GUILLERMO Y EL GATO NEGRO

«Bunker», el gato negro viejo, había vivido en casa de Guillermo desde que él recordara. «Bunker» pertenecía, oficialmente, a Ethel, hermana de Guillermo; pero honraba imparcialmente con su presencia, a todas las familias de la vecindad. Merodeaba, con frecuencia, por el jardín de la casa de al lado, donde vivía otro gato negro, muy mimado, llamado «Luqui», que pertenecía a la señorita Amelia Blake.

Guillermo trataba a todos los gatos con supremo desprecio. En cuanto al gato de su casa, abandonaba su actitud de vez en cuando para tirarle palos o experimentar sobre él los efectos de pinturas de colores; pero se jactaba de despreciar a los gatos en general y consideraba que su única utilidad en este mundo, era la de proporcionarle ejercicio y placer a su amado «Jumble», perro de raza indefinida.

Cuando Guillermo se hallaba en la cama y llegaba a sus oídos, todas las noches, el tierno acento de la señorita Amelia Blake, procedente del jardín vecino, gritando: «¡“Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luquiiiiiiiiiiiii”!», fruncía el entrecejo con desdén.

—¡Huh! ¡Y todo eso por un miserable «gato»! ¡Mira que «conocerlos»…!

Él, personalmente, se enorgullecía de no poder distinguir un gato de otro.

«Bunker» era muy viejo y sarnoso. Empleaba habitualmente, un aullido horrible, penetrante, prolongado, que aumentaba en volumen al aproximarse a su culminación de pesadilla: un aullido que a Guillermo le encantaba imitar.

—¡Ya-ah-ah-ah-ah-ah-AH!

El señor Brown había dicho en numerosas ocasiones que, entre el gato y el niño, acabarían por obligarle a darse a la bebida; pero el niño tenía la ventaja de dormir por la noche. Se decidió cierta mañana, tras una noche en que «Bunker» no había dado descanso a sus cuerdas vocales ni un momento, que «Bunker» abandonara ese mundo poco comprensivo y se dirigiera a otra esfera donde se apreciara más su voz o, por lo menos, se viera sometida a algún procedimiento que la afinara.

—Vaya, o desaparece él, o desaparezco yo —anunció el señor Brown—. Uno de los dos ha de ser destruido. El mundo es demasiado pequeño para los dos. Podéis escoger entre ambos.

Así se firmó la sentencia de muerte de «Bunker».

Ethel, que se pasaba los meses sin mirar apenas a «Bunker» y que sentía repugnancia cada vez que le miraba, ahora que su muerte era inminente empezó a evocar la encantadora infancia del gato, a verle, mentalmente, hecho una bolita negra, con un lazo azul al cuello, y a experimentar todas las sensaciones que debe uno experimentar cuando la muerte le arrebata un ser querido. Hasta le hubiese acariciado si no hubiera estado tan sarnoso. Cuando alzaba el gato su horrible voz, Ethel murmuraba: «¡Mi querido “Bunker”!» Hacía una semana escasa que, en idéntica ocasión, había exclamado: «¡No concibo por qué “conservamos ese gato”!»

Cierta tarde, mientras Ethel se hallaba en el club de tenis, la señora Brown abordó a Guillermo, con mucho misterio.

—Guillermo querido, harías una obra de caridad llevándote a «Bunker» al establecimiento de Gorton ahora que no está Ethel aquí. Ya le he avisado al señor Gorton y espera el gato. Sería mucho mejor que, cuando regresase Ethel, pudiéramos decirle que todo había concluido.


Fue a llevar el gato, después de tomar el té.

Encantado de contribuir a la destrucción de «Bunker», Guillermo cogió un cesto cubierto de la despensa y salió al jardín, vio algo negro más allá del invernadero, se acercó a rastras, lo asió, diciendo, triunfalmente: «¡Conque sí, eh!» y lo metió en el cesto.

