EL CONVITE DE TÍA JUANA

Guillermo tenía la suerte de poseer numerosos parientes, aunque él no lo hubiera llamado «suerte» precisamente. No hacían más que aparecer, desaparecer y reaparecer en espasmódica sucesión durante todo el año. Jamás había logrado llevar bien la cuenta de sus visitas. A la mayoría de ellos los despreciaba; a algunos les tenía una verdadera antipatía. Estos últimos reciprocaban sus sentimientos con fervor. A tía-abuela Juana no la había visto nunca, conque aguardaba antes de formar juicio sobre ella. Pero le gustaba el sonido de su nombre. Recibió la noticia de que iba a llegar a pasar las Navidades con ellos, con indiferencia.

—Bueno —dijo—; a mí me da igual. Puede venir si quiere.

Llegó.

Era alta, angulosa, precisa. Recibió el ceñudo saludo de Guillermo, sonriente.

—Felices Pascuas, Guillermo —murmuró.

Guillermo la miró con desprecio.

—Bueno —contestó.

Sin embargo, su opinión de ella mejoró a la mañana siguiente.

—Me gustaría invitarte a algo, Guillermo querido —dijo, durante el desayuno—, para señalar las fiestas… algo apacible y ordenado… porque no soy partidaria de las diversiones.

Guillermo contempló su rostro bondadoso y débil, sus gafas y su cabello alisado y suspiró. Le pareció tía Juana lo bastante para aguar cualquier fiesta. El padre de tía-abuela Juana había sido puritano y a tía-abuela Juana le habían enseñado desde niña que las diversiones eran una de las armas más potentes del demonio.

Guillermo pidió un día de plazo para escoger en qué había de consistir el convite. Lo discutió con sus amigos.

—Mira —le aconsejó Pelirrojo—, mejor será que escojas algo que no pueda estropear como me ocurrió a mí cuando mi tía me llevó a un museo y me enseñó piedras y cosas… nada de animales ni de eso.

—¿Por qué no el Parque Zoológico? —sugirió Enrique.

Se le propuso el Parque Zoológico a tía-abuela Juana; pero ella se estremeció.

—No creo que me sea «posible» —contestó—. Es tan «peligroso», en mi opinión… Los barrotes parecen tan frágiles… Jamás me perdonaría si a Guillermo le destrozaran las fieras estando conmigo.

Guillermo suspiró y volvió a convocar a sus amigos.

—No quiere ir al Parque Zoológico —dijo—. No sé qué dice de barrotes y destrozos.

—¿Por qué no al Teatro del Prestidigitador, entonces? —dijo Enrique—. Mi tío me llevó una vez. Todo es magia.

Guillermo, la mar de animado, propuso dicho teatro aquella tarde. Tía Juana reflexionó unos momentos; luego sacudió, negativamente, la cabeza.

—No, querido —contestó—. Opino que ilusiones y juegos de manos no son cosas muy decentes. Fingen hacer algo que, en realidad, no podrían hacer y eso viene a ser poco menos que una mentira. Engañan la vista y el engañar es pecado.

Guillermo soltó un gemido y volvió a convocar a sus amigos.

—Es terrible —dijo, melancólico—. Yo creo que no está bien de la cabeza.

Discutieron el asunto de nuevo. Douglas había visto el anuncio de una feria por el camino.

—Prueba eso —sugirió—. Habrá caballitos, atracciones y pim-pam-pums de toda clase. Debiera de estar bien.

Aquella noche Guillermo propuso la feria. Tía Juana pareció asustarse.

—¿Qué «ocurre» exactamente en una feria? —preguntó.

El niño había aprendido a ser diplomático.

—¡Oh! —contestó—, uno se pasea y ve las cosas.

—¿Qué «clase» de cosas ve uno?

—Puestos de dulces y de refrescos.

Aquello parecía inofensivo. El rostro de tía Juana se despejó.

—Está bien —dijo—. Claro está que yo podía quedarme fuera mientras tú dabas un paseo por dentro…

Pero, tras investigación, pareció ser que los padres de Guillermo no tenían en el niño la confianza que él creía merecer y se oponían terminantemente a que Guillermo paseara solo por la feria. Conque tía Juana se preparó para luchar abiertamente con el diabólico poder de las diversiones.

—Podemos darnos prisa —murmuró—, y no suena muy malo todo eso.

Guillermo dio a conocer los progresos hechos, a sus amigos.

—Ya está todo arreglado —dijo alegremente—. La vieja loca va a ir a la feria.

Luego se desanimó otra vez.

—Aunque, bien pensado —agregó—, no será muy divertido para «mí».

