Guillermo caminaba calle abajo, con las manos en los bolsillos, pensando, exclusivamente, en la pantomima de Navidades. Iba a asistir a una pantomima de Navidad a la semana siguiente. Estaba evocando recuerdos deliciosos de pantomimas que había visto en Navidades anteriores; en «El Gato con Botas», «Dick Whittington», «Caperucita Roja»… En sus labios se dibujó una sonrisa al pensar en el cómico, un cómico inimitable, con nariz roja y enorme panza. ¡Cómo se había reído Guillermo cuantas veces le había visto salir a escena…! ¡Con cuánta alegría había escuchado sus canciones! Pero no era el cómico el que había conquistado por completo su corazón, sino los animales. El gato de «El Gato con Botas», los petirrojos de «Los niños en el bosque» y el lobo de «Caperucita Roja». Quería ser animal en una pantomima. Estaba completamente dispuesto a renunciar a su querida carrera de pirata con tal de poder ser animal en una pantomima.
Había llegado a este punto en sus pensamientos cuando el Destino que, con frecuencia, parecía tener la mirada clavada en Guillermo, hizo una de sus jugarretas.
Un hombre en mangas de camisa salió del bosque y dirigió una mirada llena de ansiedad de un extremo a otro de la carretera. Luego sacó el reloj y gruñó algo entre dientes. Guillermo se quedó parado y le miró con franco interés. Entonces el hombre empezó a mirar a Guillermo, primero como si no le viera y luego como si se fijara en él.
—¿Te gustaría hacer de oso un rato? —le preguntó.
Guillermo se dio un pellizco. Parecía estar despierto.
—¿Un o… o… oso? —inquirió, con ojos desorbitados.
—Sí —contestó el hombre, con irritación—; un oso, O.S.O., oso. Un animal… Parque Zoológico. ¿No sabes lo que es un oso?
Guillermo volvió a pellizcarse. Parecía seguir despierto.
—Sí —asintió, como si no quisiera comprometerse del todo—; claro que sé lo que es un oso.
—Vamos, pues —dijo el hombre, consultando nuevamente su reloj, mirando, de nuevo, carretera arriba, luego carretera abajo.
A continuación giró sobre sus talones y se internó en el bosque.
…al doblar un recodo del sendero, apareció ante una escena singular.
Guillermo le siguió con la boca y los ojos muy abiertos. El hombre no habló por el camino. De pronto, al doblar un recodo del sendero, apareció ante ellos una escena singular. Había una choza en un pequeño claro del bosque y, alrededor de la choza, un grupo de gente la mar de rara: un Papá Noel que tenía la barba en una mano y un vaso de cerveza en la otra; una Cabellitos de Oro algo rolliza a la que, en aquel preciso momento, le estaban aplicando polvos amarillentos a la cara; varias hadas y enanas que chupaban caramelos; un gigante feroz, pero de aspecto abatido que se frotaba las manos y se quejaba del frío; y varias otras figuras extrañas e incongruentes. Delante de la choza había una especie de máquina fotográfica grande con una manivela y, detrás de ella, un hombre que fumaba en pipa.
—¿Apareció por aquí el chaval? —preguntó este último.
El guía de Guillermo movió, negativamente, la cabeza.
—No —contestó—; habrán perdido el tren, o se habrán extraviado, o evaporado o los habrán secuestrado o algo así; pero acertaba a pasar «este» y me pareció que tenía el mismo tamaño o que, por lo menos, se aproximaba bastante. ¿Qué te parece?
El hombre se sacó la pipa de la boca con el fin de concentrar mejor toda su atención en Guillermo. Le miró desde la punta de las enlodadas botas hasta la desgreñada cabeza. Luego invirtió la operación y le miró desde la desgreñada cabeza hasta las enlodadas botas.
—Parece un poco grandecito para el de en medio —dijo.
En aquel instante se oyó griterío en la parte de atrás de la choza y apareció un oso pequeño aullando.
—¡Me ha quitado mi pedazo de caramelo! —aulló el oso con voz muy humana.
