Cuando en la Tómbola Benéfica le pidieron a Guillermo que tomara parte en la rifa de un cuadro y le enseñaron el premio —una pintura al óleo, sucia, con marco ovalado dorado— su rostro reflejó disgusto y se sintió ultrajado.
Sólo fue cuando su amigo Pelirrojo le susurró, excitado: «Ay, Guillermo, la semana pasada leyó mi tía en el periódico algo de una persona que raspó un cuadro viejo y encontró debajo una pintura famosa y la vendió por más de mil libras esterlinas», que Guillermo vaciló. Apareció en su rostro una expresión inescrutable cuando miró la cabeza y los hombros de la figura femenina, muy ligera de ropa, contra un fondo de árboles y columnas.
—Bueno —dijo de pronto, tendiendo la moneda de seis peniques que representaba toda su fortuna y recibiendo, a cambio el boleto número 33.
—No olvides que fui yo quien te lo propuso —le dijo Pelirrojo.
—Sí; y no olvides que los seis peniques eran míos —respondió Guillermo, con severidad.
Guillermo no acostumbra a tener suerte; pero en aquella ocasión le tocó el premio al número 33 y Guillermo, la mar de corrido, se llevó su trofeo. Acompañado de Pelirrojo, se lo llevó al cobertizo.
Rasparon la cabeza y los hombros de la sombría mujer tan ligera de ropa, y rasparon los árboles sombríos, y rasparon las columnas. Con gran sorpresa e indignación suyas, no apareció cuadro famoso alguno. Como le gustaba hacer las cosas bien, acabaron quitando del todo el lienzo y la parte de atrás.
—Bueno —dijo Guillermo, levantándose, severo, cuando ya no parecía quedar cosa alguna que raspar—, ¿querrás tener la bondad de decirme dónde está esa pintura famosa?
—¿Quién dijo que «había» pintura famosa de «seguro»? —exclamó Pelirrojo—. Si haces memoria tal vez tendrás la bondad de recordar que lo que yo dije fue que una tía mía «dijo» que había «visto» en el periódico que «alguien» raspó un cuadro viejo y encontró una pintura famosa. Nunca dije…
Guillermo se estaba poniendo el marco ovalado al cuello.
—Tal vez —interrumpió con ironía—, te gustaría empezar a raspar el marco por si encontrabas un marco de un pintor famoso debajo.
—¿Sirve para aro? —preguntó Pelirrojo con interés, interrumpiendo las hostilidades de momento.
Lo probaron, pero vieron que era demasiado ovalado para rodar bien. Guillermo intentó llevarlo como escudo; pero no le encajaba bien en el brazo. Intentaron convertirlo en arpa, tendiendo alambres de un lado a otro; pero se dieron por vencidos cuando Guillermo se cortó en un dedo y Pelirrojo se golpeó tres veces uno suyo.
Guillermo cargó con el marco de un lado a otro, algo aliviado su desencanto por el orgullo de ser feliz poseedor de aquel trozo de madera; pero su tamaño y su forma resultaban un estorbo para un muchacho tan activo como él, conque acabó por esconderlo detrás de la puerta del cobertizo que usaban él y sus amigos como cuartel general, y se olvidó, por completo, de su existencia.
* * *
El pueblo hervía de excitación por las elecciones. El pueblo no tenía diputado de su exclusiva pertenencia —lo compartía con la población vecina— pero uno de los dos candidatos, el conservador señor Cleytor, vivía en el pueblo, conque había mucha animación.
El papá de Guillermo no se preocupaba de la política; pero su tío sí.
El tío de Guillermo apoyaba al candidato liberal señor Morrisse. Se lanzaba de todo corazón a luchar por la causa. Distribuía hojas de propaganda, largaba discursos a personas que no conocía de nada; hablaba con auditorios imaginarios al andar por la calle; con frecuencia se descargaba un puñetazo en la palma de la mano, pronunciando las míticas palabras siguientes: «Caballeros, por la causa sagrada del liberalismo…»
Guillermo sentía un profundo interés por él. Escuchaba, encantado, sus monólogos, sin inmutarse porque su tío, irritado, se negase a explicarle su significado. Políticamente hablando, Guillermo no le interesaba a su tío. Guillermo no tenía voto.
