dirá si eres lo bastante fuerte, ¿sabes? Te examinará los pulmones y todo eso y entonces… y entonces… bueno, pues nada más. Mira, te daré media corona como regalo si lo haces bien.
—Bueno —contestó el niño alegremente, empezando a quitarse la chaqueta.
—Tienes los pulmones hechos cisco, el corazón podrido, las piernas pochas, los brazos inútiles, las orejas carcomidas y la cabeza hueca —dijo el médico— y me «temo» que no puedes ser soldado.
—Bueno; tampoco quiero cerlo. Ahora me volveré a veztir.
Volvió al sitio en que había dejado la ropa y soltó un alarido.
—¡Ooooooh! ¡Ce ha llevado mi ropa… ce ha llevado mi ropa… ce ha llevado mi ropa! ¡Mamá…! «¡mama…!» ¡MAMÁ! ¡Ce ha llevado mi ropa!
Con la camisa ondeando en la brisa, corrió, aullando, carretera abajo.
Pelirrojo se acercó a la cuneta en la que había visto agitarse los brazos de Guillermo.
—¡Pronto, Guillermo, pronto! —exclamó, casi sin aliento.
Guillermo se levantó con el traje de antiguo britano en la mano. Llevaba un trajecito de estambre —un trajecito muy pequeño. No podía abrocharse el chaleco y la manga le llegaba un poco más abajo del codo.
—¡Guillermo! —exclamó Pelirrojo—. ¡No es tu traje!
Guillermo había palidecido de horror.
—Parecía el mío —dijo con voz sepulcral—; pero no lo es.
Se oyó un griterío.
—¿Dónde están, guapo?
—¡Boooo…! ¡Me han quitado la ropa!
—Aguarda a que los pesque, verás la que se va a armar.
—No te preocupes, querido. Mamá les dará un escarmiento.
Sombríos y desesperados, vieron lo que parecía un ejército de mujeres correr colina abajo, acompañadas de un niño lacrimoso, cuya camisa ondeaba al viento. Una de las mujeres llevaba una escoba.
—¡«Corre», Guillermo! —exclamó Pelirrojo.
Guillermo tiró la piel a la cuneta y echó a correr. Aunque le estaba tan apretado el traje que sólo podía avanzar a saltitos, logró desarrollar una velocidad verdaderamente asombrosa.
* * *
Por fin, agotado y sin aliento, llegó a la entrada posterior de su casa y pasó al vestíbulo. Oyó la voz de su madre, procedente de la sala.
—La señorita Carter ha estado telefoneando toda la tarde —decía—; parece creer que Guillermo se llevó uno de los trajes después del ensayo. Le dije que estaba segura de que Guillermo no era capaz de hacer semejante cosa.
—Querida —contestó la voz del señor Brown—, eres muy temeraria asegurando esas cosas.
Guillermo entró lentamente. Su padre, su madre y su hermana se volvieron y le miraron en silencio.
—¡Guillermo! —exclamó su madre—. ¿Qué llevas puesto?
Guillermo hizo un esfuerzo desesperado por salvar la situación.
—Ya sabes tú que todo el mundo comenta lo aprisa que crezco… no hago más que crecer… y la ropa se me hace pequeña…
—¡Mamá! —gritó Ethel, desde la ventana—. ¡Están entrando en el jardín la mar de mujeres y un niño en camisa!
* * *
Guillermo estaba cepillado, peinado y vestido con su mejor traje. Había logrado rescatarse su traje de a diario, con grandes dificultades y a buen precio, de manos de la señora Johnson, cuyo hijo mayor lo llevaba puesto y, en aquel momento, lo estaban desinfectando para matar los microbios que pudieran haber infectado al niño mayor.
La señora Johnson y su indignado hijo menor, habían sido apaciguados con gran dificultad y a buen precio también.
Guillermo había comido el pan y agua que, en las circunstancias, se consideraba comida adecuada para el hijo pródigo —lo había comido con rabia interior, pero con el aparente deleite de siempre cuando creía poner en ridículo a su familia.
Le habían prohibido que saliese más allá del jardín aquel día. Había de acostarse una hora antes que los demás días, lo que le dejaba media hora aún que pasarse en el jardín. Por la ventana, Guillermo vio a su padre arrellanado en una mecedora, leyendo el periódico de la noche. Guillermo consideraba que su padre se había mostrado aquella tarde singularmente desprovisto de tacto, simpatía y generosidad; pero Guillermo no le guardaba rencor y sabía que no podían esperarse semejantes cualidades en las personas mayores. Además, su padre era el único ser humano que había por allí y Guillermo no tenía ganas de dedicarse a ninguna distracción activa. Salió y se sentó en la hierba, delante de su padre.
—¡Ah! ¿Te acuerdas del hombre al que le quitó las piernas un tiburón de un mordisco? Te prometí contártelo más tarde… Bueno, pues la cosa empieza cuando se hace a la mar en el Barco Misterioso…
El padre de Guillermo intentó continuar leyendo el periódico. No siéndole posible, lo dobló.
—Un momento, Guillermo, ¿cuánto tiempo queda antes de que te acuestes?
—Sólo una media hora —contestó el niño, con reproche—. Pero puedo contarte mucho en ese tiempo y puedo seguir mañana si no lo he acabado hoy. Te gustará… a Pelirrojo y a mí nos gustó una barbaridad. Bueno, pues se hace a la mar en el Barco Misterioso y se llama Barco Misterioso porque todas las noches se oyen gemidos de fantasmas y arrastrar de cadenas y un día el protagonista del cuento bajó a buscar algo que se había olvidado, a medianoche, y vio una figura terrible vestida con una capa negra muy larga, con ojos muy brillantes y, cuando él salió corriendo, alargó una mano horrible y pellejuda y dijo con voz terrible…
El papá de Guillermo miró, desesperado, a su alrededor buscando un medio de escaparse. Pero ninguno vio.
Le había alcanzado Némesis. Lanzando un gemido, se dio por perdido y Guillermo, emocionado ya hasta el alma por el relato, debilitado ya el recuerdo de aquel día tan emocionante, prosiguió, despiadado, contándole la espeluznante historia.
* * *
F I N