La familia de Guillermo se había trasladado a Londres, de vacaciones. Se habían llevado a Guillermo más que nada porque era peligroso dejarle atrás. No era Guillermo la clase de muchacho del que se puede esperar que lleve una vida ordenada y sin mácula en su casa en ausencia de sus padres. Tenía muchas buenas cualidades; pero no la mencionada. Conque Guillermo acompañó a su familia a Londres, sombrío y de mala gana.
La hermana mayor y la madre de Guillermo se pasaban los días de compras y yendo al teatro. El hermano mayor asistía todos los días a los partidos de «cricket» y regresaba, excitado, discutiendo el juego y los jugadores sin que nadie le hiciera el menor caso. El papá de Guillermo se reunía con antiguos amigos en su club o se dormía en el salón de fumar del hotel.
Guillermo podía acompañar a cualquiera de los miembros de su familia. Le estaba permitido ir de compras y a «matinées» con su madre y Ethel; se le toleraba que acompañase a Roberto a los partidos de «cricket», o podía dormir en el salón de fumar con su padre.
Cada uno de ellos le animaba a que acompañase a cualquier otro de la familia y, de vez en cuando, lograba darles esquinazo a todos ellos y pasarse la tarde deslizándose por el pasamanos de la escalera (hasta que el gerente del hotel se lo impidió cortésmente, pero con firmeza), mientras aguardaba a que se ausentara temporalmente el encargado del ascensor para intentar manipularlo él, o rivalizaba con un pajecillo de semblante impertinente en hacer caras y muecas silenciosa y furtivamente. Pero, a pesar de todo esto, estaba aburrido a más no poder. El centro del Imperio Británico le inspiraba el más profundo desdén.
—«¡Calles!» —exclamó con devastador desprecio el primer día—. «¡Tiendas!» ¡Huh!
El alma del niño añoraba los verdes prados, los caminos y los bosques del pueblo; su banda de compañeros, con los que luchaba, peleaba, se metía en terreno vedado y urdía planes atrevidos para desafiar al mundo entero; echaba de menos los labradores iracundos que contribuían al peligro y la emoción sin los que la vida se hacía insoportable para Guillermo y sus compañeros.
Los placeres de Londres le entristecían.
—¡Bah! «¡Historia!» —comentó, con frialdad, cuando le llevaron a ver la Abadía de Westminster.
Su único comentario al ver la Torre de Londres fue que parecía ocupar el día entero el visitarla aunque, después de todo, bien poca cosa tenía que hacer.
Añoraba la compañía de los de su clase. El hijo de una prima de su madre que vivía cerca, le había ido a visitar un día. Era un muchacho alto y pálido que le preguntó a Guillermo si sabía bailar el «fox-trot» y si no adoraba los aguafuertes de Axel Haig y si no prefería París a Londres. La conversación no se cimentó.
Pero, al acompañar a su familia y atajar por algunas callejuelas, había visto, momentáneamente, otro mundo, un mundo de golfillos que luchaban y peleaban, emitían penetrantes silbidos, se colgaban de la trasera de los carros, andaban por el arroyo con los pies dentro del agua, tocaban los timbres de las casas y huían de los guardias. Lo miró con nostalgia. Socialmente hablando, sus gustos no eran muy elevados. Lo único que le pedía a la vida era peligro, emoción, movimiento y la compañía de los de su clase. Le gustaban los niños —montones de niños—, niños que gritaran, silbaran, corrieran, flirtearan con el peligro… niños que no hubieran oído hablar nunca de aguafuertes estúpidos.
Al seguir a su familia con aire de mártir en todas sus expediciones, sólo el ver ese otro mundo disipaba la ceñuda expresión de su semblante y le iluminaba… Veces hubo en que, deteniéndose, intentó ponerse en contacto con él, pero no tuvo éxito. Las palabras de su madre: «¡Vamos, Guillermo! ¡No hables con esos niños tan horribles!» siempre le obligaban a volver a la inmaculada e insoportable decencia de su familia. No obstante, aun antes de que sonara la odiosa llamada de su madre, sabía que estaba perdiendo el tiempo.
