SECUESTRADORES

Hubo revuelo en el pueblo cuando los d'Arcey llegaron a ocupar la casa solariega llamada «The Grange». Una rama de la familia d'Arcey, ¿saben? Lord d'Arcey, lady d'Arcey y lady Bárbara d'Arcey. Lady Bárbara tenía siete años de edad. Era rubia y fascinadora. Lady d'Arcey contrató a un profesor de baile para que bajara de Londres una vez a la semana a enseñarle a bailar. Invitaron a varios niños del pueblo a que asistieran con ella a clase. Invitaron a Guillermo. Su madre quedó encantada; pero Guillermo, desgarbado y rara vez limpio, se horrorizó hasta lo más profundo del alma. Ni ruegos ni amenazas pudieron conmoverle. Dijo que le tenía sin cuidado lo que hicieran de él. Dijo que podían matarle si querían. Dijo que prefería que lo matasen a que le obligaran a asistir a una clase de baile con aquella niña que parecía tan tonta. A él le tenía sin cuidado quién fuera su padre. «Tenía» cara de boba y él no tenía la «menor» intención de asistir a «ninguna» clase de baile con ella. Vergüenza le daría que le vieran hablando con ella, cuanto más bailando.

Su madre casi se echó a llorar.

—Es que nos coloca en una especie de situación de inferioridad, ¿comprendes? —le explicó a Ethel, hermana mayor de Guillermo—. Y lady d'Arcey es tan «agradable» y es tan «amable» eso de que haya invitado a Guillermo…

La hermana de Guillermo, sin embargo, miraba las cosas desde un punto de vista completamente distinto.

—Tal vez —dijo— se enemistarían aún más con Guillermo si «fuera».

La mamá de Guillermo hubo de reconocer que en aquello no dejaba de haber algo de verdad.

* * *

Guillermo estaba en el desván, tendido, cuan largo era, boca abajo, con la barbilla apoyada en las manos. Leía. A un lado tenía una botella de agua de regaliz que se había preparado. Al otro, un buen trozo de pastel que había robado en la despensa. Adornaba su rostro, cubierto de pecas, la torva expresión que siempre lucía cuando estaba haciendo algún esfuerzo mental. El hecho de que hubieran dejado de funcionar sus mandíbulas a pesar de que no hubiera acabado de comerse el pastel, demostraba cuán emocionante e interesante era la novela que estaba leyendo.

«Dick Corazón de Piedra arrastró a la hermosa doncella por la muñeca hasta la cueva del capitán. Una botellita de ron campeaba junto a la mano derecha del jefe. El capitán se cubrió la parte superior del rostro con un antifaz y sonrió con sonrisa siniestra. Se atusó el largo bigote negro con una mano.

»—Suelta a la doncella, perro —dijo.

»Luego la saludó haciendo una profunda reverencia.

»—Hermosa doncella —dijo—; si vuestro padre no me trae sesenta mil coronas [3] esta noche, está firmada vuestra sentencia de muerte. ¡Colgaréis de aquel pino solitario!

»La doncella exhaló un penetrante grito. Luego examinó, atentamente, el rostro enmascarado.

»—¿Quién… quién sois? —preguntó con vacilante voz.

»De nuevo surgió la sonrisa siniestra del capitán bajo el antifaz.

»—Soy Rodolfo Mano Roja —contestó.

»Al oír tan terribles palabras, la doncella se desmayó en brazos de Dick Corazón de Piedra.

»—¡Ajó! —murmuró el sombrío Rodolfo, con dejo burlón—. No existe hombre que no tiemble al oír pronunciar mi nombre.

»Y, de nuevo, la sonrisa curvó sus temibles labios al mirar a la doncella que continuaba desvanecida.

»Porque sabía muy bien que las sesenta mil coronas se hallarían en su poder aquella misma noche.

»—Que se la trate con toda cortesía… hasta esta noche —dijo al marcharse».

Guillermo exhaló un profundo suspiro y echó un largo trago de agua de regaliz.

