Guillermo se encariñó con la señorita Tabitha Croft en cuanto la vio. Era pequeñita y de aspecto inofensivo. No tenía cara de ser de las que escribían cartas iracundas a los padres de Guillermo. Guillermo era un gran psicólogo. Sabía distinguir, a simple vista, a qué persona podía resultarle molesta su presencia, quién haría caso omiso de él y quién le animaría. Las personas dispuestas a hacer esto último escaseaban una barbaridad. La mayoría estaba comprendida dentro de la primera categoría. Pero cuando, desde su asiento en la tapia, vio a la señorita Tabitha Croft supervisar tímidamente la descarga del carro de mudanzas a la puerta del jardín de su casita, llegó a la conclusión de que era muy inofensiva en verdad. También llegó a la conclusión de que le iba a resultar simpática. Guillermo generalmente se llevaba bien con la gente tímida. Él nada de tímido tenía. Era pequeño y cubierto de pecas, solemne y tenaz en grado increíble en un niño de once años.
La señorita Tabitha, acertando a levantar la vista de los restos de la mesita que uno de los mozos había aplastado, descuidadamente, contra la pared, vio a un niño, encaramado a la tapia, que la miraba ceñudo. No sabía ella que aquella expresión era la que habitualmente adornaba el rostro de Guillermo. Le dirigió una sonrisa de esas que parecen una excusa.
—Buenas tardes —dijo.
—Buenas tardes —contestó el niño.
Reinó el silencio de nuevo durante un rato, en el cual uno de los mozos arrancó la puerta de cuajo sin gran esfuerzo con ayuda de un piano pequeño que depositó firmemente, a continuación, sobre el pie de otro de los mozos. Entonces se rompió el silencio. Mientras duró la rotura del silencio, desapareció la ceñuda expresión de Guillermo y una sonrisa de éxtasis iluminó su semblante.
—¡La de cosas que «saben» decir! —exclamó encantado, dirigiéndose a la señorita Tabitha cuando se restableció la tranquilidad parcialmente por lo menos.
La señorita Tabitha alzó su rostro en el que se reflejaba el horror y la angustia.
—¡Ay, señor! —exclamó con voz trémula—. ¡Es terrible!
Se despertó en Guillermo aquella rara cualidad que poseía: la caballerosidad. Saltó de la tapia al jardín.
—Yo ayudaré —dijo—. No se preocupe usted.
Ayudó.
Fue, tambaleándose, desde el carro de mudanzas a la casa y desde la casa al carro de mudanzas. Trabajó hasta que el sudor inundó su frente. Rompió dos candelabros, una guarda de las empleadas para colocar al pie del hogar, una lámpara, una estatuita y la mayor parte de un servicio de desayuno. Después de cada rotura le dijo: «No se preocupe», en voz consoladora, a la señorita Tabitha, depositando los pedazos, cuidadosamente, en el cacharro de la basura. Cuando estuvo el cacharro lleno, fue colocando, ordenadamente, los pedazos al lado del mismo. Dominaba por completo la situación. La señorita Tabitha renunció a la lucha y se sentó sobre una caja de embalaje en la cocina con un pomo de sal volátil. Uno de los mozos le dio a Guillermo un trago de té frío, otro, un pedazo de salchicha. Guillermo se sentía enormemente feliz. La tarde se le hizo cortísima. Se hizo un siete tremendo en el pantalón y vertió un pote de pintura, que halló en la ventana, por su jersey. Por fin se marcharon los mozos y Guillermo contempló con orgullo la escena de su trabajo y destrucción.
—Bueno —dijo—, apuesto cualquier cosa a que las cosas hubieran ido de muy distinta manera si no hubiese ayudado yo.
—Estoy completamente segura de ello —contestó la señorita Tabitha de todo corazón.
—Debe de ser ya la hora del té, ¿no? —inquirió Guillermo, con dulzura.
La señorita Tabitha se sobresaltó y dejó a un lado el pomo de sal volátil.
—Sí; haz el «favor» de quedarte a tomarlo aquí conmigo.
—Gracias —contestó el niño, con sencillez—; se me ocurrió que era muy probable que me invitaría usted.