—Bueno —sugirió Pelirrojo—, ¿y si probáramos ir todos al mismo tiempo? Podemos darle esquinazo a tu tía Juana y marcharnos solos, ¿no?

Guillermo volvió a animarse.

—Eso suena mejor —dijo—. Yo creo que será muy fácil darle plantón.

Tía Juana estaba tan nerviosa, que no durmió en toda la noche anterior al día fijado para el convite. Jamás, en toda su larga e inmaculada vida, había entrado tía Juana, deliberadamente, en un lugar de diversión.

—Espero —murmuró al llegar a la entrada, sujetando a Guillermo, fuertemente, de la mano— que no habrá nada «malo» en esto.

Vestía una falda negra larga y voluminosa; un abrigo negro, largo y voluminoso y un sombrerito negro, adornado con espigas negras, de trigo.

Una vez dentro, se detuvo, aturdida. Las brillantes luces, el ruido, el griterío, parecían estarle sacando los ojos de las órbitas y haciéndole atravesar sus enormes gafas redondas.

—No es, ni mucho menos, lo que yo me imaginaba, Guillermo —dijo—. Creí que se trataría de puestos… simples puestos tranquilos… ¿Por qué andan tirando pelotas, Guillermo?

—Es un pim-pam-pum —contestó el muchacho.

—¿Puede… puede hacerlo cualquiera?

—Puede probarlo cualquiera… si paga dos peniques.

—… ¿qué es lo que pasa si hace caer uno de esos cocos?

—Se lo dan —explicó el niño.

—¿Resultará muy difícil? —musitó tía Juana.

En aquel momento, una pelota bien dirigida hizo rodar por el suelo un coco. Tía Juana exhaló un gritito.

—¡Oh! ¡lo ha «conseguido»! ¡Lo ha «conseguido»! —exclamó—. Me… me gustaría probar a mí. No… No creo que eso tenga nada de «malo».

Con dedos trémulos entregó al dueño del puesto dos peniques y cogió las tres pelotas de madera. La muchedumbre guardó silencio, de pronto, asombrada, al adelantarse la singular figura de tía Juana. A la primera tirada se le torció el sombrero; a la segunda, se le cayó el pelo; a la tercera, se le cayeron las gafas. La tercera pelota anduvo más lejos del blanco que todas las demás y le dio a un joven en el hombro. Viendo a tía Juana, sin embargo, se limitó a sonreír. Esta pidió otras tres pelotas. Los espectadores la ovacionaron. La muchedumbre se hizo más numerosa en torno del puesto. La gente que estaba lejos creyó que se trataría de algún accidente y se acercó a ver qué pasaba. Y, al ver a tía Juana, ya no se movieron.


A la primera tirada, se le torció el sombrero.

Por fin, después del sexto pelotazo, tía Juana, congestionada, jadeante y desgreñada se volvió hacia Guillermo.

—Es mucho más difícil de lo que parece —se lamentó, enderezándose el sombrero y arreglándose el pelo—. Me hubiera gustado hacer caer un coco.

—¿Y yo qué? —preguntó Guillermo, con frialdad.

—Ah, sí; tú tendrás que probar también.

Pagó otros dos peniques y Guillermo probó también.

Pero la muchedumbre empezó a dispersarse inmediatamente y hasta el dueño del puesto puso cara de aburrimiento. Guillermo se dio cuenta de que él resultaba una anticulminación y se desanimó.

—Yo creo que debieras emplear más «fuerza», Guillermo —dijo tía Juana— y apuntar mejor.

Guillermo soltó un gruñido.

—Pues lo que es usted no hizo nada —respondió, agresivo.

—No; pero creo que con un poco de práctica…

Guillermo se animó un poco al ver a Enrique, Douglas y. Pelirrojo, todos los cuales habían logrado esquivar a su familia y acudir en ayuda suya. Habían decidido ocultarse a las miradas de tía Juana y huir luego con Guillermo. Pero tía Juana apenas se dio cuenta de su presencia. Echó a andar aprisa, las mejillas coloreadas, los ojos brillantes y su semblante torcido.

—Ejerce —dijo— una influencia vigorizante… la luz, la música, la muchedumbre… Sí, verdaderamente vigorizante.

Se detuvo ante unos caballitos.

—¿Será esto agradable? —musitó—. El movimiento circular, naturalmente, tal vez sea monótono.

No obstante, decidió probarlo. Pagó por Guillermo, Douglas, Enrique, Pelirrojo y ella y se subió a un gallo gigantesco. Echó a andar. Tía Juana se agarró fuertemente. Giraron los caballitos con mayor velocidad. Sus ojos brillaron, una sonrisa de deleite curvó sus labios. De nuevo se congregó la gente a contemplarla. Miró al público al empezar a detenerse los caballitos.