Se le antojaba un medio fácil y encantador de obtener dinero.

* * *

—Son una gente muy simpática —dijo Ethel al día siguiente, durante el desayuno—. ¡Qué amables son, invitándonos a tomar el té!

—Mucho —asintió la señora Brown—; y dicen: «Tráiganse al niño».

«El niño» alzó la cabeza con la siniestra sonrisa que había estado ensayando.

—¿Quién? ¿Yo? ¡Ah!

Hubiera querido tener un antifaz porque, aunque se sentía capaz de imitar la sonrisa bastante bien, el cuento no mencionaba para nada la expresión de la parte superior del rostro de Rodolfo Mano Roja. Sin embargo, le parecía que su ceñuda expresión de costumbre iría muy bien.

—Irás con nosotros, querido, ¿verdad? —inquirió la señora Brown con dulzura.

—Yo, en tu lugar, no le obligaría —dijo Ethel, nerviosa—. Ya sabes tú cómo las gasta a veces.

La señora Brown lo sabía, de sobra. Guillermo, mudo y en ceñuda protesta, no era adorno para un salón.

—Pero… ¿no te gustaría conocer a la niñito? —preguntó la señora Brown; persuasiva.

—¡Huh! —exclamó Guillermo.

El monosílabo este parece débil y poco expresivo en letras de molde. Pero, como lo pronunció Guillermo, estaba preñado de desprecio, burla y significado siniestro. Se atusó unos bigotes imaginarios al emitirlo. Paseó la mirada por sus familiares. Luego volvió a emitir el monosílabo con una sonrisa aún más siniestra. Se preguntó, naturalmente, si Rodolfo Mano Roja tendría una madre que intentara obligarle a salir a tomar el té. Decidió que, probablemente, no la tendría. La vida resultaba mucho más sencilla no teniéndola.

Soltando un «¡ah!» breve y punzante, salió de la habitación.

* * *

Guillermo estaba sentado en una caja de embalaje viejo, en un cobertizo abandonado.

Delante de él se hallaba Pelirrojo, que asistía a la misma clase en el colegio y tenía las mismas ocupaciones y diversiones que Guillermo fuera de la escuela.

Guillermo iba enmascarado. El cuento no explicaba qué clase de antifaz o máscara había usado Rodolfo Mano Roja; pero el niño suponía que se trataría de una careta corriente. Tenía una que había comprado el cinco de noviembre anterior [4] y era una lástima no aprovecharla. Además, tenía la ventaja de llevar pegados unos bigotes. Se cubría nariz y mejillas, dejando unos agujeros para los ojos. Representaba un rostro mofletudo, sonrosado y sonriente, una enorme nariz colorada y bigotes grises. Guillermo, al contemplarse en el espejo, experimentó ciertas dudas. Había resultado apropiado para las fiestas del cinco de noviembre; pero se preguntó si resultaría lo bastante siniestra para representar a Rodolfo Mano Roja. Sea como fuere, el caso es que era una máscara y que le era posible contraer los labios en siniestra sonrisa bajo ella y eso era lo principal. Se había lanzado definitiva e irrevocablemente a una vida de crimen. En la mesa, delante de él, había una botella de agua de regaliz en la que había pegado una etiqueta con el nombre: RON en letras mayúsculas. Miró a su compañero.

—Dick Corazón de Piedra —dijo— tienes que contestar: «Presente».


—Dick Corazón de Piedra —dijo— tienes que contestar: «Presente».

No estaba muy seguro de cómo empezaban los bandidos sus reuniones; pero aquella se le antojaba la manera más lógica.

—Presente —contestó Pelirrojo—; pero maldita la gracia que va a tener si vamos a obrar como si estuviéramos en el colegio.

—No te preocupes, que no vamos a obrar «así». Puedes beber un poco de ron… pero sólo un trago —agregó Guillermo con ansiedad, al ver que Dick Corazón de Piedra echaba la cabeza atrás como preparativo para beber.