Era un ser extraño, un niño limpio, con traje elegante y madre y hermana vestidas a la moda. Era un paria, un ser del que había que burlarse y a quien habían de despreciar. La situación le amargaba a Guillermo. Por instinto, estaba de parte de los sin ley, de los antidecentes.
Se fue animando a medida que se aproximaba la fecha de regreso al pueblo. Sin embargo, experimentaba cierta añoranza por el mundo infantil de Londres que aún no había podido explorar, a la par que un profundo desdén por el Londres que sus padres le habían enseñado.
* * *
Guillermo había sido invitado a una fiesta para la última tarde que había de pasar en Londres. La prima de su madre vivía en Kensington y había invitado a Guillermo a «una pequeña reunión de los amigos de su hijo». Guillermo no quería asistir a la fiesta. Es más, Guillermo no tenía la menor intención de asistir. Pero se le había ocurrido un plan maravilloso.
—Es muy amable —dijo, con humildad—. Sí; me gustaría mucho ir.
Esta era, para Guillermo, una forma desacostumbrada de recibir una invitación. Por regla general, protestaba, se indignaba y aseguraba hallarse completamente incapacitado para ir a lugar alguno en aquel momento. La mamá de Guillermo le miró.
—Te… te encuentras bien, ¿verdad, querido? —preguntó, con ansiedad.
—Sí; y tengo muchas ganas de ir a una fiesta.
—Puedes ponerte el traje Eton —dijo la señora Brown.
—Ah, sí. Me gustaría ese.
El rostro del niño carecía de expresión. La señora Brown se dio un pellizco para asegurarse de que estaba despierta.
—Supongo que habrá música, baile y todo eso —dijo.
Creyó que, a lo mejor, Guillermo no habría comprendido bien de qué clase de fiesta se trataba.
La expresión del niño no sufrió variación alguna.
—Ah, sí —contestó, afablemente—; estará muy bien eso de que haya música y baile.
Cuando le hablaron al señor Brown de la invitación, este soltó un gemido.
—Supongo que tendremos que perder el día entero para conseguir que vaya —dijo.
—No —contestó la señora Brown—; eso es lo raro del caso. Parece «querer» ir. De verdad. Y parece «querer» llevar su traje Eton y ya sabes tú lo que nos había costado siempre conseguir que se lo pusiera. Supongo que empieza a tomarse interés por ir bien vestido. Creo que Londres debe de estar civilizándole.
—Bueno —comentó el señor Brown con sequedad—; supongo que tú sabrás lo que te haces. Y a veces ocurren milagros.
Cuando llegó la tarde de la fiesta, hubo ciertas dificultades relacionadas con el tránsito de Guillermo desde el hotel a casa de la prima de su madre. La casa estaba tan cerca del hotel, que no valía la pena tomar un taxi. Pero nadie parecía tener ganas de acompañarle.
Ethel se iba al teatro y Roberto había estado fuera todo el día y se creía con derecho a descansar un poco y no tener que cargar con chiquillos de un lado para otro. La señora Brown había vuelto a tener un ataque de reuma y el señor Brown deseaba leer el periódico de la tarde.
Guillermo, elegante, cepillado, enfundado en su traje Eton, brillando la limpieza y la virtud en su rostro, interrumpió, humildemente, la discusión.
—Yo conozco el camino, mamá. ¿No podría ir yo solo?
La señora Brown vaciló.
—No veo yo por qué no —dijo, por fin.
—Si tú crees que ese niño puede andar tres pasos solo sin meterse en jaleo… —empezó a decir el señor Brown.
Guillermo le dirigió una mirada llena de dulce reproche.
—¡Oh! «¡Mírale!» —dijo la madre—. Y no es como si no quisiera ir a la fiesta. Tú quieres ir, ¿verdad, querido?
