—¿Qué es un año bisiesto? —preguntó Guillermo.
—Un año que se duerme la siesta —contestó su hermano mayor Roberto.
—Este año es bisiesto —aseguró el niño.
—¿Quién te lo ha dicho? —inquirió Roberto, con sarcasmo.
—Yo no veo que se sestee mucho hasta ahora —prosiguió Guillermo, esforzándose en alcanzar iguales alturas de sarcasmo.
—¡Anda y que te zurzan!
—No creo que lo «sepas» tú —prosiguió el niño—. No creo que tengas tú la menor idea de por qué lo llaman año bisiesto. Y te tiene sin cuidado además. Mientras puedas estar sentado charlando con la señorita Flower, todo lo demás no te importa. Ni siquiera tienes curiosidad por saber una palabra del año bisiesto ni de ninguna otra cosa. No sé cómo se te ocurren cosas de que hablar. Apuesto a que ella tampoco sabe por qué se llama año bisiesto. No habláis de nada que tenga sentido común tú y la señorita Flower. Os…
El rostro de Roberto se había tornado rojo oscuro.
La señorita Flower era la última de la eterna y variante serie de grandes amores de Roberto.
—Ni siquiera habláis la mayor parte del tiempo —prosiguió Guillermo, con desdén—, porque yo os he estado viendo. Os sentáis mirándoos… nada más que «mirándoos» el uno al otro como hacías con la señorita Crane, y con la señorita Blake y con la señorita…, ¿cómo se llamaba? y te «aseguro» que, al que está mirándoos por la ventana, le parecéis bastante estúpidos.
Roberto se levantó, con mirada asesina.
—«¡Cállate y lárgate!» —rugió.
Guillermo se calló y se largó. Suspiró al salir nuevamente al jardín. Era muy característico de Roberto eso de ponerse furioso nada más que porque le habían preguntado cortésmente qué era un año bisiesto.
Ethel, la hermana mayor de Guillermo, se encontraba en la sala.
—Ethel —preguntó Guillermo—, ¿por qué lo llaman año bisiesto?
—Por el veintinueve de febrero —contestó Ethel.
—Bueno —dijo Guillermo, con aire de paciencia que ha sido puesta a prueba más allá de los límites humanos—, si tú crees que eso es contestación para una persona que te pregunta por qué es año bisiesto… Si tú crees que esa es una contestación que «significa» algo para una persona corriente…
—Es que todo sestea el veintinueve de febrero —le explicó su hermana, sin pestañear—; tú aguarda y verás.
Guillermo la miró con mudo desprecio durante unos momentos, luego dio rienda suelta a sus sentimientos.
—Yo hubiera creído que personas de la edad tuya y de Roberto sabrían una cosa tan sencilla como eso. ¡Mira que tú, Roberto y la señorita Flower, no saber por qué se le llama bisiesto al año…!
—¿Quién te ha dicho a ti que no lo sabe la señorita Flower?
:—¿No se lo habría dicho ya a Roberto si lo supiera? Debe de haberle dicho a Roberto ya todo lo que sabe con tanto como le habla. Y, si a eso viene, supongo que el señor Brooke tampoco lo sabrá. Te lo hubiera dicho si lo supiese. Siempre está…
Ethel soltó un gemido.
—¿Dejarás de hablar y te marcharás si te doy un bombón? —le preguntó.
Guillermo se olvidó de su queja.
—Tres —estipuló el niño—; dame tres y me marcharé «inmediatamente».
Le dio tres tan aprisa, que sintió no haberle pedido seis.
Se metió dos en la boca y uno en el bolsillo y pasó al saloncillo.
Su padre leía el periódico.
—Papá —preguntó Guillermo—, ¿por qué se llama bisiesto este año?
—¿Cuántas veces he de decirte que cierres la puerta cuando entres en una habitación? Me está dando una corriente de aire helado en el cuello en este preciso momento. ¿Quieres asesinarme?