El tío de Guillermo estaba muy ocupado preparándose a celebrar una reunión de propagandistas de la causa del gran señor Morrisse en su comedor. El señor Morrisse, caballero alto y delgado, muy orgulloso de su nombre, Dios sabe por qué causa, y que se pasaba la vida diciendo, quejumbroso: «Mi nombre se escribe con dos eses y una e final y no como usted lo escribe», no iba a asistir a la reunión. El tío de Guillermo iba a explicarles a los propagandistas las principales características del programa que habían de usar para deslumbrar a los electores del contorno.
—Supongo —murmuró Guillermo— que no tendrás inconveniente en que yo vaya, ¿verdad?
—Entonces supones mal —le repuso su tío—; tengo muchos inconvenientes en que vayas.
—Pero… ¿por qué? Me «interesa». También me gustaría hacer propaganda a mí. Sé mucho de los «raccionarios»… de los conservadores, ¿sabes…? A mí también me gustaría insultarles… Me gustaría…
—«No» te permito que asistas a la reunión de propagandistas liberales, Guillermo —dijo el tío, con determinación.
Desde aquel momento Guillermo no tuvo más aspiración que asistir a la reunión de propagandistas liberales. Él y Pelirrojo discutieron medios y maneras. Hicieron un verdadero esfuerzo por dar a Guillermo el aspecto de un hombre hecho y derecho, dibujándole una expresión severa con un corcho quemado y agregando patillas de pelo de estera que pegaron con goma. A pesar de lo optimistas que eran, sin embargo, ambos estuvieron de acuerdo en que, disfrazado así, Guillermo tenía poquísimas probabilidades de poderse colar en la reunión.
Conque Guillermo urdió otro plan.
El comedor en que el tío de Guillermo había de celebrar la reunión, era un cuarto antiguo. Una compuerta, que nunca se usaba, daba desde él a un corredor de piedra.
Empezó la reunión.
Llegó el tío de Guillermo y tomó asiento a la cabeza de la mesa, de espaldas a la compuerta. El tío de Guillermo era algo corto de vista y sordo. Los propagandistas liberales entraron y ocuparon asientos alrededor de la mesa.
El tío de Guillermo se inclinó sobre sus papeles. Los propagandistas estaban mirando con ojos desmesuradamente abiertos, a la pared, detrás del tío de Guillermo. La compuerta se abrió lentamente. Apareció un marco dorado, sucio, que fue sujeto, nada silenciosamente, a la parte superior del hueco. Por el agujero del marco asomó un niño de nariz roma, cubierto de pecas, de cabello amotinado, rostro sucio y expresión terrible.
Por el agujero del marco asomó un niño de nariz roma, cubierto de pecas…
No en vano leía Guillermo novelas sensacionales. En «El Signo de la Muerte», que había acabado de leer la noche anterior a las once y media a la luz de una vela, Ruperto el Siniestro espía internacional, había asistido a la reunión de agentes enmascarados del servicio de espionaje, mediante el sencillo procedimiento de ocultarse en una cámara secreta y sacando los ojos de un cuadro para poder ver por los agujeros. Guillermo había decidido sacar el mayor provecho de circunstancias ligeramente menos favorables.
No había cámara secreta; pero había una escotilla; no había cuadro, pero había un marco inútil por el que Guillermo había dado sus únicos seis peniques. Aún le estaba escociendo eso.
Guillermo se había dicho —y no sin razón— que la repentina aparición en el comedor de un nuevo y misterioso cuadro de un niño pudiera impulsar a su tío a investigar la cosa de cerca, conque esperó a que su tío hubiera ocupado su asiento antes de colgarse.
Siempre optimista, creyó que los demás propagandistas liberales estarían demasiado ocupados arreglando sus asientos para observar la aparición gradual y cautelosa de su marco. Recordando, con vividez, las ilustraciones de «El Signo de la Muerte», estaba firmemente convencido de que, para un observador casual, parecería el retrato de un niño, colgado de la pared.
En esto se equivocó por completo. Parecía, simplemente, lo que era —un niño de nariz roma, cubierto de pecas, de cabello alborotado, que colgaba un marco viejo y sin tela, delante de la compuerta y luego se acurrucaba detrás, asomando la cabeza por el hueco.