—Sí, mamá —contestó Guillermo, con humildad.
Su padre le dirigió una penetrante mirada.
—Mira, haz lo que te dé la gana —dijo, cogiendo el periódico otra vez—. Yo no pienso acompañarle, desde luego; pero no me eches después la culpa si se le ocurre volar el Parlamento, ponerle un dique al Támesis o derribar la columna de Nelson.
Guillermo miró de nuevo a su padre con tristeza.
—Te prometo no hacer ninguna de esas cosas, papá —dijo, con solemnidad.
—No veo yo motivo para que no vaya solo —dijo la señora Brown—. No está lejos y será bueno porque está deseando ir a la fiesta, ¿verdad, Guillermo?
—Sí, mamá —contestó el niño con inescrutable expresión.
Conque fue solo.
* * *
Guillermo echó a andar calle abajo, enfundado en su elegante traje, con gabán, gorra nueva y zapatos de charol.
Había cambiado su expresión una vez se halló lejos de su familia. Su rostro, en aquellos momentos, expresaba determinación y expectación.
Una vez fuera del alcance de miradas indiscretas, se apartó de la calle que conducía a la casa de la hermana de su madre y torció por una bocacalle, internándose por un dédalo de callejuelas.
Ahí estaban. Ya sabía él que estarían allí. Niños, niños como a él le gustaban… niños sucios, niños que gritaban, niños que silbaban, niños que se peleaban… Guillermo se acercó. En su pueblo, le hubieran saludado, inmediatamente, como jefe de cualquier horda sin ley. Pero allí no se le conocía. Su aspecto, por añadidura (cabello cepillado, traje de vestir, cara limpia), le favorecía muy poco. Para ellos, resultaba algo prohibido. Se volvieron hacia él con encantados gritos de burla.
—¡Bah!
—¿Dónde está tu mamaíta?
—¡Fijaos en sus zapatos! ¡Boo!
—Qué bien peinado va, ¿verdad?
—¡Bah!
—¡Boo!
—¡Anda de ahí!
El más alto de todos le quitó la gorra a Guillermo y echó a correr con ella. El quitarle la gorra a un niño, de la cabeza es un insulto mortal. Guillermo, cuyo único deseo era el hacerse amigo de todos ellos, tenía, sin embargo, que mantener su dignidad. Corrió tras el muchacho y le cogió por el cuello. Entonces empezó el combate.
El resto de la tribu formó corro a su alrededor, dando consejos y animando a los combatientes. Desapareció todo el desdén que les había inspirado Guillermo al principio. Porque Guillermo sabía pelear. Perdió el cuello y se le hinchó un ojo y su cabello se rehízo de los efectos de cepillo y volvió a su ángulo vertical favorito.
Los dos estaban bastante igualados y la pelea estaba resultando bastante satisfactoria, hasta que el grito de «¡Guardias!» puso fin a ella bruscamente y el grupo de muchachos, en cuyo centro iba Guillermo, huyó, precipitadamente, por otra calle. Cuando se hallaron a buena distancia del lugar en que se habían encontrado, se detuvieron y el muchacho alto le devolvió a Guillermo la gorra.
…y el grupo de muchachos huyó precipitadamente por otra calle.
—Toma —dijo, con cierto respeto.
Guillermo, con un gesto de despreocupación, tiró la gorra al aire.
—No la quiero —dijo.
—¿Cómo te llamas?
—Guillermo.
—Se llama Guillermo —dijo el chico a los otros.
Guillermo leyó en su rostro creciente interés, no amistad del todo aún, pero tampoco desprecio. Rio con orgullo. Se metió las manos en los bolsillos del gabán y se encontró, ¡oh, alegría!, una moneda de seis peniques.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó a su excontrincante.
—Herberto —contestó el otro, sin dejar de mirar a Guillermo con interés.
—Vamos, Herberto —dijo Guillermo, contoneándose—, compraremos unos caramelos, ¿eh?
