GUILLERMO MONTA UNA EXPOSICIÓN

Guillermo y sus amigos, que se distinguían con el nombre de Proscritos, se hallaban en su habitual estado de insolvencia. Todas sus súplicas habían resultado insuficientes para ablandarle el corazón al señor Beezum, dueño del almacén general del pueblo, que vendía canicas al propio tiempo que jamones, zapatos y hortalizas, Guillermo y sus amigos querían canicas —nada más que unas cuantas docenas de canicas que podían comprarse por unos cuantos peniques. Pero el señor Beezum se negaba a pasar por alto los peniques. Se negaba a conceder crédito alguno de los Proscritos.

—Para vosotros, mis condiciones de venta son dinero al contado y bien lo sabéis —aseguró con firmeza.

—Si nos da usted las canicas ahora —ofreció, generosamente, Guillermo— le daremos medio penique más el sábado.

—Si mal no recuerdo, me dijiste lo mismo en otra ocasión —contestó el señor Beezum ajustándose el mandil y subiéndose las mangas de la camisa como preparatorio para ponerse a barrer el establecimiento.

Guillermo se indignó ante semejante insinuación.

—Hombre —exclamó—, «hombre», habla usted como si eso fuera culpa «mía»… como si yo supiera que mi familia iba a decidir de golpe y porrazo no darme dinero aquella semana nada más que porque mi pelota rompió una de las cubiertas de cristales de los pepinos del jardín. Además, devolví las cosas que me había dado usted. Le devolví la trompeta y el palo de caramelo…

—Sí; la trompeta toda rota y el palo de caramelo todo mordido —dijo el señor Beezum—. No; mis condiciones son pago al contado y no pienso cambiarlas… Haced el «favor»…

Dio principio al barrido con gran energía y los Proscritos se vieron precipitados a la calle por la extremidad de su larga escoba.

—Es un miserable —comentó Guillermo—. ¡«Miserable» simplemente! ¡«Ganas» me dan de no comprarlas en su tienda siquiera!

—Es la única tienda que las vende —observó Pelirrojo.

—Y, de todas formas, no tenemos dinero para comprarlas en parte alguna —hizo constar Enrique.

—Supongo que no podríamos esperar hasta el sábado, ¿verdad? —insinuó Douglas.

Los proscritos le aplastaron, inmediatamente, con su desprecio.

—«¡Aguardar!» —exclamó Pelirrojo—. «¡Aguardar!» ¿De qué sirve aguardar? A lo mejor estaremos haciendo otra cosa distinta el sábado. A lo mejor no queremos jugar a las canicas entonces… con todo el tiempo que falta.

—Si «ahorrarais» vuestro dinero —observó Guillermo, con severidad—, en lugar de gastarlo el mismo día en que os lo dan, no nos encontraríamos así… sin canicas y sacados a escobazos de la tienda… sin tener nada a qué jugar.

A todos les pareció injusto esto.

—¡Hombre! ¡Eso «sí» que me gusta…! ¡Eso «sí» que me gusta! —murmuró Pelirrojo—. ¿Y «tú»…? ¿qué me dices de «ti»?

—Si yo fuera el único que no tuviese dinero, me hubierais podido prestar algo vosotros y hubiésemos podido comprar canicas… si «vosotros» no hubieseis gastado todo vuestro dinero, podríamos estar comprando canicas ahora en lugar de encontrarnos aquí, echados de la tienda a escobazos.

Pelirrojo reflexionó un poco, sabiendo que, generalmente, los razonamientos de Guillermo tenían alguna falacia y que todo era cosa de dar con ella.

Enrique se resolvió.

—Vámonos —dijo, impaciente—; nada adelantaremos con mirar la mantequilla y el queso que tiene en el escaparate. A ver si se nos ocurre otra cosa que hacer.

—Sea como fuere, es un queso muy malo —dijo Douglas, consolador—. Por lo menos, así lo asegura mi madre, conque tal vez hayamos tenido suerte en no poderle comprar las canicas.

—¿Otra cosa que hacer? —murmuró Guillermo—. Queremos jugar a canicas, ¿no? ¿Qué adelantamos con pensar en otras cosas que hacer cuando lo que queremos es jugar a canicas?