—¡Cierra el pico! —ordenó el hombre que iba en mangas de camisa.
Al oso pequeño seguía un oso grande que protestaba a voz en grito.
—Le di la mitad del mío y él prometió darme la mitad del suyo, luego intentó comérselo todo y…
—¡Cierra el pico! —repitió el hombre.
Luego se volvió hacia Guillermo.
—Lo único que tienes que hacer —dijo— es ponerte el traje del oso mediano y hacer exactamente lo que se te mande y, cuando acabemos, te daré cinco chelines. ¿Comprendes?
—Estos lugares rurales resultan un cambio hermosísimo —murmuró la madre de Cabellitos de Oro, pintándose las cejas—. ¡Son tan tranquilos y apacibles…!
—Estas funciones de Nochebuena —gruñó el gigante, sacudiendo los brazos para entrar en calor—, son una solemnísima lata.
Aquí Guillermo recobró la voz.
—¡Atiza! —exclamó.
Luego, antojándosele que la interjección resultaba poco adecuada a la situación, se apresuró a agregar:
—¡Troncho!
—Que alguien se lleve al chico —dijo el que iba en mangas de camisa— y le ponga la piel. Ya es hora de que empecemos.
Entonces surgió una Reina de las Hadas de detrás de la choza.
—No sé cómo voy a poder salir adelante con esta representación —murmuró con voz trémula por el sufrimiento—. He pasado toda la noche con un dolor de muelas…
—Si se ha creído usted que va a suspender el trabajo por un dolor de muelas de a perra gorda… —empezó el que iba en mangas de camisa.
—Si va usted a empezar con insultos… —protestó la Reina de las Hadas con chillona indignación.
—¡Cierre el pico! —dijo el que iba en mangas de camisa.
Papá Noel, que acababa de apurar el vaso de cerveza, condujo a Guillermo a la choza. Un traje de oso yacía sobre una silla.
—No habiéndose presentado el chico que había de usar este traje —explicó—, y puesto que tú, al parecer, estás dispuesto a ocupar su lugar a cambio de una gratificación, veremos lo que se puede hacer. Supongo —agregó— que no tendrás nada que objetar.
—¿Yo? —exclamó Guillermo, cuya boca y cuyos ojos se habían ido redondeando más por momentos—. «¿Yo?» ¿Objetar…? ¡Troncho! ¡«Claro» que no!
EL oso grande y el oso pequeño le miraron analíticamente.
—Es demasiado «grande» —dijo el oso pequeño, con desdén.
—Tiene el pelo demasiado largo —contribuyó el oso grande.
—Tiene la cara demasiado sucia.
—Y las orejas demasiado largas.
—Y la nariz demasiado aplastada.
—Y la cabeza demasiado grande.
—Y la…
Guillermo se apresuró, alegremente, a poner fin al dúo y Papá Noel, con hastío, separó a los combatientes.
—Tal vez resulte un poco pequeño —reconoció, depositando al oso pequeño patas arriba debajo de la mesa—; pero haremos lo que podamos.
Entonces se asomó el que iba en mangas de camisa a la ventana.
—Bien hecho —dijo, bondadosamente—; pasaos el día entero. ¡No tengáis prisa! ¡Todos estamos encantados de perder el tiempo esperándoos!
Papá Noel ofreció retirarse y cederle el puesto al que iba en mangas de camisa y este último se marchó, apresuradamente.
A continuación se dio principio al trabajo de enfundarle a Guillermo en la piel. No era tarea muy fácil.
—Eres más grande de lo que pareces a distancia —dijo Papá Noel—. Mucho más.
Guillermo no podía ponerse derecho del todo dentro de la piel; pero, agachándose un poco, podía ver y hablar por la boca abierta de la cabeza del oso. Lleno de alegría, empezó a puñetazos con el oso grande. El oso pequeño se lanzó a la lucha también, encantado, y los tres rodaron por el suelo hechos un ovillo y salieron así de la choza.
El hombre que iba en mangas de camisa hizo sonar una campanilla.