Entró en una tiendecita pequeña y sucia y toda la tribu le siguió. Discutió con Herberto las respectivas cualidades de los «ojos de buey» y de los «besos de coco» —dos variedades distintas de caramelos.
—Los ojos de buey —dijo Herberto— duran más; pero los «besos de coco1» saben mejor.
Por fin, Guillermo probó uno de los «besos de coco» y toda la tribu siguió su ejemplo, siendo perseguidos, calle abajo, por el tendero indignado.
—«¡Comiéndoselos!» —gritaba, furioso—. «¡Comérselos sin pagarlos!» ¡Llamaré a la policía, ladronzuelos!
* * *
Corrieron por otra calle gritando, silbando y empujándose unos a otros. El silbido de Guillermo era más penetrante que ninguno y corría a la cabeza del grupo. Se estaba entusiasmando. Entraron en la primera tienda que encontraron y Guillermo compró seis peniques de «ojos de buey», repartiéndolos, con liberalidad, entre los que le rodeaban.
Guillermo no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Tenía las manos tan sucias como sus compañeros; el rostro estaba cubierto de churretes donde lo había tocado con los dedos; tenía un ojo a la generala; le había desaparecido el cuello; tenía los pelos de punta y su abrigo había perdido su prístina elegancia. Y, por fin, se sentía feliz.
Ya no era un caballerito que se alojaba en un hotel selecto con su familia. Era un niño entre niños; un proscrito entre proscritos nuevamente. Había dejado ya de ser un paria. Había demostrado su valor luchando, corriendo y silbando. Casi le habían aceptado como uno de los suyos, pero no del todo. No cabía en sí de gozo.
Acababa de pasar por la calle vecina un carro de riego y corría por el arroyo un río ancho y barroso. Dando un alarido de alegría, la tribu corrió hacia él, dirigida por Herberto al que seguía Guillermo de cerca.
Los zapatos de charol de Guillermo empezaron a perder su elegancia. Fue Guillermo el que empezó a dar golpes con los pies al andar y los demás imitaron su ejemplo inmediatamente: chapaleteando, gritando, silbando, empujándose… Así siguieron el río de agua sucia por una y otra calle. A cada esquina, Guillermo parecía derramar otra parte de su equipo de niño que va a asistir a una fiesta. Ninguna reunión le hubiese admitido ya, ninguna persona le hubiera saludado a la entrada, ninguna doncella le hubiese abierto la puerta… Había quemado, por completo, sus naves. Pero era feliz.
Todas las cosas buenas se acaban, sin embargo hasta un río lleno de barro del arroyo, y Herberto, que aún iba delante, gritó:
—¡Vamos, chicos! ¡Ale, Guillermo…! ¡Timbres!
Echaron a correr por los dos lados de la calle a vertiginosa velocidad, tocando todos los timbres al pasar. Tres vecinos furiosos salieron en su persecución. Uno de ellos, más rápido que los otros dos, alcanzó al más pequeño y lento de la tribu y empezó a castigarle.
Fue Guillermo el que volvió, cargó por la retaguardia, dejó al vecino tumbado, sin aliento, en el arroyo y arrastró al golfillo hasta donde estaba el resto de su tribu.
—¡Muy bien, Guillermo! —dijo Herberto.
Y Guillermo sintió que se le henchía el corazón de orgullo. Nada del mundo hubiera sido capaz ya de detener su victoriosa carrera.
Pasó un camión cubierto, de cuya trasera colgaba otra cuadrilla de golfillos. Lanzando un grito de guerra, Guillermo se abalanzó sobre ellos, luchó con ellos suspendido en el aire y se estableció, animando a los de su cuadrilla, y empujando a los otros fuera.