Durante el té (al que Guillermo hizo justicia a pesar de haber comido anteriormente salchichas y tomado té), el muchacho se tornó gárrulo. Le habló de sus amigos y de sus enemigos (principalmente de estos últimos) y de los alrededores, del labrador Jones, que tanto jaleo armaba por unas miserables manzanas; del reverendo P. Craig, que conspiraba con los padres para privar a los niños de buena voluntad de su libertad los domingos por la tarde.
—Si la escuela dominical es tan «agradable» y tan «buena para la gente» como dicen —murmuró Guillermo, con amargura—, ¿por qué no van «ellos»? A mí no me importaría que «ellos» fueran.
Le habló de la escopeta de aire comprimido de Pelirrojo y de su propio tirador; de la rata muerta que habían encontrado en la cuneta; de la casa que habían construido de ramas en el bosque; de la carrera de bandido y proscrito que tenía intenciones de seguir en cuanto dejase el colegio. En resumen, le brindó, incondicionalmente, su amistad.
Y mientras hablaba consumía grandes cantidades de pan y mermelada, y mantequilla, y pastas, y pasteles. Por fin se puso en pie.
—Bueno —dijo—, supongo que ya va siendo hora de que me marche.
La señorita Tabitha se sentía aturdida; pero, al propio tiempo, animada hasta cierto punto por el muchacho.
—Tienes que venir alguna otra vez… —dijo.
—Ah, sí —contestó el niño alegremente—; volveré la mar de veces… y avíseme cuando se vaya a mudar otra vez… volveré a ayudarla.
La señorita Tabitha se estremeció levemente.
—«Muchísimas» gracias —murmuró.
* * *
Volvió a la tarde siguiente.
—Sólo he venido a ver —dijo—, cómo le va a usted.
La señorita Tabitha estaba sentada a una mesita, sobre la que había colocado una hilera de cartas.
Se ruborizó levemente.
—Me… me estoy diciendo la buenaventura, Guillermo —dijo.
—Oh —murmuró el niño, impresionado.
—A veces «sí» que sale verdad —prosiguió ella—. Lo hago casi todos los días. Es curioso cómo adquiere una la costumbre.
Empezó a dar la vuelta a las cartas y a estudiarlas con atención. Guillermo se sentó frente a ella, contemplándola con vivo interés.
Guillermo se sentó frente a ella, contemplándola con vivo interés.
—Ayer me indicaron las cartas que recibiría carta —dijo ella— y esta mañana la he recibido. A veces sale bien así; pero con frecuencia —suspiró— no resulta verdad.
—¿Qué dice hoy? —inquirió el niño, mirando las cartas, ceñudo.
—Anuncian una muerte —contestó la señorita Tabitha en sepulcral susurro— y una carta de un hombre moreno, y envidia por parte de una mujer de buen color… y un regalo de ultramar… y asuntos legales… y una herencia… pero ninguna de ellas es cosa de las que salen verdad. Sin embargo, no sé… —prosiguió—, el recaudador de impuestos puede ser un hombre moreno… y tal vez reciba noticias de él pronto. Es maravilloso en realidad… me refiero a que haya veces en que adivine. Resulta una diversión la mar de entretenida… ¿Quieres que te diga la buenaventura?
—Huh —accedió Guillermo.
—Primero has de pensar en algo que de verdad desees.
Guillermo cerró los ojos y deseó.
—Ya lo he hecho —dijo.
La señorita Tabitha extendió las cartas. Sacudió la cabeza melancólicamente.
—Te tratará mal una mujer rubia —anunció.
—Será mi hermana Ethel… Se cree que porque es mayor que yo…
—Y tu deseo quedará satisfecho.
El niño se animó. Luego miró a su alrededor y su mirada fue a posarse en el retrato que había en la mesita de escritorio, junto a la ventana.
—¿Quién es ese? —preguntó.
La señorita Tabitha volvió a ruborizarse.
—Uno que iba a casarse conmigo —respondió— y se marchó y no ha vuelto.
—Supongo que se encontraría con alguien que le gustaría más y se casaría con ella —sugirió, alegremente, Guillermo.
—Es muy posible —contestó la señorita.
El niño la examinó con mirada crítica.
—Quizá no le gustara que no tuviese usted el pelo rizado —prosiguió—. Hay algunos así. Mi hermano Roberto dice que si una muchacha no tiene el pelo rizado, debe rizárselo ella. Quizá no se lo rizara usted.