—Tras tan largo interludio… —dijo—. A propósito, ¿me es lícito preguntar el nombre de nuestro nuevo amigo?
Guillermo gritó orgullosamente su nombre por la abertura de la cabeza de oso.
—Pues bien, Guillermo, haz lo que yo te mande e irás bien. Ahora, largaos todos un momento. No tenemos más que unas cuantas escenas que hacer aquí.
—«Lugar de acción» —leyó en un papel que llevaba en la mano—: «choza en el bosque. Entran en escena hadas con Reina de las Hadas. Bailan».
—Lo que no concibo —murmuró la Reina de las Hadas, con amargura— es cómo puede pedírseme que baile con el dolor de muelas que tengo.
—Usted no baila con los dientes —contestó el hombre que iba en mangas de camisa, sin la menor piedad—. Vamos a verlo una vez antes de poner la máquina en marcha. Demasiadas veces lo habéis ensayado ya. Ahora, empecemos.
Iniciaron una danza que a Guillermo le dejó boquiabierto de sorpresa y de admiración, tan linda y donairosa era.
—«Papá Noel aparece en escena» —leyó el que iba en mangas de camisa.
—Lo que no comprendo —dijo Papá Noel, poniéndose la barba— es qué pinta en esta escena Papá Noel.
—Ni qué pinta un gigante —murmuró el gigante, con tristeza.
—Es para una función de Pascuas —dijo el que iba en mangas de camisa—. Tiene que salir un Papá Noel en una función de Nochebuena, ¿no? Si no, ¿cómo va a saber la gente que se trata de una obra de Nochebuena? Y hay que tener un gigante en un cuento de hadas, lo haya o no en el cuento.
Papá Noel tomó parte en la chanza, repartió regalos entre todas las hadas y luego se retiró tras la choza a refrescarse el gaznate.
—«Entra Cabellitos de Oro» —leyó el que iba en mangas de camisa—. ¿Dónde diablos se ha metido esa chica?
Cabellitos de Oro, rolliza, hermosa y sonrosada, surgió de detrás de un árbol donde había estado comiendo plátanos.
Se asomó a la boca del oso mediano.
—Es uno nuevo —dijo.
—El otro no se ha presentado —dijo el hombre—. Este es Guillermo, que le está substituyendo por la módica cantidad de cinco chelines.
—¡Me ha sacado la lengua! —gritó la niña, indignada.
Al oír esto, el oso grande que, evidentemente, era gran admirador de Cabellitos de Oro, se abalanzó sobre Guillermo, y la mamá de Cabellitos de Oro soltó un grito penetrante.
El gigante separó a los dos osos y Cabellitos de Oro se dirigió a la cabaña con una expresión de resignado sufrimiento que quería representar intensa fatiga física. Fingió un sobresalto de alegría al ver la choza (aunque, aparentemente, no la vio hasta casi haberla pasado de largo). Entró. Fingió otro sobresalto de alegría al ver tres platos de comida. Probó los primeros dos y se comió por completo el tercero. Pasó, luego, al otro cuarto. Fingió un tercer sobresalto al ver las tres camas. Las probó todas y fingió dormirse muy bien en la más pequeña. Guillermo no cabía en sí de admiración.
—Vamos, osos —dijo el hombre que iba en mangas de camisa—. Guillermo, anda tú entre los otros dos. No saltes. «Anda». Entra por la puerta. Así. Ahora, Guillermo, mira tu plato y luego mueve la cabeza negativamente, mirando al oso grande.
Temblando de alegría, el niño obedeció. El oso grande le sacó la lengua y le hizo un gesto hostil. Guillermo correspondió en especie.
—Ahora mira al pequeño —ordenó el hombre.
Pero Guillermo seguía absorto ante el oso grande. Furioso al ver una mueca espantosa que estaba seguro no podría él mejorar, alargó una pata y tumbó la silla del oso grande. Este cogió inmediatamente un plato de comida y se lo rompió a Guillermo en la cabeza. El oso pequeño, por no ser menos, se incorporó a la pelea. Papá Noel se puso a separarlos de nuevo, con hastío.