* * *

El establecimiento de Gorton era un país de maravillas para Guillermo: había perros en jaulas, gatos en jaulas, conejitos de Indias en jaulas, conejos en jaulas, ratas blancas en jaulas, tortugas en jaulas, peces de colores en peceras.

Una vez Guillermo se había sentido profundamente emocionado al ver un mono allí. Se había pasado toda una mañana a la puerta de la tienda mirándolo y haciéndole ruidos a los que contestaba el mono con otros que dejaban encantado al niño. A Guillermo le regocijaba un encargo que le proporcionaba una excusa para dar una vuelta por tan fascinador establecimiento. Le entregó el cesto al señor Gorton y dio principio a su paseo de inspección. Se pasó media hora delante de la jaula de un loro que gritaba sin cesar: «¡“Vete”, burro, “vete”!»

Guillermo no se hubiera cansado nunca de escucharle; pero, dándose cuenta de que ya casi era la hora del té, recogió, de mala gana, el cesto vacío y regresó a su casa.

Cuando entró en el comedor, la señora Brown estaba hablando con Ethel.

—Ethel, querida, Guillermo ha tenido la amabilidad de llevar a «Bunker» a la tienda del señor Gorton esta tarde. Queríamos ahorrarte el dolor de que lo supieras hasta que ya estuviese hecho; pero ahora ya se acabó y «Bunker» no ha sufrido ni pizca, ¿sabes, querida? y…

En aquel momento sonó en el jardín el penetrante y conocido aullido, capaz de ponerle los pelos de punta a cualquiera:

—¡Ya-ah-ah-ha-ha-AH!

Ethel rompió a llorar.

—Es el fantasma de «Bunker» —dijo—. ¡Oh! ¡es su fantasma!

Pero no era el fantasma de «Bunker», porque la sólida y sarnosa figura de «Bunker» apareció, de pronto, en el alféizar de la ventana.

A Guillermo se le paró el corazón. En el brusco silencio que saludó la aparición del cuerpo mortal de «Bunker», se dio cuenta de que debía de haberse equivocado de gato y que, cuanto menos hablara del asunto, mejor.

—Guillermo —murmuró la señora Brown con dejo de reproche—, bien podías haberle hecho el pequeño favor que te pedí, a tu hermana.

—Creí… —contestó el niño, débilmente—, es decir, tenía la intención…

—Bueno, pues tendrás que hacerlo después de tomar el té —anunció su madre con firmeza—; no es muy bonito eso de que causes a tu hermana todo este sufrimiento innecesario, nada más que porque eres demasiado perezoso para darte un paseo hasta el establecimiento del señor Gorton.

Su hermana, a la que le costaba trabajo experimentar un sentimiento de dolor por «Bunker» mientras este, vivo y sarnoso, la estuviera mirando por la ventana, nada dijo.

Guillermo murmuró:

—Bueno… después del té… iré después de tomar el té.

Fue después de tomar el té. Le entregó la cesta al señor Gorton, diciéndole sin parpadear:

—Eran dos los que había que destruir… aquí está el otro.

Permaneció oprimido por el peso de su crimen y aguardó que le devolvieran el cesto. Hasta había perdido todo interés en el país de maravillas del señor Gorton. Cuando el loro gritó: «¡Vete, burro…, “vete”!», le replicó, enfadado: «¡Anda y vete tú!»

Mientras yacía en su lecho aquella noche, se preguntó de quién sería el gato al que había condenado a una muerte prematura.

No tardó en saberlo.

—¡«“Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luquiiiiíiiii”! ¿Dónde estás, querido? ¿“Luqui”…? ¿“Luqui”…? ¿“Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luquiiiiiiiii”? ¿Qué te ha ocurrido, “Luqui”? ¿Dónde estás, querido? ¡“Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luqui”, “Luquiiiiiiii”!»

A Guillermo se le antojó que la voz no había callado en toda la noche.