—No, papá —contestó bondadosamente Guillermo, cerrando la puerta—. Papá, ¿por qué llaman bisiesto a este año?
—Pregúntaselo a tu madre —le contestó el señor Brown, sin alzar la mirada del periódico.
—A lo mejor no lo sabe.
—Pues entonces se lo preguntas a cualquier otra persona. Pregúntaselo a quien quieras en el cielo o en la tierra. ¡PERO A Mí NO ME PREGUNTES NADA! Y cierra la puerta al salir.
Guillermo, aunque generalmente tardaba mucho en hacer caso de indirectas, salió del cuarto y cerró la puerta.
—«Él» no lo sabe —murmuró, dirigiéndose a la puerta del vestíbulo.
Encontró a su madre en el comedor. Estaba entretenida en su ocupación habitual de zurcir gran cantidad de calcetines.
—Mamá —preguntó Guillermo—, ¿por qué le llaman bisiesto al año?
—No puedo «concebir», Guillermo —dijo la señora Brown—, cómo te las arreglas para hacerte unos agujeros tan «horribles» en los talones.
—Supongo que es culpa de esa carretera tan dura que va al colegio —contestó el niño—. Tengo que ir andando, al colegio. Supongo que es eso. Supongo que si no fuese al colegio y anduviese sólo por prados y bosques no tendría esos agujeros tan grandes. Pero tú y papá no hacéis más que decir que debo ir al colegio. No me importaría no ir, con tal de ahorrarte a ti trabajo. No me importaría crecer ignorante como dices tú que crecería si no fuese al colegio… nada más que por evitarte a ti trabajo… Yo…
La señora Brown le interrumpió apenadamente.
—¿Qué querías saber, Guillermo?
Guillermo volvió al asunto que le había estado preocupando.
—¿Por qué se le llama bisiesto a este año?
—Pues por el día veintinueve de febrero. Es un día de propina.
Guillermo reflexionó unos momentos en silencio.
—¿Quieres decir —dijo, por fin— que se trata de un día más que no se tiene en cuenta en el año corriente?
—Sí, eso es —contestó, vagamente, la señora Brown—. Guillermo querido, te agradecería que no me quitases siempre la luz.
* * *
Era el 29 de febrero. Guillermo guardó un silencio inusitado durante el desayuno. En el alivio causado por su silencio, pasó inadvertido su aire de excitación.
Después del desayuno, Guillermo subió a su cuarto. Sacó dos paquetitos de un cajón y se los metió en el bolsillo del abrigo. Uno de ellos contenía varios pasteles pequeños, sacados subrepticiamente de la despensa; el otro contenía el «disfraz» de Guillermo. El «disfraz» de Guillermo era una barba postiza que había formado parte de un disfraz alquilado por Roberto para una función dada por Nochebuena. Roberto jamás supo qué había sido de la barba. El sastre teatral le había cobrado por ella, dándola por perdida.
Guillermo sentía que su «disfraz» le era necesario. Todos los héroes de las novelas que leía se veían precisados en los momentos críticos de su vida llena de aventuras, a asumir disfraces. Guillermo se dijo que uno nunca sabía cuándo se acercaba un momento crítico y que un héroe en potencia como él, nunca debiera de ir desprovisto de su «disfraz». Hasta entonces, nunca había tenido necesidad de usarlo. Pero tenía esperanzas de usarlo aquel día. Era un día de propina. Era de suponer que uno podía hacer lo que le diese la gana en un día de propina. Aquel día había de ser un día de aventura.
Bajó la escalera y se puso la gorra en el vestíbulo.
—Vas a llegar demasiado temprano al colegio —dijo la señora Brown.
El rostro serio del niño asumió una expresión de virtud.
—No me importa llegar temprano a clase —aseguró.
Lenta y decorosamente bajó por el sendero del jardín y desapareció.
La señora Brown regresó al comedor donde su esposo aún estaba leyendo el periódico.
—Guillermo se está portando la mar de bien hoy —murmuró.
Su esposo soltó un gemido.
