GUILLERMO ECHA LA NOCHE A PERROS

A Guillermo le había resultado antipático el señor Bennison desde el momento en que dicho señor se había presentado, a pesar de que le trataba con una amabilidad concienzuda. A Guillermo le disgustaba la forma en que al señor Bennison le crecía el cabello, la forma en que le crecían los dientes, la forma en que le crecían las orejas y, lo que más le disgustaba de todo, era la amabilidad con que le trataba a él. No estaba acostumbrado a que las personas mayores le trataran con tanta amabilidad, y desconfiaba.

El señor Bennison era soltero y escribía libros sobre la forma de criar a los niños. Era de la opinión que a los niños había que dirigirlos por las buenas y no por las malas; que debía de granjearse uno sus simpatías mediante actos de bondad; que debiera satisfacer siempre y en seguida su inocente curiosidad. Creía que los niños estaban envueltos en una nube de gloria. Conocía a muy pocos. Desde luego no conocía a Guillermo.

El señor Bennison había conocido a Ethel, hermana de Guillermo, cuando esta pasaba unos días con una tía. Ethel poseía ojos azules y una cabellera roja que a Guillermo le avergonzaba. Consideraba que el cabello rojo y la belleza no podían ir juntos. Se encontraba con que la mayoría de los jóvenes que conocían a Ethel no compartían su opinión.

Aun cuando el señor Bennison había alcanzado la madura edad de cuarenta años sin haber hallado pasión alguna que sobrepasara a la que le inspiraban las teorías educativas, experimentó un notable aceleramiento de los latidos de su corazón al ver a Ethel con sus ojos de nomeolvides y guedejas cobrizas. Guillermo nunca había podido comprender qué le encontraban los hombres a Ethel. Guillermo la consideraba entrometida, avara, de mal humor y poseedora de todas las malas cualidades que una buena hermana no debiera de tener. Sin embargo, no cabía la menor duda de que los hombres hechos y derechos veían «algo» en ella.

Y Guillermo era lo bastante listo para sacarle provecho a tan desfigurada idea de la belleza, siempre que le era posible.

El niño se hallaba en aquel estado de bancarrota que se presentaba con aterradora regularidad a mediados de cada semana. Nunca le daban suficiente dinero para gastar para que le durase de sábado a sábado. Esta era una de las mayores quejas que tenía contra la vida. Y, en aquellos instantes precisamente, andaba muy necesitado de fondos.

Era Pelirrojo, su compañero, el que había visto las peonzas en el escaparate, dándose cuenta, de pronto, de que la temporada de las peonzas se les había vuelto a echar encima. Al día siguiente, casi toda la escuela estaba equipada de peonzas.

Sólo Guillermo y Pelirrojo parecían carecer de ellas. Para Guillermo, caudillo nato, la situación resultaba intolerable. Era miércoles. Ni por un momento podía soñarse con esperar hasta el sábado. Era preciso sacar dinero de una forma u otra en el intervalo.

Podían adquirirse peonzas de cierta clase por seis peniques; pero hay peonzas de clase superior. Las peonzas que correspondían a la edad y a la dignidad de Pelirrojo y Guillermo; costaban un chelín y Guillermo y Pelirrojo, sin dejarse espantar por las dificultades, decidieron encontrar la cantidad necesaria para el día siguiente.

—Tenemos que encontrar un chelín cada uno —dijo Guillermo, con sombría y fija determinación—, y las compraremos mañana.

—Bueno, ya sabes tú cómo es mi familia —murmuró Pelirrojo alicaído—. Ya sabes tú lo que cuesta sacarles dinero. «“Ahorra” el dinero que te damos», me contestan. Si me «dieran» lo bastante podría ahorrar. ¿Qué son seis peniques? ¿Puede ahorrar alguien algo de seis peniques? Se va en un día esa cantidad. ¡Y dicen que ahorre! —acabó, con amargura.

—Mira, lo único que puedo yo decir es que no hay familia más agarrada que la mía —aseguró Guillermo—. Y si yo puedo conseguir un chelín…

—Sí; pero me parece que aún no lo has conseguido —le atajó Pelirrojo.

—No —repuso Guillermo, con seguridad—; pero… ¡ya verás mañana!