Las excursiones que hacía Guillermo en su papel de capitán de bandidos, proscritos o pieles rojas, le llevaban a muchas millas de distancia de su pueblo. Tres días después del día en que cometiera su desgraciada equivocación, pasaba por delante de una casita situada a orillas del camino (desempeñando el papel de famoso detective que sigue una pista), cuando vio un gato negro grande sentado en el escalón lavándose la cara con las patas. Aquel gato se le antojó conocido. Se detuvo. No era «Bunker», pero era…

—¡«Luqui»! —llamó Guillermo, con susurro ronco y persuasivo.

El gato se levantó, ronroneando y cruzó el jardín en dirección a Guillermo.

—¡«Luqui»! —repitió el niño.

El gato se restregó, cariñosamente, contra las botas de Guillermo.

Una mujer salió de la casita, sonriendo.

—¿Estás admirando mi gatito, nene?

En circunstancias normales, Guillermo se hubiera mostrado resentido al oírse llamar de semejante forma, y hubiera reanudado su camino sin contestar, limitándose a dirigir una mirada de desdén. Pero acababa de quitársele del corazón el peso de un asesinato. Casi sonrió.

—¡Hum! —dijo.

—Es un gato «muy» bonito, ¿verdad? —prosiguió la nueva propietaria de «Luqui»—. Le compré en el establecimiento del señor Gorton hace tres días. Era, precisamente, lo que yo quería: un gato crecido. Los gatitos destrozan tanto… Se llama «Tuinqui». «Tuinqui», «Tuinqui», «Tuinqui» —murmuró cariñosamente, agachándose para acariciarle, subiendo afectuosamente su voz de tono, a cada repetición del nombre.

«Luqui» se restregó, ronroneando, contra su zapato.

—¡Vaya! —murmuró, con orgullo—, ¿verdad que el animalito conoce a su nueva amita…? Vaya, querido. Entra algún día a ver cómo este encanto se bebe la leche, y te daré un pastel. Me gusta que a los niños les gusten los animales… sobre todo los gatos. Algunos niños malos les tiran palos y piedras; pero estoy completamente segura de que tú serías incapaz de hacer eso, ¿verdad?

Guillermo murmuró algo entre dientes y reanudó su camino, aliviado por saber que no era culpable de un asesinato; pero indignado y avergonzado al mismo tiempo de que se le acusara de sentir afecto alguno por un gato… ¡por un «gato»! Le horrorizaba la duplicidad del señor Gorton y decidió echársela en cara inmediatamente. Se apresuró a presentarse en la tienda de las jaulas y, pasándose nada más que diez minutos delante del cajón de culebras de hierba, penetró en el hogar en que el señor Gorton, en mangas de camisa, mascaba tabaco.

El señor Gorton era un hombre grueso y fuerte, de rostro jovial y modales dulces. Pero el señor Gorton obedecía a las Santas Escrituras en que combinaba con su dulzura de tórtolo la astucia de la serpiente.

—Escúcheme usted, señorito —le dijo a Guillermo cuando este hubo emitido su acusación—. Usted dice que yo vendí ese animal. Ahora bien, lo que usted quería era quitárselo del paso, ¿no es cierto? Bueno, pues ya se lo ha quitado del paso, ¿no? Conque… ¿de qué se queja? ¿Ha vuelto ese animal a molestarle? «No». Soy tan buen psicólogo en cuanto a gatos se refiere como el que más. Conocí a ese gato en cuanto le eché la vista encima. Me dije: «He aquí un animal que se enroscará donde quieran ponerle y, mientras no le falte un cojín y su plato de leche, no echará de menos nada ni tendrá más aspiraciones. No hará viajes largos por la carretera intentando encontrar su antiguo domicilio. ¡Qué ha de hacer! Se restregará contra cualquiera que le llame». Aparte todo lo cual, está en contra de mis sentimientos humanitarios el matar a un animal joven y sano.

Guillermo le miró boquiabierto.