—¡Son las ocho y media de la mañana y ya dices que se está portando bien! —exclamó—. Hija mía, aún no ha tenido tiempo de echar una mirada a su alrededor.
Guillermo bajó por la carretera y su rostro reflejaba determinación. Cerca de la escuela se encontró con Bertrán Roke. Bertrán Roke era el niño bueno del colegio.
—¿Vas a ir hoy al colegio? —le preguntó Guillermo.
—Claro que sí. ¿No vas a ir tú?
—¿Yo? ¿No sabes qué día es hoy? ¿No sabes que es un día de propina que no se cuenta en el año corriente? ¡Como que voy yo a ir al colegio en un día de propina que no se cuenta en el año corriente!
—Entonces, ¿qué piensas hacer? —le preguntó Bertrán, algo parado.
—Voy a correr aventuras.
—Perderás la clase de geografía.
—¡Geografía! —exclamó el héroe en ciernes, con desdén.
Dejando a Bertrán Roke boquiabierto, con la gramática latina debajo de un brazo y la geografía del otro, Guillermo subió la colina y se internó en el bosque en busca de aventuras.
* * *
Era, indudablemente, un campamento gitano. Un caldero hervía sobre la hoguera y un grupo de niños harapientos jugaba a su alrededor. En el ancho camino que atravesaba el bosque había tres caravanas detenidas.
Guillermo observó a los niños, con nostalgia, a distancia. Lo que más deseaba en el mundo en aquel momento era ser gitano. Se aproximó a los niños. Todos ellos huyeron a refugiarse detrás de las caravanas, menos uno —un niño muy sucio, con deshilachado jersey verde, pantalón corto harapiento y piernas desnudas—. Alzó las manos y derribó a Guillermo de un puñetazo. Guillermo se levantó y derribó al otro a su vez. El niño volvió a derribar a Guillermo, pero perdió el equilibrio al hacerlo. Ambos quedaron sentados en el suelo y se miraron.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el gitano.
—Guillermo. ¿Y tú?
—Helberto. ¿Qué haces tú aquí?
—Buscar aventuras —contestó Guillermo—. Hoy es un día de propina, ¿sabes? Quiero que hoy sea distinto a los demás días. Quiero aventuras. Me gustaría ser gitano también.
Helberto se le quedó mirando sin contestar.
—¿Me aceptarían? —prosiguió Guillermo, señalando, con un movimiento de cabeza, a las caravanas—. Pronto aprendería a ser gitano. Haría cuanto me dijesen. Siempre he querido ser gitano… después de ser piel roja y pirata y no parece haber ni piratas ni pieles rojas en este país.
Helberto volvió a limitarse a mirarle. Guillermo perdió la esperanza.
—No tengo ropa de gitano —dijo—; pero quizá me la diesen ellos.
Miró con envidia el jersey deshilachado de Helberto, su pantalón y sus pies descalzos. Helberto miró con envidia el traje de Guillermo. De pronto se animó el rostro del gitano. Señaló el traje de Guillermo.
—Cambia —propuso, lacónicamente.
—¿De verdad que no te importa? —inquirió Guillermo, humildemente y con agradecimiento.
Se efectuó el cambio detrás de unos matorrales. Guillermo transfirió cuidadosamente su paquete de provisiones y su disfraz de su bolsillo al bolsillo de los raídos pantalones de Helberto. Luego, mientras Helberto aún se estaba poniendo el chaleco y la chaqueta, salió al espacio abierto delante del fuego.
—¡Hola! —saludó, amistosamente, a los churumbeles.
Pero no correspondieron a sus deseos de amistad.
—Ha robado la ropa a Helberto.
—Tú aguarda a que mi padre te pesque. Te zumbará.
—¡Mamá! ¡Lleva el jersey de nuestro Helberto!
Apareció, de pronto, una mujer en la puerta de la caravana. Era más gruesa, más sucia y de aspecto más feroz que ninguna otra persona que hubiera visto Guillermo hasta entonces. Se dirigió a Guillermo, y este, olvidando su dignidad como héroe de aventuras, huyó a través del bosque, aterrado, hasta que no pudo más.