* * *

Guillermo había hablado con entera seguridad, pero andaba muy lejos de tener tanta confianza en el éxito como quería hacerle creer a su amigo. Sabía, por experiencia, lo difícil que era sacarle dinero a su familia. Había probado el resentimiento, la lástima, la indignación, las súplicas y todo había fallado en todas las ocasiones. Generalmente tenía que recurrir a las habilidades. Sólo esperaba que en aquella ocasión el Destino le proporcionaría ocasión en que ejercitar su ingenio.

Entró en la sala y fue entonces cuando vio al señor Bennison por primera vez. Fue entonces cuando concibió una viva antipatía por el señor Bennison, no obstante lo cual, alimentó la esperanza de que pudiera resultar un manantial provechoso de propinas. Evocando, mentalmente, las peonzas, asumió una expresión virtuosa e inocente.

—Conque este —dijo el señor Bennison con una sonrisa jovial— es el hermano chiquitín.

La expresión virtuosa de Guillermo se cambió en torvo gesto. Guillermo tenía once años de edad. Le molestaba que se le llamase chiquitín.

—Me habían dicho que había un hermano chiquitín —prosiguió el buen señor, cometiendo el supremo error de posar la mano sobre la desgreñada cabeza del niño—. Se llama Guillermín, ¿verdad? Guillermín por ser más cariñoso, ¿no es cierto? ¡Ja, ja!

La señora Brown, atemorizada por la expresión que veía en el rostro de su hijo, intervino.

—Le llamamos Guillermo —dijo, con cierta precipitación.

—Yo le llamaré Guillermín… es más cariñoso —sonrió el señor Bennison, dándole al niño unos golpecitos en la cabeza.

El señor Bennison se tenía creído que se «llevaba muy bien» con los niños. Fue una suerte para su tranquilidad de ánimo que, en aquel momento, Guillermo tenía vuelta la cabeza y no podía verle la cara. Sólo fue el pensamiento de la peonza que podría salir de todo aquello, lo que le hizo a Guillermo aguantar tanta indignidad.

—Y he traído un regalo para Guillermín —prosiguió el señor Bennison.

Guillermo se animó. Podría muy bien tratarse de una peonza. Podría ser algo que pudiera cambiar por una peonza. Mejor aún, podría ser dinero.

Pero el señor Bennison se sacó un libro del bolsillo y se lo entregó a Guillermo.

El libro se titulaba: «Enciclopedia Infantil».

La señora Brown, que veía el rostro de Guillermo, se tornó, pálida.

—Di «gracias», Guillermo, querido —dijo, nerviosa. Luego, cubriendo las gracias murmuradas del niño, prosiguió—. ¡Es usted muy amable, señor Bennison! Muy amable. Le interesará una barbaridad. Estoy segura de ello. ¿Verdad que sí, Guillermo, querido? Ah… estoy segura de que sí.

Guillermo se desasió de la mano del señor Bennison y se dirigió a la puerta.

—Recordará usted —prosiguió, agradablemente, el señor Bennison— que en mi «Crianza de los niños» doy la regla de que todo regalo hecho a un niño debiera contribuir a su desarrollo mental. No soy partidario de regalar dinero a un niño antes de que tenga dieciséis años de edad. Hasta entonces no se ha desarrollado la facultad de saber escoger. Supongo que recordará usted que en mi «Ayuda para los padres», dije…

Guillermo se marchó, silenciosamente, de la habitación.

* * *

Se dirigió, primeramente, al cuarto de Ethel.

Esta estaba leyendo una novela, sentada en un sillón.

—¡Vete! —le dijo a Guillermo.

En medio de su preocupación, Guillermo halló tiempo para preguntarse otra vez qué vería la gente en ella. ¡Si la «conociesen» tan bien como él…! Pero lo interesante en aquellos momentos era la cuestión de las peonzas.

—Ethel —dijo con tono de fraternal dulzura y cristiano perdón—, ¿te queda algún peón? Debiste de jugar al peón cuando eras pequeña. Si te queda alguno, podrías dármelo y lo usaría yo ahora.

—Pues no tengo ninguno —contestó Ethel, irritada—, conque lárgate.

Guillermo se dirigió a la puerta y luego se volvió, como si acabara de asaltarle un pensamiento.