Tía-abuela Juana se subió a un gallo gigantesco.

—Cuán «felices» parecen todos —murmuró, con ingenuidad—. Resulta… resulta un movimiento la mar de agradable, ¿verdad? Parece una lástima apearse.

Siguió montada, ávida, convulsivamente, a la barra vertical, agitando un pie calzado con bota de lado elástico. Volvió a quedarse al acabar aquella vuelta. Parecía encontrar el movimiento circular cualquier cosa menos monótono. Dijérase que le producía un deleite que, hasta entonces, nada le había podido proporcionar en la vida.

Guillermo y Pelirrojo tuvieron que apearse, pálidos y algo vacilantes. Enrique y Douglas siguieron su ejemplo a la vuelta siguiente. Pero tía Juana seguía a caballo sobre el gallo, sonriendo encantada, con el sombrero colgado de una oreja. Y la muchedumbre iba en aumento. El resto del recinto de la feria estaba relativamente vacío. Toda la alegría de la feria se concentraba en tía Juana.

Por fin se apeó de su montura y se reunió con el grupo de niños desanimados que constituían su escolta.

—Es curioso —dijo— cuánto más agradable resulta el movimiento circular que el movimiento en línea recta. Esto resulta mucho más emocionante que un viaje en tren, por ejemplo. Y, claro está, la música aumenta el placer.

—Por lo menos —dijo Guillermo—, usted ha seguido montada.

El grupo se alejó de los caballitos seguido de casi toda la muchedumbre. Al público le gustaba tía Juana. No la hubieran perdido de vista por nada del mundo. Guillermo y sus amigos se encontraron en una situación singular. Habían tenido la intención de abandonar a tía Juana y campear ellos por sus respetos. Pero no parecía posible dejar a tía Juana porque todo parecía girar en torno suyo y, de dejarla, se hubieran encontrado detrás de la muchedumbre en lugar de estar delante de ella. Pero se les antojaba que su posición como escolta de tía Juana no resultaba muy digna. Además, sus proezas no eran saludadas con los aplausos que arrancaban al público las hazañas de tía Juana. Se sentían abandonados por el mundo en general.

A continuación, tía Juana se sintió atraída por el cartel que anunciaba a la Mujer Gorda a la entrada de una de las tiendas de campaña. Se caló las gafas con severidad y se acercó al hombre que voceaba las cualidades de la dama.

—Oiga, buen hombre, ese cartel debe de ser una exageración —dijo.

—¿Exageración? No es ni la mitad de la verdad. Eso es lo que no es. No es ni la mitad de la verdad. No nos cabría el cartel si la pintáramos todo lo grande que es. ¿Exageración? Pero… ¡si es una montaña animada…! Una verdadera montaña animada, eso es lo que es. Entre a verla. Entren ustedes y juzguen por sus propios ojos. Entren y verán si no es el Evangelio lo que les estoy diciendo.

Entraron casi sin saber cómo. Tía Juana se sentó en primera fila. Miró, atentamente, a la Mujer Gorda, que se hallaba sentada sobre una plataforma.

—Es cierto que parece anormalmente obesa —reconoció tía Juana.

El dueño de la barraca habló del tamaño de la Mujer Gorda e invitó al público a que se acercara.

—Tóquenla si quieren —dijo—. Tóquenla y verán que es de carne y hueso. Aquí no hay engaño.

Tía Juana se acercó con los demás y se encaró con el hombre.

—¿Ha probado alguna vez alguno de esos específicos para adelgazar? —preguntó.

El hombre miró a Guillermo.

—¿Está chalada? —se limitó a preguntar.

—Si me da usted su dirección, le hablaré a mi médica de su caso. Yo creo que podría hacerse algo para hacerla menos anormal.

Al oír esto, la montaña animada se levantó, amenazadora, de su asiento.

—Oiga —exclamó—. ¿A quién se ha creído usted que está insultando? Contésteme a eso. ¿A quién le viene usted con sus impertinencias? Hábleme usted claro y directamente si quiere, y yo le contestaré… ¡Vaya si le contestaré! A mí no me insulte por mediación de «él». Mi novio… él sí que le hablará a usted si quiere.

—Su novio es el Hombre Forzudo que está en la barraca de al lado —explicó el hombre—. Son prometidos, ¿sabe? Y es de alivio, se lo aseguro. Le voy a dar un consejo de amigo: lárguese antes de que lo llame.

Pero tía Juana, temblándole las espigas negras que adornaban su sombrero, se estaba «largando» ya.