—Todo eso está muy bien —dijo Pelirrojo, sintiéndose, bruscamente, inspirado—; pero igual podríamos decir que si «tú» no te hubieses gastado tu dinero, podrías habernos prestado algo… y eso es tan de sentido común como el que tú digas que «nosotros»…

—¿Querrás hacerme el favor de no hablar de cosas que nadie entiende? —murmuró Guillermo—. Vamos a «conseguir» dinero.

—¿Cómo? —preguntó Pelirrojo, que estaba un poco picado—. Bueno. Consíguelo tú y nosotros miraremos cómo lo haces. ¿Piensas «robarlo» o «fabricarlo»?

Si eres lo suficiente inteligente para robarlo o fabricarlo, no tendré inconveniente en hacerte compañía.

—Sí, pero si lo robase o lo fabricara, te quedarías con las ganas de hacerme compañía —le aseguró Guillermo con aplastante sarcasmo.

—Vendamos algo —propuso Enrique.

—No tenemos nada que quiera comprar nadie —dijo Pelirrojo.

—Vendamos a «Jumble».

—«Jumble» es «mío». Id y vended vuestros perros —dijo Guillermo, con severidad.

—No tenemos perros.

—Bueno, pues vendedlos.

—¿A eso llamas tú sentido común? —exclamó Pelirrojo—. Haz el favor de explicarnos cómo vende uno un perro que no tiene. Haz…

Pero Guillermo se había cansado, de pronto, de este tipo de guerra verbal.

—Hagamos algo… montemos una exposición.

—¿De qué? —preguntó Pelirrojo, sin entusiasmo—. No tenemos nada que exhibir y ¿quién va a pagarnos dinero por mirar cosas? Contesta a eso.

—Buscaremos algo que enseñar… Ya sé el qué —dijo el niño, de pronto—, una colección de insectos. Cualquiera pagaría por ver una exhibición de insectos, ¿no? No supongo que haya muchas colecciones de insectos. Resultaría «interesante». A todo el mundo le interesan los «insectos».

Durante unos instantes los Proscritos vacilaron.

—¿Quién se encargaría de coleccionarlos? —inquirió Enrique, dubitativo.

—Yo mismo —anunció Guillermo, con gesto de inquebrantable resolución.

* * *

La Colección de Insectos estaba casi completa. La exposición iba a inaugurarse aquella tarde.

Se le había ordenado al público que asistiese y llevase sus medios peniques. El público se había mostrado dispuesto, pero se reservaba el derecho de no contribuir con sus medios peniques si no consideraban que la exhibición los valía.

—Hombre —comentó amargamente Guillermo al oír esto—; nunca hubiera creído que hubiese tanta gente «miserable» en el mundo.

Se había tomado la mar de trabajo con la colección. Aquella misma mañana la propia señorita Eufemia Barney en persona le había expulsado de su jardín aun cuando sólo había entrado en él siguiendo a una mariposa que le pareció indispensable para la colección.

La señorita Eufemia Barney era la poetisa local y cabeza de la vida intelectual del pueblo. La señorita Eufemia Barney era presidenta de la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado. Los miembros de la sociedad discutían el Pensamiento Elevado en todas sus fases una vez cada quince días. Al final de la discusión la señorita Eufemia Barney leía sus poemas.

Los poemas de Eufemia Barney no se habían publicado nunca. La señorita Eufemia decía que en estos tiempos tan materialistas y tan dados a la adoración del dinero, daría un ejemplo de espiritualidad y desprecio al dinero.

—Creo preferible —acostumbraba decir— no publicar.

La verdad sea dicha, eso mismo era lo que le habían aconsejado varios editores. Guillermo le era más antipático que ninguna otra persona que hubiese conocido —y dijo que sabía qué clase de persona era la señorita Fairlow en cuanto llegó a sus oídos que a dicha señorita le resultaba simpático el niño.

La señorita Fairlow hacía muy poco que había ido a vivir al pueblo. La señorita Fairlow era una escritora de carne y hueso, amante del dinero, que publicaba un libro al año y conseguía pingües beneficios. Cuando fue a instalarse al pueblo, la señorita Eufemia Barney estaba dispuesta a «protegerla» a pesar de todo, e incluso llegó a pedirle que ingresara en la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado.

Pero, con gran sorpresa de la señorita Eufemia, la señorita Fairlow se negó.

La señorita Eufemia la compadeció, como hubiese compadecido a cualquiera que hubiese desperdiciado la ocasión de pertenecer a la Sociedad para Fomento del Pensamiento Elevado, bajo la presidencia de la señorita Eufemia; pero, como esta le dijo a la Sociedad: «Como su influencia no se hubiera inclinado hacia la espiritualidad y la pureza que nos distingue a nosotras de tantas otras sociedades y corporaciones, tal vez sea mejor así».