—¿Te acuerdas, Ethel —dijo— que te saqué una araña del pelo el verano pasado? Me preguntaba si tendrías inconveniente en prestarme un chelín nada más que hasta que me den dinero…

—Me «pusiste» tú la araña en el pelo primero —contestó Ethel, indignada— y no pienso darte dinero, y te agradecería que te fueses.

Guillermo la miró con frialdad.

—«¿Cómo» podrá la gente decir que eres atractiva…? —murmuró—. Bueno, no digo más que una cosa: que ya veremos lo que dicen cuando te «conozcan»… y ese hombre de abajo, que no ha venido más que por ti, y que no deja vivir a la gente, y que les acaricia la cabeza y les da libros… ¡bueno, pues debía de darle vergüenza también!

Ethel se había puesto colorada.

—No creas tú que yo le quiero —dijo—. Me parece a mí que la única persona que puede gruñir porque esté «él» aquí soy yo. Me tengo que quedar aquí arriba toda la tarde nada más que porque no puedo soportar la de estupideces que dice cuando estoy yo allá abajo.

—¿Cuánto tiempo va a quedarse aquí? —inquirió el niño.

—Oh, una semana —contestó la joven con rabia—. Dijo que andaba en plan de motorista por los alrededores y mamá le pidió que se quedara una semana. A ella le es simpático. Tiene tres automóviles y la mar de dinero y habla hasta por los codos y a mamá le gusta. La verdad es —acabó diciendo, con amargura—, que voy a pasar una semana estupenda.

—¿Qué me dices de un chelín? —inquirió Guillermo, volviendo al tópico que más le interesaba—. Escucha, si me prestas un chelín ahora, te daré un chelín «y un penique» cuando me den mi dinero el sábado. No me olvidaré. Un chelín «y un penique» por un chelín. Me parece a mí que es una ganga.

—Pues a mí no —dijo Ethel— y te agradecería que te «marchases».

—No me pareces muy generosa, Ethel —dijo el niño.

—No; y no es fácil que sea ni que me sienta generosa mientras ese hombre esté en casa.

Guillermo guardó silencio. Guardó silencio durante un buen rato. Los silencios de Guillermo significaban algo, generalmente.

—Imagínate —dijo por fin—, imagínate que se fuera mañana…, ¿te sentirías generosa entonces?

—Ya lo creo —aseguró Ethel, sin vacilar—. Me sentiría generosa hasta el punto de darte dos chelines. Pero no se irá. No te hagas ilusiones. Y… ¿quieres «marcharte de una vez»?

Con gran sorpresa suya, Guillermo se marchó sin protestar.

El niño bajó, lentamente, la escalera. Iba sumido en profunda meditación.

El señor Bennison aún estaba hablando con la señora Brown en la sala.

—Oh, sí; esa es una de mis convicciones más profundas. He hecho hincapié en eso en todos mis libros. La curiosidad del niño debe de ser satisfecha siempre. Por muy intempestiva que sea la hora en que un niño formule su pregunta, es preciso que se le conteste bien y cortésmente. Es preciso satisfacer su curiosidad en el momento en que esta se manifieste. Si un niño acudiera a mí a medianoche en busca de conocimientos —se rio ruidosamente de su propia gracia—, confío en que satisfaría su sed de conocimientos en todo lo que me fuera posible… lo haría bien y, como dije… ¡Ah! ¡He aquí a nuestro Guillermín!

Con su «Enciclopedia Infantil» en la mano aún, Guillermo dio media vuelta y salió, inmediatamente, del cuarto.

* * *

El señor Bennison había cenado bien y había sostenido una conversación agradable con Ethel antes de irse a la cama.

La conversación casi la había llevado él solo; pero lo prefería así. Estaba pensando cuán agradable sería una vida en la que pudiera hablarle continuamente a Ethel mientras admiraba sus ojos y su cabello rojizo.

Escribió un capítulo de su nuevo libro, titulándolo: «Errores corrientes en la forma de tratar a los niños».

Insistió en dicho capítulo sobre la necesidad de tratar a los niños con reverencia y respeto. Citó su regla favorita: «La curiosidad de un niño debe satisfacerse cuando y donde se manifieste, por muy molesto que resulte para la persona mayor».

Luego se metió en la cama.