Luego se detuvo y, viendo que la mujer obesa no le perseguía ya, se sentó y se apoyó contra un árbol para descansar. Sacó su arrugado paquete de provisiones, se comió un pastel y se volvió a guardar lo demás en el bolsillo. Le parecía que su día de propina había empezado bien. Era un gitano. Guillermo nunca se sentía más feliz que cuando había trastocado por completo su propia identidad.
No sentía el abandonar a los miembros del campamento gitano. En realidad, no le había gustado la catadura de ninguno de ellos. Había observado algo poco amistoso hasta en el propio Helberto. Prefería ser gitano por su cuenta y riesgo. Corrió y saltó. Se subió a los árboles. Se sentía increíblemente feliz. Era un gitano.
De pronto vio a un anciano pequeño tendido cuan largo era debajo de un árbol. El viejo estaba observando algo que había entre la hierba, a través de una potente lupa. A un lado suyo yacía un libro de notas; al otro, una caja grande de hojalata pintada. Guillermo, lleno de curiosidad, se arrastró cautelosamente hacia él por entre la hierba al otro lado del árbol. Asomó la cabeza por el otro lado del tronco y el viejecito, al alzar bruscamente la cabeza, halló el rostro de Guillermo a pocas pulgadas del suyo.
—¡Chitón! —dijo el viejecito—. ¡Un ejemplar raro! ¡Ah! ¡Se ha ido! Temo que haya sido por el movimiento que he hecho. Es igual. Lo tuve en observación quince minutos completos. Y tengo un ejemplar de la especie.
Empezó a escribir un libro de notas. Luego volvió a mirar a Guillermo.
—¿Quién eres, niño? —le preguntó, de pronto.
—Soy un gitano —respondió Guillermo, con orgullo.
—¿Cómo te llamas?
—Helberto —contestó el interpelado sin vacilar.
—Será Alberto. Pues bien, Alberto —prosiguió el viejo—, ¿te gustaría ganarte medio chelín? No tienes más que llevarme este estuche hasta casa. Está cerca. Al extremo del bosque.
Sin contestar, Guillermo cogió el estuche y echó a andar al lado del viejecito. Este llevaba el libro de notas y, el niño, el estuche de hojalata.
—Debe de ser muy interesante la vida de un gitano —comentó el viejo.
Guillermo empezó a recordar novelas que había leído de gitanos.
—No nací gitano —dijo—. Me robaron los gitanos cuando era niño.
El viejecito se volvió para mirar a Guillermo por encima de las gafas.
—¿De veras? Eso es interesante… muy interesante. ¿Qué es lo último que recuerdas antes de ser secuestrado?
Guillermo se estaba divirtiendo de lo lindo. Había dejado de ser Guillermo. Ni siquiera era Helberto. Era Evelyn de Vere, protagonista de «Secuestrado por los gitanos», obra que había leído unos meses antes.
—Oh, recuerdo una especie de palacio y un jardín con estatuas y pavos reales y… ah… cascadas y… ah… flores y cosas… y un negro que vino de noche y me secuestró… y tengo una señal de nacimiento que servirá para identificarme —acabó diciendo con modesto orgullo.
—¡Caramba, caramba! —chirrió el viejecito, fuertemente impresionado— ¡Cuán interesante! ¡Cuán «interesantísimo»!
, Habían llegado a la casa del viejecito. Una señora muy remilgada abrió la puerta.
—Vienes muy tarde, Augusto —dijo la anciana con severidad.
—Un ejemplar la mar de interesante —se excusó el hombrecillo—. Lo encontré en el preciso momento en que volvía a casa y me olvidé enteramente de la hora que era.
La señora estaba mirando a Guillermo de pies a cabeza.
—¿Quién es este niño? —preguntó con mayor severidad aún.