En la pelea, Guillermo perdió el abrigo, se rasgó la chaqueta de arriba abajo por la espalda y se soltó todos los botones del chaleco. Pero su tribu ganó la batalla. La tribu rival rodó por tierra profiriendo insultos inútiles y Guillermo y su tribu siguieron adelante, medio corriendo, medio subidos al camión, con una mezcla de ejercicio físico y descanso cuyo efecto encantador desconoce el ciudadano pacífico.
Y en medio de todos iba Guillermo —Guillermo sereno y triunfante; Guillermo sucio y harapiento; Guillermo aclamado, por fin, como caudillo. El camión aumentó su velocidad. Y pasaron un rato de indescriptible gozo y emoción antes de que, agotados, se apearan.
* * *
Luego Herberto se volvió hacia Guillermo.
—¿Qué piensas hacer esta noche, compadre? —preguntó.
«¡Compadre!» Guillermo no cupo ya en sí de orgullo.
—Nada, compadre —contestó.
—Yo me voy al «cine» —anunció Herberto—. Si tú quieres ayudarle a mi vieja en el puesto de té, te dará medio chelín.
¡Un puesto de té! ¡Oh, alegría! ¿Era inagotable, acaso, la magia de aquel atardecer?
—Yo la ayudaré, compadre —dijo Guillermo, esforzándose por imitar el acento de su nuevo amigo.
—Te acompañaré hasta cerca del puesto —le dijo Herberto. Y luego, dirigiéndose a la cuadrilla—: Vosotros largaos a casa, chicos. Guillermo y yo tenemos que hacer.
Le dio a Guillermo un pedazo de goma de mascar, que el niño aceptó con orgullo, mascó y se tragó. A continuación le acompañó hasta una esquina desde la que se veía un puesto de té y café iluminado con luces de petróleo.
—Tú limítate a decir: «Herberto me manda» y te dará seis peniques cuando cierre el puesto… si no está enfadada. Anda. Buenas noches.
Huyó, dejando a Guillermo que se acercara solo al puesto. Una mujer, desgarbada y fuerte, le contempló con los brazos en jarras.
—He venido a ayudarla —dijo el niño, imitando la forma de hablar de Herberto—. Herberto me manda.
La mujer le dirigió una mirada hostil, sin cambiar de postura.
—Conque sí, ¿eh? Siempre está dispuesto a mandar a otra persona. Se habrá ido al «cine» con toda seguridad, ¿eh? Valiente hijo para una pobre, ¿no te parece? Jugando por ahí todo el día y al «cine» por la noche… y a mí que me parta un rayo, ¿verdad?
Guillermo, comprendiendo que algo tenía que decir, dijo que no lo sabía. La mujer le miró de pies a cabeza. Su expresión daba a entender que el resultado no le favorecía mucho.
—Y «tú», supongo, serás uno de esos demonios que recoge Dios sabe dónde. Te diría que recibirías medio chelín por tus servicios, ¿eh? Bueno, pues te daré el medio chelín si te portas a gusto «mío» y te daré un bofetón en caso contrario. ¡Vamos, hombre, muévete! ¡No te estés ahí parado todo la noche! Aquí tienes el mandil. Las pastas valen un penique cada una, los bocadillos un penique y las tazas de té o café un penique también. ¡Andando!
Guillermo se vio instalado, de verdad, detrás de un mostrador. Se vio cubierto, de verdad, por un mandil blanco de pies a cabeza. No cabía en sí de alegría. Sirvió bocadillos y tazas de café a varios hombres. Dejó los peniques que cobraba en un cajón de madera. Daba el vuelto (generalmente equivocado). Abría el grifo de la fascinadora urna. El grifo aquel le resultaba irresistible. Cuando no había clientela, abría el grifo para ver salir el chorrito de café y dar en el suelo o el mostrador.