—Si no estás satisfecho con la gratificación —le dijo a Guillermo el que iba en mangas de camisa— cóbratelo en mí, no en el escenario. Acabas de ocasionar daños por valor de unos cinco chelines. Ahora, a ver si seguimos con la escena.
Lo demás salió bastante bien; pero Guillermo empezaba a aburrirse. No era tan divertido, ni mucho menos, como él había creído. No se sentía muy seguro de los cinco chelines que le habían prometido, después de todos aquellos, platos rotos. La única cosa que le inspiraba un cariño profundo y de la que no quería pensar ni en separarse era su piel de oso. Era algo pequeña y daba mucho calor; pero le producía una emoción y un placer cuyo igual jamás había experimentado. Estaba desempeñando el papel de un animal en una pantomima. Empezó a inspirarle una viva antipatía el hombre que iba en mangas de camisa, la choza, la Reina de las Hadas, el gigante y todos los demás; pero estaba encantado con su traje de oso. Fue mientras el gigante trabajaba solo en una escena que se le ocurrió a Guillermo la idea. Estaba detrás de un árbol. Nadie le miraba. Se alejó un poco, en silencio. Seguía sin mirarle nadie. Se alejó más aún sin que nadie se diera cuenta. Unos segundos más tarde saltaba y corría por el bosque, solo en el mundo con su piel de oso. Era un oso. Era un oso en un bosque. Corrió. Saltó. Dio volteretas. Se subió a un árbol. Persiguió a un conejo. Se sentía enormemente feliz. Se encontró con un niño que huyó de él lanzando gritos de terror y aquello, para Guillermo, fue la mayor de las felicidades. Siguió corriendo, lanzando un rugido de vez en cuando y revolcándose, ocasionalmente, en la hojarasca. De pronto ocurrió algo imprevisto. Dio un salto violento y puso en tensión la piel, que ya resultaba demasiado apretada. La piel no reventó; pero la cabeza se le caló por completo y se le quedó encogida fuertemente. Ya no podía ver por la boca abierta. Podía ver por uno de los ojos; pero a duras penas. Tenía la boca encajada tan fuertemente dentro de la cabeza del oso, que le era imposible hablar con claridad. Alzó los patas y tiró de la cabeza para aflojarla; pero sin resultado. Estaba demasiado fuerte. Se sintió hondamente deprimido. Era muy bonito eso de ser oso en un bosque, mientras uno tuviese la facultad de poder convertirse en niño a su antojo. Pero era cosa muy distinta verse enfundado en una piel de oso de por vida. Suponía que, con el tiempo, si seguía creciendo, reventaría la piel. Por otra parte, sin embargo, no podía alcanzarse la boca ya, conque le era imposible comer y no podría crecer si no comía. Y empezaba a sentir hambre. Decidió regresar a casa y apelar a su familia. Entonces se acordó que todos ellos estaban pasando la tarde fuera de casa. Su madre había ido a una reunión de madres que se celebraba en casa del pastor protestante. Decidió dirigirse, inmediatamente, a dicha casa. Tal vez los esfuerzos de todas las madres del pueblo lograrían quitarle la cabeza. Salió del bosque a la carretera, pero le desanimó el comportamiento de una mujer que pasaba. Lanzó un aullido fantástico, sacó una pata de cordero del cesto que llevaba, se la tiró a Guillermo a la cabeza y echó a correr carretera abajo como alma que lleva el diablo, sin dejar de gritar. El niño, víctima de una depresión sin precedentes, volvió a internarse en el bosque y llegó a casa del pastor dando un enorme rodeo. Como se sentía demasiado tímido para llamar a la puerta y hablar con la doncella disfrazado de aquella manera, dio la vuelta a la casa y se dirigió a los ventanales del comedor donde se estaba celebrando la reunión. Se quedó parado ante ellos.
Se encontró con un niño que huyó de el, aterrorizado.
—Mamá —empezó a decir, quejumbroso, en voz casi inaudible.