—El segundo que me trajo usted, sin embargo, estaba ya maduro para morir y resultaba un placer y una bondad el matarle. Además de lo cual —prosiguió el señor Gorton, al ocurrírsele otra razón—, ¿qué pruebas tiene usted de que el animal de la señorita Cliff es el mismo que me trajo usted el sábado? Los dos son gatos negros y no tienen señal alguna que les distinga. Debe haber centenares de gatos así… millares… «millones»… imagínese, por todo el mundo. Bueno, pues demuestre usted que esos dos animales son el mismo.

Guillermo, habiéndose encontrado por primera vez en su vida con alguien que le ganara en elocuencia, se apartó, desanimado.

—Bueno —dijo con calma—; no hice más que preguntar.

Se acercó al loro que seguía allí colgado y que le recibió con el irónico grito de: «“¡Caramba!” ¡Qué tipo! “¡Caramba!”»

Guillermo se animó.

—¿Cuánto vale el loro? —preguntó.

—Cinco libras esterlinas.

Guillermo volvió a desanimarse.

—Las culebras valen chelín y medio —prosiguió el señor Gorton— y… escuche, le «regalaré» una tortuguita pequeña para que deje usted de preocuparse del gato.

Guillermo regresó a casa, llevando, orgullosamente, su cría de tortuga en las dos manos.

La señorita Amelia Blake estaba en la sala de su casa. Hablaba, lacrimosa, con la señora Brown.

—Y le dejo puesto su platito de leche todas las noches —decía— y le llamo todas las noches. ¡Mi pobre «Luqui»! Apenas puedo dormir pensando en él, que a lo mejor está pasando hambre y me necesita… Guillermo, si ves rastro alguno de mi «Luqui» me lo dirás, ¿verdad?

Y Guillermo, oprimido por el peso de su secreto, murmuró algo entre dientes y fue a ver qué efecto le hacía a «Jumble» su nueva adquisición.

Aquella noche oyó de nuevo, desde su cama, el quejumbroso grito:

—¡«Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luquiiiiiiiii»! «Luqui», «Luqui». ¿Dónde «estás», querido? ¡«Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luquiiiiiii»!

* * *

La conciencia de Guillermo, aunque ya no pesaba sobre ella un asesinato, le remordía al oír a la señorita Amelia Blake llamar a su gato perdido, melancólicamente, noche tras noche.

La conciencia de Guillermo era un órgano singular. Necesitaba mucho para que se despertase. Pero, cuando se despertaba, exigía acción inmediata. Le llevó una de sus ratas blancas a la señorita Amelia Blake y esta dio un grito y se subió a la mesa. Hasta alcanzó las cumbres del sacrificio y le ofreció su cría de tortuga; pero ella la rechazó.

—No, querido Guillermo; te estoy muy agradecida por tu bondad; pero lo que yo necesito es algo que pueda acariciar… y no quiero nada más que mi «Luqui»… y además… además no me gusta la expresión que tiene ese bicho… parece como si mordiera. ¡No «podría» acariciar eso!

Enormemente aliviado, Guillermo se la volvió a llevar.

Aquella tarde, encaramado a la valla del jardín, con los codos en las rodillas y la barbilla en las manos, contempló las maniobras de «Jumble» alrededor de la cría de tortuga. Aun cuando hacía ya tres días que tenía Guillermo la tortuga, «Jumble» aún le ladraba con igual furia que el primer día y Guillermo contemplaba a los dos animales con profundo interés. Pero todavía ocupaba sus pensamientos el problema «Tuinqui-Luqui». La ética del asunto resultaba difícil. Le pertenecía a la señora Blake; pero la señora Cliff había pagado por él. De pronto se le ocurrió la solución: una semana cada una. Lo tendrían una semana cada una; eso sería fácil de arreglar, se le aligeró el corazón. Saltó al suelo, se metió la tortuga en el bolsillo, gritó: «¡Eh, “Jumble”!», cogió un palo, saltó (casi) el cuadro de flores que había en medio del jardín y bajó, silbando, la carretera, seguido por su perro.

El cesto cubierto era muy viejo y muy estropeado y no necesitó Guillermo hacer uso de mucha persuasión para conseguir que la señora Brown se lo regalara.