—¡Ah! —exclamó el viejo, como si estuviera encantado de poder cambiar de tópico—; es un gitano.
—¡Qué gentuza! —murmuró la señora, con ferocidad.
—Pero me ha contado su historia —aseguró Augusto, mirando de nuevo a Guillermo por encima de los lentes—. Es interesante, muy interesante. Si quieres pasar conmigo al despacho un momento…
La señora indicó una silla que había en el vestíbulo.
—Siéntate ahí, muchacho —le ordenó a Guillermo.
Después de unos minutos ella y el viejecito salieron al vestíbulo de nuevo.
—¿Dónde está esa señal de nacimiento de que hablas? —preguntó la anciana, con severidad.
Sin vacilar un momento, Guillermo le enseñó una señal negra, pequeña, que tenía en la muñeca.
La señora la miró con desconfianza.
—Mi hermano te acompañará al campamento para comprobar si es cierta tu extraña historia —dijo—. Si no es cierto, espero que te tratarán con mucha severidad. No tardes, Augusto.
—No, Sofía —dijo Augusto, con humildad, emprendiendo el camino con Guillermo.
Guillermo iba en silencio. Era extraño cómo se las arreglaban las aventuras siempre para desmandarse y salirse del dominio de uno.
—No recuerdo los pavos reales muy bien —dijo, por fin.
—¡Calla! —dijo el viejo, sacando una lupa.
Se acercó de puntillas, al tronco de un árbol y lo contempló en silencio.
—Muy interesante —murmuró—. Es una lástima que me haya dejado el libro de notas en casa.
—Y, claro está —prosiguió Guillermo—; no tiene nada de particular que uno sueñe con estatuas.
Hallaron que el campamento había desaparecido. No cabía la menor duda de ello. Quedaban los restos humeantes de una hoguera y las señales de las ruedas de la caravana. Pero el campamento había desaparecido. Siguieron hasta el otro extremo del bosque; pero no se vio ni rastro de la caravana en ninguno de los tres caminos que se reunían allí. El viejecito estaba aturdido.
—¡Caramba, caramba! —exclamó—. ¡Qué desgracia! ¿Sabes tú dónde pensaban dirigirse desde aquí?
—No —contestó Guillermo.
—¡Caramba, caramba! ¿Qué hacemos?
—Volvamos a casa de usted —sugirió el niño, confiado—. Debe de ser, aproximadamente, la hora de comer.
* * *
—Bueno —murmuró Sofía, sombría—; has secuestrado a un niño de un campamento gitano y espero que estarás dispuesto a sufrir las consecuencias.
—¡Cielos! —exclamó el viejecito, casi llorando—. ¡Qué día! ¡Con lo bien que empezó! Estuve viendo trabajar a un ejemplar perfecto del escarabajo basurero durante cerca de media hora y, ahora… esto.
Guillermo les miraba con rostro completamente desprovisto de expresión.
—No me preocupa —dijo—. Lo que ocurra hoy no importa: es un día de propina.
—Hemos de quedarnos con el niño —dijo Augusto— hasta que hayamos hecho investigaciones.
—En tal caso, habrá que lavarle —dijo Sofía, con firmeza— y habrá que fumigar esa ropa tan horrible.
Guillermo se sometió al humillante proceso de ser lavado por una criada. Observó, con cierto sobresalto, que su «señal de nacimiento» desaparecía en la operación. Resistió todos los intentos de la criada por entrar en conversación.
—Un sordomudo; eso es lo que yo le llamo —dijo la doncella, indignada—. Yo que he estado desperdiciando mi bondad en él, y tomándome interés por él, para que luego él me trate con silencio desdeñoso. Es un sordomudo.
La dama llamada Sofía había entrado con un vestido corto y blanco.
—Esto es lo único que encuentro que tenga tu medida aproximadamente, muchacho —dijo—. Es un disfraz que mandé hacer para una sobrina mía que tenía, más o menos, la misma estatura que tú. Aun cuando parece vaporoso, tiene un forro de lana muy caliente. Mi sobrina era propensa a la bronquitis. No sentirás frío con esto puesto. Puedes ponértelo para comer, mientras tu ropa se… ah… se seca.