—No me han comprendido —dijo, en cuanto se hubo «largado»—. La palabra «anormal» no es un insulto. Creo que será mejor que regrese y se lo explique. Les diré que consulten el diccionario y vean el significado del vocablo. Significa, simplemente, algo que se sale de la regla general. Sí…

Volvió con avidez hacia la barraca a dar explicaciones, pero halló el paso cerrado por una muchedumbre compacta, conque pudo persuadírsele de que aplazara su explicación. Además, había visto un puesto en que tiraban con anillas y quería que le fuera explicado el juego. Guillermo, con todo detalle, se lo explicó.

—¡Ah, ya! —exclamó tía Juana—; se trata de un ejercicio que requiere gran destreza y puntería. ¿Probamos?

Probaron. Probaron hasta que Guillermo se hartó hasta la coronilla. Tía Juana se había empeñado en «pescar» algo con una anilla. Empezaba a aglomerarse el público de nuevo. Aplaudieron sus esfuerzos. Ella era demasiado corta de vista para fijarse en la gente; pero oyó gritos.

—¡Qué buena es la gente y cómo le «animan» a una! —murmuró—. Resulta muy agradable. Es un lugar muy agradable en verdad.

Y logró «pescar» algo después de todo. Una de las anillas que tiró al tuntún cayó sobre un alfiler de corbata muy charro, que tía Juana recibió con orgullo y entregó a Guillermo. El público la ovacionó; pero tía Juana ni se daba cuenta de la presencia del público.

—Vamos —dijo—; vamos a hacer alguna otra cosa.

Pelirrojo, desconsolado, anunció su intención de marcharse a casa. Enrique y Douglas siguieron su ejemplo y Guillermo quedó solo para escoltar a tía Juana por el laberinto del País del Placer. Fue por entonces cuando pareció subírsele todo a la cabeza a la buena señora. Bajó por el tobogán cuatro o cinco veces, sentada sobre una esterita y dando grititos de alegría. Se olvidó de enderezarse el sombrero y arreglarse el pelo. Sus ojos brillaban con extraño fulgor y tenía las mejillas coloreadas.

—Todo esto tiene algo de rejuvenecedor, Guillermo —murmuró.

Se hizo decir la buenaventura por una Reina de las Gitanas que le anunció su temprana boda con uno de sus múltiples admiradores.


Bajó por el tobogán cuatro o cinco veces.

Volvió a montar en los caballitos y a probar suerte tirando pelotas contra los cocos. Viajó en las montañas rusas, en el Barco Mágico y sobre las Olas del Mar. Guillermo la seguía. Se negó a aventurarse por las Olas del Mar y la contempló desde tierra con cierta admiración.

—¡Troncho! —murmuró—, ¡debe de tener el interior de «hierro»!

Por último, tía Juana vio una barrera en la distancia. A la potente luz de una llama de gas, un hombre, con chaqueta blanca, estiraba largas cuerdas de caramelo. Tía Juana se acercó.

—¡Qué olor más apetitoso! —comentó—. ¿Crees tú que lo «vende»?

Guillermo creía que sí.

Y la gloriosa culminación de aquella noche singular fue el espectáculo de tía Juana, parada a la luz de una llama de gas, devorando caramelo blando en tiras.

—¡Hola! ¡Ahí está la pájara de buen humor! —dijo un hombre al pasar.

—Yo no veo pájaros por ningún lado, ¿y tú? —le dijo tía Juana a Guillermo, mirando a su alrededor—; pero esta golosina es muy agradable al paladar, ¿no te parece?

En aquel momento dio la hora en un reloj cercano y apareció en el semblante de tía Juana una expresión parecida a la que debió aparecer en él rostro de la Cenicienta al sonar las doce campanadas.

—Guillermo —exclamó—, ¿es posible que sean ya las diez?

—«Diez» conté yo.

Tía Juana soltó la última tira de caramelo sin acabarla.

—De… debiéramos marcharnos —dijo, con un hilillo de voz.

* * *

—Vaya —dijo la mamá de Guillermo cuando regresaron—; espero que no se cansaría usted demasiado, tía.

Tía Juana se sentó a reflexionar. Meditó acerca de todo lo ocurrido aquella noche. No; no era posible que hubiera hecho ella todas aquellas cosas, que hubiera visto todo lo que recordaba. Era imposible, imposible de todo punto. Debía de habérselo imaginado. Seguramente habría visto a alguna otra persona hacer todas aquellas cosas. Seguramente no habría hecho ella más que acompañar tranquilamente a Guillermo y verle divertirse. ¡Claro que era lo único que había hecho ella! Tenía que ser eso. Lo otro hubiera resultado increíble.

Conque sonrió, con sonrisa que expresaba paciencia y hastío.

—La verdad —contestó—, yo estoy un poco cansada; pero creo que Guillermo se ha divertido muchísimo.