—Ese ha sido un trago la mar de grande —exclamó, admirado por la proeza y molesto al mismo tiempo por la cantidad de agua de regaliz que su compañero había consumido.

—Bueno —dijo Pelirrojo con modestia—, es que tengo una garganta muy grande. ¿Qué vamos a hacer primero?

Guillermo se ajustó la careta que no le encajaba muy bien, y lució su sonrisa siniestra.

—Primero tenemos que secuestrar a alguien —anunció.

—¿A quién?

—Alguien por quien puedan pagarnos una gran suma de dinero.

—Pero…, ¿quién? —repitió Pelirrojo, irritado.

Guillermo echó un buen trago de agua de regaliz.

—Piensa tú en alguien —contestó.

—Hombre, me gusta —exclamó Pelirrojo con enfado—. Eso «sí» que me gusta. Te eliges tú solo capitán, te pones esa cosa, te bebes toda el agua de regaliz…

—Ron —le corrigió Guillermo, con hastío.

—Bueno, pues ron… Y luego no sabes a quién vamos a secuestrar. Eso sí que me hace gracia. Más nos valiera estar cazando ratas, pescando renacuajos o persiguiendo a los gatos si no sabes lo que tenemos que hacer.

Guillermo dio un resoplido y sonrió, burlón, bajo la careta.

—¡Huh! —dijo—. Tú ven conmigo y ya verás cómo encuentro a alguien que secuestrar.

Pelirrojo se animó al oírle y Guillermo echó otro trago de agua de regaliz. Luego colgó la careta detrás de la puerta del cobertizo y sacó del bolsillo una navaja estropeada.

—Tal vez nos hagan falta armas —dijo—; lleva tu puñal preparado.

Se caló la gorra hasta los ojos. Pelirrojo le imitó, luego contempló la hoja de su navaja, la única hoja que le quedaba y que, por añadidura, estaba rota.

—No creo que la mía sirva para «matar» a nadie —dijo—. ¿Importa eso?

—Tendrás que darle un porrazo en la cabeza con algo al que te ataque —contestó Rodolfo, sombrío—. Ya sabes que pueden encarcelarnos, o ahorcarnos, o hacernos algo por esto.

—¡Claro! Y me tiene sin cuidado —contestó el otro con bravuconería.

Cruzaron los prados en silencio. Guillermo iba delante. A pesar de que, de vez en cuando, se exasperaba, Pelirrojo tenía una confianza infinita en la capacidad de Guillermo para encontrar aventuras.

Bajaron por la carretera y saltaron la puerta de un cerco. Aquel prado lindaba con el parque de «The Grange». De pronto se detuvieron. Una figurita blanca se arrastraba por un hueco del seto que separaba al parque del prado. Guillermo había salido sin plan determinado; pero empezó a creer que la Fortuna ponía una presa tentadora al alcance de su mano. Se volvió hacia su compañero, le dijo: «¡Chitón!» en resonante susurro, le miró torvamente, se llevó un dedo a los labios, se retorció unos bigotes imaginarios y se echó la gorra sobre los ojos. Por entre los árboles del parque vio a una aya sentada en un banco, junto a un árbol, en actitud de reposo. De pronto, lady Bárbara alzó la cabeza y vio el ceñudo rostro de Guillermo.

Le sacó la lengua.

El ceño de Guillermo se acentuó.

La niña miró hacia el aya que había quedado dentro del parque. Seguía durmiendo. Entonces se dirigió a Guillermo.

—¡Hola, niño raro! —le dijo en un susurro.

Rodolfo Mano Roja la heló con una mirada.

—¡Pronto! —ordenó—. ¡Toma a la doncella y corre!

Con un gesto dramático, asió a la doncella de una mano y Pelirrojo la cogió de la otra. La doncella no era difícil de asir. Corrió a su lado dando grititos de alegría.

—¡Eh! ¡Qué divertido! ¡Qué divertido! —dijo.