—No; no me lo rizaba.
—Mi hermana Ethel sí que se lo riza; pero se enfurece si se lo digo a la gente y se pone hecha una fiera cuando uso sus cosas para hacer agujeros en manzanas, cartones y todo eso. Arma la mar de jaleo por nada —acabó diciendo, despectivamente.
Cuando llegó a su casa, se quedó como paralizado a la puerta del comedor, boquiabierto y con los ojos como platos.
—¡Atiza! —exclamó.
Había deseado que hubiera pastel de jengibre para el té.
Y lo había.
La esposa del pastor protestante estaba tomando el té en casa de los Brown. La esposa del pastor tenía la manía de las tómbolas benéficas. Es un mal que padecen con frecuencia las esposas de los pastores protestantes. Siempre estaba pensando en la tómbola benéfica siguiente a la siguiente, antes de que se hubiera acabado la anterior. Siempre la ensalzaban en la prensa local y se consideraba una mujer muy feliz.
—Voy a llamar a la siguiente una Feria —anunció—; así parecerá una variación.
—¿Una fiera? —inquirió Guillermo, con interés.
Ella murmuró:
—¡Qué niño más simpático! —sin gran entusiasmo. Luego dijo—: La anunciaremos por todas partes. Había pensado en llamarla la Reina de las Ferias. Es un nombre tan «atrayente»… Tendremos borriquitos para los niños, puestos de pim-pam-pum… ¡resulta eso tan «democrático»…! y debiéramos de tener también un sitio donde se dijese la buenaventura. Una no… hum… cree en esas cosas… pero el público parece echarlo de menos si no lo hay… Algún sistema inofensivo de echar la buenaventura… con cartas; por ejemplo…
Guillermo soltó una exclamación de sorpresa.
—Me dijo a mí la mía «estupendamente» —dijo, excitado— y pasó… ¡lo que yo había deseado! ¡Ahí estaba para el té!
—¿Quién? ¿Qué? —preguntó la esposa del pastor.
—La nueva, en la casita… La ayudé con todos los muebles y me llené de pintura y me habló de que él no había vuelto por su pelo tal vez y rompí algunas de sus cosas, pero no muchas, y me dio té y me dijo que volviera.
Poco a poco fueron sacándole detalles y aclarando el galimatías.
—Iré a verla —anunció la esposa del pastor—; estaría muy bien poder conseguir que lo hiciera una persona a quien una «conociese»… una persona «decente». Las echadoras de cartas no son, con tanta frecuencia, del todo… ya sabe usted lo que quiero decir, querida.
—Aunque claro está —murmuró Guillermo, abstraído—, a lo mejor no fue por el pelo. Puede haber sido por cualquier otra cosa…
* * *
Guillermo estaba pasándolo bastante mal. La mala suerte le estaba haciendo víctima de sus ataques periódicos. Nada le «salía bien». La señorita Drew, su maestra, había tomado un punto de vista equivocado y bastante antipático respecto a su celo por el estudio de la Naturaleza. Es más, cuando el escarabajo, que tenía Guillermo cariñosamente en la mano mientras hacía números en clase, se le escapó y se le metió a la maestra por el cuello, su penetrante grito nada bueno auguraba para el muchacho. Y al encontrar una oruga en su plumero, una rana en su cartera y ciempiés en sus bolsillos, se enfadó aún más, y Guillermo tuvo que quedarse después en clase y escribir cien veces: «No debo traer insectos al colegio». Al añadir el muchacho por su cuenta: «porque asustan a la señorita Drew», las relaciones entre maestra y alumno alcanzaron una tensión eléctrica. Su suerte no fue mejor en casa. Sus ejercicios penetrantes y poco melodiosos con una armónica a primera hora de la mañana habían dado lugar a una frialdad que se convirtió en positiva hostilidad cuando se descubrió que había usado la capa nueva de Ethel como techo de su «wigwam» en el jardín, y la caja de crema para el calzado de Roberto para disfrazarse de caudillo piel roja. Se había hecho bastante impopular en casa. Se habló de no permitirle que asistiera a la Reina de las Ferias; pero como toda la familia iba a ir y las criadas se habían negado a quedarse en casa si Guillermo se quedaba también, se consideró preferible dejarle ir.