A sus amigas más íntimas, les dijo que la señorita Fairlow había rechazado la invitación a hacerse socio, a fin de ocultar su completa ignorancia acerca del Pensamiento Elevado.

—Es ignorante, querida —dijo—. Ignorante como todos esos autores populares.

Conque la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado siguió su sendero puro y espiritual y la señorita Fairlow sólo se rio de ella a distancia.

* * *

Echado, ignominiosamente, del jardín de la señorita Eufemia, Guillermo se dirigió al de la señorita Fairlow. Vio, por encima del seto, que estaba cortando la hierba de su jardín.

—¡Hola! —dijo el niño.

—Hola, Guillermo —replicó ella.

—¿Hay insectos ahí dentro?

—A montones; entra y verás.

Guillermo entró, con una caja grande, de cartón, debajo del brazo y empezó a rebuscar entre las plantas.

—¿Llamaría usted insecto a una tortuga? —preguntó, de pronto.

—Si quisiera, sí —respondió ella.

—Bueno, pues yo voy a hacerlo —anunció el niño, con determinación— y voy a llamar insecto a una rata blanca también.

—No veo motivo que te lo impida… podría pertenecer a una rama especial del mundo de los insectos, a una rama muy especial. Debieras de darle un nombre muy especial también.

La idea le gustó a Guillermo.

—Bueno. ¿Qué nombre?

La señorita Fairlow se apoyó contra el aparato de segar en actitud de profunda meditación.

—Tendremos que pensarlo… algo bonito y largo.

—Omshafu —dijo Guillermo, tras reflexionar un instante—; acaba de ocurrírseme —explicó, con modestia.

—Es una palabra preciosa —dijo la señorita Fairlow—. No creo que hubieras podido escoger ninguna mejor… un insecto de la rama Omshafu.

—Me parece que le daré el nombre de «Omshafu» a esta también —dijo Guillermo, cogiendo una oruga de encima de una hoja.

—Sí —asintió la señorita Fairlow—; sería una lástima no usar una palabra así todo lo que fuera posible, una vez encontrada.

Guillermo echó una mirada encima de la oruga.

—Va a resultar estupenda —dijo, optimista.

¿Cuál?

—Oh, la colección de insectos que estoy preparando.

Más tarde, Guillermo se presentó con «Omshafu» para presentárselo a la señorita Fairlow. Se escapó, y la señorita Fairlow la persiguió escalera principal arriba y escalera de servicio abajo y, por fin, la capturó. «Omshafu» la premió mordiéndole un dedo. Guillermo se deshizo en excusas.

—Supongo que no le habrá gustado mi cara —dijo la señorita Fairlow, tristemente.

—¡Oh, no! —se apresuró a tranquilizarla Guillermo—; ha mordido a la mar de gente este año… muerde a la gente que le es simpática. Sea como fuere, yo no veo razón para que no sea insecto, ¿verdad?

* * *

La Colección de Insectos de Guillermo estaba preparada ya para la exposición de la tarde. Los ejemplares estaban colocados en diferentes cajitas de cartón, cubiertas, principalmente, de papel, y todas ellas iban metidas dentro de una caja mayor.

La única dificultad era que no se le ocurría sitio en qué ocultarla a los ojos curiosos o desaprobadores hasta después de comer. Estaba convencido de que el jardín no era sitio seguro; algún gato podía tumbar la caja y, una vez volcada esta en el jardín, los insectos podrían volver a sus respectivos lugares de residencia demasiado aprisa. Su madre no le permitiría que los conservase en casa. Los encontraría y los echaría fuera, los pusiese donde los pusiese.

A no ser que —Guillermo tuvo una brillante idea— los escondiera debajo del sofá de la sala. El sofá de la sala tenía una cubierta de cretona con un plisado que llegaba hasta el suelo y había empleado aquel lugar más de una vez como receptáculo en que guardar tesoros secretos. Nadie miraría debajo ni se le ocurriría pensar que hubiera metido él algo allí. Metió a la tortuga en una caja con tapa, y ató fuertemente a «Omshafu» dentro de su caja, con un cordel, metiendo luego a ambos animales en la caja grande con los insectos. Luego metió dicha caja debajo del sofá y se fue a comer libre ya de toda inquietud.