Un olor delicioso emanaba de una cazuela colocada al fuego. Guillermo decidió aguantarlo todo, antes que correr el riesgo de que le echaran sin haber comido lo que tan agradable olor despedía.
Se sometió, humildemente, a que le quitaran la ropa de Helberto y también a que le pusieran el vestido blanco y vaporoso. Se acordó de sacar las dos bolsas de papel del bolsillo del pantalón de Helberto y trató en vano de hallar bolsillos en el vestido que llevaba. Por fin optó por sentarse encima de las bolsas. Luego, ataviado de Reina de Hadas, se sentó a la mesa de la cocina a comerse un plato de guisado. Era un guisado delicioso. Guillermo se consideró bien compensado por las indignidades a que se estaba sometiendo. La criada se sentó frente a él, mirándole fijamente.
—¿Son todos los gitanos sordomudos? —preguntó, con sarcasmo.
—No soy un gitano corriente —contestó Guillermo, sin alzar la mirada del plato ni dejar de comer, con gusto, el guisado—. Me secuestraron los gitanos. Tengo una señal de nacimiento donde no se ve, que servirá para identificarme.
—¡Cielos! —exclamó la doncella.
—Sí; y recuerdo pavos reales y estatuas… y gente que andaba por ahí con corona.
—¡Atiza! —exclamó la criada, llenándole otra vez el plato.
—Sí —prosiguió Guillermo, saboreando el segundo plato con no menos apetito—; y el traje que llevaba puesto cuando me secuestraron está todo bordado de coronas y pavos reales y… y…
—Y estatuas, supongo —dijo la criada.
—Sí —respondió, distraído, Guillermo.
—Y supongo que llevarías zapatos y medias de plata.
—De oro —le corrigió Guillermo, comiéndose el último bocado.
—¡Cielos! —murmuró la criada, colocándole un gran plato de pastel, delante—; ahora, mientras te comes tú el postre, me acercaré a una amiga de la casa de al lado y la traeré. No me gustaría que perdiese la ocasión de oírte hablar… y vestido como estás. Vale la pena verte, te lo aseguro.
Se marchó, cerrando cautelosamente la puerta al salir.
Guillermo se zampó el pastel y pasó revista a la situación. Se le antojó que aquella parte de la aventura ya había ido demasiado lejos. No quería esperar a que regresara la criada. No quería esperar a que Augusto o Sofía hubieran «hecho investigaciones».
Abrió la puerta de la cocina. El vestíbulo estaba desierto. Sofía y Augusto estaban en el piso de arriba, descansando después de comer. Guillermo salió de puntillas al vestíbulo y se puso uno de los gabanes.
Afortunadamente, Augusto era un hombrecillo pequeño y el gabán no resultaba muy grande para Guillermo. Guillermo exhaló un suspiro de alivio al comprobar que quedaba completamente oculto su humillante vestido. A continuación se puso uno de los sombreros de Augusto.
No cabe la menor duda de que le estaba algo grande. Luego volvió a la cocina, cogió las dos bolsas de papel de la silla, se las metió en los bolsillos del gabán de Augusto y se acercó a la puerta de la calle. Esta se abrió, sin ruido. El niño cruzó de puntillas el jardín y salió a la carretera.
Tranquilidad. La carretera estaba desierta.
Parecía un momento apropiado para ponerse el «disfraz». Con toda la alegría y el orgullo del artista, Guillermo se puso su barba postiza. Luego echó a andar carretera arriba.
* * *
De pronto vio una figura delante de él. Era la de un hombre muy, muy viejo, que subía, con dificultad, la colina, inclinado sobre un bastón. Guillermo, como artista, nunca desdeñaba prenda. Encontró un palo en la cuneta y empezó a subir la colina con pasos cortos y vacilantes, apoyado fuertemente en el palo.