—Pero como hagas alguna de las «tuyas»… —le advirtió su padre, amenazador, sin concluir la frase.
El día señalado resultó hermosísimo. Los puestos estaban adornados con los colores usuales, chillones e inarmónicos. Unos cuantos borricos, con sus correspondientes mozos, contemplaban la escena con desdén. Ethel llevaba puesta la capa nueva (cepillada y limpiada mientras Guillermo se entretenía en meterse con su hermana). La señora Brown estaba encargada de uno de los puestos. Roberto, con una flor en el ojal y los zapatos muy limpios (gracias a la nueva caja de crema, comprada con el dinero que, normalmente, le hubiera sido dado a Guillermo para gastar), presidía un minúsculo tiro al blanco. Guillermo, habiendo recibido autorización para asistir a la Feria y dinero para la entrada, merodeaba junto a la puerta mirándolos con desprecio. Siempre le inspiraba una antipatía profunda toda su familia en fiestas públicas. Aún no había pagado la entrada y se estaba preguntando si valdría la pena después de todo y si no sería mucho mejor gastarse el dinero en caramelos y pasteles y pasarse la tarde en el campo, haciendo de bandido solitario y cazador de gatos o de cualquier otro bicho viviente que la suerte colocara en su camino. En una tiendecita de campaña, al otro extremo del campo de la Feria, se hallaba la señorita Tabitha Croft, enfundada en un vestido largo y voluminoso cubierto de jeroglíficos extraños. Querían ser signos místicos orientales; pero, en realidad, eran invención de la esposa del pastor protestante, que se había inspirado en los dibujos de su hijo menor que tenía tres años de edad. Envolvía a la señorita Tabitha por completo, de pies a cabeza, dejando sólo dos agujeros para los ojos y otros dos para sacar las manos. Se lo había enseñado a Guillermo el día anterior.
—No me gusta del «todo» —había confesado—. Dios quiera que no tenga nada de sacrílego. Pero ella debe saber lo que se hace, puesto que es la esposa de un ministro del Señor. Con tal —prosiguió, sacudiendo la cabeza— que no esté jugando con poderes de las tinieblas, aunque sea a beneficio del órgano de la iglesia…
A la puerta de la tienda de campaña había colgado un cartelito que decía lo siguiente: «La Buenaventura, por la Mujer Misteriosa: dos chelines y medio». En el interior, la Mujer Misteriosa se hallaba sentada, temblando de nerviosa, ante una mesa en la que reposaba una baraja muy gastada, compuesta de cartas en cuyas esquinas había un minúsculo jeroglífico que, una vez descifrado totalmente, daba su significado.
Guillermo, que lo veía todo desde la puerta de entrada a la feria, se dio cuenta, de pronto, de que alguien bajaba, lentamente, por la carretera. Era un hombre, un hombre muy alto que se encorvaba un poco al andar. Al llegar a la altura de Guillermo, se fijó en la torva mirada que este le dirigía. Se quitó el sombrero.
—Buenas tardes —dijo, cortésmente.
—Buenas tardes —contestó el niño, con brusquedad.
—¿Sabes tú —prosiguió el desconocido— si una tal… señorita Croft vive en el pueblo?
—Me parece —dijo Guillermo, lentamente— que he visto la fotografía de usted en alguna parte… sólo que no era usted tan viejo cuando se la sacó.
—¿Dónde has visto mi retrato?
—En su casa… en la casa a la que le ayudé a mudarse —contestó el niño, con orgullo.
El rostro bondadoso y algo débil del hombre se iluminó.
—¿Puedes enseñarme dónde está su casa? Es que, ¿sabes?, soy la mar de desgraciado —explicó—. Me marché fuera; pero la he llevado siempre en mi corazón; pero he necesitado mucho, mucho tiempo para encontrarla. Me siento muy desgraciado y muy cansado.
Guillermo le miró con cierto desprecio.
—Fue usted tonto —dijo—. ¿Sería, tal vez, porque no tenía el pelo rizado?
—¿Dónde está?
—Ahí dentro —contestó el niño, indicando el campo de la Reina de las Ferias—. Iré yo a buscarla si usted quiere.
—Muchas gracias.