El tío de Guillermo dio principio a la reunión:
—… y hemos de dar preferencia a la consiguiente baja en el precio del pan. ¿No le parece a usted que ese punto es muy importante, señor Moffat?
El señor Moffat, joven delgado y pálido, dé larga nariz y expresión normal de sobresalto, contestó como hipnotizado, boquiabierto, con los ojos fijos en Guillermo.
—Ah… muy importante.
—Mucho… nunca podremos recalcarlo demasiado —dijo el tío de Guillermo.
El señor Moffat alzó una mano temblorosa, como si fuera a aflojarse el cuello. Se preguntó si los otros estarían viendo lo mismo que él.
—Recalcarlo… —repitió, con voz trémula. Entonces se cruzó su mirada con la de Guillermo, y apartó los ojos apresuradamente, pasándose el pañuelo por la frente.
—Creo que podemos decir sin miedo a equivocarnos —prosiguió el tío de Guillermo—, que si se elige el gobierno que nosotros deseamos, el pan corriente valdrá penique y medio más barato.
Dirigió una mirada a sus ayudantes. Ni uno solo de ellos tomaba notas. Ninguno hacía sugerencia alguna. Todos tenían la vista clavada en la pared, con sorpresa.
Era extraordinario que hombres tan estúpidos se dedicaran a semejante trabajo —se dijo para sí el tío de Guillermo— el joven de la nariz larga parecía, incluso, estar borracho; a juzgar por la alelada expresión de su rostro.
—He aquí unos cuantos folletos que debiéramos llevar…
Los extendió sobre la mesa. Guillermo se sentía vivamente interesado. No le era posible verlos bien desde donde se encontraba. Se inclinó hacia adelante por el hueco del marco. Veía, a duras penas, las palabras «Paz y Prosperidad…» Se inclinó aún más hacia adelante. Se inclinó demasiado. Encajándose, accidentalmente, el marco por el cuello por el camino, cayó, pesadamente, de la compuerta. No podía hacer más que una cosa para evitar la caída. La hizo. Se agarró al cuello de su tío al descender. Una masa confusa compuesta de Guillermo, su tío, el marco y el sillón de su tío, rodó por el suelo, donde tío y sobrino empezaron a forcejear.
—¡Cielo «santo»! —chilló el joven de la nariz larga, con histeria.
Sin que supiera cómo, Guillermo logró conservar el marco en el jaleo que siguió. Llegó a su casa sin aliento y desgreñado; pero con el marco a cuestas. Empezaba a experimentar algo muy parecido al afecto, por su compañero en la adversidad.
—¿Qué ocurre? —le preguntó su padre, severamente—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Quién? ¿Yo? —exclamó Guillermo, con voz de asombro—. ¿Yo?
—Sí, tú. Entras aquí como un ciclón, medio vestido, con el cabello todo alborotado…
—¡Ah! «¡eso!» —murmuró el niño, quitándole importancia—. Sólo he estado por ahí, paseando y haciendo cosas…
La señora Brown alzó la vista de lo que estaba zurciendo.
—Creo que será mejor que vayas a cepillarte el pelo, a lavarte la cara y a ponerte un cuello limpio, Guillermo —sugirió.
—Sí, mamá —asintió Guillermo sin gran entusiasmo—. Papá, ¿sabías tú que los liberales van a hacer el pan y todo más barato y… y prosperidad y todo eso?
—No lo sabía —contestó el señor Brown con sequedad, sin abandonar la lectura del periódico.
—Cepíllate el pelo bien —insistió la señora Brown.
—Si no hubiera aquí ningún conservador «raccionario» —prosiguió Guillermo—, supongo que nada podría impedir que saliese elegido el liberal, ¿verdad?
—Tu suposición —respondió el señor Brown—, es cierta.
—No «concibo» cómo es que siempre está tan de punta —murmuró la madre, quejumbrosa.
—Pues entonces; ¿por qué no los «paran»? —exclamó Guillermo, indignado—. ¿Por qué dejan que los conservadores salgan y estropeen las cosas y mantengan alto el precio del pan… por qué no los «paran…» por qué…?
El señor Brown soltó un gemido.
—Guillermo —dijo, amenazador—; ve… y… cepíllate… el… pelo…
—Bueno; ahora mismo voy.