Se sentía nuevamente feliz.
No era Guillermo.
Ni siquiera Helberto.
Era un hombre muy viejo, barbudo, que subía una cuesta.
El viejo que iba delante de él se metió por la verja del Asilo de Ancianos, que se hallaba en la cima de la colina. Guillermo le siguió. El viejo se sentó en un banco del patio. Guillermo se sentó a su lado. El viejo era muy corto de vista.
—Hola, Tomás —dijo.
Guillermo contestó con un gruñido. Sacó su bolsa de papel y ofreció unas migas de pastel aplastado al viejo. Este se las comió. El niño, emocionado de alegría y de orgullo, le dio más. También se las comió. Por la puerta del edificio salió un hombre vestido de uniforme.
—Buenas tardes, Jorge —le dijo al viejo.
Miró atentamente a Guillermo, al pasar a su lado.
Luego volvió y le miró con mayor atención aún. A continuación dijo: «¡Eh!» y le quitó el sombrero. Entonces dijo: «¡Qué rayos…!» y le quitó la barba. Luego dijo: «¡Que me ahorquen si…!» y le quitó el abrigo.
Guillermo apareció, vestido de Reina de las Hadas, en medio del patio del asilo.
El viejo miope se puso a reír con atiplada y trémula risa.
—¡Es una mujer de un circo! —exclamó—. ¡Ay qué gracia! ¡Es una mujer de un circo!
El hombre uniformado retrocedió, tambaleándose, y se llevó una mano a la cabeza.
El hombre uniformado retrocedió, tambaleándose.
—¡Cielos! —exclamó— ¿me vuelvo loco o lo estoy soñando?
—¡Es una mujer de un circo! ¡Je, je! —rio el viejo.
Pero Guillermo había recogido sus cosas, indignado y puesto pies en polvorosa, poniéndose el abrigo otra vez mientras corría. Corrió por la carretera que lindaba con el asilo. Luego, viendo que no se le perseguía y que la carretera estaba desierta, se ajustó el sombrero y la barba y se abrochó el gabán, tan pronto como pudo.
En un recodo del camino había un banco, ocupado ya, en parte, por una parejita. Guillermo, algo conmovido aún por los acontecimientos de la última hora, se sentó a su lado. Permaneció allí sentado unos minutos, escuchando, distraído, la conversación, antes de darse cuenta, horrorizado, de quiénes eran. Decidió ponerse en pie para alejarse llamando lo menos posible la atención. Hasta aquel momento no parecían haberse fijado en él. Pero la señorita Flower estaba exigiendo un manojo de una planta que crecía un poco más abajo. Roberto, el hermano mayor de Guillermo, con aire de caballero que emprende peligrosa hazaña por su dama, fue a buscarle lo que pedía. La señorita Flower se volvió hacia Guillermo.
—Buenas tardes —dijo.
Guillermo se protegió el lado de la cara con la mano y emitió un sonido que sugería dolor violento, pero cuyo verdadero y único objeto era disfrazar la voz natural.
La señorita Flower se le acercó más.
—¿Le ocurre a usted algo? —preguntó, con dulzura.
Guillermo, no sabiendo qué hacer, repitió el sonido.
Ella intentó verle la cara.
—¿Puedo… puedo yo ayudarle en algo? —preguntó con voz cuya simpatía femenina se perdió por completo en Guillermo.
El niño se tapó la cara con las dos manos y emitió un bramido de rabia y desesperación.
Roberto volvía ya con el manojo de flores. La señorita Flower le salió al encuentro.
—Roberto —dijo—; ¿tienes dinero? Me he dejado el portamonedas en casa. Aquí hay un pobre viejo que está sufriendo horriblemente.
Toda la fortuna de Roberto en aquel momento se componía de dos chelines y veinte peniques y medio. Le dio media corona (dos chelines y seis peniques). Ella se la entregó a Guillermo y este, sin dejar de taparse la cara con una mano, se embolsó la media corona con la otra.