Guillermo, muy poco dispuesto aún a soltar el dinero de la entrada, dio la vuelta al recinto hasta encontrar un punto flaco en el seto, detrás de una de las tiendas de campaña. Pasó por él con gran dificultad, dejando la gorra por el camino, arañándose la cara y ensuciándosela y rasgándose el pantalón por dos sitios y el jersey por tres. Pero Guillermo, que no podía verse a sí mismo, acariciando el importe de la entrada, consideró que bien había valido la pena tomarse tanta molestia. Se encontró con la esposa del pastor. Estaba rifando una cubierta para tetera, decorada con tulipanes encarnados, amarillos y purpúreos sobre fondo verde. Guillermo, sin vacilar, se dirigió a ella.
—Él la quiere. Ha vuelto. ¿Puede usted llamarla? —preguntó—. Ha tenido la buena en el corazón todo este tiempo. Él mismo lo ha dicho…
Pero a la señora no le interesaba Guillermo. El niño no tenía cara de estar dispuesto a gastar chelín y medio en comprar un boleto para la rifa.
—¡Encanto! —murmuró.
Y acarició efusivamente su desgreñado pelo al pasar.
Guillermo se dirigió a la tienda de campaña de la Mujer Misteriosa. Pero había un puesto de helados por el camino, y no podía pasarlo de largo. Roberto y Ethel, espejos de la moda, pasaron en aquel momento. Al ver a Guillermo con chaqueta y jersey rotos, cara sucia y arañada, sin gorra, con el cabello desgreñado, consumiendo helados entre un grupo de sus inferiores en la escala social, sintieron un estremecimiento de horror. Para ellos Guillermo resultaba una piedra al cuello, en la carrera de la vida.
Al ver a Guillermo consumiendo helados entre un grupo de sus inferiores…
—Mándale a casa —dijo Roberto.
—No quiero ni que me vean hablar de él —replicó Ethel.
Guillermo, habiendo satisfecho su apetito de helados con la mayor parte del dinero que le habían dado para la entrada, siguió su camino hacia la tienda de la Mujer Misteriosa. Entró en ella mediante el sencillo procedimiento de arrastrarse por debajo de la lona, por la parte posterior. La tienda de campaña no parecía estar muy concurrida. No había nadie dentro en aquel momento.
—Ha venido —anunció el niño—. Está esperando ahí fuera.
—¿Quién? —preguntó la Mujer Misteriosa—. ¿Me quiere?
—¡Huh! —asintió Guillermo.
—¡Ay, Señor! ¡Tengo que ir! Y, sin embargo, ¿cómo puedo ir? Entrará gente a que les diga la buenaventura.
Guillermo desterró, con un gesto, semejante dificultad.
—Ya me encargaré yo de eso —aseguró.
—Pero… ¿sabes tú decir la buenaventura, querido?
—No lo sé; como no lo he probado nunca…
La Mujer Misteriosa se quitó de un tirón su curioso vestido.
—Es preciso que vaya —dijo.
Y se fue.
Guillermo se vistió lentamente y con toda deliberación. Se puso el vestido y lo arregló de forma que los agujeros le vinieran a la altura de los ojos y que pudiera sacar las manos por las otras dos aberturas. Luego levantó el cojín sobre el que la Mujer Misteriosa había descansado los pies, lo colocó sobre la silla y se sentó encima, ocultándolo, cuidadosamente, con su vestidura. En aquel momento entró una persona en la tienda de campaña. Depositó media corona (dos chelines y medio) sobre la mesa y se sentó en la silla frente a Guillermo.
El niño reconoció a la señorita Drew. Extendió una hilera de cartas y empezó a murmurar. Era tan poco corriente que Guillermo hablara en susurros, que había peligro de que le reconociese nadie.
—Tiene usted mal genio —susurró.
—¡Es cierto! —suspiró la señorita Drew.
—Tiene usted un gato y gallinas.
—Así es.
—Ha sido usted muy dura con un niño recientemente. Tal vez… tal vez no viva ese niño mucho tiempo ya. Aún le queda a usted tiempo para desagraviarle.
Ha sido usted muy dura con un niño, recientemente.
La señorita Drew se sobresaltó.
—Nada más —acabó Guillermo.
La señorita Drew, aturdida y preocupada, salió de la tienda de campaña.