Pero lo mismo hubiera ocurrido aunque hubiese hablado con su penetrante voz usual. El coro de gritos de las madres la hubiera ahogado. En toda su vida jamás había visto Guillermo vaciarse un cuarto tan aprisa. Fue como por obra de magia. Casi antes de que, con plañidera y amortiguada voz, pronunciaran sus labios el nombre de «Mamá», el cuarto estaba vacío. Sólo una docena de sillas caídas, una mesa tumbada y varios adornos rotos, marcaban la línea de retirada. El cuarto estaba vacío.
En toda su vida jamás había visto Guillermo vaciarse un cuarto tan aprisa.
La reunión de madres en pleno, con la esposa del pastor, la cocinera y la doncella a la cabeza corrían por la calle mayor, del pueblo dando gritos. Guillermo miró con tristeza la escena de desolación que se ofrecía a sus ojos y volvió a retirarse al bosque. Se apoyó contra un árbol y reflexionó acerca de toda la situación.
—¡Hola, Guillermo!
Torciendo la cabeza de una manera extraña y mirando por uno de los ojos del oso, reconoció a Cabellitos de Oro.
—¡Hola! —contestó con voz desanimada.
—¿Por qué huiste? —preguntó la niña.
—No lo sé. Quería la piel. ¡Ojalá no la hubiese visto nunca!
—¡De qué forma más rara hablas! No oigo lo que dices.
Y tan quebrantado de espíritu estaba Guillermo, que se limitó a suspirar.
—Te vi marcharte —prosiguió la niña— y te seguí; pero corrías tan aprisa que te perdí. Entonces me paseé un poco yo también. Oye, ¿sabes que no podrán hacer nada sin nosotros? Les oí llamarnos a voz en grito. Tiene gracia, ¿verdad? Y oí a mucha gente gritar por la carretera. ¿Qué era?
Guillermo volvió a suspirar. Luego gritó:
—Prueba de aflojarme la cabeza. Tira «fuerte».
Ella obedeció. Tiró hasta hacerle gritar.
—Por poco me arrancas la oreja —protestó Guillermo, furioso, con voz amortiguada y sepulcral.
Pero la cabeza seguía tan fuertemente encajada como antes.
La niña se asomó a la carretera y dirigió una mirada a derecha e izquierda.
—Hay un sitio allí —dijo— lleno de hombres. Ve a pedirles que te la quiten.
Guillermo, de mala gana (porque la experiencia le había desilusionado ya), salió a la carretera.
Volvió la cabeza y miró a Cabellitos de Oro.
—Espérame —susurró, roncamente.
Deseando llamar la atención lo menos posible, se acercó, a cuatro patas, a la puerta de la taberna.
Asomó la cabeza, nervioso.
—¿Puede alguien hacer el favor…? —empezó a decir, cortésmente.
Pero en el jaleo que se armó, quedó ahogado su espectral susurro.
Le fueron tirados a la cabeza varios vasos y una silla. Entre gritos y ruido, el tabernero fue a buscar su escopeta; pero, a su regreso, Guillermo se había marchado ya y el tabernero, que sabía que lo mejor del valor es la prudencia, se contentó con echar el cerrojo a la puerta y buscar sal volátil para quitarle el desmayo a su esposa. Después de un largo intervalo volvió a abrir la puerta y los clientes se fueron retirando, del establecimiento, uno por uno, a sus respectivos domicilios.
—Una fiera enorme y feroz —se les oyó decir—. Debe de haberse escapado de algún circo…
—Si no hubiésemos sido rápidos…
—Debiéramos de organizar una batida…
—Vayamos a avisar a la escuela, no sea que acabe con los niños…
Al llegar a su casa, la mayoría de ellos encontraron a sus mujeres presas de ataques de histeria, después de su regreso de la reunión de madres.
Entretanto, Guillermo estaba sentado al pie de un árbol, en el bosque, con la cabeza apoyada en las patas y completamente descorazonado.
—¿Por qué no se lo «dijiste»? —inquirió Cabellitos de Oro, con impaciencia.