* * *
El señor Cleytor, candidato conservador, había estado dirigiendo la palabra a una reunión muy concurrida y regresaba, fatigado, a su casa.
Abrió la puerta con su llavín y apagó la luz del vestíbulo. La servidumbre se había acostado ya. Subió a su alcoba. Abrió la puerta. De detrás de la misma surgió un pequeño torbellino. Una cabeza le embistió en la boca del estómago. El señor Cleytor quedó sentado, bruscamente, en el suelo. Una extraña figura, en pijama, con bata encima y abrigo encima de la bata, se hallaba, con rostro severo, delante de él.
—Tiene usted que «parar» —dijo una voz indignada—. Tiene usted que parar y dejar que salgan los liberales… Tiene usted que parar…
El señor Cleytor se puso en pie y cerró los puños, poniéndose en guardia. Guillermo que se hacía ilusiones de boxeador, se lanzó al ataque. El candidato conservador era, evidentemente, buen boxeador; pero aflojó un poco para igualar las cosas. Paró los ataques desesperados de Guillermo y, de vez en cuando, le dio un golpecito flojo. Se movieron rápidamente por todo el cuarto en un silencio sólo interrumpido por los resoplidos de Guillermo. Por fin el señor Cleytor tropezó con la alfombra y cayó al suelo y Guillermo tropezó con el señor Cleytor y cayó también. Se incorporaron, delante del fuego de la chimenea, y se miraron.
—Ahora —dijo el señor Cleytor—, hablemos. ¿De qué se trata?
—Van a hacer más barato el pan… los liberales quiero decir —jadeó el niño— y ustedes están haciendo lo posible por evitarlo, y…
—¡Ah! —dijo el señor Cleytor—; es que nosotros vamos a hacerlo más barato también.
Guillermo se quedó boquiabierto.
—¿Ustedes? —dijo— ¿los «raccionarios»? Pero… si los dos intentan hacer el pan más barato, ¿por qué se pelean?
—¿Sabes? —murmuró el señor Cleytor—, yo, en tu lugar, no me preocuparía de la política. Es capaz de aturdir a cualquiera. Dime, ¿cómo llegaste aquí?
—Salté por la ventana de mi alcoba y escalé la tapia hasta salir a la carretera —contestó Guillermo, sencillamente—. Luego me subí a la pared de usted y me metí por la ventana.
—Ya que estás aquí —dijo el señor Cleytor—, mejor será que celebremos la ocasión. ¿Te gustan las castañas asadas?
—Um-m-m-m —contestó el niño.
—Bueno, pues tengo una bolsa de castañas abajo… podemos asarlas en el fuego. Iré a buscarlas. A propósito… ¿y si tu familia te echa de menos?
—A lo mejor ya ha ido mi tío a ver a mi padre, conque no me importa no estar en casa ahora.
El señor Cleytor aceptó la explicación.
—Entonces, bajaré a buscar las castañas —dijo.
El Destino fue bondadoso para con Guillermo. Su tío estaba muy ocupado y pensó en dejar lo de quejarse al padre de Guillermo hasta la semana siguiente. A la semana siguiente estaba más ocupado aún. Encontrándose inesperadamente con Guillermo en la calle, le conmovió la expresión (fingida apresuradamente) de nostálgica tristeza que adornaba el semblante del niño y decidió que quizá todo lo ocurrido habría sido una mala interpretación. Conque no llegó a hacer la queja nunca.
Además, nadie había descubierto la ausencia de Guillermo de su cuarto. El niño bajó a desayunar al día siguiente con un verdadero sentimiento de temor; pero una mirada dirigida a su preocupada familia bastó para serenarle. Se sentó en su sitio con el gesto de humildad que, en él, siempre delataba una conciencia intranquila. Su padre alzó la mirada.
—Buenos días, Guillermo —dijo—. ¿Quieres ver el periódico esta mañana? Supongo que con tu nuevo celo por la política…
—¡La política! —exclamó el niño, con desdén—. No me interesa ya. Es tan… tan… —frunciendo el entrecejo, rebuscó en su memoria la frase—. Es capaz de aturdir a cualquiera.
Su padre le miró.
—Está mejorando tu vocabulario —dijo.