La cama estaba caliente y era cómoda y empezaba a dormirse dulcemente, cuando se abrió la puerta y apareció Guillermo, en pijama, y con la «Enciclopedia Infantil» debajo del brazo.

—Perdone que le moleste —dijo el niño, con cortesía—; pero en este libro que ha tenido usted la bondad de regalarme, dice algo de Sócrates, y se me ocurrió que tal vez no le importaría a usted explicarme qué son… No sé qué son esos so-crates —Guillermo lo pronunció en dos palabras.

El señor Bennison se sintió bastante contento. En todos sus libros había insistido en que, si un niño iba en busca de conocimientos a medianoche, era preciso satisfacer su curiosidad inmediatamente y se alegraba de aquella oportunidad de practicar lo que siempre había predicado. Se despabiló un poco y procuró satisfacer la sed de conocimientos de Guillermo.

Habló largo y tendido acerca de Sócrates —de su vida, de sus enseñanzas, del lugar que le correspondía en la historia—. Guillermo le escuchó con rostro sin expresión.

Cada vez que el otro parecía a punto de dar fin a sus explicaciones, Guillermo intercalaba, dulcemente, otra pregunta que desencadenaba de nuevo su elocuencia. Pero empezaron a cerrársele los ojos al señor Bennison y a languidecer su elocuencia. Consultó su reloj. Eran las doce y media.

—Me parece que eso es todo, hijo mío —aseveró, procurando que su voz resultara bondadosa.

—No me ha explicado usted del todo… —empezó Guillermo.

—Te he dicho cuanto sé —le interrumpió el señor Bennison, irritado.

Guillermo, tomando su libro, salió del cuarto.

El señor Bennison dio media vuelta y empezó a dormirse otra vez. Tardó un poco en rehacerse de la interrupción; pero pronto empezó a invadirle una dulce soñolencia.

Se dormía… se dormía… se…

Guillermo volvió a entrar en el cuarto con su «Enciclopedia Infantil» debajo del brazo.

—Dice en este libro que tuvo usted la amabilidad de regalarme —murmuró— todo lo del interés compuesto; pero no comprendo del todo…

Guillermo era muy listo en eso de no comprender el interés compuesto. Tenía un excelente repertorio de preguntas inteligentes acerca del interés compuesto. En la escuela, si se lo pagaban, sabía «torear» al profesor de matemáticas con el interés compuesto durante toda una clase, mientras sus amigos se divertían como les daba la gana en las últimas mesas.

La elocuencia del señor Bennison carecía algo de lucidez e inspiración aquella vez; pero hizo nobles esfuerzos por disipar la bruma de la ignorancia del cerebro del niño. A veces, la sinceridad y avidez de la expresión de Guillermo le conmovía. Otras veces desconfiaba de ella. En ningún momento sugería las nubes de gloria que le gustaba asociar con los niños. A la una y media había hablado ya del interés compuesto hasta enronquecer.

—Me parece que no me queda nada más por decirte —dijo con una irritación que en vano intentó disimular—. Ah… cierra la puerta al salir. Hay mucha corriente cuando la dejas abierta… ah… querido niño.

Guillermo, con la mayor docilidad del mundo, salió del cuarto.

* * *

El señor Bennison dio media vuelta e intentó dormirse. No parecía tan fácil dormirse aquella vez. El explicar interés compuesto a un niño ignorante tenía algo que servía de estimulante al cerebro.

Intentó contar ovejas imaginarias para dormirse; pero estas se empeñaban en convertirse en cifras de un problema de interés compuesto. Intentó evocar el cuadro de felicidad doméstica que al ver a la hermana de Guillermo le había inspirado aquella tarde; pero la visión del rostro inescrutable de Guillermo surgía siempre y lo estropeaba.

Una oveja… dos… tres… cuatro… cinco…

Se abrió la puerta y apareció de nuevo Guillermo con el libro abierto en la mano.


Se abrió la puerta y apareció de nuevo Guillermo con el libro abierto en la mano.

—En este libro que tuvo usted la amabilidad de regalarme —empezó—, se habla de las estrellas y del León y eso, y no puedo encontrar la figura del León por la ventana, a pesar de que han salido las estrellas. ¿Tendría usted la bondad de dejarme mirar por la suya?