—Es para guardar mis cosas y llevarlas de un sitio a otro, mamá —dijo—~, para no ser tan desarreglado. No seré tan desarreglado ni mucho menos si tengo un cesto así para guardar mis cosas y llevarlas de un sitio a otro.

—Bueno, querido —dijo la señora Brown, encantada.

Siempre era optimista en cuanto a su hijo menor se refería.

Guillermo se pasó todo un sábado por la mañana siguiendo a «Luqui» por las proximidades del jardín de la señora Cliff. (Esta señora acostumbraba irse al pueblo los sábados por la mañana a hacer la compra). Por fin le cogió, le metió en el cesto y le depositó, secretamente, en el jardín de la señorita Amelia Blake. La señorita Blake sintió una alegría inmensa.

—¡Ha vuelto, señora Brown! ¡Señora Brown, ha vuelto! ¡Guillermo! ¡Ha vuelto! ¡«Luqui» ha vuelto!

La señorita Cliff estaba afligidísima.

—Nene, no habrás visto a mi «Tuinqui» por parte alguna, ¿verdad? Mi adorado «Tuinqui» ha desaparecido. ¡«Tuinqui»! ¡«Tuinqui»! ¡«Tuinqui»! ¡«Tuinquiiii»!

Los cuatro sábados siguientes cambió, sin dificultad, la residencia de «Tuinqui-Luqui». Al llegar a casa de la señorita Cliff, «Tuinqui» se dirigía inmediatamente a su cojín favorito y se quedaba dormido. Al llegar a casa de la señorita Amelia Blake, «Luqui» hacía lo mismo. Las dos señoras casi llegaron a acostumbrarse a las misteriosas ausencias que duraban una semana.

—Se ha vuelto a marchar, señora Brown —decía, por encima de la valla, la señorita Blake—. Espero que volverá como la última vez. No le habrá visto usted, ¿verdad? ¡«Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luquiiiiiii»!

Por fin Guillermo se cansó. Al principio, la conciencia del deber cumplido le había sostenido; pero empezó a decirse que aquello no podía prolongarse indefinidamente. Después de todo, un sábado es un sábado —un día de fiesta que no interrumpía la monotonía de los días de clase. Guillermo empezó a pensar que si tenía que pasarse todos los sábados de su vida siguiendo a «Tuinqui-Luqui» y transportándole, clandestinamente, de un extremo del pueblo a otro, más le valiera no haber nacido…

* * *

Había metido a «Tuinqui-Luqui» en el cesto y emprendió su camino. Hacía mucho calor, «Tuinqui-Luqui» pesaba una barbaridad, y Guillermo estaba muy enfadado. Acababa de llegar a la conclusión de que sería necesario hallar otra solución para el problema «Tuinqui-Luqui», cuando oyó el trepidar del lento y ruidoso autobús que hacía la línea desde la vecina población al pueblo en que vivía el niño.

El tomar el autobús le ahorraría una larga caminata con el pesado cesto, y, por un verdadero milagro, llevaba el penique necesario en el bolsillo. Y, de todas formas, ya estaba harto del asunto. Hizo una señal al autobús por el sencillo expediente de alzar el cesto y sacarle la lengua al conductor. El conductor sacó la lengua a su vez y el vehículo se detuvo. Estaba muy lleno; pero había un asiento vacante. Guillermo lo ocupó antes de darse cuenta, con horror, de que, a un lado suyo estaba sentada la señorita Amelia Blake y al otro la señorita Cliff.

El autobús se había vuelto a poner en marcha, conque ya era demasiado tarde para volverse a apear. Palideció el niño, fingió no verlas, fijó la mirada hacia adelante, con severa expresión en su rostro, y apretó contra su pecho el cesto que contenía a «Tuinqui-Luqui». La señorita Amelia Blake y la señorita Cliff no se conocían mutuamente. Pero las dos conocían a Guillermo.

—Buenos días, nene —dijo afectuosamente la señorita Cliff.