La exhibición no había de empezar hasta las tres, conque Guillermo salió en busca de «Jumble». Encontró al perro en la cuneta, tiró unos palos para que los buscara, le cepilló, suavemente, con un cepillo de botas, viejo, que guardaba para las pocas veces que se le ocurría hacerle el tocado a «Jumble» y, finalmente, le ató al cuello la cinta rosa, vieja, deshilachada y descolorida que constituía su atavío de gala. Luego se dirigió a la sala para recoger los insectos. Allí recibió su primera sorpresa.

En el sofá de la sala estaba sentada la señorita Eufemia Barney, con expresión de pensamiento elevado en su semblante. Miró silenciosamente a Guillermo de pies a cabeza, con gesto de disgusto, y luego apartó la mirada con un estremecimiento. Guillermo fue en busca de su madre.

—¿Qué hace «esa» en nuestra casa? —preguntó con voz severa.

—He prestado la sala para que se reúna la Sociedad, querido —contestó la señora Brown, con tono reverente—, porque a ella le están pintando la sala de su casa en estos momentos. No debes interrumpir.

La señora Brown no era una Pensadora Elevada, pero sentía por ellas un profundo respeto.

—Pero… —empezó a decir el niño, indignado.

Y se interrumpió. Se dijo que, bien pensado, era mejor no delatar su escondite.

Regresó a la sala decidido a acercarse abiertamente al sofá y sacar los insectos de debajo de las propias faldas de la señorita Eufemia Barney. Pero había otras dos Pensadoras Elevadas instaladas ya en el sofá, una a cada lado de la presidenta, y estaban entrando más Pensadoras Elevadas en el cuarto. El valor de Guillermo desapareció. Se sentó en una silla, junto a la puerta, frunciendo el entrecejo y con la mirada fija en las faldas de la señorita Eufemia.

Los miembros de la Sociedad le miraron con desaprobación y desprecio. La reunión estaba completa. Iba a empezar la sesión. La señorita Eufemia Barney iba a hablar acerca de los «Complejos más comunes». Pero primero dirigió a Guillermo, que permanecía sentado con la mirada fija en el borde de su falda, una mirada desoladora.

—¿Quieres algo, niño? —inquirió.

Antes de que Guillermo tuviera tiempo de decirle lo que querían la doncella abrió la puerta y anunció a la señorita Fairlow. Las Pensadoras Elevadas soltaron una exclamación de asombro. La señorita Fairlow miró a su alrededor como Daniel debió de mirar al encontrarse entre los leones.

—Vine… —dijo—. ¡Cielos!

La señorita Eufemia le indicó un asiento. Se le ocurrió que aquella era una ocasión que ni pintada para conseguir que el Pensamiento Elevado le inspirara un profundo respeto a la señorita Fairlow. La señorita Fairlow sabría cuánto más elevadas de pensamiento eran ellas de lo que ella podía ser jamás. Sería un gran triunfo conseguir que la señorita Fairlow ingresara como humilde socia y buscadora de la verdad bajo la dirección suya —de la señorita Eufemia.

—Vino usted a ver a la señora Brown, naturalmente —dijo, bondadosa—, y la doncella la condujo a usted aquí, creyendo que era usted… ejem… una de nosotras. La señora Brown ha tenido la amabilidad de prestarnos la sala para que celebremos una reunión. No se excuse, se lo ruego… quizá le gustaría a usted escucharnos unos momentos. Estábamos a punto de discutir los «Complejos más comunes». Empezaré por leer un poemita. Me pasé casi toda la mañana dándole los últimos toques —acabó diciendo con orgullo.

—Yo me pasé casi toda la mañana dedicada a «Omshafu» —aseguró la señorita Fairlow, muy seria.

Hubo un momento de silencio y de tensión. Las Pensadoras Elevadas dirigieron miradas de desesperada súplica a su presidenta. ¿Consentiría que las humillase aquella mujer?

—¡Ah! ¡«Omshafu»! —dijo la señorita Eufemia, lentamente—. Claro que es… es muy interesante.

Las Pensadoras Elevadas exhalaron un suspiro de alivio.

—Apenas pude arrancarme de ella esta mañana —replicó la señorita Fairlow, agradablemente—. ¡Resultaba tan absorbente!

¡Absorbente! Sería alguna especie de filosofía oriental, seguro. De nuevo convergieron las miradas en la presidenta. De nuevo se mostró esta a la altura de la ocasión.