Una vez dentro del cobertizo, Guillermo cerró la puerta y se sentó sobre la caja de embalaje. Echó un trago de agua de regaliz y se puso la careta. Su víctima soltó un grito de gozo y palmoteo de alegría.

—¡Oh! ¡Qué niño más «gracioso»! —exclamó.

Guillermo se molestó.

—Esto no tiene nada de gracioso —dijo con irritación—. No tiene ni pizca de gracioso. Estás secuestrada. Eso es lo que estás. Suelta a la doncella, perro —le dijo a Pelirrojo.

Pelirrojo hizo un mohín.

—No la estoy agarrando —contestó— y, cuando hayas acabado con el agua de regaliz…

—Ron —le corrigió Guillermo, con severidad.

—Bueno, pues ron. Y yo te ayudé a hacerlo; a ver si se te ocurre dejarme echar un trago.

Guillermo le entregó la botella con un gesto altanero.

—Vacíala, perro —murmuró con una risa breve y despectiva.

La vibración de la risa despectiva hizo que su careta báquica se desprendiera y cayese sobre la caja de embalaje. Lady Bárbara soltó otro grito de alegría.

—¡Oh! ¡Hazlo «otra» vez, por favor! —exclamó.

Guillermo la miró con frialdad y volvió a ponerse la careta. Luego le hizo una profunda reverencia, sujetándose la careta con una mano.

—Hermosa doncella —dijo—, si vuestro padre no me trae sesenta mil coronas antes del anochecer, vuestra sentencia de muerte está firmada. ¡Colgaréis de aquel pino solitario!


—Hermosa doncella —dijo—, si vuestro padre no me trae…

Señaló, con gesto dramático, por la ventana, hacia un diminuto seto de espino.

La cautiva giró sobre sus pies, sacudiendo los bucles.

—¡Oh! ¡Va a hacerme un columpio! ¡Qué niño más «simpático»!

Guillermo se puso en pie, majestuoso, sin dejar de sujetarse la careta con cautela.

—Me llamo —dijo— Rodolfo Mano Roja.

—Bueno, pues te «besaré», querido Rodolfo Mano —contestó ella—, si tú quieres.

La mirada de Guillermo dio a entender que no quería.

—¡Oh! ¡Eres «tímido»! —exclamó lady Bárbara, encantada.

—Que se la trate —dijo el niño— con toda cortesía hasta esta noche.

—Bueno —dijo Pelirrojo—, todo eso está muy bien; pero ¿qué vamos a hacer con ella?

Guillermo dirigió una mirada de desaprobación a la doncella, que había vuelto la caja de embalaje del revés y se había sentado dentro.

—Bueno, ¿qué vamos a «hacer»? —insistió Pelirrojo—. Hasta ahora no ha resultado muy divertido este asunto.

—Ahora tenemos que esperar a que su familia nos mande el dinero.

—Pero…, ¿cómo quieres que sepa la familia que la hemos secuestrado, ni dónde está, ni cuánto queremos?

Guillermo reflexionó. Ese aspecto del asunto no se le había ocurrido.

—Mira —dijo por fin—, supongo que no tendrás más remedio que írselo a decir.

—Ve tú.

—Más vale que vayas tú mismo, porque yo soy el jefe.

—Bueno, pues, si eres el jefe, eres tú quien debe ir.

La secuestrada emitió un grito penetrante.

—Soy un tren —dijo—. ¡Chis! ¡chis! ¡chis! ¡chis!

—No está obrando como es debido —dijo Guillermo, con severidad—; debía de estar desmayada o algo así.

—¿Cuánto hemos de pedir por ella?

—Sesenta mil coronas.

—Bueno; yo me quedaré y me encargaré de que no se escape mientras tú vas a ver a su familia. Y no se lo digas a nadie más que a su padre o a su madre, porque si no, querrán otros llevarse ese dinero.

Guillermo colgó la careta detrás de la puerta y se volvió hacia Pelirrojo, asumiendo la expresión ceñuda y la actitud de Rodolfo Mano Roja.