—Buenos días —contestó el niño, sin mover la cabeza.

—Buenos días, Guillermo —saludó la señorita Blake.

—Buenos días —murmuró Guillermo.

—¿Has ido de compras para tu mamá? —inquirió la señorita Blake.

—¡Hum! —contestó el niño, con la mirada clavada aún, con desesperación, en la ventanilla de delante y el cesto apretado contra el pecho.

—Has de venir a ver a mi gato pronto otra vez, nene —dijo la señorita Cliff.

El rostro de la señorita Amelia Blake se ensombreció.

—No habrás visto a «Luqui», ¿verdad, Guillermo? Ha estado ausente toda la semana.

Guillermo sintió un movimiento espasmódico dentro del cesto al sonar el nombre. Se humedeció los labios y movió, negativamente, la cabeza.

La señorita Blake estaba mirando el cesto con interés. Daba la casualidad que necesitaba un cesto nuevo para la compra y que aquella misma mañana había visitado una cestería.

—¿Me permites que vea tu cesto, Guillermo? —inquirió, afectuosamente—. Me gustan estos cestos cubiertos para ir de compras. No pueden salirse las cosas. Claro está que tienen el inconveniente de que no caben tantas cosas dentro. ¿Son fuertes los cierres?

Alargó una mano hacia los cierres. Guillermo se sintió inundado por un sudor frío. Cubrió los cierres, desesperadamente, con las manos.

—No… no los tocaría yo en su lugar —dijo, roncamente—. Está… está un poco lleno. No me gustaría que se me cayeran todas las cosas aquí.

La señorita Amelia Blake asintió con una sonrisa y la señorita Cliff le dirigió otra desde el otro lado. Guillermo hubiera deseado, en aquel momento, que se abriera la tierra y las tragara a las señoritas Blake y Cliff, a «Tuinqui-Luqui» y a él.

Por fin se detuvo el autobús en la encrucijada y se apearon todos. Guillermo sintió un alivio indescriptible. «Eso» se había acabado. Y era la «última» vez que les cambiaría el gato. Dio media vuelta para tirar carretera abajo; pero la señorita Amelia Blake le posó la mano en el brazo.

—La sujetaré con mucho cuidado, Guillermo —suplicó—. No dejaré que se caiga nada; pero «quiero» ver si los cierres de este cesto son fuertes.

La señorita Cliff estaba parada al lado, sonriendo con interés y curiosidad. Guillermo se abandonó al Destino. La señorita Amelia Blake abrió un cierre. La tapa se alzó y apareció una cabeza negra, que miró a su alrededor ronroneando.

—«¡Luqui!»

—«¡Tuinqui!»

—¡Es mío!

—Y lo compré en la tienda del señor Gorton.

—¿Cómo «puede» usted decir que es suyo?

—¡Es mío! —exclamó la señorita Cliff.

—No es cierto —repuso la señorita Blake.

—A mí me conoce… «¡Tuinqui!»

—«¡Luqui!»

Ambas intentaron coger a «Tuinqui-Luqui»; pero «Tuinqui-Luqui» esquivó a las dos y salió disparado como una flecha calle abajo en dirección a la tienda del señor Gorton. Como todo caballero de verdad, «Tuinqui-Luqui» prefería la muerte al escándalo. Guillermo no era cobarde; pero aun un hombre más valiente que él hubiera puesto los pies en polvorosa. Guillermo había recorrido ya, huyendo, la mitad del camino que le separaba de su casa.

En la encrucijada, la señorita Amelia Blake y la señorita Cliff colgaban, histéricas, la una de la otra, emitiendo gritos chillones y desafinados tras «Tuinqui-Luqui» que empezaba a perderse en la distancia.

—¡«Tuinqui», «Tuinqui», «Tuinqui», «Tuinqui», «Tuinqui», «Tuinquiiiiiiii»!

—¡«Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luqui», «Luquiiiiiiiiii»!

Y Guillermo corría como si todos los gatos del mundo le estuviesen pisando los talones.