—Experimenté yo la misma sensación, exactamente, cuando… cuando me di a ella —se arriesgó a decir la buena señora.

Quería dar a entender con ello que había conocido a «Omshafu» mucho antes que la señorita Fairlow, para que se sintiera un poco humillada.

La mirada de esta última descansó, momentáneamente, en el dedo que llevaba vendado.

—Penetra muy adentro —murmuró.

La señorita Barney iba ganando aplomo.

—Ahí no estoy de acuerdo con usted —dijo con firmeza—. Yo creo que su atractivo es puramente superficial.

Guillermo se había animado considerablemente al oír pronunciar el nombre de «Omshafu»; pero hallando la conversación incomprensible para él, había vuelto a su actitud y estado de antes. De pronto su mirada quedó fija. Se le abrió la boca de par en par, con horror.

Los «ejemplares» se estaban escapando por debajo de la falda de la señorita Eufemia. Una cucaracha avanzaba, lenta y majestuosamente, hacia el centro del cuarto; varias hormigas subían, con trabajo, por el vestido de la señorita Eufemia. De momento, no se había dado cuenta nadie más. Guillermo se quedó mirando, helado de horror.

—He oído decir que «Omshafu» ha mordido a la mayoría de la gente este año —dijo la señorita Fairlow.

La señorita Eufemia hizo un mohín de disgusto. El éxito la estaba haciendo ser temeraria.

—Creo que tiene algo de peligroso —dijo.

—¿Se refiere usted a los dientes? —inquirió, alegremente, la otra.

Hubo un momento de silencio. La señorita Eufemia empezó a sentir la horrible sospecha de que le estaban tomando el pelo. Las Pensadoras Elevadas la miraron con impotencia y luego miraron a la señorita Fairlow. Entonces la señorita Eufemia se levantó del sofá, lanzando un penetrante grito.


—¡Algo me ha picado! ¡Son abejas!… ¡Abejas que están saliendo de debajo del sofá!

—¡Algo me ha picado! ¡Son abejas…! ¡Abejas que están saliendo de debajo del sofá!

Simultáneamente, la tesorera se subió a una mesita.

—¡Cucarachas! —aulló—. ¡Auxilio!

Por encima de aquella Babel y dominándolo todo, se oyó la voz clara de la señorita Fairlow.

—Y ahí está la misma «Omshafu» en persona. Veo su lindo hociquito sonrosado asomar.

Cesó la Babel unos momentos mientras la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado miraba a «Omshafu». Luego se reanudó con redoblada violencia.

Guillermo se marchó con sus ejemplares. Había logrado capturar nuevamente a la mayoría. A «Omshafu» se la había sacado de la ancha faja de seda de la tesorera, en uno de cuyos pliegues se había refugiado. Guillermo había dejado a su madre y a la señorita Fairlow echándole agua a la tesorera, que había sufrido un ataque de histeria.

Aun así, Guillermo iba tarde ya. Tras él trotaba «Jumble», con los restos roídos de su atavío de gala, en la boca.

—¡Guillermo!

La señorita Fairlow iba detrás, con una caja de cartón en la mano.

—Guillermo —dijo—, a lo que vine, en realidad, fue a traerte esto; pero, cuando me metieron en la sala por equivocación, no pude resistir la tentación de tomarles el pelo. Me lo encontré esta mañana después de haberte marchado tú… en un cajón viejo que estuve arreglando, y se me antojó que te gustaría.

Guillermo lo abrió. Era un estuche de mariposas: mariposas de todas clases, con un letrerito debajo.

—Creo que perteneció a mi hermano —dijo la señorita Fairlow—. ¿Te gustaría?

—«¡Caramba!» —exclamó Guillermo boquiabierto—. «Gracias».

—Y yo he pasado esta tarde el mejor rato que he pasado desde hace tiempo —dijo la señorita Fairlow, soñadora—. Muchísimas gracias.

Guillermo se apresuró a llegar al cobertizo viejo en que había de celebrarse la exposición. Pelirrojo, Douglas, Enrique y el auditorio se hallaban allí ya.

—¡Sí que llegas temprano! —murmuró Douglas, con sarcasmo.

—¿«Crees tú» —inquirió Guillermo con severidad— que uno que ha tenido que trabajar como un negro para preparar la colección, podía haber llegado «más temprano»?