—Se lo digo a todo el mundo. Pero nadie me «escucha». Hacen ruido y me tiran cosas. Me voy a casa.
Se puso en pie y tendió una pata. Se sentía completamente aislado de sus semejantes.
—Acompáñame —le dijo a Cabellitos de Oro.
Agarrados de la mano y formando una extraña pareja, atravesaron el bosque hasta llegar a la parte de atrás de la casa de Guillermo.
—Si me muero —dijo una vez— antes de llegar a casa, más vale que me entierres. Hay una pala en el jardín.
La condujo al cobertizo.
—Tú quédate aquí —susurró—. Yo intentaré quitarme la cabeza y conseguir algo para que comamos.
Con cautela y aprensión se deslizó dentro de la casa. Oyó la voz de su madre, que hablaba con la cocinera en la cocina.
—Se paró delante de los ventanales —estaba diciendo, con voz trémula—. No era un animal muy grande; ¡pero tenía un aspecto más feroz…! Salimos justamente a tiempo… Se estaba preparando para abalanzarse sobre nosotros. Se…
Guillermo se acercó a la puerta abierta de la cocina y asumió su expresión más plañidera, olvidando, de momento, que no se le podía ver. En el preciso momento en que abría la boca para hablar, la cocinera volvió la cabeza y le vio. El aullido que soltó la mujer hizo que Guillermo saliera huyendo para su cuarto, completamente aterrado.
—¡Ha subido la escalera y se ha metido en el cuarto del señorito Guillermo…! ¡Qué «animar»! ¡Gracias a Dios que el niño está en la calle jugando! ¡Ay, señora! ¡La fiera esa ha cerrado la puerta! ¡Ay! ¡Qué susto me he llevado! ¡Oh! ¡No me atrevo a acercarme y echar la llave a esa puerta, aunque es lo que debiera hacerse!
—Bus… buscaremos a alguien que tenga escopeta —murmuró la señora Brown con un hilillo de voz—. Nos… ¡ah! ¡Aquí está el señor!
El señor Brown entró en aquel momento.
—Tengo una noticia terrible que darte —dijo.
La señora Brown rompió a llorar.
—¡Oh, Juan! No puedes decirme nada peor que… ¡Juan! ¡Está arriba! ¡Busca una escopeta, por favor! ¡Está en el cuarto de Guillermo! Y… ¡ay, Dios mío! ¿Y si estuviera el niño dentro, y le estuviese mordiendo ahora? «Ve», por favor…
El señor Brown tomó asiento, tranquilamente.
—Guillermo —dijo— se ha fugado con una damita joven y una piel de oso. Toda una compañía de pantomimas le anda buscando por el pueblo. Se han pasado la tarde registrando el bosque y ahora han empezado con el pueblo. Papá Noel está bebiendo cerveza en una taberna. Descubrió que Guillermo había hecho una visita allí. Una Reina de las Hadas está sentada a la puerta de la taberna, quejándose de un dolor de muelas y la mamá de Cabellitos de Oro está felicitando a la esposa del pastor por la belleza rural del pueblo, en los intervalos que no está llorando la pérdida de su hija. Me he enterado de que Guillermo ha hecho una visita a la casa del pastor protestante. Hay un gigante que se queja del frío y un hombre en mangas de camisa cuyas palabrotas están caldeando el ambiente en muchas millas a la redonda. Salía yo de la estación cuando me presentaron como padre de Guillermo. Trabajo me costó serenarles un poco; pero prometí hacer lo que pudiera por encontrar a la pareja. Tengo bastantes ganas de encontrar a Guillermo. Creo que lo mejor que puedo hacer es entregarle a la compañía unos minutos. En cuanto a la damita desaparecida…
La señora Brown recobró el uso de la palabra.
—¿Es posible…? —empezó a preguntar sin fuerzas—. ¿Es posible que fuera Guillermo, después de todo?
El señor Brown se puso en pie, con hastío.
—Naturalmente —respondió—, ¿quién iba a ser sino Guillermo? ¿Quién es el responsable de todo «siempre», sino el célebre Guillermo?