—¿Te refieres a mi pelo? —murmuró Guillermo, con una sonrisa sombría—. Mamá me lo ha estado cepillando con agua, como decía.
Guillermo paseó por la calle del pueblo en compañía de Pelirrojo. Avanzaban lentamente. Se detenían delante de cada escaparate y sometían el contenido a un escrutinio prolongado y cuidadoso.
—No hay nada «ahí» que yo compraría si tuviera mil libras esterlinas.
—Conque «no» ¿eh? No diría yo tanto. ¿Cuánto tienes, después de todo?
—Nada. ¿Cuánto tienes tú?
—Nada.
—Bueno —prosiguió Guillermo, reanudando la discusión que su inspección de los Almacenes Generales había interrumpido—. Preferiría ser pirata a ser piel roja… navegando por el mar y encontrando tesoros escondidos…
—No veo yo muy claro —observó Pelirrojo con sarcasmo—, por qué no había de encontrar un tesoro un piel roja si hubiere un tesoro que encontrar.
—Mira —contestó Guillermo con calor—, y tú enséñame un solo cuento en que un piel roja encuentre un tesoro escondido. Eso es lo único que te pido. Tú enséñame un «solo» cuento en que…
—No estamos hablando de cuentos. Hay cosas que ocurren fuera de los cuentos. Supongo que todo lo que puede ocurrir en el mundo no está en los cuentos. Además, acuérdate de los gritos de guerra. Un pirata no tiene grito de guerra.
—Bueno, pues si tú crees…
Se detuvieron a examinar el contenido de otro escaparate. Era una tienda de objetos de ocasión. En el escaparate había una mezcolanza de hierro viejo, libros de segunda mano, marcos de retratos rotos y porcelana sucia.
—Y «aquí» no hay nada que yo estaría dispuesto a comprar si tuviese mil libras esterlinas —anunció Guillermo con serenidad—. Viendo esto, casi me alegro de «no tener» dinero. Debe de ser terrible tener mucho dinero y no ver nunca nada en un escaparate que quiera uno comprar.
De pronto señaló Pelirrojo, excitado, una tarjeta puesta en un rincón del escaparate. Decía: «Se compran objetos».
—¡Guillermo! —exclamó— ¡el marco!
Una expresión de determinación apareció en el rostro del niño.
—Tú quédate aquí —susurró rápidamente— y encárgate de que no saquen esa tarjeta del escaparate hasta que yo haya traído el marco.
Unos minutos más tarde reapareció, jadeante, con el marco. La presencia de Pelirrojo había evitado, evidentemente, que desapareciese la tarjeta. Un viejo calvo y con dos pares de gafas examinó el marco en silencio y, sin haber pronunciado palabra, entregó a Guillermo media corona. Guillermo y Pelirrojo salieron tambaleándose, de la tienda.
—¡Media corona! —exclamó Guillermo, emocionado—. ¡Troncho!
—Espero —le dijo Pelirrojo— que recordarás quién te «aconsejó» que compraras ese marco.
—Y yo «espero» —respondió Guillermo— que tú recordarás de quién eran los seis peniques con que se compró.
Esta esgrima verbal era puro formulismo. Era natural que Guillermo compartiese su media corona con Pelirrojo. La tienda de al lado era una pastelería. Era la clase de pastelería que la mamá de Guillermo hubiera llamado «muy baja». En una fuente, en medio del escaparate, había una pila de dulces de pegajoso aspecto, llenos de una crema muy pálida y poco apetitosa. Guillermo aplastó la nariz contra el cristal y sus ojos se abrieron de par en par.
—Oye —dijo—, sólo cuestan un penique cada uno. Vamos adentro.
Se sentaron a un velador de mármol, con un plato amontonado de pastas y comieron en silencio. El plato se fue vaciando lentamente. Guillermo pidió más. Al acabar de comerse el sexto pastel, alzó la vista. Su tío pasaba delante de la tienda, hablando, excitado, con el agente electoral del señor Morrisse. Al otro lado de la calle, un hombre pegaba un cartel. «Votad a Cleytor», decía. Guillermo miró a los dos con igual desprecio. Cogió el séptimo pastel de pesadilla y lo mordió con deleite.
—¡Hay que ver! —dijo, con desdén—. ¡Mira que preocuparse la gente del precio del «pan»!