—Háblale —susurró la señorita Flower—. A ver si puedes ayudarle en algo. Tal vez esté enfermo.
Roberto se sentó a] lado de Guillermo y carraspeó, nervioso:
—Escuche, buen hombre… —empezó a decir.
Luego se interrumpió bruscamente, mirando, con fijeza, lo poco que se veía del rostro de Guillermo.
Le quitó el sombrero y barba de un tirón.
—¡Sinvergüenza! Y… ¿de quién es el abrigo que llevas, so idiota?
Le desabrochó el gabán. Lo que vio entonces fue demasiado fuerte para él. Se dejó caer, de nuevo, en el banco, exhalando un gemido.
La señorita Flower se sentó en la hierba, junto a la carretera y rio hasta saltársele las lágrimas.
—¡Oh, Guillermo! —exclamó—. ¡Eres el colmo! Me encantaría pasar por el pueblo contigo así. ¿Quieres venir con nosotros Roberto?
—«No» —exclamó Roberto, exasperado—; en todos los momentos críticos de mi vida, ese niño aparece y siempre con algo ridículo. Se… se parece más a una pesadilla que a un niño.
* * *
Guillermo se hallaba ante un consejo de familia compuesto de su padre, su madre, Roberto y Ethel.
Guillermo seguía vestido de Reina de las Hadas.
—Bueno —dijo el niño con disgusto—; dijisteis que hoy era un día de propina. Creí que no se contaba. Creí que nada de lo que hiciera nadie hoy entraba en cuenta. Creí que era un día de propina. Y Roberto me quita media corona y a nadie parece importarle. Y eso que le decía a la señorita Flower, sentado en el banco, que, desde que la había conocido, tenía ganas de llevar mejor vida.
Roberto se puso colorado.
—Y luego va y me quita media corona —prosiguió Guillermo—. Yo no lo llamo a eso llevar mejor vida. «Ella» me la dio y «él» me la ha quitado. Yo no llamo a eso ser noble, como decía él que ella le hacía entrar ganas de ser. Yo no…
—«Cállate» —exclamó Roberto, desesperado— y te la devolveré.
—Bueno —dijo Guillermo, aceptando la media corona.
—Lo que yo quisiera saber, Guillermo —dijo la señora Brown, casi lacrimosa— es dónde tienes la ropa.
Guillermo se miró el vestido.
—Oh, ella me la quitó y me puso esto. Dijo que quería calentarla. No sé por qué. Me quitó el jersey verde y mi…
—¡Si no llevabas jersey…! —gritó la señora Brown.
Guillermo se quedó boquiabierto.
—¡Ah! ¡«esa» ropa! ¡Atiza! Me había olvidado de esa ropa. Su… supongo que aún la tiene Helberto.
El señor Brown se tapó los ojos con la mano.
—¡Lleváoslo de aquí! —gimió—. ¡Lleváoslo de aquí! ¡No puedo soportar verle por más tiempo de esa facha!
La señora Brown se lo llevó.
Regresó cosa de media hora después. Guillermo, fatigado por los acontecimientos del día de propina, se había quedado profunda e inmerecidamente dormido inmediatamente.
—Con toda seguridad necesitaremos semanas para arreglar lo que haya desarreglado hoy —le dijo, histérica, a su esposo—. Espero que serás severo con él.
Pero el señor Brown, libre del horrible espectáculo de Guillermo vestido de Reina de las Hadas, se había entregado al tranquilo goce del fuego, de su butaca y del periódico.
—Mañana —prometió, pacíficamente—; hoy no. Olvidas una cosa. Hoy no entra en la cuenta.
—Espiando —estalló Roberto bruscamente—; nada más que espiando. No sé cómo puede reconciliar eso con su conciencia.
—Podemos estar todos agradecidos —dijo el señor Brown—, de que el 29 de febrero sólo se presenta una vez cada cuatro años.
—Sí; pero Guillermo no —respondió Roberto, sombrío—. Guillermo se presenta todo el año.