—Está bien —dijo—; yo me meteré en la boca de la muerte y tú trátala con toda cortesía hasta la noche.

Le hizo una profunda reverencia a la doncella, que seguía jugando al tren.

—Rodolfo Mano Roja —dijo lentamente, con una sonrisa siniestra.

El resultado le desencantó. La niña le tiró un beso.

—Querido Rodolfo —dijo.

Guillermo cruzó, majestuosamente los prados en dirección a «The Grange», con una mano metida en el pecho, en actitud napoleónica.

Caminó lentamente, por el paseo de coches del parque y subió los escalones de la puerta principal. Luego tiró de la campanilla. Tiró de ella con toda la fuerza que hubiera empleado Rodolfo Mano Roja. Sonó, frenética, en las profundidades de la casa. Un lacayo, indignado, abrió a puerta.

—Deseo hablar con el señor de la casa para un asunto de vida o muerte —dijo Guillermo, dándose importancia.

Había preparado aquella frase por el camino.

El lacayo le miró de pies a cabeza. Le miró de arriba abajo como si le hiciera muy poca gracia.

—¡Ah! Conque sí, ¿eh? —dijo—. Y… ¿sabes tú que por poco nos rompes la campanilla?

Los ecos de la campanilla empezaban a apagarse en aquel momento.

Rodolfo Mano Roja se cruzó de brazos y emitió una risa breve y punzante.

—Su señoría —dijo el lacayo, preparándose a cerrar la puerta— está ausente.

—En tal caso, puedo hablar con su esposa —dijo Rodolfo—. Dígale que se trata de un asunto de vida o muerte.

—Su Señoría —dijo el lacayo— está ocupada y, como intentes más bromas por «aquí», muchacho, las vas a pagar caras.

Le cerró la puerta en las narices.

Guillermo dio la vuelta a la casa y atisbo por varias ventanas. Tuvo un encuentro muy movido con el jardinero y, por fin, al asomarse por la parte de la cocina y soltar una risa despectiva, le persiguió hasta echarle de la finca un lacayo, enfurecido. Contristado, pero no vencido, cruzó nuevamente los prados y abrió la puerta del cobertizo. Pelirrojo, jadeante y sudoroso, estaba arrastrando a lady Bárbara por el suelo del cobertizo, dentro de la caja de embalaje, por medio de una larga cuerda atada en uno de los costados.

Volvió el ceñudo rostro hacia Guillermo. La vida al margen de la ley le estaba resultando mucho menos emocionante de lo que él se había esperado.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó, enjugándose el sudor de la frente—. Me ha agotado por completo. No quiere permitir que deje de arrastrar este cacharro. Y no hace más que decir que tú le prometiste un columpio.

—¡Sí que me lo prometió! —intervino la secuestrada, con voz chillona.

—Bueno, pero ¿dónde está el dinero? —repitió Pelirrojo—. Ya estoy harto de ser secuestrador.

—No pude «conseguir» el dinero —contestó Guillermo—. No pude conseguir que me escucharan como era debido. Cambiemos de sitio. Yo me quedaré aquí y tú puedes ir a buscar los cuartos.

—Bueno; no tengo inconveniente en cambiar lo que estoy haciendo, por cualquier cosa. ¿Qué les digo?

—Más vale que les digas que tienes que hablar con ellos para un asunto de vida o muerte. Ya lo dije yo; pero no me hicieron caso. Tal vez te hagan caso a ti.

—Pues lo que es a mí no me importa ir —dijo Pelirrojo—; esta chica es capaz de cansar a «cualquiera».

Salió y cerró la puerta.

—Ponte esa cosa tan cómica en la cara —ordenó lady Bárbara.

—No es cómica —respondió Guillermo con frialdad, ajustándose la careta.

La niña bailó a su alrededor palmoteando.

—¡Qué niño «más» gracioso! Y, ahora, hazme un columpio.