La sensación de importancia que experimentaba al servir pastas y cobrar peniques era indescriptible. Se sentía un rey, un dios. Se había olvidado por completo de su familia…
De pronto la buena señora le presentó una jofaina llena de agua caliente, un paño y una toalla y le dijo que fregase. ¡Fregar! En su vida había fregado. Con ayuda del paño de cocina hizo girar e agua muy aprisa, dentro de la jofaina y, luego, la hizo cambiar rápidamente de dirección. Aquello le fascinaba. Sacó el paño del agua y, alzándolo muy alto, hizo girar el chorro que goteó, de un lado para otro. Se caló el mandil e inundó el suelo.
Por fin, la mujer, que había estado descabezando un sueño, se despertó y clavó en él una mirada de horror.
—Pero… ¿qué te has creído que estás haciendo? —exclamó, indignada—. Te has creído que estás en la playa, ¿no? Crees que estás jugando con una pala y un cubo, ¿verdad? Mira que desperdiciar agua buena y estropear un mandil… Me gustaría saber dónde te encontró Herberto. Seguramente te sacaría de una casa de orates… ¡Atiza! ¡Ahí viene gente «bien»! ¡Aprisa! Prepárate a servir y procura tener un poco más de sentido común. Y no olvides que, para la gente bien, hay que doblar los precios de todo.
* * *
Pero Guillermo había reconocido a la «gente bien» y le había dado un vuelco el corazón. Miró rápidamente a su alrededor y vio una gorra grande (seguramente propiedad de Herberto), en uno de los estantes. La cogió, se la puso y se la caló hasta los ojos. La «gente bien» se acercó. Eran cuatro personas. Una de ellas —señora de cierta edad— parecía angustiada.
—¿Ha visto usted —le preguntó a la dueña del puesto— a un niño por aquí… a un niño que lleva un traje Eton?
—No, señora —respondió la interpelada—; no he visto a nadie con un traje así.
—Iba a una fiesta —prosiguió la señora Brown sin aliento— y debió de extraviarse por el camino. Telefonearon para decirnos que no había llegado; la policía no tiene noticia alguna de él; pero le hemos podido seguir la pista hasta este barrio. ¿No… no ha visto usted a un niño que pareciera ir a una fiesta?
—No, señora; no he visto a ningún niño que fuera a una fiesta esta noche.
—¡Oh, mamá! —dijo Ethel, y Guillermo, que intentaba taparse la cara con ayuda de la gorra y del mandil, gimió para sus adentros al oír su voz—; tomemos un poco de café ya que estamos aquí.
—Bueno, querida —contestó la señora Brown—; haga el favor de servirnos cuatro tazas de café.
Guillermo, oculto bajo su gorra, llenó las tazas y las sirvió.
—Hubiera sido imposible confundirle —murmuró la señora Brown, lacrimosa—. Llevaba un abrigo azul muy bonito sobre el traje Eton, y una gorra azul y zapatos de charol y tenía «tantas» ganas de asistir a la fiesta que no comprendo…
—¿Cuánto es esto? —le preguntó el señor Brown a su hijo.
—Dos peniques cada uno —murmuró Guillermo.
Hubo un silencio horrible.
—¿Cuánto has dicho? —inquirió el padre con dulzura.
Guillermo sintió un nuevo vuelco en el corazón.
—Dos peniques cada uno —repitió.
Reinó otra vez el silencio.
—¿Me es lícito suplicarte —prosiguió el papá de Guillermo, y, por el tono de voz, comprendió el niño que ya era inútil disimular—, me es lícito suplicarte que te quites la gorra unos instantes? Algo que noto en tu voz y la parte inferior de tu cara me recuerda a un pariente muy cercano…
Pero fue Roberto quien le quitó la gorra de Herberto de un tirón y le despojó del mandil, exclamando:
—¡Diablejo!
—¡Dios mío, «fijaos» en su ropa! —exclamó Ethel.
—¡Oh, mi querido Guillermo! —murmuró la señora Brown—; ¡y yo que creí haberte perdido…!
Y la propietaria del puesto interpuso:
—Bueno, pues se lo regalo… ¡Para lo que sabe de fregar…!
Guillermo se reintegró, triste pero no arrepentido, al seno de la Respetabilidad.