Ovejas y todo desaparecieron como por ensalmo. Tras un breve silencio preñado de palabras no articuladas, el señor Bennison se incorporó en la cama. Parecía muy cansado cuando miró a Guillermo; pero se le había metido en la cabeza hacer honor a sus ideales.

—No creo que puedas ver el León desde este lado de la casa, muchacho —dijo en lo que él creyó un tono bondadoso—; debe de estar por el lado opuesto.

—Entonces podríamos verlo desde mi ventana —dijo Guillermo, animada e ingenuamente—, sí quisiera usted tener la amabilidad de ayudarme a encontrarlo.

El señor Bennison nada dijo durante unos segundos. Estaba contando, mentalmente, hasta cuarenta. Era un método para dominarse que le había enseñado su madre cuando era pequeño. Nunca le había fallado, aunque le faltó muy poco para que le fallase en aquella ocasión. Luego siguió a Guillermo a su cuarto.

Guillermo no se conformó con el León. Se empeñó en encontrar todas las demás constelaciones mencionadas en el libro. A las dos y media el señor Bennison regresó a su cuarto tambaleándose. No se metió en la cama inmediatamente. Sacó el capítulo que había escrito a primera hora de la noche y tachó las palabras: «La curiosidad de un niño debe ser satisfecha cuando y donde aparezca, por muy molesto que resulte para la persona mayor».

Decidió suprimir todo sentimiento análogo en ediciones futuras de sus obras.

Luego se metió en la cama. A dormir por fin… un sueño feliz, delicioso, reparador…

—Señor Bennison… señor Bennison… en este libro que tuvo usted la amabilidad de regalarme, hay una especie de rompecabezas… los llama «pruebas de inteligencia» y yo no los saco. ¿Tendría usted la amabilidad de ayudarme?

—No —contestó el señor Bennison—. Vete. ¡Te digo que te vayas!

—No hay más que una página de ellos.

—«¡Márchate!» —rugió el señor Bennison, tapándose la cabeza con las sábanas—. Te digo que «no quiero»…

Guillermo se marchó en silencio.

Pero el señor Bennison era un hombre de conciencia. Una vez solo en el silencio de la noche, se le quitaron por completo las ganas de dormir. Estaba horrorizado de su propia depravación. Había quebrantado deliberadamente su propia regla. Había sido falso a su ideal.

Se había negado a satisfacer la curiosidad del niño cuando y donde se había presentado. Un niño había acudido a él en busca de ayuda a medianoche y él se la había negado. Además, el niño podía muy bien contar lo ocurrido. Pudiera hacerse público. La gente pudiera tenérselo en cuenta.

Después de luchar con su conciencia durante media hora, se levantó y fue a buscar a Guillermo. A las cuatro de la madrugada aún estaba intentando resolverle las pruebas de inteligencia al niño. Guillermo le miraba con aquella expresión que al señor Bennison empezaba a resultarle profundamente antipática.

A las cuatro y cuarto, desgreñado y con mirada extraviada, el señor Bennison regresó a su cuarto. Pero estaba quebrantado en cuerpo y alma. Ya no luchaba contra el Destino. A las cinco explicaba a Guillermo por qué, exactamente, le habían dado muerte a Carlos I.

A las seis, procuró sondear el significado de «inductancia», «cursor», «nido de abeja» y varias otras palabras que aparecían en el capítulo de Radiotelegrafía. Afortunadamente no sospechó ni por un momento que Guillermo conocía divinamente todos aquellos términos.

Mientras se asía la cabeza e intentaba pensar de qué palabras latinas o griegas podrían haber derivado los vocablos, le pasó inadvertido el parpadeo que de vez en cuando interrumpía el reposo perfecto de las facciones de Guillermo.

A las siete se sintió verdaderamente enfermo y bajó a la planta baja para ver si encontraba un whisky. No fue culpa de Guillermo que tropezara con el trabajo de ganchillo que había estado haciendo la mamá de Guillermo la noche anterior y que se había caído de la silla al suelo. Sus frenéticos esfuerzos por desenredarse los pies sólo sirvieron para que se los enredara más.

Por fin, enseñando los dientes de rabia y con la expresión de un Sansón que tira lejos de sí a sus enemigos, tiró locamente de la lana y diseminando a su alrededor trozos de este material y de calcetines deshechos, avanzó hacia el aparador. No le fue posible encontrar el whisky. Después de verter las vinagreras, regresó a su cuarto sin haber adelantado nada.