—No pienso hacerte ningún columpio —contestó el niño, con determinación.

—Si no me haces el columpio —dijo ella— me sentaré y gritaré y gritaré hasta reventar.

Empezó a ponerse colorada.

—No hay cuerda —se apresuró a decir Guillermo.

Ella señaló un rollo de cuerda vieja que había en un rincón oscuro del cobertizo.

—Eso es cuerda, bobo —dijo.

Lo sacó y empezó a mirar a su alrededor, buscando un árbol lo bastante bajo.

—¡Aprisa! —ordenó su víctima.

Por fin tuvo sujeta la cuerda.

—Ahora, súbeme. ¡Colúmpiame! ¡Anda! «¡Más! ¡Más! ¡Más!» ¡Qué niño más simpático y más gracioso!

Le obligó a seguir columpiándola durante cosa de media hora. Luego exigió que la arrastrara por el cobertizo en la caja de embalaje.

—«¡Anda!» —dijo—. ¡Más aprisa! ¡Más aprisa!

El espíritu varonil de Rodolfo Mano Roja estaba casi quebrantado. Su rostro empezó a reflejar el hastío y el desconsuelo.

Cuando regresó Pelirrojo, lady Bárbara tenía la careta puesta y perseguía a Guillermo.

—¡Anda! —decía—. ¡Haz como si estuvieras asustado! ¡Haz como si estuvieras asustado! ¡Anda!

Guillermo se volvió hacia Pelirrojo.

—¿Qué? —preguntó.

Pelirrojo parecía bastante desgreñado. Había perdido el cuello.

—Podías haberme avisado —dijo, indignado.

—¿De qué?

—«¡Sigue!» —ordenó lady Bárbara.

—De que allí eran como fieras. Se me echaron encima en cuanto les dije lo que tú me dijiste.

—Bueno y… ¿conseguiste el dinero?

—No; ¿cómo iba a conseguirlo? ¿No te digo que se me echaron encima como fieras en cuanto hablé?

—«¡Sigue!» —insistió lady Bárbara.

—Bueno —murmuró Rodolfo Mano Roja lentamente—, pues yo ya estoy hasta la coronilla.

—No puedes estar más harto de lo que estoy yo —contestó su compañero.

—Pues dejémoslo. Se va acercando la hora del té y no tenemos dinero y yo no voy a pedirlo más.

—Ni yo.

—Y estoy harto de esta chica.

—Y yo.

—Dejémoslo, pues.

Se volvió hacia lady Bárbara.

—Puedes irte a tu casa —dijo.

El rostro de la niña se nubló.

—No «quiero» irme a casa —respondió—; voy a quedarme con vosotros siempre y siempre.

—Eso sí que no —afirmó Guillermo—, porque nosotros nos vamos a casa.

Echó a andar con Pelirrojo a campo traviesa. La secuestrada corrió, ligeramente, a su lado.

—Yo voy donde vayáis vosotros —aseguró—. Me gustáis.

Les pareció que su presencia resultaría difícil de explicar a sus padres. Desanimados, regresaron al cobertizo.

—Iré a ver si encuentro a alguien que la ande buscando —anunció Guillermo.

—Ponte a cuatro pies y déjame ir a caballo sobre ti —gritó lady Bárbara.

Pelirrojo obedeció, abatido.

Guillermo salió a la carretera y miró de un lado a otro. No vio a nadie más que a un hombre que caminaba en dirección a «The Grange». Sonrió al ver la expresión de Guillermo.


Guillermo no vio a nadie más que a un hombre que caminaba en dirección a «The Grange».

—¡Hola! —saludó—, ¿te encuentras mal o has perdido algo?

—Secuestramos a una niña —explicó Guillermo, desconsolado— y no hemos podido conseguir que nos den dinero por ella, ni podemos quitárnosla de encima.

El hombre se echó a reír.

—Es una situación difícil… ¡muy difícil! Supongo que no tendréis más remedio que llevarla a su casa.