La media docena de niños que formaban el auditorio asieron con fuerza sus medios peniques y miraron a Guillermo con desconfianza.

—No quieren soltar los cuartos —dijo Enrique, asqueado.

—No —aseguró el auditorio—; ni los soltamos hasta estar seguros de que «vale» medio penique.

Guillermo asumió una actitud de director de circo.

—Esta, señoras y caballeros —empezó a decir, sin preocuparse de que su auditorio se componía, exclusivamente, de varones—, es la única tortuga de su clase en el mundo.

—Ya he visto una tortuga.

—Tengo una tortuga en casa.

El auditorio hizo estos comentarios sin inmutarse.

—«Tal vez» —contestó Guillermo, aplastante—; pero ¿habéis visto alguna vez una tortuga con rayas blancas como esta?

—No; pero podía haberla visto si cogiese una lata de pintura y pintase la que tenemos en casa.

Guillermo pasó a la caja siguiente.

Sacó a «Omshafu».

—«Este» —dijo— es el único insecto-rata de la especie de los «Omshafu»…

—Si tú te has creído —dijo el público— que vamos a pagar medio penique para ver esa rata que hemos visto centenares de veces ya y que, además, nos ha mordido, estás «equivocado».

El semblante de Pelirrojo empezó a reflejar la desesperación.

Guillermo pasó a la caja tercera.

—Aquí, señoras y caballeros —dijo—, hay treinta especies distintas y separadas de insectos. Sólo os pido que las miréis. Yo…

—Son la misma clase de insectos que andan por nuestro jardín en casa —dijo el público, fríamente.

—Pero…, ¿los habéis visto todos «reunidos» alguna vez? ¿Los habéis visto «coleccionado»? Pensad en el trabajo, en el tiempo que he necesitado para coleccionarlos. ¡Si el tiempo sólo vale ya más del medio penique…! Me «parece» a mí que vale medio penique. Me parece a mí que vale «más» de medio penique. Me parece…

—Bueno, pues a nosotros, no —contestó el público—. Preferimos verlos arrastrarse por el jardín, gratis, a verlos arrastrarse por una caja, por medio penique, conque ya lo sabes.

Pelirrojo, Douglas y Enrique miraron a Guillermo, desencantados.

—No «merecen» que se tome uno el trabajo de hacer una colección para ellos —murmuró Pelirrojo.

—Merecen que se les «quiten» los medios peniques que traen —afirmó Douglas.

Pero Guillermo, lenta y majestuosamente, sacó la cuarta caja y la abrió, exhibiendo una serie de hileras de mariposas preciosas. Luego cerró la caja muy aprisa.

El auditorio se quedó boquiabierto.

—Cuando hayáis pagado el medio penique —con firmeza, anunció Guillermo— podréis contemplar esta colección, maravillosa y única, compuesta de veinte especies distintas de mariposas, todas ellas coleccionadas.

Los niños le entregaron sus monedas con avidez. Guillermo se las pasó a Douglas, triunfalmente.

—Corre a comprar las canicas en seguida —le dijo en ronco susurro—, no sea que luego pidan que se les devuelva el dinero.

Luego se volvió hacia el auditorio, se alisó el cabello y adoptó, nuevamente, su actitud de director de circo.

* * *

En la sala de la señora Brown, los miembros de la Sociedad para el Fomento del Pensamiento Elevado estaban rehaciéndose de los fuertes ataques de histeria.

—Tendremos que disolver la Sociedad —dijo la señorita Eufemia Barney—. Se lo contará a todo el mundo. Sea como fuere, es un crimen dar un nombre así a una rata… es casi una blasfemia… Estoy segura que se trata de un nombre bíblico. ¿Cómo iba una a adivinarlo? Pero la gente no lo olvidará nunca.

—Podríamos reconstruir la Sociedad más adelante bajo un nombre distinto —sugirió la secretaria.

—La gente no olvida nunca —dijo la señorita Eufemia—; ¡es tan poco caritativa…! Es una verdadera desgracia lo ocurrido. Y como sucede con la mayoría de las desgracias que ocurren en este pueblo, el causante directo es ese niño terrible que se llama Guillermo Brown.

En aquel momento, el causante directo de la mayoría de las desgracias del pueblo, rodeado de sus amigos, su preciada caja de mariposas a su lado, y la felicidad en el corazón, daba principio a la partida de canicas que tanto trabajo le había costado conseguir y que tanto se había aplazado.