La cama se le antojó mejor arreglada de lo que él había creído dejarla y parecía la mar de tentadora. Tal vez le fuera posible dormir media hora antes de levantarse… Se metió en la cama apresuradamente. Sus pies encontraron inesperada resistencia en mitad del lecho, haciendo que las rodillas le dieran en la barbilla. La cama no estaba bien. La cama estaba muy mal. La cama estaba pésimamente mal.

Durante unos segundos el señor Bennison se olvidó del dominio que le habían enseñado a ejercer sobre sí, y la moderación en el lenguaje con que le habían cuidado. Guillermo, de pie en el hueco de la puerta, escuchó con interés.

—Espero que no le importará a usted que haya probado ver si sabía hacerla —dijo—. No sé por qué llamarán a eso la petaca. ¿Lo sabe usted? No da ninguna explicación del nombre este libro que usted ha tenido la bondad de regalarme.

El señor Bennison se abalanzó sobre Guillermo, soltando un rugido. Guillermo le esquivó sin dificultad y salió al descansillo. El señor Bennison le siguió y tropezó, violentamente, con la doncella, que llevaba una bandeja repleta de platos, tazas y demás servicio del desayuno.

* * *

Guillermo bajó a desayunar. Entró en el comedor lenta y cautelosamente. Sólo estaban allí sus padres. Su mamá estaba hablando.

—Ni siquiera quiso quedarse a desayunar —decía—. Dijo que la carta le obligaba volver a la ciudad con urgencia. No me gustaron sus modales ni mucho menos.

—¿Ah? —murmuró el señor Brown, atrincherado tras su periódico, sin dar muestras de gran interés.

—No; me pareció muy poco cortés y tenía un aspecto raro.

—¿Ah? —murmuró su esposo, doblando el periódico por la sección financiera.

—Sí; tenía ojeras y la mirada extraviada y todo eso. Me he preguntado después si no tomaría drogas. Eso ocurre con frecuencia, ¿sabes? Y, desde luego, tenía una expresión muy extraña. Me alegro de que se haya marchado.

Guillermo subió al cuarto de Ethel. Esta estaba dándose los últimos toques al cabello.

—Se ha marchado, Ethel —dijo el niño con susurro de conspirador—; se ha marchado para no volver.

El rostro de Ethel se animó.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Completamente seguro. ¿Qué de mis dos chelines?

La joven le miró con brusca desconfianza.

—¿Has hecho tú…? —empezó a preguntar.

—¿Quién? ¿Yo? —la interrumpió Guillermo, indignado—. ¡Si no sabía que se había marchado hasta que bajé a desayunar…!

—Bueno —dijo Ethel—; si se ha ido de verdad, te daré media corona.

* * *

Camino de la escuela, Guillermo se encontró con Pelirrojo al extremo del camino.

—Los he probado a todos —le anunció Pelirrojo— y ninguno de ellos quiere darme ni un penique.

Guillermo sacó su media corona con un gesto teatral.

—Esto servirá para los dos —dijo con aire de príncipe.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo, con voz que expresaba respeto y admiración—. ¿A quién le sacaste eso?

—Verás, un hombre vino a parar a mi casa… —empezó a decir Guillermo.

El respeto y la admiración de Pelirrojo se desvanecieron.

—¡Ah! ¡Una «visita»! —murmuró—. Es muy fácil sacarle dinero a una visita.

—Si tú crees que «esto» fue fácil… —empezó a decir Guillermo con indignación.

Pero se contuvo.

Era una historia muy larga y ya iba hundiéndose en el limbo del pasado. No podía macular el áureo presente repitiéndola. Había sido una tarea bastante ardua mientras durara; pero ya había pasado y no había por qué recordarla. Pertenecía al pasado. El presente incluía una corrida al pueblo, saltando de un lado a otro de la cuneta, una carrera por las calles del pueblo y PEONZAS ESTUPENDAS: peonzas superiores de a chelín cada una… y seis peniques de sobra.

Emitió un penetrante y desafinado grito de guerra.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Antes de que las vendan todas! ¡Te echo una carrera hasta el otro extremo de la carretera!