Aquel hombre no le servía de nada.

Regresó al cobertizo. Lady Bárbara cabalgaba por el interior, a espaldas de Pelirrojo.

—«¡Anda!» —decía la niña—. «¡Más aprisa!»

Pelirrojo volvió el rostro congestionado y lleno de desesperación hacia Guillermo.

—Si no haces algo «pronto» —dijo—, con toda seguridad que me volveré loco y mataré a alguien.

—Tendremos que acompañarla a su casa —contestó Guillermo, sombrío.

Los secuestradores caminaron en silencio; la secuestrada iba saltando entre los dos, agarrando a cada una de una mano.

—Yo iré donde vayáis vosotros —decía—, os quiero mucho.

Pelirrojo habló una vez.

—¡«Valiente» secuestrador estás hecho! —exclamó, con amargura.

—Yo no tengo la culpa —se excusó Guillermo—. Todo salía de otra manera en el libro.

Cerca de los escalones de la puerta principal estaba una señora.

Pelirrojo dio media vuelta y salió corriendo al verla. Lady Bárbara tenía agarrado fuertemente a Guillermo por la mano. El muchacho vaciló tanto, que ya no le fue posible huir.

—¡Ah! ¡«Ahí» estás, querida! —dijo la señora.

—Un niño muy simpático —murmuró lady Bárbara—. Ha estado jugando conmigo hasta ahora. Y el otro… pero se ha marchado. He estado la mar de bien en el cobertizo le «quiero» mucho. ¿Podemos quedarnos con él?

—Querida —dijo la dama—, no me había enterado hasta este preciso momento de que te habías perdido. Tu aya está en un estado lastimoso. ¿Y este niño te encontró y te cuidó? ¡Qué niño más «bueno»!

Se inclinó y besó al ultrajado y horrorizado Guillermo.

—¡Qué bueno has sido cuidando de mi nena y trayéndola a casa…! Ahora, entra a tomar un poco de té.

Condujo a Guillermo, demasiado quebrantado para resistir, escalones arriba, dentro de la casa y a una habitación. Lady Bárbara seguía tomada a su mano. En aquel cuarto estaba el té servido… y ¡había «gente»! ¡Horror! Eran su madre y Ethel los invitados. Hubo explicaciones confusas.

—… Y su aya se quedó dormida y debió de alejarse de su lado y perderse, y su hijito la encontró, y jugó con ella, y la cuidó, y la trajo aquí a tiempo para el té. ¡Qué niño más «simpático»!

Entró un hombre, el que había hablado con Guillermo en la carretera. Era, evidentemente, el padre de la niña. Le repitieron la historia.

—¡Magnífico! —dijo, mirando a Guillermo, divertido, y con cierta simpatía en los ojos.

Parecía estar gozando de la situación. Guillermo le dirigió una mirada torva.

—… Y me llevó a caballo, y me paseó en un cajón, y me hizo un columpio, y se puso una careta rara para hacerme reír.

—¡Qué niño más simpático! —ronroneó lady d'Arcey.

Le depositaron en un diván y Bárbara se sentó a su lado y se apoyó contra él.

—¡Qué niño más simpático! —murmuró.

La señora Brown y Ethel contemplaban la escena con orgullo.

—Y «finge» —dijo la señora Brown— que no le gustan las niñas. Juzgamos mal a los niños a veces. Asistirás a la clase de baile «ahora», ¿verdad, querido?

—¡Qué niño más «simpático»! —repitió lady d'Arcey.

Sólo, fue porque no tenía un arma a mano y porque se había dado por vencido en aquella lucha desigual contra la malignidad del Destino, que Guillermo no se puso a cometer asesinatos a mansalva.

Bárbara le sonrió cariñosamente. La mamá de Bárbara le sonrió con afecto; su madre y su hermana, le sonrieron con orgullo y, en medio de todos ellos, Rodolfo Mano Roja, rebosante el corazón de rabia, vergüenza y humillación, mascaba, furioso, un pastel.