Guillermo quedó sorprendido al ver que, a continuación, entraba Ethel. Dio las cartas y empezó a susurrar otra vez.
—Tiene usted dos hermanos —dijo.
Ethel movió, afirmativamente, la cabeza.
—Es muy probable que el pequeño no viva mucho tiempo ya. Más vale que sea usted más bondadosa con él mientras viva. Ceda un poco más con él. Nada más.
Ethel se marchó con rapidez, hondamente impresionada.
Roberto entró después. Guillermo empezaba a divertirse.
—Tiene usted un hermano —susurró—. No está muy fuerte y es posible que muera pronto. Esto es un aviso. Más vale que le haga usted feliz el poco tiempo que le queda de vida. Nada más.
Roberto salió, lentamente. En aquel momento la Mujer Misteriosa entró por la parte de atrás.
—¡Cuánto te lo agradezco, querido! ¡Ha sucedido una cosa más «maravillosa»…! Pero es preciso que vuelva a ocupar mi puesto. Me ha dicho que aguardará hasta que se acabe.
Sin dejar de hablar atropelladamente, le quitó el vestido a Guillermo y se lo puso ella.
Guillermo volvió a salir al recinto de la Feria. Fue, de nuevo, al puesto de helados y luego erró al azar. La primera persona que le abordó fue la señorita Drew.
—¡Hola, Guillermo! —dijo, mirándole con ansiedad—. Te he estado buscando. ¿Te gustaría un helado?
Guillermo condescendió hasta el punto de dejarse llenar de helados.
—¿Te gustaría una caja de bombones? —prosiguió la maestra—. ¿Te encuentras bien, Guillermo querido? Estás algo pálido estos últimos días.
El niño aceptó la enorme caja de bombones que le ofreció y los tres paseos en burro que le pagó. Reconoció que, quizá, no se había sentido muy fuerte últimamente. Cuando la maestra se fue, Guillermo encontró a Ethel y a Roberto que le buscaban. Le pagaron un té muy completo y varios paseos más en burro. Ambos emplearon un tono cariñoso que no les era habitual, para hablarle. Ethel le compró una piña americana y otra caja de bombones y, Roberto, un frasco de caramelos y le pidió perdón por su proceder tan poco razonable en el asunto de la crema del calzado. Cuando volvieron a casa, Guillermo caminó entre sus dos hermanos y estos le llevaron las cajas de bombones, la piña y los caramelos para que no se cansara. Diciéndose que lo mejor era aprovechar bien la ocasión, le pidió a Roberto que le hiciera los deberes de la escuela antes de acostarse. Una vez en su cuarto, lució su famosa imitación de una tos de enfermo que, gracias a la práctica, había llegado a hacer perfecta y que le había resultado de gran utilidad en numerosas ocasiones. Ethel subió, silenciosamente, la escalera. Llevaba una bolsita de papel en la mano.
—Guillermo querido —dijo—. Te he traído estos caramelos para la garganta. A lo mejor te la suavizan un poco.
Guillermo agregó la bolsita al montón de regalos.
—Gracias —dijo con aire de resignado sufrimiento.
—Y te daré algo para que hagas tu «wigwam» mañana, querido —prosiguió la joven.
—Gracias.
—Y, si quieres ensayar en la armónica por la mañana, puedes hacerlo con toda libertad.
—Gracias —replicó el niño, con voz de mártir.
* * *
Al atardecer siguiente, Guillermo bajó, muy alegre, por la carretera. Había pasado un día agradabilísimo. La señorita Drew había hecho casi todo su trabajo en el colegio. Su familia le había tratado, a la hora de comer, con una consideración a la que no estaba acostumbrado. Se le había suplicado que se comiese todo el dulce que quedaba, mientras los demás se tomaban ciruelas pasas para postre.
En el jardín de la casita se hallaba la señorita Tabitha Croft junto con el hombre alto.
—¡Ah, ese Guillermo! —dijo la señorita Tabitha—. ¡Guillermo es un «gran» amigo mío!
—Le vi ayer —contestó el hombre—. Tenemos que invitarle a la boda.
—Guillermo —dijo la señorita Croft—, te agradezco mucho que ocuparas mi lugar ayer. ¿Te las arreglaste bien?
—Sí —contestó Guillermo, después de pensarlo unos momentos—; me las arreglé divinamente, gracias.